El cuerpo glorioso del Señor Jesús

1.- Es lógico que, en esta mañana hermosa de primavera, se nos agolpen los recuerdos de la noche anterior. La Vigilia es, siempre, una gran fiesta de luz y de oración. Hoy esta “Misa del Día” nos ha podido parecer la celebración más como las otras misas de otros días. Las lecturas son menos, y aunque destaca poderosísimamente el bello texto de la Secuencia, pues parece como si quedaran atrás esos relatos completos de la Pasión, como el Domingo de Ramos o el Jueves Santo, a las diez lecturas con sus correspondientes salmos de anoche.

Y, sin embargo, la conmemoración de hoy tiene la importancia de abrir otro periodo prodigioso de nuestro quehacer de cristianos: el Tiempo Pascual. Este tiempo no refleja otra cosa—y no es poco—que aquel periodo de cincuenta días en los que Jesús dio sus últimas enseñanzas a los discípulos. Les preparaba para algo más definitivo que era la llegada del Espíritu Santo. Y desde luego para su marcha a los cielos.

Pero para los discípulos, este Jesús que iba y venía, que aparecía y desparecía, no era el mismo. Era él. Pero no era igual. Su cuerpo glorificado, además de tener cualidades que desafiaban a nuestra “esclavitud” en el tiempo y el espacio, tenía otro aspecto. Sin duda, era el reflejo de la divinidad. Y al auspicio de ese brillo divino comenzaron a llamarle el Señor, el Señor Jesús. El término Señor sólo lo utilizaban los judíos para nombrar a Dios. Ya el prodigio de la Resurrección había quitado algunas –no todas—las escamas de los ojos de los discípulos. Se iba a operar, poco a poco, el milagro de su curación como ciegos de espíritu. Los ojos del corazón y de la mente se abrían a una nueva dimensión, impensable e increíble, pero que estaba ahí. Jesús había resucitado, pero ellos intuían que no era una vuelta a la vida con fecha de caducidad, como la nueva vida de Lázaro. Ese cuerpo glorioso que, aunque hasta cierto punto, les inquietaba, les añadía también una certeza de eternidad, jamás entrevista antes.

2.- El Evangelio de San Juan que hemos escuchado es una de las piezas más bellas del conjunto de los relatos evangélicos. Tiene mucho de lenguaje cinematográfico. El apóstol Juan, protagonista del relato de hoy, lo guardaba muy fresco en su memoria, no cabe la menor duda, ya que sería escrito muchos años, muchos años después, por él mismo, según la tradición. Pedro y Juan han escuchado a Maria Magdalena y salen corriendo hacia el sepulcro. Llega Juan antes. Corría más, era más joven. Pero no entra, tal vez por algún tipo de temor, o más probablemente por respeto a la jerarquía ya declarada y admitida de Pedro. Describe el evangelista la escena y la posición –vendas y sudario—de los elementos que había en la gruta. “Y vio y creyó”. Esa es la cuestión: la Resurrección como ingrediente total del afianzamiento de la fe en Cristo, como Hijo de Dios es lo que nos expresa Juan en su evangelio de hoy. Y es lo que, asimismo, nos debe quedar a nosotros, que hemos de contemplar la escena con los ojos del corazón, y abrirnos más de par en par a la fe en el Señor Jesús.

3.- El fragmento del capítulo 10 del Libro de los Hechos de los Apóstoles sitúa ya la escena mucho tiempo después. El Espíritu ya ha llegado y Pedro sale pujante a la predicación. Eso todavía no era posible en la mañana del primer día de la Semana, del Domingo en que resucitó el Señor, pero está bien que se nos ofrezca como primera lectura de hoy, pues marca el final importante de este Tiempo Pascual que iniciamos hoy. La muerte en Cruz de Jesús, sirvió, por supuesto, para la redención de nuestras culpas, pero sin la Resurrección la fuerza de la Redención no se hubiera visto. Guardemos una alegre reverencia ante estos grandes misterios que se nos han presentado en estos días. Meditemos sobre ellos y esperemos: la gloria de Jesús un día llegará a nosotros mismos, a nuestros cuerpos el día de la Resurrección de todos.

Ángel Gómez Escorial

Comentario – Domingo de Resurrección

Celebrar la resurrección del Señor, después de hacerle acompañado en su camino hacia el Calvario, es celebrar su triunfo, en primer lugar sobre la muerte, en la que ha estado como un muerto entre los muertos, y después sobre los que le han condenado a la misma dictando un sentencia injusta y constituyéndose en jueces del que será nombrado por el mismo Dios Juez de vivos y muertos. Pero celebrar su triunfo sobre la muerte es celebrar al mismo tiempo su victoria sobre el pecado, plasmado en posturas y decisiones humanas, que es el que le ha llevado a la muerte. De este modo, triunfando sobre la muerte y el pecado (su causa) nos abre las puertas de la vida, de esa vida sin sombra de muerte y sin espacio para el pecado. Al resucitar, vence a la muerte; al morir entregándose a amigos y enemigos en un acto de amor extremo, vence al pecado con todo su poder.

Realmente, como confesamos en voz alta, hoy es el día en que actuó el Señor: el día hecho por el Señor con su actuación, el Domingo por excelencia. Dios, en cuanto creador del tiempo y del espacio ha hecho el día como sucesión de la noche; pero este día concreto lo ha hecho con una actuación especial: sacando a su Hijo de la noche de la muerte; por eso este día recibe el nombre de Domingo.

Él es quien lo ha hecho; nosotros nos limitamos a ser testigos de esta actuación y a alegrarnos con ella por las repercusiones que tiene en nuestra vida. Frente a aquellos que piensan en un Dios ocioso, ajeno al mundo y a su historia, o en la creación como algo acaecido en un pasado remoto y sin incidencia en la actual expansión del universo, nosotros proclamamos la actuación de un Dios providente, comprometido con la historia de los hombres, un Dios que sigue actuando en el tiempo y transformando la realidad mundana, un Dios tan comprometido con el hombre que ha decidido hacer del tiempo su dimensión y de la muerte su consumación temporal, sin otro objetivo que sembrar en el tiempo un germen de eternidad y en la muerte una levadura de vida.

