Hemos proclamado que el Señor es compasivo y misericordioso. Y llegamos a la conclusión de que lo es porque ha dado muestras de serlo. Al menos el salmista que así lo proclama tiene conciencia de ello, a saber, de los muchos beneficios recibidos de Dios (algo que no conviene olvidar para no ser desagradecidos): del perdón que borra las culpas y cura enfermedades (perdón medicinal); de las acciones liberadoras a favor de los oprimidos de este mundo.
En esta situación de esclavitud y opresión se encontraba el pueblo judío en Egipto. Para sacarle de esta situación suscitará un caudillo como Moisés. Él llevará a cabo esta empresa liberadora. Así se lo hace saber en el monte Horeb, cuando éste se hallaba ocupado en tareas más intrascendentes como la conducción de un rebaño trashumante: He visto la opresión de mi pueblo –le dice-, he oído sus quejas, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a liberarlos.
Dios ve, Dios oye las quejas de los miserables; Dios se fija en sus sufrimientos: Dios se compadece y procura el remedio. Y se compadece porque es compasivo; y porque se compadece, procura el remedio, ya que dispone de él. El que es, el que tiene el ser en propiedad y en esencia, el Dios todopoderoso, es también misericordioso, no es indiferente a los sufrimientos de los miserables; al contrario, se fija en ellos para dispensarles el remedio. Fue esta experiencia liberadora –aunque no carente de sufrimientos, estrecheces, sobresaltos, luchas- la que les hizo ver que su Dios era un Dios compasivo y misericordioso, capaz de acudir en auxilio de los oprimidos de este mundo.
Conviene que no olvidemos esto ante sucesos tan sangrantes y dolorosos como los narrados por el evangelio o los que nos llegan a diario a través de los noticiarios de los medios de comunicación: una matanza de personas llevada a cabo por unos terroristas, un incendio de grandes proporciones, un huracán acompañado de inundaciones, un accidente aéreo nunca visto… Y conviene que no lo olvidemos para no culpabilizar a Dios de algo que él no ha hecho, aunque haya hecho o haya dejado hacer a los causantes o responsables del suceso luctuoso o desgraciado.
Lo que sí hace es invitar a un examen general a todos los que formamos parte de esta sociedad tantas veces intemperante, egoísta y desenfrenada que desoye la voz de Dios, es decir, que hace oídos sordos a sus advertencias, avisos y correcciones. Es lo que el evangelio llama conversión: Si no os convertís, todos pereceréis lo mismo.
Los judíos (como nosotros a veces también) pensaban que toda desgracia era el castigo merecido por una culpa. Luego detrás de toda desgracia había una culpa. Como cuando a uno, de repente, le sobreviene una enfermedad incurable y se pregunta: ¿por qué a mí? ¿Qué mal he hecho yo para merecer esta maldición? También nosotros tendemos a atribuir la desgracia a una culpa. Según esto, todos los desgraciados de este mundo serían culpables de su situación.
Pero, a juicio de Jesús, los galileos, cuya sangre había vertido Pilato con la de los sacrificios que ofrecían, no eran por eso más pecadores que los demás galileos; ni los aplastados por la torre de Siloé eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén. Ambas eran desgracias, pero la primera tenía un causante muy definido.
El responsable de aquellas ejecuciones sumarias era el gobernador romano de esa provincia. Se trataba de un acto de represión sangrienta por parte de una autoridad impuesta por un gobierno extranjero. La segunda era un accidente casual, el desplome de un edificio que aplastó a los que por allí pasaban en ese momento. También esta desgracia podía tener sus responsables, aunque sólo fuera por negligencia; pero resultaba más difícil delimitar responsabilidades.
En cualquier caso, los damnificados de tales sucesos no eran más pecadores o culpables que los demás. A juicio de Jesús no se podía sacar esta conclusión. Los daños ocasionados eran el resultado de ciertas acciones humanas, unas, criminales y abusivas, propias de un poder arbitrario o inmoderado, y otras, negligentes o defectuosas, propias de un poder imperfecto (un edificio mal construido o simplemente en mal estado de conservación).
Son las consecuencias de lo que el hombre da de sí: de su abuso de poder, de su negligencia, de su incompetencia o ignorancia. Y en todo esto siempre hay culpabilidad. De ahí la llamada a la conversión que es llamada a la reflexión, al examen, a la consideración sobre el modo de vida que nos hemos impuesto, al retorno a Dios y al camino que él nos señala; una llamada que va acompañada de una advertencia: si no os convertís, todos pereceréis lo mismo: con un perecer mucho más tenebroso y sin posible salida.
Olvidarse de Dios no es algo inocuo y que carezca de consecuencias; no porque Dios estalle en un arrebato de ira y provoque incendios, huracanes e inundaciones, o violentos enfrentamientos humanos, sino porque acabamos perdiendo el juicio y la visión real de las cosas y precipitándonos en abismos infernales, víctimas de nuestras cegueras y obstinaciones erradas.
No someter nuestra vida (y planteamientos) al juicio de Dios es deslizarnos por una pendiente de final incierto o catastrófico. Perder el sentido del pecado es perder cosas muy valiosas; es perder el sentido del respeto, de la justicia, de la honestidad, del sacrificio, del amor generoso u oblativo, de la solidaridad y de la compasión. No somos autosuficientes, no carecemos de dueño. Somos como esa higuera plantada en el mundo para dar fruto. Jesús lo dice de muchas maneras: estamos aquí para dar fruto.
Pero algún día nos arrancarán del suelo vital. Y esta decisión depende del Dueño de la vida, que puede dar orden de cortarla o de mantenerla. Y aquí los juicios de Dios son inescrutables. A unos los mantiene porque espera de ellos, pacientemente, un fruto que no han dado, o porque quiere que sigan dando fruto incluso en la vejez; a otros los corta en una edad temprana porque ya han dado el fruto de santidad que cabría esperar de ellos o, porque sin tiempo para darlo, tendrán ocasión de fructificar en la eternidad.
A otros les siega la mano criminal, pero Dios los recoge como oblación de suave olor o como fruto maduro de vida inmolada por el bien del mundo. Lo cierto es que a todos nos llegará ese momento en el que tengamos que responder de nuestro fruto. Y si éste es un fruto colmado de misericordia, tendremos mucho ganado, porque podremos compartir vida con el que es misericordioso.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística