El monte y la llanura

“Seis días después, tomó Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano…” Con estas palabras se inicia el capítulo 17 de San Mateo y comienza también el pasaje evangélico de la Transfiguración, que la Iglesia nos hace meditar en este segundo domingo de Cuaresma. La segunda parte de la vida pública de Nuestro Señor, aquella que acabará dentro de unos días en el Calvario, comienza efectivamente en el Tabor. En este monte, según la tradición, tiene lugar aquella misteriosa Transfiguración de Jesús, que narra el Evangelio de hoy. El Señor eligió a los tres discípulos predilectos para que presenciaran el extraordinario suceso. Las inminentes humillaciones y su fracaso aparente en la Cruz podrían hacer vacilar la fe de los discípulos en su divinidad: por eso quiere Jesús que vislumbren ahora al menos un rayo de su gloria: “Brilló su rostro como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”, dice San Mateo.

Y Simón Pedro: “Maestro, bueno es estarnos aquí. Hagamos tres tiendas…”. Como contraste con la batalla diaria —los fariseos atacando al Señor, calumniándole y rechazando su misión divina— aquello es la felicidad para el Apóstol. Así hubiera permanecido eternamente: “Maestro, bueno es estarnos aquí…”.

¡Qué bien comprendemos a Simón! Nosotros hubiéramos hecho lo mismo. Sin embargo, San Lucas, al narrar la Transfiguración, añade aquí un detalle muy significativo: “Pedro no sabía lo que se decía”. En efecto, el gran Apóstol confundía en aquel momento dos cosas: lo “agradable” con lo “bueno”. Sin duda, hubiera sido mucho más “grato” y reconfortante permanecer en el Tabor en éxtasis. Pero aquello no era lo “bueno”, es decir, aquello no era la voluntad de Dios. Lo bueno —la voluntad de Dios— era descender del monte y volver a la batalla ordinaria: allí abajo está la misión redentora de Cristo —el Calvario en perspectiva— y el apostolado de Pedro.

La nervadura ascética del pasaje evangélico queda ahora al descubierto: hay en la vida momentos de verdadera lucidez, en los que se “siente” la presencia de Dios en el alma y se hace fácil seguir a Jesucristo: “gracias inolvidables —dice Chevrot— que ilustran súbitamente nuestras mentes, encienden nuestros corazones, transfiguran nuestras almas”. Pero eso puede ser pasajero: no constituye el meollo de la vida cristiana. El amor a Dios —verdadero eje del Cristianismo— es un acto de la voluntad. No es mero sentimiento. Hacer tres tiendas en torno a los consuelos sensibles sería olvidar nuestra condición de viatores, de “hombres en camino”.

San Pablo nos recuerda en una de sus cartas que, mientras estamos en la tierra, “caminamos en la fe y no en la visión” (1 Cor 5, 7). Y “caminar en la fe” es trabajar por Cristo y con Cristo en la llanura de una vida ordinaria, corriente, en medio de las dificultades cotidianas, con la voluntad transfigurada por la gracia y tensa en actos de amor. Si en algunos momentos el Señor nos muestra el Tabor —consuelo, “visión”— debemos agradecérselo. Pero no importa si hay que bajar del monte y desaparecen. Jesús también está en la llanura. De ahí que, al encontrarlo en los mil pequeños afanes de cada día, salga del alma cristiana la misma exclamación de Simón Pedro en el monte, pero ahora ya en las faldas de la montaña: “Maestro, bueno es estarnos aquí…”.

Pedro Rodríguez

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Comentario – Domingo II de Cuaresma

El domingo de hoy, segundo de Cuaresma, nos orienta más explícitamente hacia la Pascua, porque la trans-figuración de Jesús se presenta como anticipo o prefiguración de su Resurrección. Y la Resurrección nos sitúa en ese «lugar» de gozo y de gloria que apenas podemos imaginar.

A Abrán le fue dicho: Mira al cielo. Ese cielo de estrellas incontables que contempla asombrado el patriarca es símbolo de lo que nos trasciende, de lo que sólo podemos otear o adivinar de lejos: un horizonte de una magnitud incontrolable, cuyas medidas nos desbordan, cuya grandeza nos anonada.

Pues bien, ante semejante espectáculo Abrán recibe una promesa de descendencia y de posesión de parte del Señor: posesión de una tierra habitable. Pero, para llegar a esa tierra de promisión hay que salir de la tierra de nacimiento (Ur de los Caldeos), hay que salir de la propia naturaleza; hay que morir o ser radicalmente transformados. Es lo que nos hace saber san Pablo cuando nos dice: Nosotros somos ciudadanos del cielo. Aunque seamos naturales y vecinos de la tierra, el orbe terráqueo no es nuestra estancia definitiva.

Realmente somos ciudadanos del cielo, ese cielo del que procede el Salvador. Él transformará nuestra condición humilde (o terrena) según el modelo de su condición gloriosa (o celeste); porque en él se da esa doble condición: la humilde, propia de su naturaleza humana, y la gloriosa, propia de su naturaleza divinizada, glorificada. Y puede hacerlo porque tiene energía para sometérselo todo. Es la energía que muestra cuando, en lo alto de la montaña, se transfiguró delante de sus discípulos elegidos para ser testigos de este evento.

Habían subido a la montaña para orar (προσεύξασθαι). Ascender a una montaña es como aproximarse al cielo. Hay cumbres de montañas que nos parecen tocar el cielo. Por eso no es extraño que las montañas se conviertan en lugares privilegiados de oración, en símbolo de la ascensión mística. Y mientras oraban se produce el fenómeno que se describe como un cambio de aspecto figura (trans-figuración) que adquiere un brillo especial, inusual, extraordinario. Así lo cuenta el narrador.