Sólo en este contexto podemos hablar del día en que actuó el Señor. Y porque la actuación del Señor es victoria sobre la muerte en la humanidad de Jesús, no podemos por menos que exultar de alegría y cantar aleluyas. El día que celebramos lo merece, porque no es sólo su día, sino también el nuestro, en la medida en que nosotros participamos –como nos hace saber san Pablo- de su muerte y resurrección. Ésta sigue siendo hoy nuestra gran noticia para el mundo que la desconoce o que, conociéndola, no la recibe como noticia digna de crédito: que el Señor ha resucitado a Jesús de entre los muertos; que hay Dios; que ese Dios está con Jesús; que es fiel a sus promesas; que tiene poder sobre la muerte; que quiere devolvernos la vida como se la ha devuelto a Jesús, y una vida mejor.

Por el oído la realidad se nos da en forma de noticia. Y la noticia de la Resurrección de Jesús nos ha llegado de testigos fiables: verdaderos testigos de lo que Jesús hizo en Judea y Jerusalén y de lo que hicieron con él, colgándolo de un madero y enterrándolo en un sepulcro nuevo excavado en la roca. Esos mismos testigos lo fueron también de lo que Dios les hizo ver: el lugar en el que habían sepultado el cadáver de Jesús vacío del mismo, pero no del vendaje y el sudario con el que lo habían cubierto, y al mismo Jesús aparecido tras su muerte y sepultura.

La vaciedad del sepulcro no era prueba suficiente para afirmar que Cristo había resucitado, porque podía ser el resultado de otras causas. De hecho, María Magdalena atribuye la desaparición del cadáver de Jesús a un robo o traslado del mismo, pues piensa que alguien se ha llevado del sepulcro a su Señor; y así se lo hace saber a Pedro y a Juan. La reacción de la Magdalena ante su inesperado hallazgo nos muestra claramente la nula predisposición que había entre los seguidores de Jesús a esperar un cambio de cosas. Al parecer, sólo aspiraban a vivir de recuerdos o de reliquias; y alguno ni siquiera a eso. Su única pretensión era olvidarse cuanto antes de este pasado reciente (lo acaecido en Jerusalén durante esos últimos días), que les resultaba muy doloroso y decepcionante.

Únicamente de Juan se dice que vio y creyóVio las vendas y el sudario, enrollado en un sitio aparte, sin cadáver, y creyó lo que el mismo Jesús había anunciado con antelación: que al tercer día resucitaría de entre los muertos. Pero parece que es el único apóstol que tiene memoria y fe. Juan viene a ser un caso extraordinario. Lo ordinario en aquellos primeros testigos de los hechos fue ver un signo tras otro y no creer. Necesitaron ver mucho más que Juan para creer que el Crucificado había vuelto a la vida. Necesitaron no solamente ver, sino también comer y beber con él; más aún, necesitaron tocar, palpar su carne.

Realmente, Dios les hizo ver lo que no estaban dispuestos a aceptar fácilmente. Y se entiende. La experiencia de la muerte es tan avasalladora, se nos presenta tan definitiva, que no es fácil concebir una salida de la misma y un estado de cosas posterior a ella. Aquellos seguidores de Jesús habían vivido acontecimientos demasiado duros y descorazonadores como para pensar en un cambio de perspectiva tan radicalmente distinto. ¿Hay mayor contraste que éste de pasar de la muerte a la vida? No, no les fue fácil creer en la vida del engullido por la muerte.

Pero Dios se lo hizo ver. Y esto fue lo que el Señor les encargó predicar: que Dios lo había nombrado juez de vivos y muertos; y para ser juez tenía que estar vivo. Nombraba juez universal precisamente al que acababa de ser juzgado y hallado digno de condena por los representantes de la Ley. Pero el Legislador está por encima de la Ley. Y el Legislador supremo había sentenciado a favor del condenado convirtiéndole en juez de sus mismos acusadores al resucitarlo de entre los muertos.

Y si Cristo ha resucitado, también nosotros podemos resucitar con él. Más aún, san Pablo se atreve a decir que ya hemos resucitado con él. ¿Cuándo? Cuando fuimos bautizados, porque el bautismo es sepultura y resurrección con Cristo: es sepultado nuestro hombre viejo y emerge el nuevo, el hecho a imagen y semejanza del Hombre nuevo, que no es otro que el Señor resucitado. Del bautismo ya surgió ese hombre nuevo que habrá de ser un día glorificado si se mantiene en esa novedad y persiste en ese camino de fe dejándose modelar por el Espíritu conforme al prototipo que tiene en Jesucristo.

Alegrémonos, hermanos, porque Cristo ha resucitado, y nosotros podemos gozar desde ahora de sus saludables consecuencias. Si nos alegramos de verdad con esta noticia que ya es realidad en nuestras vidas, no será necesario que nos esforcemos ni por comunicar esta noticia a otros, ni por extender nuestra alegría. La alegría, cuando existe, se contagia por sí misma, pues no hay nada más contagioso que lo deseable. También la tristeza es contagiosa, aunque no es deseable; pero por no serlo, tiene menos poder de contagio. Dejemos, pues, que la alegría de la resurrección se afiance en nuestros corazones.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

Lectio Divina – Sábado Santo

DIOS TAMBIÉN TIENE DERECHO A CALLAR

El Sábado Santo es un día sin liturgia, en silencio, no sucede nada, recuerda la soledad del sepulcro, la tristeza de las mujeres y de los discípulos, la desilusión ante el fracaso. Es un día en el que no hay mucho que decir. Es un tiempo de esperar cuando nada parece indicar que sea sensato esperar. Tras la muerte de Jesús el día anterior, el sábado santo nos enseña a ver que Dios tiene derecho a callar. Así también lo hace María, la madre de Jesús, que acoge su silencio con esperanza y fidelidad en las horas grises. En medio de la tristeza, María va recordando las diversas situaciones que vivió con Jesús, su hijo. Todo comenzó el día en que tuvo la certeza de que el niño que llevaba en sus entrañas era alguien muy preciado a los ojos de Dios. Ahora, en el silencio de su corazón, María va tomando conciencia de lo que ha ido ocurriendo estos días, y Jesús le saldrá al encuentro. La certeza se abre camino en su corazón.

UN GRAN SILENCIO ENVUELVE A LA IGLESIA.

El sentido litúrgico, espiritual y pastoral del Sábado Santo es de una gran riqueza. El venerable Siervo de Dios Juan Pablo II, recordaba en la Carta Apostólica Dies Domini que “los fieles han de ser instruidos sobre la naturaleza peculiar del Sábado Santo” (nº4). Este día no es un día más de la Semana Santa. Su singularidad consiste en que el silencio envuelve a la Iglesia. De ahí, que no se celebre la eucaristía, ni se administre otros sacramentos que no sean el viático, la penitencia y la unción de enfermos. Únicamente el rezo de la Liturgia de las Horas llena toda la jornada. (Por Franco Raspa SJ)

Dios no puede bajar más bajo. En este tiempo de silencio, similar al descenso de vida acontecido en el seno de su madre, las escrituras nos relatan que Jesús desciende aún más todavía. Ahora, al centro de la tierra, al sheol, al lugar de los muertos. De allí, según la creencia judía, no se regresa. Es el fango, la soledad más solitaria. Las tinieblas, en donde no habita Dios. Los muertos, son los refaim, los impotentes que residen en la tierra del olvido. Allí, como Jonás en el vientre del pez, desciende Jesucristo haciéndose solidario con la soledad de los que callan.

No dejemos a Jesús sólo en su soledad. No pretendamos adelantar la pascua al sábado santo, no intentemos ponernos delante del Espíritu de Dios. Detengámonos en el silencio de nuestras vidas, y tomemos parte espiritualmente en este descenso. Acompañemos al Señor que desciende en soledad extrema. Participemos de esa soledad. Vayamos nosotros también con Él, abrazando aquellos lugares sin respuestas de nuestros corazones, estando muertos con Dios muerto. Permitamos que el Señor en este sábado santo, ilumine la soledad más desolada de nuestras vidas. Pero no lo hagamos como si fuéramos simple espectadores de algo que no nos atañe. Como cristiano, toma tu vasija en tus manos, y ofrécesela al Señor. Acompaña el obrar de Jesús, confiando que Él pondrá palabras donde hoy, hay temor y temblor.

Sé participe tú también del silencio y oscuridad de este día santo, para que cuando llegue la noche gloriosa, reconozcas tú también a Aquel, que te ha desatado de las ataduras de la muerte.

Acompañemos a María, la única lámpara encendida en esa noche oscura.      Pero María, su madre, conservaba en su corazón lo que su amado Hijo le había dicho: “al tercer día resucitaré”. Y María esperó hasta el tercer día. En silencio ante el misterio de la muerte, pero esperando que Dios actúe y haga brillar su luz en medio de las tinieblas, esperando que la vida triunfe sobre la muerte. Pese de haber experimentado todo el dolor del día anterior, su fe y su esperanza son mucho más grandes aún. Se mantuvo firme al pie de la cruz, aunque profundamente dolida. En esos momentos lo único que la sostuvo fue la fe. Y también la esperanza de que se cumplieran las promesas de Dios.

María no va al sepulcro con las mujeres a embalsamar el cadáver de Jesús. Ella espera en la Resurrección. Y, antes que, a María Magdalena, Jesús se ha hecho presente en el corazón de su madre, sin necesidad de apariciones, en su fe desnuda.

  • El Sábado Santo se caracteriza por un gran silencio, por una vigilancia atenta, por una espera esperanzada…
  • Deja el ruido de la calle, de la casa, del trabajo; al menos por un día. Busca un lugar tranquilo y apartado, donde puedas estar a solas, largo rato. Una vez allí, deja fuera los ruidos que te habitan por dentro. Silencia también tus pasiones, tus rebeldías, tus culpabilidades.
  • Busca el silencio y la soledad, ten alerta el corazón, donde se escucha la voz el Espíritu. Tu corazón puede ser hoy el lugar de la espera, donde se levantan las esperanzas malheridas por la muerte y se pone en pie la alegría.
  • El silencio de este día es muy hondo, pero no es un silencio triste. Jesús viene a desencadenar toda alegría, a poner en marcha de nuevo gestos concretos, a hacer que el amor sea amor cercano.

La Iglesia se une a María en ardiente espera.

  • Vive este día con María. Saborea su silencio, su vacío, su soledad. No puede vivir sin Jesús. Lo han echado fuera de la tierra de los vivos y Ella lo busca con el amor de su alma. La Iglesia se une a María en su espera, únete también tú a Ella.
  • ¡Qué bueno que esperes con María al Amado que atisba ya por las ventanas, que viene jadeante al encuentro! Ya se oye su voz, ¡qué dulce es su voz en la oscuridad!: “¡Levántate, amada mía, hermosa mía! ¡Ven a mí! La muerte ha sido vencida para siempre. Los inviernos que intentaban paralizar la vida de la humanidad ya han pasado; ahora asoman ya los brotes de la viña, cantan las alondras y el perfume de las flores se extiende por el valle”.
  • Al atardecer, ponte en camino; la alegría no la puedes celebrar a solas. La sed encaminará tus pasos hacia el manantial, para que te inunde el agua viva del bautismo. De la soledad ponte en camino hacia la comunidad, para entrelazar tus manos con las manos de muchos hermanos y hermanas y cantar con ellos: “Todas mis fuentes están en ti” (Sal 86). Las dudas, que han puesto polvo en tus pies, se lavarán al confesar, con toda la Iglesia, tu fe y tu amor en Jesús vivo.
  • Entra en la Noche Santa con tu cirio para encenderlo en el fuego de Cristo. Lleva preparados tus vestidos de fiesta para danzar con María, con la humanidad, con toda la creación, la música universal del amor.
  • Encuéntrate con Jesús, lleno de luz y belleza, que viene a tu encuentro. Abrázate a Él, es el amor de tu vida. Dile, en el colmo de tu asombro: ¡Todo lo has hecho bien!

¿Qué es lo que hoy sucede?  Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad.  Un gran silencio, porque el Rey duerme.  La tierra está temerosa y sobrecogida, porque Dios se ha dormido en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo.  Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción al abismo. (Homilia antigua sobre el grande y santo Sábado, Anónimo)

ORACIÓN POR LA PAZ.

