JESÚS RESUCITADO, CENTRO DE LA COMUNIDAD
UNIDOS Y REUNIDOS EN NOMBRE DE JESÚS
Pablo VI, en su luminosa encíclica Ecclesiam suam, afirma: «La Iglesia se renovará de verdad cuando vuelva de verdad su mirada a Cristo». Entonces, y sólo entonces, se rejuvenecerá. En realidad, los cristianos y los grupos rutinarios se convierten, cambian radicalmente, pasan de un cristianismo cumplimentero a un cristianismo entusiasmado cuando se encuentran personalmente con Jesucristo resucitado.
En este sentido resulta conmovedor el testimonio del gran teólogo Yves Congar: «He tardado bastante en dar a Jesucristo el lugar central que ocupa hoy en mi pensamiento y en mi vida. Para mí Jesucristo lo es todo; es él quien me da el calor y la luz. Su Espíritu es el que me da movimiento, vitalidad. Cada día me interpela, me impide detenerme; el evangelio y su ejemplo me arrancan de la tendencia instintiva que me ata a mí mismo, a mis hábitos, a mi egoísmo».
Los testimonios de personas dé toda clase y condición son interminables. Milagro palpable y palpitante de la presencia dinamizadora de Jesús son muchas comunidades cristianas surgidas como hogueras en la noche del mundo. «Nos parece un milagro cuando miramos siete años atrás y vemos cómo de personas egoístas, acurrucadas en nuestras madrigueras, hemos podido llegar a formar esta gran familia, en la que nos amamos, nos ayudamos y procuramos juntarnos para hacer bien a nuestros vecinos; la verdad es que hemos cambiado todos un montón», comentan los miembros de una comunidad cristiana de Vigo formada por 45 miembros. Y yo les acoto: «No ‘parece’ un milagro; es un milagro del Señor resucitado y presente entre nosotros». Aunque con distintas circunstancias y apariencias externas, se trata del mismo milagro verificado en aquel puñado de seguidores de Jesús que formarían la comunidad modélica de Jerusalén. ¿Cómo resucita el grupo de los amigos de Jesús? ¿Qué hizo posible que, después del «fracaso rotundo» del Maestro, resurgieran con increíble vigor?
BUSCAR JUNTOS
Aunque acoquinados y dispersos en un primer momento («heriré al pastor y se dispersarán las ovejas» -Mt 26,31-), impulsados por el Espíritu de Jesús, vuelven a reencontrarse para convivir, para dialogar, para compartir el «fracaso» de la muerte del Maestro, para seguir su amistad. Buscan juntos. Por eso, como estaban reunidos en el nombre del Señor, él se hace presente en medio de ellos (Mt 18,20), y le reconocen con la mirada de fe. Tomás se ha ausentado de la comunidad; por eso no ha podido gozar del encuentro con el Señor; sólo cuando se reintegra a la comunidad puede vivir la experiencia. Los de Emaús, a pesar de que se alejan desencantados, caminan compartiendo su tristeza y su desencanto; por eso el Señor les sale al encuentro.
La situación de incontables «cristianos», aunque parezca que no tiene nada que ver con la situación de los discípulos de Jesús después del viernes santo, sin embargo tiene mucho en común. Son numerosísimos los que viven su religiosidad muy rutinariamente, están desencantados, dispersos, desilusionados, porque creen que la Iglesia no responde a sus inquietudes ni a las esperanzas del mundo. El cristianismo no les llena; sin embargo, están inquietos, buscan. Su fe, como la de los discípulos, corre peligro.
El camino de encuentro con el Señor comienza por reunirse para buscar juntos, compartir dudas, críticas, poner en común experiencias e intentar nuevas formas de vivir la fe. No hacerlo es poner en peligro la fe, como advierten reiteradamente los obispos vascos en diversas pastorales conjuntas: «Estamos persuadidos de que sólo unas comunidades fuertes, de vida intensa e incluso exigente, podrán ser para la gran mayoría de los creyentes hogar que los alimente para la ardua tarea de vivir diariamente la fe en condiciones difíciles. Sólo una participación activa en estas comunidades sostendrá una adhesión eclesial sometida al riesgo de la erosión continua. Sólo un alimento místico compartido podrá afirmar a Dios como Dios en una época propicia a las idolatrías, a Jesús como a Señor en una sociedad poblada de tantos ‘señores’. Sólo un impulso misionero refrescado en comunidad mantendrá en los creyentes la viva conciencia de haber recibido una ‘buena noticia’ y la encendida pasión por testificarla sin orgullo y sin complejos. Construir esas comunidades vivas de fe ha de ser un objetivo irrenunciable en estos tiempos de increencia».