Pero en esos instantes de gloria se hablaba paradójicamente de la muerte que Jesús habría de consumar en Jerusalén. Luego el transfigurado no era aún el Resucitado, pues no había dejado de ser terreno y mortal. Tendría que pasar por la muerte y muerte de cruz. Jesús no quiere que olviden esto, porque a pesar lo hermoso que era estar allí, hermoso hasta sentir enormes deseos de quedarse, de acampar, no podían olvidar que seguían en la tierra¸ una tierra de sufrimiento y muerte, pues aún no se les había dado en posesión la tierra prometida, el cielo del que somos ciudadanos, pero en promesa (en esperanza). Cuando Pedro hablaba de levantar tres tiendasno sabía lo que decía, porque olvidaba algo importante, que seguían siendo habitantes de la tierra.

Pero Jesús quiere también que, cuando lleguen los momentos más duros de su estancia en la tierra, momentos de sufrimiento extremo o acumulado y de dolor, recuerden que son ciudadanos del cielo, que les espera la recompensa del cielo. Y hay cielo porque hay transfiguración, es decir, poder para transformar la condición terrena en condición gloriosa: ese poder o energía que muestra Jesús en su transfiguración. Sólo se pide una cosa: fe, crédito, obediencia. Esto fue lo que aquellos testigos asombrados y desconcertados escucharon al entrar en la nube, es decir, al salir de sí, en el éxtasis: Este es mi Hijo, el escogido; escuchadle.

Jesús es proclamado hijo, en singular (mi Hijo), por la voz procedente de la nube. Y el Hijo de Dios merece crédito. Por eso, escuchadle. ¿Qué otro mejor que él merece ser escuchado? ¿A qué otro mejor que al Logos de Dios habría que prestar atención? No hay palabra mejor que merezca oírse que la Palabra. Pero ¿damos suficiente crédito a esta Palabra encarnada que es Jesús? ¿Confiamos en lo que Jesús nos ha dicho y nos dice? ¿Colocamos su palabra por encima de cualquier otra? ¿Esperamos lo que nos promete? ¿Confiamos en sus advertencias y mandatos? ¿Tenemos la certeza de su vuelta y la convicción de que, gracias a él, somos ciudadanos del cielo?

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

Espiritualidad y narcisismo

Tal como comentaba la semana anterior, el ego vive de la apropiación. Como parásito, necesita alimentarse de la energía que roba allí donde puede. Y, en principio, no hay nada -ni lo más “sagrado”- que se halle a salvo de su voracidad.

Relaciones, grupos, trabajos, profesiones, títulos, creencias…: todo puede constituir un goloso alimento para un ego que busca autoafirmarse. Ocurre en el campo de la religión donde, tras una imagen de “religiosidad”, puede esconderse un ego que -con frecuencia, de modo inconsciente- busca apropiarse de algo que lo alimente. Y ocurre también en el campo de la espiritualidad no religiosa.

¿Qué puede haber de “atrayente” para el ego en el campo de la espiritualidad? De entrada, tres elementos que el ego hambrea: señuelo de refugio narcisista, oferta de seguridad y promesa de una “aureola” plausible.

La espiritualidad puede constituir un campo propicio para que el ego construya un “pequeño paraíso narcisista” a su medida, sin ninguna referencia “ajena” ni instancia alguna que lo cuestione: “¡Qué hermoso es estar aquí!”. En ese refugio impera únicamente su ley: este es el sueño de la personalidad narcisista.

El ego puede creer encontrar en la espiritualidad una seguridad que lo libere de una sensación de banalidad, superficialidad, duda, incertidumbre, que le resulta insoportable. Así entendida, la “espiritualidad” sería una opción para cubrir un vacío de sentido.

Si algo busca el ego (narcisista) es sentirse “especial”. No es extraño que, tras la búsqueda de un “camino espiritual”, pueda esconderse, camuflada incluso para el propio interesado, la necesidad infantil de sentirse “especial” y portador de “algo” que le “eleva” por encima de lo que juzga como banalidad.

Lo que ocurre es que, una vez que el ego se la apropia, la espiritualidad se pervierte, hasta el punto de que, de ella, únicamente queda el nombre. Porque si el ego se define por la apropiación, la espiritualidad genuina se plasma en una desapropiación creciente. Si el narcisismo se caracteriza por la egocentración, la espiritualidad conduce a una existencia desegocentrada. Por decirlo brevemente: la espiritualidad se halla en las antípodas del narcisismo. De ahí que, bien vivida, constituya una poderosa fuerza de transformación personal y de liberación (desidentificación) del ego.

¿Percibo alguna trampa que se cuela en mi modo de vivir la espiritualidad?

Enrique Martínez Lozano

I Vísperas – Domingo II de Cuaresma

I VÍSPERAS

DOMINGO II DE CUARESMA

INVOCACIÓN INICIAL

V./ Dios mío, ven en mi auxilio
R./ Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

¿Para qué los timbres de sangre y nobleza?
Nunca los blasones
fueron lenitivo para la tristeza
de nuestras pasiones.
¡No me des coronas, Señor, de grandeza!

¿Altivez? ¿Honores? Torres ilusorias
que el tiempo derrumba.
Es coronamiento de todas las glorias
un rincón de tumba.
¡No me des siquiera coronas mortuorias!

No pido el laurel que nimba el talento,
ni las voluptuosas
guirnaldas de lujo y alborozamiento.
¡Ni mirtos ni rosas!
¡No me des coronas que se lleva el viento!

Yo quiero la joya de penas divinas
que rasga las sienes.
Es para las almas que tú predestinas.
Sólo tú la tienes.
¡Si me das coronas, dámelas de espinas! Amén.

SALMO 118: HIMNO A LA LEY DIVINA

Ant. Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una morada alta y se transfiguró delante de ellos.

Lámpara es tu palabra para mis pasos,
luz en mi sendero;
lo juro y lo cumpliré:
guardaré tus justos mandamientos;
¡estoy tan afligido!
Señor, dame vida según tu promesa.

Acepta, Señor, los votos que pronuncio,
enséñame tus mandatos;
mi vida está siempre en peligro,
pero no olvido tu voluntad;
los malvados me tendieron un lazo,
pero no me desvié de tus decretos.

Tus preceptos son mi herencia perpetua,
la alegría de mi corazón;
inclino mi corazón a cumplir tus leyes,
siempre y cabalmente.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una morada alta y se transfiguró delante de ellos.

SALMO 15: EL SEÑOR ES EL LOTE DE MI HEREDAD

Ant. Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.

Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti;
yo digo al Señor: «Tú eres mi bien».
Los dioses y señores de la tierra
no me satisfacen.

Multiplican las estatuas
de dioses extraños;
no derramaré sus libaciones con mis manos,
ni tomaré sus nombres en mis labios.

El Señor es el lote de mi heredad y mi copa;
mi suerte está en tu mano;
me ha tocado un lote hermoso,
me encanta mi heredad.

Bendeciré al Señor, que me aconseja,
hasta de noche me instruye internamente.
Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré.

Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas,
y mi carne descansa serena.
Porque no me entregarás a la muerte,
ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.

Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.

CÁNTICO de FILIPENSES: CRISTO, SIERVO DE DIOS, EN SU MISTERIO PASCUAL

Ant. Moisés y Elías hablaban de su muerte, que iban a consumar en Jerusalén.

Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajo hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Moisés y Elías hablaban de su muerte, que iban a consumar en Jerusalén.

LECTURA: 2Co 6, 1-4a

Os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios, porque él dice: «En tiempo favorable te escuché, en día de salvación vino en tu ayuda»; pues mirad, ahora es tiempo favorable, ahora es tiempo de salvación. Para no poner en ridículo nuestro ministerio, nunca damos a nadie motivo de escándalo; al contrario, continuamente damos prueba de que somos ministros de Dios.

RESPONSORIO BREVE

R/ Escúchanos, Señor, y ten piedad. Porque hemos pecado contra ti.
V/ Escúchanos, Señor, y ten piedad. Porque hemos pecado contra ti.

R/ Cristo, oye los ruegos de los que te suplican.
V/ Porque hemos pecado contra ti.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ Escúchanos, Señor, y ten piedad. Porque hemos pecado contra ti.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto; escuchadlo.»

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto; escuchadlo.»

PRECES
Bendigamos a Dios, solícito y providente para con todos los hombres, e invoquémosle, diciendo:

Salva, Señor, a los que has redimido.

Oh Dios, fuente de todo bien y origen de toda verdad, llena con tus dones al Colegio de los obispos,
— y haz que aquellos que les han sido confiados se mantengan fieles a la doctrina de los apóstoles.

Infunde tu amor en aquellos que se nutren con el mismo pan de vida,
— para que todos sean uno en el cuerpo de tu Hijo.

Que nos despejemos de nuestra vieja condición humana y de sus obras,
— y nos renovemos a imagen de Cristo, tu Hijo.

Concede a tu pueblo que, por la penitencia, obtenga el Perdón de sus pecados
— y tenga parte en los méritos de Jesucristo.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Haz que nuestros hermanos difuntos puedan alabarte eternamente en el cielo,
— y que nosotros esperemos confiadamente unidos a ellos en tu reino.

Con la misma confianza que nos da nuestra fe, acudamos ahora al Padre, diciendo, como nos enseñó Cristo:
Padre nuestro…

ORACION

Señor, Padre santo, tú que nos has mandado escuchar a tu Hijo, el predilecto, alimenta nuestro espíritu con tu palabra; así, con mirada limpia, contemplaremos gozosos la gloria de tu rostro. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

Lectio Divina – Sábado I de Cuaresma

“Vuestro Padre celestial, hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos”

1.- Oración introductoria.

Señor, hoy te necesito más que nunca. Lo que me dices en el evangelio de hoy es para mí “un duro hueso de roer”.  Me pides no sólo que perdone a mis enemigos, sino que los ame y rece por ellos. ¿No es esto algo antinatural? Yo sé que, por mis propias fuerzas, no puedo cumplirlo. Te pido que me ayudes, que me des tu gracia, que me eches no una mano o mejor, las dos. Sé que sin Ti no puedo hacer nada.

2.- Lectura reposada del Evangelio. Mateo 5, 43-48

Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial.

3.- Qué dice el texto.

Meditación-reflexión

Dentro del Sermón de la Montaña donde Jesús nos habla de unas exigencias terribles, humanamente imposibles de cumplir, el evangelio de hoy nos propone algo “más difícil todavía” Se nos pide el amor a los enemigos. No hay entre las religiones del mundo ninguna que exija esto. ¿Por qué lo hace Jesús? En el evangelio de Mateo el discípulo siempre está delante de un Padre maravilloso que está al tanto de todo.  Este Padre bueno envía el sol “para buenos y malos”. No hace distinciones. El Padre ama a todos y no puede dejar de amarlos. El sol ilumina, calienta, embellece lo mismo las casas de los buenos como las de los malos.   Y manda la lluvia lo mismo sobre el campo del labrador que mientras siembra entona una jota a la Virgen del Pilar que sobre ese labrador que esparce su semilla entre blasfemias. A ese Padre hay que imitar. ¿Cuál es la recompensa? Ser hijos de tal Padre. Llevar marcadas las huellas del Padre en nuestros rostros, más aún, participar en lo íntimo de nuestro ser del mismo A.D.N que el Padre. Cuando yo llego a perdonar al enemigo, en lo profundo del corazón se ha obrado un verdadero milagro. Yo, por mí mismo, no puedo. Hay dentro de mí un Dios maravilloso que me ama y hace en mí verdaderos prodigios.  ¿Aún quiero mayor recompensa?

Palabra del Papa

“Jesús nos dice dos cosas: primero, mirar al Padre. Nuestro Padre es Dios: hace salir el sol sobre malos y buenos; hace llover sobre justos e injustos. Su amor es para todos. Y Jesús concluye con este consejo: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial”. Por lo tanto, la indicación de Jesús consiste en imitar al Padre en la perfección del amor. Él perdona a sus enemigos. Hace todo por perdonarles. Pensemos en la ternura con la que Jesús recibe a Judas en el huerto de los Olivos, cuando entre los discípulos se pensaba en la venganza. Jesús nos pide amar a los enemigos. ¿Cómo se puede hacer? Jesús nos dice: rezad, rezad por vuestros enemigos. La oración hace milagros; y esto vale no sólo cuando tenemos enemigos; sino también cuando percibimos alguna antipatía, alguna pequeña enemistad. Es cierto: el amor a los enemigos nos empobrece, nos hace pobres, como Jesús, quien, cuando vino, se abajó hasta hacerse pobre. Tal vez no es un «buen negocio, o al menos no lo es según la lógica del mundo. Sin embargo, es el camino que recorrió Dios, el camino que recorrió Jesús hasta conquistarnos la gracia que nos ha hecho ricos. (Cf Homilía de S.S. Francisco, 21 de junio de 2013, en Santa Marta).

4.- Qué me dice este texto hoy a mí. (Guardo silencio)

5.- Propósito. Hoy llevaré a mi oración a aquellas personas con quienes me siento más distante.

6.- Dios me ha hablado hoy a través de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi oración.

Yo hoy quiero darte gracias por tus exigencias. Ellas me llevan a descubrir mejor la anchura y profundidad del corazón de Dios. Ellas me llevan a descubrir en la oración una fuerza especial. Las exigencias cumplidas me hablan del “milagro del corazón”. Ese milagro consiste en poder amar a mis propios enemigos. Ese milagro me lleva a hacer visible al Invisible.

¡Dios, Jesús y los amigos!

1.- “Este es mi secreto, un secreto muy sencillo; sólo se puede ver bien con el corazón; lo esencial es invisible a los ojos” (A. de Saint Exupéry) También a nosotros, con el evangelio de hoy, Jesús nos invita a adentrarnos y comprender su identidad. Subir junto a El, camino del calvario, es quedarnos embelesados por la cercanía de un Dios que se manifiesta claramente. ¡Si, Señor! ¡Buen adelanto lo que estamos llamados a gustar, disfrutar y ver en el cielo!

La Transfiguración nos incita, por capilaridad, a contemplar y ver, tocar y fusionarnos a Cristo. Y, por supuesto, a su aparente fracaso (la muerte) y a su inminente triunfo (la resurrección). No hay vida sin cruz; no hay cristianismo sin cruz; no hay amigos de Jesús si, previamente, no existen hombros para llevar la cruz. ¿Será que nos gusta sólo la luz del cristianismo?

En estos tiempos, en los que tanto preocupa el “ADN” de las personas, se me ocurre pensar que el Monte Tabor es un lugar privilegiado donde aprendemos a vislumbrar o intuir que Jesús encierra algo grande que escapa a nuestra razón, pero que colma de vida el corazón que todos llevamos dentro: ¡la gloria del Señor! La Transfiguración de Jesús, en este segundo domingo de cuaresma, nos descubre la identidad de Jesús: HIJO DE DIOS

2.- Pero, aún así, muchos seguirán sin creer, jactándose y sentenciando que no existió tal monte, ni hubo manifestación o nubes que se abrieron de par en par desplegando y completando el Misterio. Otros se quedarán en el Jesús histórico, sin más trascendencia que su nacimiento, su muerte o el movimiento de liberación que pudo, en su tiempo, desencadenar. Y, algunos más, ¡ojalá nosotros!”, concluiremos que la Transfiguración es una vivencia y un adelanto de la gloria que nos espera después de la muerte y por la resurrección de Jesús.

Tabor, es subir para comprender y acoger la persona divina de Jesús

El Tabor exige bajar al terreno, o valle de cada día, con nuevas actitudes, con renovado brillo en el rostro y con el corazón sobrecogido por la experiencia de haber estado cerca de Jesús

Tabor, es elevar, en medio de nuestro mundo, no tres tiendas (¡cientos de miles!) para que muchos hombres y mujeres descubran que el resplandor de la Gloria de Dios sigue brillando para todo aquel que se aventure (con esfuerzo, seguimiento, escucha, valentía y audacia) a buscarla o, como nosotros, celebrarla.

¿Que todo ello acarrea y trae abundancia de cruces? Pues, mirad, así….de esa manera nos vestiremos en el Reino de los Cielos… ¡de luces!

3.- Si, el domingo pasado, Jesús nos invitaba a la lucha (para no sucumbir en nuestros ideales cristianos) hoy, el Señor, nos llama a la confianza. Nos arrastra hasta la intimidad con Dios. ¡Sin Dios nada! Jesús, aún queriendo estar en compañía de Dios, no quiere dejar abandonados a sus amigos.

Por eso, este domingo, lo podemos llamar el “domingo de Dios, Jesús y sus amigos”. Que la Transfiguración nos haga vivir la presencia transformadora, vital, real y viva de Jesús de Nazaret.

4.- TUS AMIGOS, SEÑOR

Subiste al Tabor, y lejos de olvidarnos,
nos invitaste a escalar contigo.
¿Se puede pedir algo más, a un amigo, Señor?
Ascendiste al Tabor, y sin dejarnos de lado,
nos hiciste partícipes de algo, que lejos de ser sueño,
fue gloria, presagio, anuncio, pasión, muerte y futuro.
¿Se puede pedir algo más, a un amigo, Señor?
Te alejaste, por un momento, de los que solicitaban tu mano
para quedar sanos
tu mirada para recuperar la fe en su vivir
tus pisadas, para saber por dónde caminar.
¿Se puede pedir algo más, a un amigo, Señor?
Nos cogiste, Señor, y para que supiéramos lo qué era el bien
nos hiciste testigos de una Gloria
de un triunfo, de una cruz, de una pasión
y de una Resurrección que, a todos los que creemos, nos espera
¿Se puede pedir algo más, a un amigo, Señor?
Trepamos contigo, Señor, a la montaña
y, con nuestros ojos abiertos al Misterio
supimos que algo extraordinario ocurría delante de nosotros:
una voz del cielo, dos rostros conversando contigo y un cielo abierto
¡Qué bien, Señor, estábamos en ese momento!
¿Se puede pedir algo más, a un amigo, Señor?
Sólo sabemos, Señor, que somos tus amigos
y que, todos los domingos, en la Eucaristía
nos rescatas del mundo a la Gloria de Dios
del sin sentido, a la sensatez
de la mentira, a la verdad
de la debilidad, a la fortaleza
de la muerte, a la Resurrección.
Sólo sabemos, Señor, que algo bueno tenemos
cuando, siendo como somos,
compartes con nosotros estos momentos de bienestar para el alma y para la vida.
Amén.

Javier Leoz

Comentario – Sábado I de Cuaresma

Mt 5, 43-48

¡Amar… más! Como vuestro Padre.

¡Amar… más! Como vuestro Padre.

Habéis oído que se dijo: «Amarás a tu prójimo y tendrás odio a tu enemigo…» Y yo os digo: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, Y orad por los que os persiguen y calumnian.»

Esto debe de ser extremadamente importante para la humanidad.

Tú lo repites, Señor, Tú insistes, sin escapatoria posible.

¡Hay que romper las fronteras! ¡Hay que derribar los muros que nos separan! Para Jesús ya no hay extranjeros ni enemigos puesto que debemos amarles.

¿Es una ilusión, una ingenuidad, Jesús, un dulce y gentil soñador?

Para que seáis hijos de vuestro Padre celestial…

No, Jesús no es un ingenuo. Es de una lógica constante y absoluta. Lo ve todo desde un punto de vista distinto al nuestro habitualmente. Ve a la humanidad desde el punto de vista de Dios.

Las palabras son reveladoras: haced el bien, orad.

La fraternidad universal que El predica es la consecuencia de otra realidad esencial: la paternidad universal.

El cual hace nacer su sol sobre buenos y malos; y llover sobre justos y pecadores.

Este amor sin fronteras que Dios nos pide, es el que El mismo vive. Dios ama a todos los hombres. Ama a los que no Le aman. Derrama sus beneficios, su sol hermoso, y su lluvia bienhechora, sobre todos…

Así Jesús nos dice, cuando yo dejo de amar a alguien, rehúso amar a «alguien a quien Dios ama». Mi enemigo es amado por Dios. Mi enemigo es un hijo para Dios.

No se trata pues de un principio sociológico o de un hermoso ideal humanista. Es DIOS la única referencia. Es menester que nuestra mentalidad sea conforme a la suya. Imitar a Dios. Llegar a parecernos a El, a fin de ser verdaderamente sus hijos.

Pues si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué tiene eso de particular? Por ventura, ¿no hacen también esto los publicanos… y los mismos paganos?

Amar a las personas que nos aman, que se parecen a nosotros, con las que ya se está espontáneamente de acuerdo… ¡es natural! Dios nos pide más. Dios nos pide ensanchar nuestro corazón más allá del círculo de nuestros amigos, de nuestros parientes, de nuestro ámbito.

Jesús, el primero, ha amado a sus enemigos… y ha rezado por ellos. A los que acababan de condenarle y de torturarle: «perdónaselo, oh Padre, no saben lo que hacen».

Nuestra época, que ve subir el ciclo infernal de la violencia, ¿verá también a los cristianos tomarse el evangelio al pie de la letra? ¿No sería la única buena suerte de la humanidad?

Sed, pues, vosotros perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto. Uno no acaba nunca de amar. El amor es absoluto. Como Dios.

Si uno estuviere abrasado de amor hasta morir, no amaría aún bastante. Nunca se ama lo suficiente. ¡El amor es todo, que es Dios mismo! He aquí una cuaresma más exigente que todos los ayunos y los sacrificios.

Señor, entra en mi corazón para hacerme amar a los que no amo, a los que me hacen mal. Amar a todos los que Tú amas Señor. Como Tú les amas.

Noel Quesson
Evangelios 1

Única alianza, único sacrificio

1. – Este domingo contrasta con el domingo anterior y a la vez continúa el tema del misterio de la identidad de Cristo. La meditación sobre las tentaciones de Jesús, nos hacía ver a Jesús en su aspecto humano, mientras que hoy estamos invitados a descubrir y a creer en su condición de Hijo de Dios tal como nos lo pide su mismo Padre, nuestro Padre y Dios.

La liturgia de este domingo, como siempre, nos ayuda a la comprensión del mensaje que nos propone introduciendo el tema central de reflexión con la lectura del Antiguo Testamento. La primera lectura siempre arroja una luz especial sobre la lectura del evangelio para señalarnos la línea de interpretación y de aplicación a la vida de todos los que escuchamos con devoción y gratitud su palabra en la escuela dominical de la Eucaristía.

2. – En esta primera lectura del Antiguo Testamento, un trozo de la historia de Abrahám, padre de los creyentes. Dios pide al patriarca una total e incondicional adhesión a la propuesta que le hace mediante una promesa. Abrahám debe renunciar a toda certeza y seguridad y fiarse completamente de la oferta de Dios. Dios, por su parte se compromete con Abrahám a través de un pacto, una alianza que se simboliza en la llama que pasa entre las víctimas partidas.

Dios se liga, pues, al hombre por la fe que ha mostrado como respuesta a la promesa y, a partir de entonces, se muestra fiel a lo largo de la historia que comparte con la humanidad por medio de su pueblo. Por esta alianza Abrahám se convierte en dueño de la tierra que Dios le promete. El pueblo olvidará muy frecuentemente esta alianza, pero Dios se mantendrá siempre fiel a ella.

Dios hizo salir al patriarca de su tierra y, con la alianza, lo hizo dueño de otra que le dio a cambio de su fe y de entrega incondicional. Es el mismo Dios de Abrahám, de Isaac y de Jacob quien eligió y envió a Moisés para hacer salir a su pueblo de la esclavitud de Egipto y establecer con él una alianza en el monte Sinaí en la perspectiva de un nuevo ingreso en la tierra de los padres.

Toda alianza supone una salida, es decir un éxodo, y una entrada. Un éxodo de Egipto y un ingreso a la tierra prometida, o, según la enseñanza de los profetas, un éxodo del pecado, de la injusticia, de la mentira y el abuso fraternal, así como de todo formalismo religioso, puramente externo, al ingreso al reino de la verdad, el amor y la paz en la fidelidad al amor del Padre.

3. – En cada Eucaristía que celebramos, especialmente la dominical, resuena el tema de la alianza. La única y definitiva alianza de Dios con el hombre es la realizada través del sacrificio único e irrepetible de su Hijo Jesucristo como máxima expresión de la historia de salvación iniciada con el pueblo de Israel. Es Dios quien ha tomado la iniciativa en esta alianza para la cual se eligió a Abrahám como representante provisional de la humanidad; pero es a través de Jesucristo, su único Hijo, verdadero Dios y verdadero hombre, como se hace plenamente aliado del hombre.

Moisés y Elías, grandes figuras del Antiguo Testamento como representantes de la Ley y de la gran tradición profética, aparecen, en el evangelio de hoy dialogando con Jesús acerca de la salida (éxodo) de Jesús, es decir de su muerte que tendrá lugar en Jerusalén. En otras palabras, según san Lucas, hablan de la alianza definitiva que Dios sellará con la sangre de su Hijo.

4. – Los cristianos hemos entrado en la alianza con Dios mediante el bautismo y, a través de la Eucaristía, mediante el anuncio y la meditación del Evangelio, y la participación del “pan único y partido”, vamos refrendando en la fidelidad esa alianza que, como don excelente de Dios, ratificamos todos con nuestra profesión de fe y con los compromisos que asumimos como individuos y como pueblo. Así nos lo enseña san Pablo con la autoridad que le da el estar encadenado por su fidelidad al evangelio. Y como él mismo nos dice, si nos mantenemos fieles a Cristo, Él transfigurará nuestro “cuerpo miserable en un cuerpo glorioso, semejante al suyo”.

Lo que san Pablo nos propone en la segunda lectura sólo es posible con oración. El evangelista nos hace saber que Jesús, precisamente antes de partir hacia Jerusalén había enseñado que estaba plenamente decidido a asumir la suerte que le esperaba ahí, es decir su éxodo (o su paso = pascua) de este mundo a su Padre, a través de su pasión, muerte y resurrección. Y al introducirnos en el episodio que acabamos de escuchar, el evangelista señala que Jesús estaba en oración cuando se dio ese hecho. Nosotros que estamos en camino hacia el Padre, no podemos hacer otra cosa que mantenernos en la contemplación y en la oración para asumir también con alegría y libertad nuestro destino.

Antonio Díaz Tortajada

Visión beatífica

1.- «En aquellos días, Dios sacó afuera a Abrahán y le dijo: Mira al cielo, cuenta las estrellas si puedes. Y añadió: Así será tu descendencia» (Gn 15, 5) Abrahán era ya mayor, sus días se terminaban. Y todo ese acabar de las cosas, todo ese sentirse cada vez más torpe, todo ese presentimiento de la muerte cercana, todo ello le proporcionaba un vago sentimiento de nostalgia, de honda pena. Pero lo que más le pesaba era el envejecer sin hijos, el contemplar el gran amor de Sara totalmente baldío, sin un hijo tan siquiera que perpetuara su nombre.

Y aquella noche serena, tachonada de mil estrellas, la voz amiga de Yahvé se dejó oír. Abrahán se puso a la escucha con la misma fe de siempre: Mira al cielo, cuenta las estrellas si puedes. Y los ojos cansados del patriarca se perdían entre aquellos puntos luminosos sobre el oscuro cielo. Pues así será tu descendencia, concluyó el Señor.

La fe provocó de nuevo el prodigio. Sara, la estéril, y Abrahán, el anciano, tuvieron un hijo. De él brotaría el frondoso árbol del pueblo de Dios, renovado y engrandecido por Jesucristo. Y así, todos los que tienen fe en Jesús son descendientes de Abrahán. Miembros del pueblo santo, hijos de Dios, herederos de su gloria. Sí, la fe nos incorpora a la familia de Dios, nos injerta en Cristo, el primogénito. Pero hace falta que la fe sea viva, vibrante, comprometida, amorosa, confiada, consecuente, constante. Una fe con obras, que, aún sin quererlo, se note; que nos empeñamos seriamente por ser coherentes en toda nuestra vida, la pública y la privada.

