1.- «Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén. Le mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos los hizo ver…» (Hch 10, 39-40) Ya pasaron las oscuras nubes de la muerte, ya se disipó el negro horizonte que oprimía el corazón del hombre. Las cadenas se han roto, el humo de la tristeza se ha esfumado. Ha nacido la luz, ha brotado la esperanza. Cristo ha resucitado. Él es prenda segura de nuestra propia resurrección… Señor, si difícil nos resulta entender tu muerte, más difícil aún resulta entender tu resurrección. Y si incomprensible es aceptar el valor del dolor y la muerte, más, casi imposible, es aceptar la resurrección. Sin embargo, Cristo ha resucitado y nosotros también resucitaremos: la vida no se acaba con la muerte. Con la muerte es cuando realmente comienza. Una vida sin lágrimas, sin penas, sin dudas, sin angustias, sin prisas, sin dolores, sin miedo a nada…
«Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos» (Hch 10, 42) Su mandato fue categórico. Seréis mis testigos desde Jerusalén hasta los confines de la tierra, hasta los límites finales del tiempo. Un pregón vivo que se repite vibrante a lo largo y a lo ancho del mundo y de la historia. Sin apagarse jamás esa luz fuerte de la fe en la resurrección. Prendiendo fuego en las ramas de todo los bosques de la Humanidad. El fuego que Cristo ha prendido ya. Y entre luces y sombras, el fuego continuará vivo, quemando, transformando, encendiendo amores extraños y maravillosos en los mil pétalos de la rosa de los vientos.
El testimonio de los profetas es unánime: que los que creen en él reciben el perdón de los pecados. Creer en ti, Señor, creer sin ver, sin meter la mano en la herida de tu costado. Creer en tu palabra. Amarte sin más. Señor, somos débiles, torpes, ciegos, romos. Ten compasión, deja oír tu voz en el fondo de nuestra alma, repítenos en el silencio del alma tu saludo entrañable: Paz.
2.- «Este el día en que actuó el Señor…» (Sal 117, 1) A veces podemos pensar, como quien consiente en un mal pensamiento, que Dios permanece inactivo, indiferente ante el acontecer de los hombres, permitiendo que cada uno haga lo que quiera, dejando que el mal se extienda por el mundo sin poner freno a cuantos lo propugnan. Durante la pasión de Cristo se podría haber pensado que así ocurría. En efecto, los enemigos de Jesús lo apresaron sin que él opusiera la menor resistencia. Luego se burlaron sin que el Padre interviniera lo más mínimo en favor de su Hijo Unigénito. El Señor no pronuncia la menor palabra de protesta. Se queja, sí; pero sin que ello implique una rebeldía. Todo eso entraba en los planes divinos. Mientras, habría un compás de espera. Luego, cuando llegara el momento preciso, la piedra del sepulcro rodaría para dar paso al cuerpo glorioso de Jesucristo, ante el asombro y el temor de los guardianes que nada podían hacer ya en contra de ese crucificado que volvía radiante de las entrañas de la tierra.
«Sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 117, 1) Lo mismo que ocurrió en el caso de Jesús, puede ocurrir en nuestra vida. Efectivamente, puede ser que haya momentos en los que todo se nos ponga en contra, situaciones en las que el mal parezca triunfar sobre el bien, la injusticia sobre la justicia, la mentira sobre la verdad. Todo como si Dios no existiera, o como si existiendo, de nada se preocupara, o nada pudiera hacer para evitarlo.
Desechemos esos pensamientos, apoyémonos en la fe, reforcemos la esperanza, estemos seguros de que Dios actuará para imponer la justicia, para hacer brillar la verdad. Cuando lo crea oportuno desplegará el poder de su brazo y el triunfo del bien será seguro. Entonces no habrá obstáculo que se le resista, no habrá fuerza que se le contraponga. El gozo de nuestra misma resurrección. Y así, pase lo que pase, siempre hemos de vivir seguros, optimistas y serenos, conscientes de que aunque parezca que tarda, Dios actuará siempre a tiempo.
3.- «Hermanos: ya que habéis resucitado con Cristo…» (Col 3, 1) ¿O ignoráis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados para participar en su muerte? Con él -sigue el Apóstol-, hemos sido sepultados en el bautismo, para participar en su muerte, para que como él resucitó entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos sido injertados en él por la semejanza con su muerte, también lo seremos por la de su resurrección.
Somos cristianos. Una verdad de perogrullo, algo que todos nos sabemos de memoria. Sin embargo, se nos olvida lo que eso significa, lo consideramos como algo natural, algo que hemos recibido sin más… No seamos superficiales, tomemos conciencia de que el ser cristiano implica unas consecuencias trascendentales, lleva consigo unas exigencias concretas, supone un destino glorioso, una vida distinta, sobrenatural.