Ésta es la razón por la que muchos «cristianos» solitarios (una rotunda contradicción) nos confiesan: «Estoy perdiendo la fe», «ya no sé si creo o no creo». Lo extraño no es esto, lo extraño sería lo contrario. Si fuera del ámbito comunitario, todos echan agua al fuego de tu fe y nadie echa leña, terminará, obviamente, por apagarse. Repiten el error de Tomás. Naturalmente que si Tomás no hubiera retornado al grupo de condiscípulos, hubiera perdido definitivamente la fe. Pretender ser cristiano por libre es poner en riesgo la propia fe. Y reunirse, como hicieron los discípulos, en torno a Jesús para evocar su memoria, para profundizar su mensaje y comprender el significado de su persona y su relación con nosotros es condición de vida. Pero, para reconocerle, se precisan los ojos de la fe como les sucedía a aquellos primeros discípulos en sus encuentros con el Maestro.
Quienes participamos reiteradamente en la vida de grupos y comunidades comprobamos asombrados su verificación desbordante. Comprobamos cómo se enciende la fe medio apagada de quienes se reúnen; desaparecen las dudas ante la experiencia de encuentro con el Señor, como ocurrió con los de Emaús (Lc 24,13-35). Llenos de entusiasmo, testimonian: «Este cristianismo sí que merece la pena», «ahora sí que me he encontrado con Jesucristo», «a partir de mi incorporación a la comunidad o al grupo, he empezado una vida nueva». Este encuentro con el Señor en medio de la comunidad llena a sus miembros de alegría, convierte los encuentros en una verdadera fiesta y genera en los cristianos un tono de paz: «¡Paz a vosotros!».
Afirma monseñor Casaldáliga: «¡Feliz el que sabe que seguir a Jesucristo es vivir en comunidad, siempre unido al Padre y a los hermanos! No te engañes: quien se aleja de la comunidad, en busca de ventajas personales, se aleja de Dios; quien busca la comunidad se encuentra con Dios».
EL DÍA PRIMERO DE LA SEMANA
Juan afirma que esto sucedió «el primer día de la semana»; con ello hace referencia a la semana de la creación. A partir de la resurrección de Jesús empieza la nueva creación; el grupo de discípulos a los que se manifiesta Jesús es la «nueva humanidad», el nuevo y definitivo pueblo de Dios. «El que está en Cristo es una criatura nueva; lo viejo ha pasado y ha aparecido lo nuevo» (2Co 5,17). Donde hay una comunidad viva hay una «humanidad nueva». Éste es el milagro que Jesús nos invita a hacer para que seamos sacramento de salvación para los mismos que la formamos, para la Iglesia y para el mundo. ¿Contribuyo a realizar este milagro? ¿Participo en la vida de algún grupo o comunidad cristiana? ¿Debería, tal vez, hacerlo con más entrega? ¿Me esfuerzo por avivar la mirada de fe para reconocer en mi grupo o comunidad la presencia del Señor resucitado? ¿Qué me pide el Espíritu?
«Estando los discípulos reunidos en una casa… entró Jesús y se puso en medio de ellos»… Jesús ha prometido categóricamente: «Siempre que nos reunimos en su nombre, aunque no seamos más que dos, allí estoy en medio de vosotros» (Mt 18,20). Está, pero no como un espectador pasivo, sino como estuvo en la manifestación de la que nos ha hablado Juan: para darnos paz, entusiasmo y los dones de su Espíritu. Lo que hace falta es que lo reconozcamos con los ojos de la fe. El relato evangélico patentiza lo que afirma monseñor Casaldáliga y lo que hemos experimentado cuantos participamos en la vida de la comunidad: «Quien busca la comunidad, encuentra al Señor» porque ella es el lugar de encuentro en que nos cita (Mt 18,20).
Atilano Alaiz