«Señor Jesús, Príncipe de la Paz, mira a tus hijos que elevan su grito hacia ti: Ayúdanos a construir la paz. Consuela, oh Dios misericordioso, los corazones afligidos de tantos hijos tuyos, seca las lágrimas de los que están en la prueba, haz que la dulce caricia de tu Madre María caliente los rostros tristes de tantos niños que están lejos del abrazo de sus seres queridos. Tú que eres el Creador del mundo, salva a esta tierra de la destrucción de la muerte generalizada, haz que callen las armas y que resuene la dulce brisa de la paz. Señor Dios de la esperanza, ten piedad de esta humanidad sorda y ayúdala a encontrar el valor de perdonar». (Parolín, Secretario del Estado Vaticano)

Dios cuenta conmigo

1. – ¡Dios lo resucitó!, exclama pedro. Los discípulos entendieron la Escritura y se dieron cuenta de que aquel Jesús crucificado había vencido la muerte. Por eso hoy los discípulos del siglo XXI podemos también decir que Jesús nos ha dado nueva vida. Porque El es El Viviente que nos vivifica. Jesucristo ha roto las cadenas de la muerte. No hay que temer, no hay que temer nunca más. Es cierto, es verdad….Señor Jesús has resucitado, ya no tengo miedo porque Tú eres mi luz y mi salvación.

2. – A pesar de los pesares, del dolor, del fracaso de las tentaciones, de la soledad y de la agonía de Getsemaní, a pesar de la droga y el sida, de la guerra y de los atentados terroristas, confío en Ti, Señor. Gritemos todos: ¡Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia! La muerte es la puerta de la vida. Es lo más grande que nos ha podido pasar. ¡Qué difícil es entender esto! ¡Oh Jesús, la vida es misterio, la muerte es misterio! No entiendo muchas cosas, me desbordan los acontecimientos, me ahoga el no saber, el no poder, la impotencia ante tanta injusticia y tanta sinrazón, tu silencio muchas veces….Pero yo Señor confío en Ti, pues Tú eres mi salvación.

3. – Hoy hemos visto y hemos creído y por eso damos testimonio como Pedro. Se hacen realidad las promesas mesiánicas: «Hoy empieza una nueva era, las lanzas se convierten en podaderas, de las armas nacen arados y los oprimidos son liberados». Todo este será posible si resucitamos contigo, si andamos en una vida nueva y buscamos los bienes de arriba. Yo proclamo mi fe en el Dios de la vida que ha resucitado a Jesús de entre los muertos. Jesús es el «Viviente», luz de luz, vida de la vida, primogénito de la nueva creación. Serviría de poco tu resurrección si yo no resucito contigo y vivo «mi Pascua», el paso de la muerte a la vida, del pecado y el desamor a la gracia y al amor. Tú has dado un nuevo sentido a la vida, ya no temo a la muerte.

4.- Ahora sé cuál es mi misión como colaborador del «Dios de la via»:

«Sólo Dios puede crear,
mas tú puedes valorar lo que El creó.
Sólo Dios puede dar la vida,
mas tú puedes transmitirla y respetarla.
Sólo Dios puede dar la fe,
mas tú puedes testimoniarla.
Sólo Dios puede dar la paz,
mas tú puedes sembrar la unión.
Sólo Dios puede infundir esperanza,
mas tú puedes restituir la confianza al amigo.
Sólo Dios puede dar amor,
mas tú puedes enseñar a tu hermano a amar.
Sólo Dios puede dar alegría,
mas tú puedes sonreír a todos.
Sólo Dios es el camino,
mas tú puedes indicarlo a todos.
Sólo Dios es la luz,
mas tú puedes encenderla.
Sólo Dios es la vida,
mas tú puedes dar a otros la alegría de vivir.
Sólo Dios puede hacer lo imposible,
mas tú puedes hacer lo que es posible.
Sólo Dios se basta a sí mismo,
mas El prefirió contar contigo.

José María Martín OSA

Comentario – Sábado Santo

Mt 28, 1-10
Mt 16, 1-8
Lc 24, 1-12

Muy de mañana, el primer día de la semana, es decir, el «domingo», tres mujeres de las que seguían a Jesús, se dirigen al sepulcro para embalsamar su cuerpo.

El sepulcro está vacío.

El cuerpo ya no está allí.

» ¡No tengáis miedo!

«¿Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado?

«Ha resucitado: No está aquí.

«Este es el lugar donde le pusieron.

«Pero id ahora a decir a sus discípulos y a Pedro que os precederá en Galilea. Allí le veréis, como os ha dicho.

No tener miedo. Volver a la vida cotidiana pensando que Jesús, viviente, está allí.
Comunicar esta «noticia» a todos los que la buscan.

Pues es la «nueva gozosa» que todos los hombres esperan.

«¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? «No está aquí, ha resucitado.»
El viviente.

Vivir.

La vida.

He de tomarme el tiempo de evocar lo que estas palabras significan. Dar un contenido a estas palabras. Servirme, para ello, de todas las imágenes, y de todas las experiencias, y de todas las ciencias, y de toda mi fe.

La vida cristiana… un compromiso.

«Para vivir en la libertad de los hijos de Dios, ¿renunciáis al pecado, renunciáis a lo que conduce al mal, renunciáis a Satán, que es el autor del pecado?» ¡Sí, renuncio!

¿Creéis en Dios Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra?

¿Creéis en Jesucristo, su único Hijo?

¿Creéis en el Espíritu Santo, en la santa madre Iglesia católica…

¿Creéis en la vida eterna?

¡Sí creemos!

Grande es el misterio de la fe: Proclamamos Tu muerte. Celebramos Tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!

Demos gracias a Dios. Aleluya, Aleluya.

Noel Quesson
Evangelios 1

¡Aleluya! Cristo ha resucitado ¡Aleluya!

1. Estaban satisfechos los enemigos de Jesús porque creían que todo había terminado. Jesús se había convertido en una pesadilla para ellos. Ahora, ya están tranquilos. También los amigos de Jesús creían que con su muerte había llegado el final. La fe de todos se tambaleó. Sólo María, la Madre de Jesús, se mantuvo firme, sin ninguna sombra de vacilación. La vela del tenebrario que queda encendida después de todas apagadas en maitines. Se lleva detrás del altar y se saca después. Es la fe de María. María Magdalena no hacía más que llorar. Para ella nada tenía ya sentido. Jesús ya no está con ellos. Su cadáver está en el sepulcro. Ella hacía poco tiempo que había derrochado una fortuna para ungirle con perfume. Judas la criticó y Jesús la defendió porque le había perfumado proféticamente ungiéndole para la sepultura. El viernes, a las tres de la tarde, todo se había consumado. José de Arimatea y Nicodemo le amortajaron y le enterraron. María Magdalena quiso perfumarle también, después de muerto, una vez transcurrido el descanso legal del Sábado judío.

2. Cargada iba de perfumes y llorando camino del sepulcro del Jesús que le había cambiado la vida y se la había llenado de alegría. ¡Pero qué impresión tan fuerte cuando vio el sepulcro abierto y las vendas depositadas y plegadas sobre el sepulcro! Juan 20,1.

Corriendo ha ido a anunciar lo que ha visto a los Apóstoles. Pedro y Juan escuchan y reciben el mensaje de María Magdalena y van corriendo al sepulcro. «Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó». Sólo en esta ocasión dice el Evangelio que alguien cree en la Resurrección al ver el sepulcro vacío. El evangelista tiene en cuenta que la mayoría de lectores a quienes no se les ha aparecido Cristo Resucitado, han de creer sin haberle visto. Juan quiere demostrar que si él ha creído sólo por haber visto el sepulcro vacío, y antes de sus apariciones personales, no es necesario verle resucitado, para creer en la resurrección.

Para él fue un hecho inesperado, insólito, nuevo: «No había aún entendido la Escritura que dice que Él había de resucitar de entre los muertos». Los Apóstoles se fueron. Y María se quedó junto al sepulcro, llorando… «Se volvió hacia atrás y vio a Jesús allí de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dijo: «¿Mujer, por qué lloras? ¿A quién buscas?». -«María». -«Maestro» (Jn 20,11). Cristo se aparece a una mujer, porque como fue una mujer la causa del pecado de Adán, ha de ser una mujer la que anuncie a los hombres la resurrección y por tanto, la liberación del pecado.

«Jesús le dijo: «Suéltame, que aún no he subido al Padre; ve a mis hermanos y diles que subo al Padre mío y vuestro» (Jn 20,17) María deja alejarse a su Amado. San Juan de la Cruz cantará con voz sublime el alejamiento del Amado: «¿Adónde te escondiste, Amado, – y me dejaste con gemido? -Como el ciervo huiste – habiéndome herido, – salí tras ti clamando – y eras ido».

3. Otra vez María en busca de los discípulos. El amor es activo, no puede estar quieto. «Qui non zelat non amat», dice San Agustín. El encuentro con Jesús engendra caminos de búsqueda de hermanos para anunciarle. La experiencia de la belleza y del amor impone psicológicamente la comunicación de lo que se experimenta, de lo que se goza. Por eso sólo puede anunciar a Cristo con fruto, quien ha experimentado su amor. Los apóstoles son testigos de la resurrección porque han visto a Jesús, el que bien conocían, vivo entre ellos después de su resurrección. Vieron que no estaba entre los muertos, sino vivo entre ellos, conversando con ellos, comiendo con ellos. No anunciaron una idea de la resurrección, sino al mismo Jesús resucitado, con una nueva vida, que no era retorno a la mortal, como Lázaro, sino inmortal, la vida de Dios. Ha vencido a la muerte y ya no morirá más.

4. Pedro, testigo de la resurrección, repite una y otra vez: «que lo mataron colgándolo de un madero, pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver a nosotros que hemos comido y bebido con él después de su resurrección. Los que creen en él reciben el perdón de los pecados» Hechos 10,34. En consecuencia: «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, no los de la tierra» Colosenses 3,1.

Si María Magdalena se hubiera cerrado en su decaimiento, la resurrección habría sido inútil. María Magdalena hizo, como Juan y Pedro, lo que debieron hacer: salir, abrirse, comunicar. Es el mejor remedio para curar la depresión. San Ignacio aconseja «el intenso moverse» contra la desolación (EE 319). De esta manera, la sabia colaboración de todos, ha conseguido la manifestación de Cristo Resucitado.

5.- Proclamemos que «este es el día grande en que actuó el Señor: sea el día de nuestra alegría y de nuestro gozo» Salmo 117. Exultemos de gozo con toda la Iglesia, porque éste es el gran día de la actuación de las maravillas de Dios. «¿De qué nos serviría haber nacido, si no hubiéramos sido rescatados?» (Pregón Pascual).

Y así como Cristo ha resucitado, nos resucitará a nosotros. Vivamos ya ahora como resucitados que mueren cada día al pecado. La resurrección se va haciendo momento a momento. Es como el crecimiento de un árbol, que no crece de golpe, sino imperceptiblemente. Tendremos tanta resurrección cuanta muerte. Con el auxilio de la gracia siempre actuante en nosotros. «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección, Señor Jesús».

Jesús Martí Ballester

María Magdalena figura relevante de la Pascua

1.- «Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén. Le mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos los hizo ver…» (Hch 10, 39-40) Ya pasaron las oscuras nubes de la muerte, ya se disipó el negro horizonte que oprimía el corazón del hombre. Las cadenas se han roto, el humo de la tristeza se ha esfumado. Ha nacido la luz, ha brotado la esperanza. Cristo ha resucitado. Él es prenda segura de nuestra propia resurrección… Señor, si difícil nos resulta entender tu muerte, más difícil aún resulta entender tu resurrección. Y si incomprensible es aceptar el valor del dolor y la muerte, más, casi imposible, es aceptar la resurrección. Sin embargo, Cristo ha resucitado y nosotros también resucitaremos: la vida no se acaba con la muerte. Con la muerte es cuando realmente comienza. Una vida sin lágrimas, sin penas, sin dudas, sin angustias, sin prisas, sin dolores, sin miedo a nada…

«Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos» (Hch 10, 42) Su mandato fue categórico. Seréis mis testigos desde Jerusalén hasta los confines de la tierra, hasta los límites finales del tiempo. Un pregón vivo que se repite vibrante a lo largo y a lo ancho del mundo y de la historia. Sin apagarse jamás esa luz fuerte de la fe en la resurrección. Prendiendo fuego en las ramas de todo los bosques de la Humanidad. El fuego que Cristo ha prendido ya. Y entre luces y sombras, el fuego continuará vivo, quemando, transformando, encendiendo amores extraños y maravillosos en los mil pétalos de la rosa de los vientos.

El testimonio de los profetas es unánime: que los que creen en él reciben el perdón de los pecados. Creer en ti, Señor, creer sin ver, sin meter la mano en la herida de tu costado. Creer en tu palabra. Amarte sin más. Señor, somos débiles, torpes, ciegos, romos. Ten compasión, deja oír tu voz en el fondo de nuestra alma, repítenos en el silencio del alma tu saludo entrañable: Paz.

