El libro de los Hechos nos presenta un relato amplio y pormenorizado de la ‘actividad misionera’ de los apóstoles de la primitiva Iglesia. Porque su actividad fue esencialmente misionera. Y la misión comenzaba con el anuncio o kerigma: Jesús, el desechado (y condenado) por las autoridades judías y paganas, era realmente el Mesías, el Cristo, pues había sido nombrado Juez de vivos y muertos por el mismo Dios que lo había rescatado de la muerte, resucitándolo. Este anuncio se dirigió en primer lugar a los judíos. Ellos eran los primeros destinatarios de las antiguas profecías.
Por eso, el lugar elegido por los apóstoles para esta misión eran sobre todo las sinagogas. Allí se proclamaban las Escrituras sagradas y se leían las profecías referidas al Mesías. Así lo confirman los ‘hechos’ de Pablo y Bernabé, que forman parte de esta magnífica epopeya que constituye el relato de los Hechos de los Apóstoles; pues Pablo y Bernabé, sin ser del grupo de los Doce, eran sin embargo también apóstoles, es decir, enviados para la misión por parte de la Iglesia.
La escena narrada en este pasaje de los Hechos sitúa a Pablo y Bernabé en Antioquía de Pisidia (al suroeste de la actual Turquía) procedentes de Antioquía de Siria, que era la iglesia madre de la que habían partido para la misión. Se trata del primer viaje misionero del Apóstol. Y allí, en la sinagoga, centro que reunía a la comunidad judía de la ciudad, Pablo anuncia el evangelio.
Evidentemente los primeros destinatarios de su mensaje eran los judíos. Pablo les recuerda su historia de salvación, deteniéndose en un punto que él considera culminante: el representado por Jesús de Nazaret, que ha resultado ser el Cristo, Aquel en el que encuentran cumplimiento todas las profecías del AT, el que había muerto en el patíbulo de la cruz, pero a quien Dios había resucitado de entre los muertos, haciéndoselo ver a testigos escogidos, entre los cuales se encuentra él mismo como el último de los agraciados. Nada había escapado a los designios de Dios. La gente que le escucha con interés le pide que les siga hablando el próximo sábado. Y llegado el Sábado, casi toda la ciudad acude a oír la palabra de Dios de labios de Pablo.
Los dirigentes judíos (y entre ellos probablemente el rabino jefe de la sinagoga) se asombran de tan gran convocatoria, sienten envidia y se proponen boicotear la reunión, respondiendo con insultos a las palabras del apóstol judeo-cristiano. Esta confrontación con los judíos impulsó a los apóstoles a orientar su campaña misionera a otros espacios más abiertos como el de los gentiles: como rechazáis la palabra de Dios –les dicen- y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que a partir de ahora nos dedicaremos a los gentiles.
Es el momento en que la misión, «potencialmente» universal –puesto que Cristo ha venido como salvador del mundo-, se hace universal «en acto». El «hecho» refleja a la perfección el drama que se vivió en su momento: la ruptura entre el judaísmo (ya tradicional) y el cristianismo naciente, que no es aceptado en el seno de la comunidad judía, puesto que ésta les expulsa como cismáticos. Son miembros de la comunidad judía que ya no tienen cabida en ella porque pretenden hacer de ella otra cosa: una comunidad cristiana, introduciendo en su seno los criterios «reformistas» del así proclamado Cristo, que se presenta como luz del mundo y por ello también de la tradición judaica.
Pero el hecho, siendo dramático, no afecta demasiado a los apóstoles. Pablo y Bernabé ven en este rechazo por parte de los judíos la transparencia de un designio divino. Dios les está señalando a la humanidad entera como destinataria de la misión; porque la misión cristiana es universal: Id al mundo entero, les había dicho el mismo Jesús. Las fronteras de la misión no son otras que las de la tierra habitada por el hombre, las fronteras de la humanidad, puesto que el que ha venido como luz del mundo hace de su apóstol luz de los gentiles, de modo que pueda ser salvación hasta el extremo de la tierra, es decir, para todos los que quieran acogerla entre los habitantes de la tierra.
