El aprecio de Jesús por los niños es realmente notable. Así ha quedado reflejado en los evangelios, en que los niños aparecen con frecuencia como modelos dignos de imitación, lo cual no deja de causar extrañeza.
En cierta ocasión, nos dice Marcos, presentaron a Jesús unos niños para que los tocara. El hecho de que se los presentaran da a entender que eran realmente pequeños, llevados en brazos o de la mano de sus padres (no son los niños los que se acercan a él como formando corro a su alrededor), y que la iniciativa es de los acompañantes o familiares de los mismos. Se los presentan para que les toque. Confían, pues, en el efecto benéfico del tacto de Jesús. Entienden que de sus manos destilan bondad, y salud, y gracias celestiales.
En ese preciso instante comparecen los discípulos de Jesús para regañar a la gente que así actúa; quizá les incomode el alboroto o las interrupciones derivadas de esa acción; quizá quieran evitarle molestias a su Maestro. En cualquier caso, aquella intervención provocó el enfado de Jesús que no quiere que le impidan el contacto con los niños, y lo expresa manifiestamente: Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son modo ellos es el Reino de Dios.
En esta frase nos dejó una bella enseñanza en relación con los niños. Estos merecen toda su atención, tanto o más que los adultos. De ellos es el Reino de Dios; porque si de los que son como ellos es el Reino de Dios, mucho más lo será de ellos. Y él está en este mundo para anunciar la cercanía de este Reino y para hacerlo presente.
Si tal es el caso, los niños pasan a tener un protagonismo inesperado en relación con el Reino, no tanto por lo que son –y que dejarán de ser-, sino por lo que representan –y hay que llegar a ser-. Para formar parte del Reino de Dios es preciso aceptarlo, y quizá no haya mejor modo de hacerlo que el de un niño. Por eso, para entrar en él hay que acogerlo como un niño, cuando ya no se es niño. ¿Y qué es acogerlo como un niño?
En un niño encontramos de ordinario docilidad para dejarse guiar, aunque también ingenuidad; conciencia de la propia pequeñez y, por tanto, necesidad de recurrir a los mayores, que son quienes deben solucionar sus problemas; inocencia virginal para recibir lo que viene de fuera y no ha despertado aún su desconfianza; abandono en manos de los que son más fuertes o de quienes tienen el deber de protegerlos; asombro ante la vida y las novedades que les presenta.
Se ha hablado mucho de la infancia espiritual, tan ligada a la biografía de ciertos santos como Teresa de Lisieux: un estado del espíritu que refleja muchos de los rasgos de la infancia: inocencia, abandono, humildad, docilidad, etc. Es este hacerse como niños, necesario para entrar en el Reino de Dios. ¡Cómo no va a ser requisito necesario para entrar en el Reino de Dios acoger al Dios de ese Reino, acoger el amor de ese Dios! Sin el amor de Dios, acogido y gozado, y presente en todos los rincones, no puede haber Reino de Dios. Y la mejor forma de acoger ese amor es hacerse como un niño. Un niño, mientras es niño, no sabe hacer otra cosa que dejarse amar. Es pura receptividad.
Esto mismo es lo que se aprecia en la narración evangélica: no eran ellos los que abrazaban a Jesús, sino Jesús quien los abrazaba y bendecía a ellos. No es extraño que los teólogos invoquen este pasaje para justificar el bautismo de los niños, bautismo en el que no son ellos (los bautizandos) los que se acercan a Jesús, sino Jesús quien se acerca a ellos, o mejor, en el que son llevados a Jesús para que él les abrace, les bendiga, les limpie, les imponga las manos, les unja y les dé una nueva vida. Aquí se resalta mucho más la gratuidad del don y la pasividad del agraciado que en el caso del bautismo de adultos.
Pues bien, ya no queda sino invitaros a haceros como niños en la presencia de Dios, de su mensaje y de sus dones. ¿No sucede que los hijos nunca dejan de ser del todo niños en relación con sus padres, y eso aun habiendo pasado a ser sus cuidadores (respectivamente, padres) en su estado de ancianidad?
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística