1.- «Los apóstoles hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo» (Hch 5, 12) Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos. Eso les había prometido el Señor. Por unos momentos, tres días, habían pensado que todo había sido un sueño, la ilusión de un hombre maravilloso que había terminado sus días en una cruz. Pero aquella pesadilla se acabó y al tercer día Jesús había vuelto de la región tenebrosa de la muerte. Cristo había resucitado. Su promesa se había cumplido.
Por eso caminan seguros por todos los caminos de la tierra, por los intrincados vericuetos de todos los tiempos. Van decididos, hablando con libertad y audacia, con parresía (“la intrepidez de la fe”). Refrendando sus palabras con prodigios, hechos contundentes, indiscutibles. Su mensaje es insólito, una doctrina jamás oída, unas exigencias insospechadas, unas promesas inéditas, unos horizontes infinitos.
La pequeña semilla del grano de mostaza agarró muy bien en la tierra, nació la planta, creció y se hizo árbol frondoso, refugio de miles, millones de almas sedientas de amor y de verdad… Hoy también, a pesar de los pesares, los apóstoles marchan decididos, generosos, intrépidos y audaces. Rematando sus palabras con una vida íntegra. Sí, Cristo sigue vivo, fuerte, influyendo, arrastrando, quemando con el fuego de su amor a este nuestro frío mundo. Y nosotros hemos de estar también encendidos, incandescentes. Ser brasas vivas que siguen expandiendo la contagiosa locura de la fe.
«La gente sacaba los enfermos a la calle y los ponía en catres y camillas, para que al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno» (Hch 5, 15) Pedro fue el primero, el cabeza, el vicario de Cristo. Pedro, el pescador de Galilea, el hombre de mar, el del corazón abierto, el de la espontaneidad desbordante. Pedro, la piedra base, el fundamento de la Iglesia. Cristo se había fijado en él, había rogado por él, para que estuviera finalmente firme en la fe, para ser apoyo sólido de los demás.
Pedro asume esa misión con toda la generosidad de su grande y sencillo corazón. Dios está cerca, Dios le acompaña, cumple su palabra, aquella que les había dicho afirmando que harían prodigios, más grandes aunque los que él mismo hiciera. Efectivamente, sólo la sombra de Pedro era suficiente para aliviar a los enfermos.
Pedro, piedra viva que sigue firme e inconmovible. El vicario de Cristo continúa hablando con audacia, proclamando a todos los vientos el mensaje extraordinario, divino, que Cristo trajo a los hombres… Jesús, Señor, vencedor de la muerte, mi Dios vivo, prosigue junto a Pedro, el pobre Pedro que forcejea a brazo partido contra viento y marea, intentando con denuedo llevar la barca, tu Iglesia, a buen puerto.
2.- «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular»(Sal 117, 16) Qué sorpresa la de aquellos constructores que desecharon precisamente la piedra angular, la pieza clave sobre la que todo el edificio se habría de sostener. Esta comparación es frecuente en la Sagrada Escritura, y aplicada especialmente en Jesucristo. En efecto, él fue la piedra angular que los constructores del pueblo, sus jefes y cabecillas, no sólo no supieron apreciarlo, sino que además la despreciaron hasta intentar destrozarla. En otro pasaje se dice que, por ese motivo, la piedra que estaba preparada para servir de apoyo y firmeza se desploma sobre ellos, aplastándoles irremisiblemente.
Es la consecuencia inexorable de su propia conducta, tan cruel como necia. Ellos mismos se maldijeron horriblemente al exclamar que la sangre de aquel justo cayera sobre sus cabezas. Y así se cumplió. El castigo no se hizo esperar y Jerusalén, con todos sus habitantes, padeció uno de los asedios más sangrientos de la historia. Es cierto que la sangre de Cristo es redentora y purificadora, pero si se la rechaza y desprecia, entonces ese rechazo provoca la justicia divina que es inexorable.
«Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente» (Sal 117, 17) Tengamos en cuenta que Jesús sigue siendo esa piedra angular en la que hay que apoyar el arco, para que todo él se sostenga por mucho tiempo, para siempre. Es decir, Jesús sigue siendo el único que nos puede salvar. Fuera de él no encontraremos paz ni gozo verdadero. Toda vida que se levante sobre otra base distinta será una vida desequilibrada, en continuo peligro de derrumbarse, abocada necesariamente a la muerte eterna, a la condenación.
Jesús ha resucitado; él vive ahora lo mismo que cuando se apareció a los que habrían de ser sus testigos fidedignos ante todo el mundo. Cristo está presente en medio de los hombres, a través de su Iglesia y de sus sacramentos, particularmente en la Sagrada Eucaristía. Ojalá que no lo olvidemos, ojalá no busquemos otro apoyo distinto de Jesucristo y no caigamos en la desgracia tremenda de los malos constructores. Construyamos, pues, nuestra vida apoyándonos en Cristo. Sólo así viviremos en sereno equilibrio, en esperanza renovada cada día, en el gozo de quien sabe que tiene asegurado el triunfo final.