Cuando los gentiles oyeron esto, se alegraron mucho, y los que estaban destinados a la vida eterna, creyeron. Así comenzó a difundirse la palabra del Señor por toda la región, y con ella la fe en Jesús, el Cristo, y el cristianismo; porque la fe vinculaba a una comunidad creyente donde se vivía y se celebraba el acontecer de la Palabra. Y todo esto en medio de persecuciones y destierros.
Ya Pablo y Bernabé tuvieron sobrada experiencia de estas tribulaciones. Nada más iniciar su «cruzada» fueron expulsados del territorio por las señoras distinguidas y principales de la ciudad. Es como si la persecución formara parte de la misión. Ellos se limitaron a sacudirse el polvo de los pies en señal de protesta para marcharse de inmediato a otra ciudad. Pero Antioquía ya había sido sembrada de cristianismo: allí quedó una comunidad ferviente de discípulos que rebosaban de alegría y de Espíritu Santo.
Las persecuciones sufridas por los apóstoles se convertían así en un factor de movilidad que contribuía al incremento de la fe cristiana. Muchas de ellas producirán mártires como presagia el libro del Apocalipsis. Son esa inmensa muchedumbre que acompaña al Cordero, ya entronizado, vestidos con vestiduras blancas y palmas en sus manos; son los llegados de la gran tribulación en la que lavaron y blanquearon sus mantos con la sangre del Cordero, es decir, mezclando su sangre con la misma sangre derramada por Cristo.
Nosotros, si creemos y porque creemos, podemos decir que pertenecemos al número de los destinados a la vida eterna, que es la vida que da el Buen Pastor a los que son sus ovejas. Y «sus ovejas» son aquellos que escuchan su voz y le siguen. «Oír su voz» hoy es escuchar su palabra antes que cualquier otra palabra, otorgándole mayor crédito que a cualquier otra palabra; es habituarse –algo que implica hábito de escucha y de lectura- a ella, familiarizarse con ella, meditarla, interiorizarla, dejar que resuene en nuestra oración como la voz que nos llega de Dios. El buen Pastor sólo puede cumplir su tarea si su voz es reconocible por sus ovejas, de modo que sea luz y guía para ellas; y ellas sólo podrán aprovecharse de esta luz y esta guía si le escuchan y se dejan guiar por los intrincados y tantas veces entenebrecidos caminos de la vida.
Pero la voz del Pastor no nos llega hoy directamente, sino a través de otros conductos humanos, a través de la Iglesia apostólica que la guardó para nosotros en las Escrituras y la transmitió por otras vías y a través de la Iglesia de nuestro tiempo que la sigue proclamando, y estudiando, y meditando, y explicando, que la sigue predicando por boca de obispos, sacerdotes, catequistas, profetas. Mantenernos en el ‘redil’ de su Iglesia es siempre una garantía de verdad y de vida, que nos permite confiar en las palabras de Jesús: nadie las arrebatará de mi mano; pues es el Padre el que me las ha dado y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre, si el Padre no quiere que se las arrebaten.
Son palabras que inspiran confianza. Pero suponen una condición: que nos mantengamos ovejas de su rebaño, a la escucha de su voz de buen Pastor. Y ¿dónde encontrar su rebaño y su voz si no es en su Iglesia? Hoy, jornada mundial de oración por las vocaciones, pidamos para que siga habiendo vocacionados a hacer resonar la voz de Cristo en medio de nuestro mundo, un mundo situado en la encrucijada, sin saber qué camino tomar. Cristo, el que se autoproclamó Camino, Verdad y Vida, sigue siendo la gran oferta de la Iglesia misionera para los hombres de hoy. Si queremos alcanzar la vida (en plenitud) hemos de hacer este camino que trazó él mismo con sus propias pisadas.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística