Jn 4, 43-54
“Creer” sin necesidad de signos ni de prodigios:
fuente de vida y de curación.
Los Galileos le acogieron bien, habiendo visto cuántas maravillas había hecho Jesús en Jerusalén.
Los hombres están ávidos de lo sensacional.
El milagro de Caná ha impresionado todas las mentes. Es recordado por toda la región.
Llegó, pues, otra vez, a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Un cortesano, oyendo que Jesús regresaba a Galilea, salió a su encuentro y le rogó que bajase y curase a su hijo, que estaba moribundo.
Esperamos de Dios que domine lo imposible: sufrimientos, enfermedades, la muerte…
¿Quién nos librará de nuestras angustias y de cualquier fatalidad?
Jesús le dijo: «¡Si no véis señales y prodigios, no creéis!»
Una vez más, Jesús soslaya lo «maravilloso». Lo que Jesús desea a través de estas palabras es encontrar personas que confíen totalmente en El con una Fe desnuda, sin argumentaciones:
Creer sin necesidad de signos ni de prodigios… creer sin milagros… creer sin ver…
En los comienzos de la vida espiritual, sucede a menudo que el hombre encuentra satisfacciones interiores bastante intensas que le sirven de punto de apoyo. Se es feliz rezando.
La meditación es un goce, un tiempo de plenitud. La oración es percibida como algo buena y nutritivo. Incluso, a veces, a una intensa plegaria le siguen dichosos acontecimientos, que interpretamos como signos de Dios… y aun decimos: «es un milagro». Pero, habitualmente, la vida en Dios está despojada de todas estas satisfacciones sensibles.
Es «la noche». Es el tiempo de la purificación de la Fe. El gran salto en lo desconocido. El gran riesgo de la Fe.
En este momento de mi propia vida, ¿qué «signos y prodigios» estoy tentado, humanamente, de pedir a Dios? Y es muy natural; y quizás hay que pedirlos… Pero, pensando siempre en la invitación de Jesús, que quiere purificar nuestra Fe.
“Vete, tu hijo vive”. Creyó el hombre en la palabra que le dijo Jesús y se fue…
San Juan subraya que el hombre creyó en la palabra, sin poderla verificar… Se fue. No tenía ninguna prueba. Tenía solamente «la Palabra» de Jesús.
Ante todas tus promesas, Señor, nos encontramos en la misma situación.
Ante tu promesa esencial: la vida eterna, la redención total y definitiva, la victoria del amor, la supresión de todo llanto y de todo sufrimiento, la resurrección, la vida dichosa junto a Dios en la claridad… ante toda esta promesa ¡hay que creer en tu palabra! En la Fe, en el salto de la Fe, en la confianza ilimitada de la Fe. «A quién iremos, Señor, Tú tienes palabras de vida eterna».
Reflexionó el padre, que le dejó la calentura a la hora misma que Jesús le dijo: «Tu hijo está bueno»; y así creyó él y toda su familia. Este fue el segundo milagro.
Este hijo curado entre tantos otros que no lo serán… hay tan pocos milagros… éste no es sino el segundo- atestigua que el Reino de Dios ha empezado. Dios, creador de los cielos nuevos, una tierra nueva y una humanidad nueva, una vida sin muerte, está actuando.
Desde ahora, Señor, quiero creer. Fuerte en esta Fe, ¿cómo puedo cooperar a esta obra de Dios? ¿Cuál será mi forma de luchar contra el mal… y para la vida?
Noel Quesson
Evangelios 1