3.- «Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino, en la esperanza…» (Ap 1, 9) Nos dice el Apóstol y evangelista san Juan que estaba desterrado en la isla de Patmos. La causa era haber predicado la palabra de Dios y dado el testimonio de Cristo Jesús. Según nos dice la tradición, Juan era ya muy anciano; lo cual no fue razón para que los crueles pretores romanos le evitaran el destierro… El Discípulo amado, el predilecto de Jesús de Nazaret, lejos de los suyos, arrancado de su tierra, de su casa, obligado a permanecer en aquella isla perdida en el Mar Mediterráneo. Y sólo por hablar del amor que había aprendido del corazón del Maestro, sólo por dar testimonio de la verdad.
Nosotros los cristianos hemos de estar siempre dispuestos a enseñar con las obras y las palabras el amor y la justicia, aún con el riesgo de ser incomprendidos, perseguidos hasta perder la vida, si es preciso, por proclamar el mensaje que Cristo nos ha confiado. Sin que haya nada ni nadie que pueda ahogar nuestras palabras. Sin que nos venza el respeto humano, sin que nos arrastre la moda, o el estar bien vistos. Hemos sido llamados a ser testigos de la verdad, siempre. No olvidemos que sólo quien confiese a Cristo ante los hombres, será reconocido por el Señor ante el Padre eterno.
«No temas: Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive» (Ap 1, 18) Estaba muerto y ya ves -dice Jesús al vidente de Patmos-, vivo por los siglos de los siglos; y tengo las llaves de la Muerte y del Infierno… Cristo pasó por las oscuras regiones del Sheol, pero al fin superó la prueba, venció al invencible, se proclamó campeón, triunfador indiscutible. Cristo resucitó para no morir nunca más.
Tú eres cristiano, es decir, crees en Cristo, le amas, confías en él. Y, sin embargo, muchas veces te olvidas del Señor, vives como si no existiera, te comportas como si su persona hubiera desaparecido para siempre, lo mismo que desaparecieron aquellos que ya se murieron. Y no es así. Cristo está vivo, está presente de modo real y verdadero en la Eucaristía. Esa lucecita que parpadea junto al sagrario, no es la lámpara vacilante que se coloca ante un nicho, es la señal encendida que advierte la presencia palpitante y amorosa de Jesús.
4.- «Al anochecer de aquel día, el primero de la semana…» (Jn 20, 19) Era al anochecer, en esos momentos en los que es más fácil el ataque de los enemigos, cuando la luz comienza a huir y las tinieblas avanzan medrosas, propicias a la emboscada. Los discípulos seguían asustados, reunidos todos en aquella casa, con las puertas cerradas, atentos al menor ruido que pudiera anunciar la proximidad de los que habían crucificado al Maestro. La aventura se había terminado, las locas ilusiones de un reino mesiánico en el que ellos ocuparan los primeros puestos se habían desvanecido en poco tiempo. Ahora sólo quedaba esperar el momento propicio para iniciar la dispersión, huyendo cada uno por su lado, sin llamar la atención; marcharse como si nunca hubieran tenido nada que ver con aquel Rabí que se llamó Jesús de Nazaret.
Y de pronto el silencio temeroso queda roto. Allí, junto a ellos, estaba el Maestro, radiante, vivo, más fascinante aún que antes. Se quedaron atónitos, sin dar crédito a lo que sus ojos estaban viendo, pensando en el fondo de sus corazones, sin decir nada, que eran presa de una alucinación. Pero la voz de Jesús resuena con la misma entrañable cordialidad de siempre, les saluda deseándoles la paz. Sin embargo, no acaban de reaccionar, de salir de su asombro. El Señor les enseña la huella de sus heridas, sus manos traspasadas, su costado abierto. Entonces comenzaron a comprender que era verdad, Jesús había vuelto de las regiones tenebrosas del sepulcro, y la gozosa aventura del Reino de Dios no había terminado, todo comenzaba de nuevo con perspectivas inusitadas y gloriosas.
Paz a vosotros –repite el Maestro–. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Sí, era él, eran sus palabras. Les hablaba del Padre y de una misión excelsa, la de marchar por todos los caminos del mundo proclamando las maravillas de un Dios que es Padre de todos los hombres, que ama hasta el perdón sin límites, hasta entregar por amor al Hijo Unigénito. También les habla, como tantas otras veces, del Espíritu Santo, esa fuerza divina que sopla donde quiere y quema y purifica y transforma y eleva y hace renacer de nuevo al hombre con una vida distinta, divina.
Ya es de noche y, sin embargo, en aquellos corazones luce la más esplendente luminosidad. Cuando llega Tomás, todos le cuentan, atropellándose, que el Señor ha resucitado, que está vivo, que lo han visto y oído, que les ha vuelto a decir cosas magníficas e inefables. Pero Tomás no les cree, piensa que están medio locos, poseídos por el deseo de lo imposible. Sólo luego, cuando Jesús vuelve y le toma de la mano, sólo entonces, se rendirá el apóstol incrédulo. Pero gracias a él, Jesús pensó en nosotros y exclamó: Dichosos los que crean sin haber visto.
Antonio García Moreno