2.- «Este el día en que actuó el Señor…» (Sal 117, 1) A veces podemos pensar, como quien consiente en un mal pensamiento, que Dios permanece inactivo, indiferente ante el acontecer de los hombres, permitiendo que cada uno haga lo que quiera, dejando que el mal se extienda por el mundo sin poner freno a cuantos lo propugnan. Durante la pasión de Cristo se podría haber pensado que así ocurría. En efecto, los enemigos de Jesús lo apresaron sin que él opusiera la menor resistencia. Luego se burlaron sin que el Padre interviniera lo más mínimo en favor de su Hijo Unigénito. El Señor no pronuncia la menor palabra de protesta. Se queja, sí; pero sin que ello implique una rebeldía. Todo eso entraba en los planes divinos. Mientras, habría un compás de espera. Luego, cuando llegara el momento preciso, la piedra del sepulcro rodaría para dar paso al cuerpo glorioso de Jesucristo, ante el asombro y el temor de los guardianes que nada podían hacer ya en contra de ese crucificado que volvía radiante de las entrañas de la tierra.

«Sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 117, 1) Lo mismo que ocurrió en el caso de Jesús, puede ocurrir en nuestra vida. Efectivamente, puede ser que haya momentos en los que todo se nos ponga en contra, situaciones en las que el mal parezca triunfar sobre el bien, la injusticia sobre la justicia, la mentira sobre la verdad. Todo como si Dios no existiera, o como si existiendo, de nada se preocupara, o nada pudiera hacer para evitarlo.

Desechemos esos pensamientos, apoyémonos en la fe, reforcemos la esperanza, estemos seguros de que Dios actuará para imponer la justicia, para hacer brillar la verdad. Cuando lo crea oportuno desplegará el poder de su brazo y el triunfo del bien será seguro. Entonces no habrá obstáculo que se le resista, no habrá fuerza que se le contraponga. El gozo de nuestra misma resurrección. Y así, pase lo que pase, siempre hemos de vivir seguros, optimistas y serenos, conscientes de que aunque parezca que tarda, Dios actuará siempre a tiempo.

3.- «Hermanos: ya que habéis resucitado con Cristo…» (Col 3, 1) ¿O ignoráis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados para participar en su muerte? Con él -sigue el Apóstol-, hemos sido sepultados en el bautismo, para participar en su muerte, para que como él resucitó entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos sido injertados en él por la semejanza con su muerte, también lo seremos por la de su resurrección.

Somos cristianos. Una verdad de perogrullo, algo que todos nos sabemos de memoria. Sin embargo, se nos olvida lo que eso significa, lo consideramos como algo natural, algo que hemos recibido sin más… No seamos superficiales, tomemos conciencia de que el ser cristiano implica unas consecuencias trascendentales, lleva consigo unas exigencias concretas, supone un destino glorioso, una vida distinta, sobrenatural.

Seamos consecuentes, seamos leales, seamos honrados. Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la diestra de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Entonces empezaremos a comprender, a gustar, lo que de verdad quiere decir ser cristiano.

«Porque habéis muerto, y vuestra vida está con Cristo, escondida en Dios» (Col 3, 3) Parecen palabras contradictorias. Por un lado nos dice el Apóstol que hemos muerto, y por otro, nos asegura que vivimos. Sin embargo, si reflexionamos en lo que quiere decir comprenderemos que no hay contradicción en sus palabras, sino todo lo contrario. Por una parte, hemos muerto a lo que hay de malo en nosotros mismos. Desde el momento en que hemos creído en Jesús, hemos roto con el pecado, hemos rechazado cuanto de innoble, de deshonesto, cuanto de vergonzoso hay en la vida humana. Y, por otra parte, hemos comenzado a vivir de cara a Dios, de cara a la luz, reafirmando cuanto de limpio y de bueno existe en la tierra, tratando de vivir todo lo que realmente es valioso.

Hay en el cristiano como un trasvase de muerte y de vida. Así en la medida en que muramos con Cristo a todo lo que es malo y feo, en esa misma medida viviremos cuanto de bueno y de bello existe. Morir a uno mismo cada día, destruir nuestras pasiones, machacar nuestro orgullo, matar nuestro egoísmo para poder morir. Y al mismo tiempo vivir, vivir siempre, sin que nada oscurezca la luminosidad de nuestra esperanza, sin que nada nuble la claridad esplendente de esta Pascua perenne que es la vida, y la muerte, de un cristiano.

4.- «El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer» (Jn 19,1) María Magdalena es una de las figuras más relevantes en estos días de la Pascua. Ella fue la que descubrió que el sepulcro estaba vacío y corrió a anunciar a Pedro lo que ocurría. Luego, arrasados los ojos por las lágrimas, contemplará a su divino Maestro muy cerca y podrá besarle los pies. Era tan grande su amor por Jesucristo que, ya al amanecer, había ido al sepulcro para estar junto al cuerpo yaciente de su Amado. Todos los pecados de su vida, con ser tantos, no pudieron apagar su confianza y su amor. Al contrario, cuando descubre a Cristo, todos aquellos pecados son un motivo hondo y firme para querer más y más al Hijo de Dios, que le había perdonado y defendido. En esta mujer apasionada vemos la fuerza del amor de quienes, a pesar de sus muchos pecados, son capaces de mirar arrepentidos a Dios.

Pedro y el Discípulo amado corrieron para ver qué había pasado. También ellos eran de los que supieron amar con toda el alma al Maestro. Tampoco a Pedro le detienen sus pecados. Él había traicionado a Jesús, pero eso en vez de frenarle, le empuja para encontrar a su Señor y pedirle humildemente perdón, seguro del amor de Jesús que le perdonará. Así, fue, en efecto. Y no sólo le perdonó, sino que lo confirmó en su posición de Vicario suyo y Príncipe de los Apóstoles. Una vez más el amor realiza el prodigio maravilloso de una profunda esperanza y de una fuerte fe en el amor divino.

El Evangelio se refiere con detalle lo que allí vieron. Es tan precisa la narración, que desecha cualquier explicación fantástica. El realismo del relato hace inadmisible cualquier interpretación no histórica. La gran sábana que había envuelto el cuerpo de Jesús estaba plegada. Esto bastó para que Juan comprendiera que Jesús había resucitado. Si el cuerpo de Cristo hubiera sido robado, la sábana no estaría doblada como las encontraron, ni tampoco el sudario de la cabeza estaría sin desenrollar. Según el rito funerario judío, el cadáver era envuelto con lienzos en forma de una sábana grande. Por eso al verla plegada, como vacía y aplanada, no desliada sino todavía plegada, Juan comprendió que el cuerpo de Jesús había salido de ellas de forma milagrosa, sin romperlas y casi sin tocarlas.

De todas formas, es la fe la que apoya nuestra persuasión en que Cristo ha resucitado. Es cierto que tanto san Juan como los demás evangelistas, nos hablan con claridad de las apariciones de Jesús y de cuánto les costó a los apóstoles aceptar esta verdad. Es decir, tenemos fundamento más que suficiente para sostener que Jesús resucitó; pero, en definitiva, sólo por la fe se puede aceptar este hecho y todas las consecuencias que se derivan. Ello explica los ataques contra esta verdad suprema, y también la decidida defensa que la Iglesia hace de esta verdad histórica.

Antonio García Moreno

Dios ha creado al hombre para la vida inacabable

1.- Andamos a hachazos con los tabúes. Somos hombres libres, no podemos permitir tabúes que nos hagan seres reprimidos y hemos arremetido con el tabú del sexo, destrozando la dignidad humana y la familia. Y el tabú del porro y la droga. Queremos echar atrás y no podemos. Y el tabú de padres y maestros, y cada vez es más fuerte la autoridad policial.

Pero hay un tabú del que nadie se atreve hablar: la muerte. Porque sólo hablar de él nos transforma en seres reprimidos. Se habla de apresurar la muerte, mediante la eutanasia, de aquellos que son “inútiles”. Se les pone cuanto antes bajo la pesada losa del tabú de la muerte, sin librarles de él.

2.- Sólo ha habido un hombre en la Historia que se ha atrevido a hablar contra el tabú de la muerte. Es aquel que se ha llamado a sí mismo: Verdad y Vida, Resurrección y Vida. El que ha prometido Vida Eterna al que cree en Él.

Él es el único que nos puede prometer que esta vida nos conducirá, a través de la muerte, a otra Vida Inacabable. Él mismo pasó por esa experiencia.

A lo largo del Viernes Santo todo se va oscureciendo. Va perdiendo luz y vida:

—Desaparece el flash de los milagros.

—Desaparecen los gritos alegres de los que proclamaban Hijo de David.

—Con los tormentos, la humanidad de Jesús va perdiendo colorido.

—Los soldados oscurecen sus ojos vendándolos con un trapo.

—En el Calvario el sol se oscurece.

—Y llegan las tinieblas definitivas a la oscuridad de un sepulcro abierto en piedra. Cerrado como una losa y sellado.

Jesús no escamotea. La muerte la pasa y la vence. No nos enseña a morir dignamente, sino a convertir esa misma muerte en un paso entre dos vidas. Un puente que une la orilla de la vida mortal con la vida eterna. Al transformar esa muerte en el mero traqueteo del tren cuando entra en agujas de la estación eterna y definitiva de esa tierra nueva que no acaba. Una muerte que simboliza la transformación del grano de trigo en una maravillosa cosecha. Transformación de un gusano de seda en una maravillosa mariposa llena de vida.

3.- Por eso, ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?

—No es en el sepulcro.

—No es en la oscuridad.

—No es en la tristeza.

—en caras largas.

—No es todo lo que paraliza al hombre donde el Señor Dios está.

Dios no es Dios de muertos, sino de vivos.

4.- A Dios se le encuentra. No en la inmovilidad del cadáver, sino en la agitación de aquellas mujeres que corren a dar la buena noticia a los Apóstoles.

A Dios lo encuentra María no dentro del sepulcro sino en medio de una explosión de flores y plantas en el jardín.

A Dios se lo tropiezan los caminantes de Emaús al aire libre cuando van deprisa siguiendo su camino.

A Dios lo palpan los Apóstoles en una reunión de hermanos en el cenáculo y no en la soledad de la tumba.

Es en medio de la vida donde está Dios. Como siempre estuvo Jesús en el bullicio del templo o en banquetes de amigo, que por eso le llamaron comilón y borracho.

Dios quiere la felicidad del hombre y lo ha creado, no para la muerte, sino para la vida.

5.- Este es el mensaje de la Resurrección: en la muerte hay vida:

—Como en la muerte de la semilla está la fecundidad de una planta.

—Como la explosión de una estrella en el espacio produce luz para millones de años.

Tanto en la muerte de Jesús, como en la nuestra, hay una explosión de vitalidad que tiende al infinito.

6.- Si creemos esto, entonces ¿a qué vienen esas caras? ¿Por qué nos aburre ser cristianos? ¿Por qué quisiéramos no haber tenido Fe? ¿Por qué llevamos a rastras nuestra vida cristiana?

Vida es movimiento que nace dentro. El canto rodado de los ríos se mueve porque le empujan. Eso no es vida. Vida es la del salmón que nada contracorriente para dejar, allá en lo alto, un nuevo principio de vida.

¿Nos movemos o nos arrastran? ¿Vivimos como peces en pecera respirando con dificultad para amanecer una mañana, panza arriba, sin vida?

José María Maruri

¡Su suerte, es nuestra suerte! ¡Resucitó! ¡Aleluya!

Los ojos de la fe contemplan la gloria del Señor. Sólo, los que se asoman al sepulcro vacío, en esta mañana de Pascua, pueden –podemos- entender, el secreto de este Misterio: ¡El gran milagro de Dios! ¡La Resurrección de Cristo!

Estamos, todavía impresionados por la Vigilia Pascual; hemos querido prepararnos para el gran acontecimiento en el que está fundamentada nuestra fe: ¡Ha resucitado! ¡Aleluya!

-Hoy, en el día del Señor, arranca nuestro propio día; hoy, en el día eterno del Señor, se comienza a levantar nuestro propio día eterno; hoy, en el sepulcro abierto del Señor, comenzamos a buscar las llaves del sepulcro de cada uno de nosotros: ¡ya no estarán cerrados para siempre! ¡Viviremos! ¡Resucitaremos!