«Aquel día, el Señor hizo alianza con Abrahán en estos términos. A tus descendientes les daré esta tierra…” (Gn 15, 8) Yahvé le dio una prueba de que su palabra quedaría cumplida. Hizo un pacto al estilo del que hacían los hombres de aquel tiempo. Se puso a la altura de Abrahán, con la misma ternura que un padre se agacha hasta ponerse a la altura de su pequeño. Los animales del sacrificio estaban descuartizados según el rito usual. Por entre aquellos despojos habían de pasar los pactantes de la alianza, asumiendo así el serio compromiso de no violarla, so pena de ser descuartizados al igual que aquellas víctimas…

Abrahán esperaba, entre ansioso y atemorizado, la conclusión del rito. Y cuando el sol se ocultó y las tinieblas poblaron la tierra, una llama viva pasó como antorcha humeante por entre aquellos despojos. Yahvé no había faltado a su palabra. Nunca faltó Dios a su compromiso. A pesar de no tener ninguna obligación frente al hombre, de no deberle nada en absoluto, Dios permanecerá siempre fiel a su compromiso de amor. Seremos nosotros, los descendientes de Abrahán, los que nos empeñemos en romper el pacto que hicimos con el Señor… Perdónanos una vez más Señor. Y haz que el recuerdo de tu fidelidad nos ayude a ser siempre fieles, leales contigo, creyentes de verdad.

2.- «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?» (Sal 26, 1) A veces, en los salmos, aflora con gran vigor el optimismo del creyente que, bajo la inspiración de Dios, los ha compuesto; se ve en ellos la certeza inconmovible del que se apoya en la fuerza misma de Dios. Hay en estos versos de hoy como un desafío de quien, pase lo que pase, se siente siempre seguro. Y es que cuando hay una fe profunda, un sincero convencimiento en el poder y en el amor de Dios, no puede existir nada que nuble la sonrisa y la paz del cristiano.

Todos podemos, y debemos repetir estas palabras de confianza inquebrantable que recita el salmista. También cuando haya dificultades y contradicciones. En esos momentos quizás sea difícil mantener el tono de una firme esperanza. Digamos entonces con las palabras que siguen en este mismo salmo: Escúchame, Señor, que te llamo, ten piedad, respóndeme… Sí, Dios nos anima a que le llamemos, a que le busquemos con afán, a que superemos nuestra propia tristeza con el recurso confiado a su ayuda por medio de la oración.

«Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro; no rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio» (Sal 26, 8) Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida, sigue el salmo. Espera en el Señor, ten ánimo, espera en el Señor… La repetición de las palabras, la insistencia en exhortarnos a la confianza ha de producir en nosotros una alegría y una paz que nunca se marchite, un profundo sentimiento que difícilmente se borre.

Vamos a pedírselo al Señor, insistiendo nosotros también en nuestra petición, repitiéndole hasta la saciedad que le necesitamos porque somos débiles, cobardes, apocados, tímidos, medrosos. Vivamos serenos y tranquilos en medio de las mil dificultades que puedan surgir. Conservemos siempre, apoyados en Dios, una gran calma.

Si conseguimos vivir la virtud entrañable de la esperanza, todo recobrará un tono de claridad y podremos ver las cosas desde su lado bueno. Siempre seremos capaces de sonreír. También en medio de las lágrimas.

3.- «… hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3, 18) Seguid mi ejemplo –dice san Pablo–, y fijaos en los que andan según el modelo que tenéis en mí. El Apóstol no se limita a decir las cosas; su predicación no se reduce a palabras sino que pasa a los hechos, se muestra a sí mismo como un ejemplo vivo que imitar… Este ha de ser nuestro modo preferente de predicar, ese el verdadero método pedagógico que hemos de seguir en nuestra tarea de enseñar a los demás.

No podemos hablar de aceptar la cruz, si luego nosotros escurrimos el hombro. No podemos exigir a los demás que trabajen, que sean honrados, que sean leales, que cumplan con sus obligaciones, si nosotros no hacemos todo eso que exigimos a los demás, o por lo menos si no lo intentamos seriamente… Estamos en Cuaresma. Un tiempo de renovación, tiempo de purificación, de penitencia. Vivamos ese espíritu que la Iglesia nos predica. Luchemos contra todo lo que se opone, incluso en nosotros mismos, a una entrega generosa y desinteresada a los hombres, por amor de Dios.

«Nosotros, por el contrario, somos ciudadanos del cielo…» (Flp 3, 20) Muchos son enemigos de la cruz, enemigos del sacrificio, de cuanto supone esfuerzo y lucha contra el egoísmo y la apatía. Su dios -añade el Apóstol- es el vientre; son pobres animales que sólo viven para comer y dormir, para gozar lo más posible. Su paradero es la perdición, su gloria su propia vergüenza. Sólo aspiran a las cosas terrenas, sólo piensan en lo que tienen delante de sus sentidos, son incapaces de remontar el vuelo, de elevar sus ilusiones a los bienes del espíritu.

Nuestra vida es algo más valioso. Estamos llamados a vivir una vida divina, una vida alegre y serena. Somos ciudadanos del cielo. Es verdad que ahora estamos en el destierro de este valle de lágrimas, pero también es cierto que esperamos confiadamente en el poder y el amor del Señor que transformará nuestra condición humilde, con esa energía y fortaleza que como Dios tiene. Por tanto -termina san Pablo-, hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así en el Señor.

4.- «Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos» (Lc 9, 29) Los autores no coinciden al localizar el monte donde Jesús hizo ver a sus discípulos algo de su gloria. Unos dicen que fue el monte Hermón, pero la mayoría defienden que fue el monte Tabor. En el silencio impresionante de aquella altura, ante el panorama de las llanuras de Galilea septentrional con las aguas del Tiberiades en el horizonte, es comprensible que el Señor subiera allí para orar. Pedro, Juan y Santiago le acompañaban, lo mismo que le acompañarán cuando llegue la hora de las angustias en Getsemaní. Así vemos cómo los que participaron de su dolor participaron también en su gloria.

