EL PRIMER DÍA DE LA SEMANA
«Ésta es la fiesta de las fiestas». ¡Congratulémonos! Cristo resucitado enciende una fiesta continua en el corazón del hombre. La fe viva y experiencial en Jesús resucitado convierte toda la vida del cristiano en una auténtica fiesta.
La luz de la resurrección ilumina la vida entera y le da sentido. «Sin la fe en la resurrección de Jesús, testifica Pablo, lo nuestro es todo un cuento» (1Co 15,12-19). La resurrección de Jesús es como el mástil central de la tienda de la fe, de la vida de la Iglesia; si se quiebra, toda la tienda se viene abajo. No se trata de una mera noticia informativa que atañe únicamente a Jesús, sino que ilumina y da sentido a nuestra existencia personal y a la historia de la humanidad entera. Ella es la Palabra última y definitiva de Dios hecha acontecimiento en la persona de Jesús de Nazaret, cabeza de la humanidad.
Los relatos de los evangelistas sobre la resurrección están llenos de afirmaciones simbólicas que ponen de manifiesto que, a partir de la resurrección de Jesús, nace la era definitiva, acontece el final de los tiempos, se produce la plena revelación del proyecto de Dios. En esta afirmación: «el primer día de la semana…» (Mt 28,1) hay una referencia a la creación, a la nueva creación que supone la resurrección de Jesús. Por eso, sus discípulos pasan la celebración festiva semanal del sábado al domingo. «Al amanecer, cuando aún estaba oscuro…». Jesús trajo el día a la humanidad.
En los primeros tiempos los cristianos se reunían en vigilia toda la noche, en espera de la resurrección del Señor. Recordaban la muerte de Jesús, y al despuntar el alba celebraban su victoria sobre ella. La vigilia pascual lo era todo. Más tarde, desglosada y con el añadido de otros elementos, se constituyó poco a poco nuestra Semana Santa. Tan importante era la «Pascua» (el paso de la muerte a la vida) que así se llamó no sólo a la Resurrección, sino también a la Navidad, a la fiesta de Reyes e incluso a Pentecostés. Y de la misma manera que los judíos, en la celebración del sábado, evocaban y celebraban la liberación de la esclavitud de Egipto como la acción liberadora primordial de Dios, los cristianos celebraban (celebramos) la liberación de Jesús de la muerte y del sufrimiento como garantía de nuestra propia liberación definitiva. Pero el misterio pascual (por la muerte a la vida) no se reducía simplemente a la celebración, sino que inspiraba e impulsaba toda la espiritualidad personal y comunitaria, una espiritualidad jubilosa, esperanzada y martirial.
Desgraciadamente esto no tiene mucho que ver con la vivencia religiosa de la gran mayoría de los «cristianos» de hoy, para los que la resurrección de Jesús es un misterio más, entre quince o veinte, según el rosario ampliado. A nivel celebrativo, lo vemos en cada Semana Santa que despliega todas sus expresiones religiosas en torno a la pasión; la celebración de la resurrección no es nada más que un pobre apéndice en la Semana Santa, y la Vigilia Pascual una celebración litúrgica de minorías comprometidas en la vida de nuestras comunidades parroquiales.
Hay, sí, comunidades muy sensibilizadas que viven extensa e intensamente la vigilia pascual, que han recuperado el espíritu pascual de la Iglesia naciente, pero, con todo, la Pascua no significa ni mucho menos lo que debería significar. No es el espíritu pascual la tónica que domina entre los cristianos. Muchos están encarnados en los discípulos del cenáculo bajo cerrojos. Están de luto y con indecible miedo a la persecución de los judíos; viven como si no creyeran en la resurrección, como sí Jesús siguiera muerto. Nos falta recuperar el espíritu de los discípulos después de haberse encontrado con el Señor. En este sentido, hay que decir: El tiempo pascual dura unas semanas; el espíritu pascual ha de reinar todo el año.