Seamos consecuentes, seamos leales, seamos honrados. Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la diestra de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Entonces empezaremos a comprender, a gustar, lo que de verdad quiere decir ser cristiano.
«Porque habéis muerto, y vuestra vida está con Cristo, escondida en Dios» (Col 3, 3) Parecen palabras contradictorias. Por un lado nos dice el Apóstol que hemos muerto, y por otro, nos asegura que vivimos. Sin embargo, si reflexionamos en lo que quiere decir comprenderemos que no hay contradicción en sus palabras, sino todo lo contrario. Por una parte, hemos muerto a lo que hay de malo en nosotros mismos. Desde el momento en que hemos creído en Jesús, hemos roto con el pecado, hemos rechazado cuanto de innoble, de deshonesto, cuanto de vergonzoso hay en la vida humana. Y, por otra parte, hemos comenzado a vivir de cara a Dios, de cara a la luz, reafirmando cuanto de limpio y de bueno existe en la tierra, tratando de vivir todo lo que realmente es valioso.
Hay en el cristiano como un trasvase de muerte y de vida. Así en la medida en que muramos con Cristo a todo lo que es malo y feo, en esa misma medida viviremos cuanto de bueno y de bello existe. Morir a uno mismo cada día, destruir nuestras pasiones, machacar nuestro orgullo, matar nuestro egoísmo para poder morir. Y al mismo tiempo vivir, vivir siempre, sin que nada oscurezca la luminosidad de nuestra esperanza, sin que nada nuble la claridad esplendente de esta Pascua perenne que es la vida, y la muerte, de un cristiano.
4.- «El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer» (Jn 19,1) María Magdalena es una de las figuras más relevantes en estos días de la Pascua. Ella fue la que descubrió que el sepulcro estaba vacío y corrió a anunciar a Pedro lo que ocurría. Luego, arrasados los ojos por las lágrimas, contemplará a su divino Maestro muy cerca y podrá besarle los pies. Era tan grande su amor por Jesucristo que, ya al amanecer, había ido al sepulcro para estar junto al cuerpo yaciente de su Amado. Todos los pecados de su vida, con ser tantos, no pudieron apagar su confianza y su amor. Al contrario, cuando descubre a Cristo, todos aquellos pecados son un motivo hondo y firme para querer más y más al Hijo de Dios, que le había perdonado y defendido. En esta mujer apasionada vemos la fuerza del amor de quienes, a pesar de sus muchos pecados, son capaces de mirar arrepentidos a Dios.
Pedro y el Discípulo amado corrieron para ver qué había pasado. También ellos eran de los que supieron amar con toda el alma al Maestro. Tampoco a Pedro le detienen sus pecados. Él había traicionado a Jesús, pero eso en vez de frenarle, le empuja para encontrar a su Señor y pedirle humildemente perdón, seguro del amor de Jesús que le perdonará. Así, fue, en efecto. Y no sólo le perdonó, sino que lo confirmó en su posición de Vicario suyo y Príncipe de los Apóstoles. Una vez más el amor realiza el prodigio maravilloso de una profunda esperanza y de una fuerte fe en el amor divino.
El Evangelio se refiere con detalle lo que allí vieron. Es tan precisa la narración, que desecha cualquier explicación fantástica. El realismo del relato hace inadmisible cualquier interpretación no histórica. La gran sábana que había envuelto el cuerpo de Jesús estaba plegada. Esto bastó para que Juan comprendiera que Jesús había resucitado. Si el cuerpo de Cristo hubiera sido robado, la sábana no estaría doblada como las encontraron, ni tampoco el sudario de la cabeza estaría sin desenrollar. Según el rito funerario judío, el cadáver era envuelto con lienzos en forma de una sábana grande. Por eso al verla plegada, como vacía y aplanada, no desliada sino todavía plegada, Juan comprendió que el cuerpo de Jesús había salido de ellas de forma milagrosa, sin romperlas y casi sin tocarlas.
De todas formas, es la fe la que apoya nuestra persuasión en que Cristo ha resucitado. Es cierto que tanto san Juan como los demás evangelistas, nos hablan con claridad de las apariciones de Jesús y de cuánto les costó a los apóstoles aceptar esta verdad. Es decir, tenemos fundamento más que suficiente para sostener que Jesús resucitó; pero, en definitiva, sólo por la fe se puede aceptar este hecho y todas las consecuencias que se derivan. Ello explica los ataques contra esta verdad suprema, y también la decidida defensa que la Iglesia hace de esta verdad histórica.
Antonio García Moreno
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