Es un pasaje único en los evangelios. Nunca Jesús aparece tan grandioso y magnífico como en ese momento. Un resquicio de su inmensa gloria se trasluce por unos momentos, ante los ojos atónitos de los discípulos preferidos. El rostro de Jesucristo adquiere un aspecto nuevo y sus vestidos cobran el resplandor de un blanco rutilante. A su lado otros dos personajes llenos de gloria hablan con Él de su muerte en Jerusalén. Parece una contradicción el que, precisamente en medio de aquella gloria, hablen de la pasión de Cristo. Pero en realidad se trata de algo lógico ya que después de esa pasión y muerte, incluso gracias a eso, Jesús resucitará glorioso y subirá luego con gran poder y majestad a los cielos.

De todos modos, parece que Pedro y sus compañeros no comprendieron entonces lo que estaban escuchando. Pedro lo único que desea es perpetuar ese momento, o al menos que dure lo más posible. Por eso quiere hacer un refugio para el Señor, Moisés y Elías, con el fin de que sigan allí ante su mirada extasiada de gozo, ausente de todo lo que le rodea, olvidado incluso de sí mismo, dispuesto a estar mirando aquella aparición celestial por toda la eternidad. Este sentimiento nos hace comprender en cierto modo, mejor quizá que muchas explicaciones, la dicha que supone la contemplación de la Gloria. Si esto, que no era más que un pálido resplandor de la majestad divina, fue suficiente para trastornar de dicha a Pedro, qué no será la contemplación de Dios en todo su esplendor.

Las palabras de Pedro rompieron el encanto de aquella visión. Una nube descendió sobre la cima del Tabor y los apóstoles se vieron de pronto envueltos por la niebla. La voz del Padre exclamó: Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle. Palabras que han de resonar también en nuestros oídos y en nuestro corazón. Para que nuestra fe en Cristo aumente, y también nuestra esperanza. Con la persuasión de que el gozo de ver a Dios llenará de consuelo y felicidad todo nuestro ser, luchemos con afán por ser fieles al Señor, cueste lo que cueste y hasta el fin de nuestra vida.

Antonio García Moreno

Algo más que un carpintero

1.- “En aquel tiempo Jesús se llevó a Pedro, a Juan y Santiago a lo alto de una montaña, para orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de blancos”. San Lucas, Cáp. 9.

Era bien pobre la imagen que sus paisanos tenían del Señor: El carpintero de Nazaret. Como sucede en muchas culturas, también en Israel, los hijos heredaban el oficio paterno. Pero enseguida, los discípulos comenzaron a sospechar que Jesús guardaba en su interior algo excepcional: Parecía de veras el Mesías.

Más tarde, la primitiva Iglesia comenzó a llamar Señor al Resucitado. Lo cual lo situaba, desde la fe, al mismo nivel del emperador romano. Sólo más adelante se usaron las expresiones Hijo de Dios, segunda Persona de la Trinidad, cuando el evangelio se acogió a la cultura griega, para avanzar a otras regiones. Los tres apóstoles invitados por Jesús a la cima de un monte, no entendieron del todo quién era. Pero vislumbraron muchas cosas que pudieron comprobar meses después.

2.- Se advierte el esfuerzo de los evangelistas, al contar lo narrado por aquellos afortunados discípulos. Se quedan cortos, como siempre. Nos dicen que el aspecto del Señor se cambió y sus vestidos brillaban de blancos. San Mateo apunta que “el rostro del Jesús era resplandeciente como el sol”. San Marcos pondera de modo pintoresco, que ningún batanero hubiera podido blanquear tanto las ropas del Señor. Entonces se lavaban ciertas prendas, golpeándolas con un mazo de madera, llamado batán. Añade el mismo texto que se oyó una voz desde el cielo: “Este es mi Hijo, escuchadle”. Que además Moisés y Elías, dos señalados personajes de la historia judía, se hicieron presentes.

Igualmente apunta el Evangelio la alegría desconcertada de Pedro: “Maestro, qué hermoso es estar aquí. Haremos tres chozas: Una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. De sí mismo y de sus dos compañeros no se preocupa el apóstol. San Lucas, anota con franqueza: “Él no sabía lo que estaba diciendo”. Sin embargo, toda aquella visión duró muy poco. Enseguida una nube los cubrió a todos y la vida continuó siendo igual.

3.- Podríamos decir que en la transfiguración, Jesús se entrenaba en su tarea de revelarse a los hombres. Luego lo haría por sus variados signos milagrosos y además por su resurrección de entre los muertos. Nosotros siendo niños o de jóvenes supimos del carpintero de Nazaret, un profeta judío que decía ser Dios. Pero más adelante sentimos que Él tenía que ver con nuestra vida. Y su persona significaba algo más que un esquema moralista. Empezamos entonces a declararnos creyentes, aunque sin mucha convicción. Pero un día llegó la hora del encuentro. Para algunos se llamó iluminación, para otros prueba, crisis, o bien remordimiento. Otros la llamaríamos serenamente madurez. De una u otra manera, el Señor se nos mostró con signos evidentes. Supimos quién era, así nuestro escaso vocabulario no alcanzaba a describirlo.

4.- A un escritor laico le preguntaron: “¿Quién es para ti Jesucristo?”. “Es mi interlocutor de todas horas, respondió entusiasmado. Y esto no lo aprendí en ningún libro. Lo he sentido en mi vida. Nunca estoy solo. Sé que está allí presente y me ama. Aunque es muy silencioso. De muy pocas palabras, como son los amigos verdaderos”.

Gustavo Vélez mxy