Es preciso poner de relieve el doble aspecto del misterio pascual: la muerte y la resurrección. El resucitado es el crucificado. No hay resurrección sin muerte martirial, sin la inmolación del «hombre viejo», el hombre instintivo.
JESÚS RESUCITADO, LA RAZÓN DE NUESTRA ESPERANZA
Pablo apostrofa duramente a quienes, en la comunidad de Corinto, siembran dudas sobre la resurrección de Cristo y la nuestra. Sin ella, el Evangelio pierde credibilidad y se convierte en un descomunal embuste.
¿Por qué esta transcendencia de la resurrección? Porque la resurrección de Jesús no es un mero triunfo personal, sino que marca el destino de cada uno y de toda la humanidad. El destino de los miembros del cuerpo es el mismo destino de la cabeza. «Él, el primero; luego cada uno de nosotros hasta que sea aplastada la muerte» (1Co 15, 23-26). Jesús resucitado es la utopía realizada y la garantía absoluta de nuestra glorificación. Dios Padre da enteramente la razón a Jesús de Nazaret.
Las bienaventuranzas vividas y predicadas por él son un camino garantizado. Ellas encarnan toda la verdad. Ahora sabemos bien a dónde llevan. Merece la pena arrimar el hombro a la causa de Jesús, a la construcción del Reino. Pablo afirma categóricamente: «Si morimos con él, viviremos con él» (2Tm 2,11). «Si la esperanza que tenemos en Cristo es sólo para esta vida, somos los más desgraciados de los hombres» (1Co 15,19).
La fe en Jesús resucitado hace diferente al cristianismo. No somos discípulos de un muerto. Jesús no es simplemente un gran personaje que ha pasado a la historia; está en la historia, hace historia. Él no es como los demás maestros: deja una doctrina, marca un camino, y se va… Él está con nosotros en la construcción del Reino, acompaña a cada persona, a cada familia, a cada grupo y comunidad.
Por estar resucitado ha roto las categorías de tiempo y espacio, y nos es cercano a todos, contemporáneo de todos. Los discípulos, decenios después de su resurrección, lo sienten cercano y experimentan la luz y la fuerza que irradia su presencia: «Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes y el Señor cooperaba confirmando el mensaje con las señales que los acompañaban» (Me 16,20). Sus formas de presencia son diversas.
El Señor nos invita a tener la experiencia de su cercanía: «Vete y dile a mis discípulos que los espero en Galilea, que los espero en la escucha de la Palabra, en la reunión, en la Eucaristía. Desde esta cercanía nos dice como a sus contemporáneos: «Venid a mí los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré» (Mt 11,28). Porque de poco nos serviría que hubiera resucitado y estuviera vivo si pareciera ausente; y de nada nos serviría que estuviera cercano si no tenemos experiencia de su cercanía.
LA RESURRECCIÓN, EXPLOSIÓN GLORIOSA DEL AMOR
«Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. No amar es quedarse en la muerte» (Un 3,14-15). He aquí una afirmación teológica genial y pregnante. El amor es la vida y la ausencia de amor es la muerte. La resurrección, la vida gloriosa, es la explosión del amor que uno lleva dentro. El amor es la semilla de la resurrección. Seremos transformados, glorificados, según la medida de nuestro amor. Porque Jesús fue «el-hombre-para-los-demás», por eso Dios le encumbró y le dio un título sobre todo título» (Flp 2,9).
Celebrar la resurrección de Cristo no es lo mismo que celebrar la exaltación de alguien a quien admiramos y queremos entrañablemente, sino que es celebrar que, gracias a su resurrección, está entre nosotros, actúa en nosotros, nos libera. Es celebrar anticipadamente nuestra propia plenitud gloriosa. Por eso, como dice acertadamente el eslogan de Taizé: Cristo resucitado enciende una fiesta continua en el corazón del hombre. La resurrección de Jesús infunde dinamismo y alegría en el vivir y en el quehacer, porque, en verdad, más vale morir por algo, como Jesús, que vivir para nada. Como él, por la muerte, llegaremos a la vida en plenitud.
Atilano Alaiz