-Hoy, con la Resurrección de Jesús, comenzamos nuestro propio peregrinar hacia la Ciudad Santa. No podemos estar tristes. Los peregrinos tienen una meta y, nosotros, ya tenemos la nuestra: la gloria del Señor, la vida eterna.

2.- La alegría de las santas mujeres, en la mañana de la Pascua, la tenemos también nosotros en este día. Felicitamos al Señor en el momento de su gran trofeo: la resurrección. Felicitamos al Señor porque, su conquista sobre la muerte, es una batalla ganada para todo hombre, para todo bautizado, para todo aquel que, desde la fe y movido por el Espíritu Santo, quiera seguir los caminos del Señor que conducen a la eterna Pascua.

3.- ¿Entendemos ahora el fin de la Cuaresma? ¿Nos hemos preparado –como deportistas en la fe- a este momento culminante, a este gran final? ¿Vemos con los ojos de la fe? ¿Tenemos un corazón sensible y dispuesto para buscar las cosas de arriba sin quedarnos en el piso firme?

Hoy, es la mañana con la luz más radiante para toda humanidad. La Resurrección del Señor lo penetra todo. Lo invade todo. Lo explica todo. Por ella, por la Pascua, merece la pena cambiar y volver de caminos equivocados. Es el momento adecuado para morir, en aquello que tengamos que morir, si hemos de vivir con el que queremos vivir para siempre. La suerte de Cristo (¡qué gran suerte!) es la nuestra: ¡Viviremos con El!

Hoy, es la mañana de luz, donde germina la fe en el Resucitado. Una fe que se enriquece y se hace más fiable cuando recordamos lo que, Jesús, camino de la Pascua nos ha sugerido: amor, conversión, oración, adoración a Dios. En definitiva, buscando y modelando con todas las consecuencias, una vida nueva.

4.- Que tengamos la suerte de encontrarnos con el Señor. No tengamos miedo en asomarnos al sepulcro vacío. El vacío está lleno de una gran presencia: la mano de Dios. Un Dios que actúa para la salvación del hombre. Un Dios que sorprende, como siempre lo hace, a todo aquel que, amándole, no se deja llevar o vencer por otros dioses de tercera. ¡Ha resucitado! ¡Aleluya!

5.- ¡FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN HERMANOS!

¡Feliz día de la luz!
¡Feliz día en el que amanece
un nuevo horizonte para el hombre!
¡Ha resucitado! ¡Aleluya!

Esta felicidad, hermanos, no es igual que la del resto del año:
¡Ésta nos rescata de la tristeza!
Esta felicidad, hermanos, no es la misma
que –sin sentido- nos deseamos en la noche final del año:

¡Ésta es felicidad para siempre, no es para uno año.
Es para el cielo, para todos!
Esta felicidad, hermanos, no la da el licor,
la música, ni la superficialidad:
¡Ésta viene como portento
y horas grandes de Dios en la tierra!

Esta felicidad, hermanos, no surge de las pequeñas movidas que nos montamos:
¡Ésta viene de lo más profundo del corazón de Dios!
Esta felicidad pascual, hermanos,
no es deleitada por los dulces de cada día:

¡Este “felices pascuas” arranca de nuestro deseo de ser hombres nuevos!
Este deseo “felices pascuas” no nace del egoísmo:
¡Éste viene del amor de Dios sin condiciones!
Este aleluya, brillante y vibrante, triunfal y armonioso
no es entonado por instrumento humano:
¡Es ejecutado por la fe que nos anima
a creer en el Resucitado!

¡Aleluya, amigos todos!
Teniendo a Jesús por delante:
un sepulcro vacío
unas mujeres que reconocen al Maestro
unos discípulos, con virtudes y defectos
una Virgen que contempla emocionada a Jesús vivo;
no tenemos derecho al desaliento
no existe habitación para el temor
no podemos dar la mano al pesimismo

No hay lugar para la muerte ni para las noches oscuras
¡Jesús ha resucitado!
¡Jesús ha prometido lo que cumplió!
¡Jesús es la alegría del mundo!
¡Jesús es el final de la muerte!
¡Jesús es el principio de de la vida eterna!
¡Jesús es la razón de nuestra espera!
¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Mil veces aleluya!
¡Ha resucitado, el Señor!
¡Bendita la mañana que nos trajo tal noticia!

Javier Leoz

El nuevo rostro de Dios

Ya no volvieron a ser los mismos. El encuentro con Jesús, lleno de vida después de su ejecución, transformó totalmente a sus discípulos. Lo empezaron a ver todo de manera nueva. Dios era el resucitador de Jesús. Pronto sacaron las consecuencias.

Dios es amigo de la vida. No había ahora ninguna duda. Lo que había dicho Jesús era verdad: «Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos». Los hombres podrán destruir la vida de mil maneras, pero, si Dios ha resucitado a Jesús, esto significa que solo quiere la vida para sus hijos. No estamos solos ni perdidos ante la muerte. Podemos contar con un Padre que, por encima de todo, incluso por encima de la muerte, nos quiere ver llenos de vida. En adelante solo hay una manera cristiana de vivir. Se resume así: poner vida donde otros ponen muerte.

Dios es de los pobres. Lo había dicho Jesús de muchas maneras, pero no era fácil creerle. Ahora es distinto. Si Dios ha resucitado a Jesús, quiere decir que es verdad: «Felices los pobres, porque tienen a Dios». La última palabra no la tiene Tiberio ni Pilato, la última decisión no es de Caifás ni de Anás. Dios es el último defensor de los que no interesan a nadie. Solo hay una manera de parecerse a él: defender a los pequeños e indefensos.

Dios resucita a los crucificados. Dios ha reaccionado frente a la injusticia criminal de quienes han crucificado a Jesús. Si lo ha resucitado es porque quiere introducir justicia por encima de tanto abuso y crueldad que se comete en el mundo. Dios no está del lado de los que crucifican, está con los crucificados. Solo hay una manera de imitarlo: estar siempre junto a los que sufren, luchar siempre contra los que hacen sufrir.

Dios secará nuestras lágrimas. Dios ha resucitado a Jesús. El rechazado por todos ha sido acogido por Dios. El despreciado ha sido glorificado. El muerto está más vivo que nunca. Ahora sabemos cómo es Dios. Un día él «enjugará todas nuestras lágrimas, y no habrá ya muerte, no habrá gritos ni fatigas. Todo eso habrá pasado».

José Antonio Pagola