1.- “El primer día de la semana, de madrugada, las mujeres fueron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado. Mientras estaban desconcertadas, dos hombres con vestidos refulgentes les dijeron: No está aquí. Ha resucitado”. San Lucas, Cáp. 24.
En una aldea remota, al frente de una antigua pagoda, el misionero dialogaba con un bonzo:
– ¿Y por qué decidiste abrazar esta vida?
–Mira, extranjero, respondió el monje, durante la guerra de Pol Pot, cuando en Camboya hubo tres millones de muertos, yo quedé con un hueco en el alma.
–También a nosotros los cristianos muchas cosas nos han herido en lo interior, respondió el misionero. Pero nos apoyamos en Jesús de Nazaret.
– Jesús… ¿Jesús de Nazaret? Algo he oído de él. Entiendo que fue un hombre iluminado, casi como Buda.
Cuando nos acercamos al Evangelio verificamos que los discípulos del Señor, aquella tarde del Viernes Santo, se sintieron destrozados. Lo mismo que tantos de nosotros, creyentes o increyentes, a quienes la vida nos hiere de modo inexorable. Pero cuando Jesús se levanta del sepulcro, vence en nosotros todas las fuerzas del mal. El poder de Dios vuelve a tomar las riendas de la historia.
3.- La liturgia que esta noche celebramos, con sus signos de luz, de gozo y de vida procura afirmar en cada corazón la fe en Cristo resucitado. En un Jesús que es el Hijo de Dios. Un Jesús, hermano nuestro que se las hubo con el enigma de la muerte y triunfó sobre él. “¿Dónde está muerte tu victoria? ¿Dónde está muerte tu aguijón?”, dirá luego san Pablo. El cirio que encendemos esta noche ahuyenta las tinieblas de la duda y anuncia sobre todos los tiempos que el pecado es menos poderoso que el amor de Dios. Que el dolor se diluye bajo el impulso de la gracia. Que morir es solamente un momento de sombra, en el camino hacia la luz perdurable.
4.- Los evangelistas se encargan de presentarnos, en diversas escenas, al Señor resucitado frente al desconcierto de sus discípulos. Primero unas mujeres que, van con aceites y aromas hasta el sepulcro del Maestro, pero no encuentran su cadáver. Luego unos “hombres con vestidos refulgentes, que les dicen: No está aquí. Ha resucitado”. Enseguida, Pedro y Juan que corren hacia el huerto, al ser avisados por las mujeres. Más tarde la pequeña comunidad reunida en el cenáculo, llena de miedo, pero alentada por la esperanza. Unos días más adelante, todos aquellos que van sintiendo en el alma la seguridad de que Jesús es Dios y ha vencido la muerte.
5.- Entre ellos nos contamos nosotros, congregados aquí en este templo. Nosotros que, a pesar del tiempo y la distancia que nos separan del Cristo histórico, sentimos en nuestra vida la tragedia de la crucifixión, pero además el gozo de Cristo resucitado.
Sobre todas las liturgias del año, la de esta noche es la reina y señora. Cantamos: Aleluya, que significa: ¡Viva Dios! Renovamos la profesión de fe y las promesas bautismales. Es decir confesamos que vale la pena seguir a Jesucristo, apear de nuestras culpas. Que nos comprometemos a seguirle en la comunidad de los sus discípulos. Porque Jesús ha cubierto con el amor inefable de Dios todos nuestros vacíos. Con Él podemos mantener encendida la esperanza. Por Él hemos sanado las heridas que nos hacen sangrar el corazón.
Gustavo Vélez mxy