El discípulo amado

1.- «En aquellos días, Pablo y Bernabé, desde Perge, siguieron hasta Antioquía de Pisidia; el sábado entraron en la sinagoga y tomaron asiento» (Hch 13, 14) Una instantánea de los primeros tiempos. Una escena que se repetirá con frecuencia. Pablo y Bernabé son dos de los muchos que cruzaron tierras y mares para sembrar la semilla de Dios. Todo el mundo de entonces se iba iluminando con ese puñado de ideas sencillas que Cristo había sembrado a voleo en un rincón del Oriente Medio.

Aquellos primeros misioneros entran en la sinagoga y toman asiento entre la multitud. La sinagoga era el lugar donde se reunían los judíos y los paganos prosélitos del judaísmo para oír la palabra de Dios. Después de leer el texto sagrado, alguno de los asistentes se levantaba para comentar lo que acababa de leer. Pablo y Bernabé se levantarán muchas veces para hablar de Cristo. Partiendo de las Escrituras, ellos mostraron que Jesús de Nazaret es el Mesías, el Salvador del mundo. La gente buena y sencilla escucha y acepta el mensaje. La fe brotaba, la luz de Cristo llenaba de claridad y de esperanza la vida de los hombres.

Hoy también van y vienen los apóstoles de Cristo, hoy también suena la voz de Dios, sembrando palabras llenas de luz, semillas portadoras de alegría y de paz. Sólo los corazones limpios, sólo las almas sencillas percibirán la fuerza y el resplandor de las palabras de Dios; sólo la gente buena y humilde se despertará al esplendor de la fe.

«Al ver el gentío, a los judíos les dio mucha envidia y respondían con insultos a las palabras de Pablo…» (Hch 13, 45) Aquellos judíos, los hijos de Israel, que habían recibido las promesas, los herederos de la fe de Abrahán, el pueblo elegido, mimado hasta la saciedad por Dios; ellos, los judíos precisamente, van a poner las mayores trabas al crecimiento de la naciente Iglesia. Perseguían a los apóstoles de ciudad en ciudad, los calumniaban, soliviantaban a las autoridades y al pueblo contra ellos, contra los que predicaban a Cristo, los que hablaban de perdón y de paz.

La envidia les recomía. No podían soportar el triunfo de aquellos andariegos, no permitían que hablasen de una salvación universal, no sufrían aquel entusiasmo de los paganos por el mensaje cristiano. Y se revuelven como fieras, creyéndose en la obligación de apagar, sea como sea, el fuego de aquellas palabras encendidas. Líbranos, Señor, de la envidia, de la celotipia baja y absurda. Que no nos escueza el triunfo de los otros, que no pongamos la zancadilla a los que suben, que no frenemos con nuestras insidias el motor que tú has puesto en marcha.

Y gracias porque no hay vallas que puedan parar lo que tú impulsas; gracias porque, a pesar de tantas mentiras, de tantas intrigas, las aguas seguirán pasando a través de las montañas. Haz, Señor, que sigamos caminando por la senda que tú marcaste, y que tracemos rutas nuevas con el paso recio y alegre de nuestras pisadas.

2.- «Servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores…» (Sal 99, 2) La alegría es consecuencia lógica de la fe en nuestra condición de hijos de Dios. Es una de las manifestaciones más elementales de la virtud teologal de la esperanza. También hay que decir que la alegría ha de ser la tónica habitual de la caridad, ya que es imposible creer en la autenticidad de un amor profundo, que no transmita a quienes ama un poco de paz y de gozo.

Por todo ello, la alegría es una virtud elemental en la vida de un cristiano, ya que si es un hombre triste dará la impresión de que su fe en la bondad y omnipotencia de Dios es algo falso y vacío. ¿Cómo se puede tener a Dios por Padre y estar triste? ¿Cómo se puede creer en la vida eterna y vivir como si todo hubiera de acabar aquí abajo? Con razón dice san Pablo que Dios ama al que da con alegría, gustosamente. Vivir alegre es como decirle al Señor, no con palabras sino con obras, que creemos en él, que confiamos en su amor, en su bondad sin límites.

«Sabed que el Señor es Dios: que él nos hizo y somos suyos, su pueblo…» (Sal 99, 3) Sí, somos propiedad de Dios, le pertenecemos como algo muy querido, algo que él ha obtenido a muy alto precio, la sangre y el sufrimiento de su propio y único Hijo. Basado en este hecho es también el Apóstol Pablo quien afirma que si Dios no dudó entregarnos a su Unigénito, tampoco dudará en darnos cuanto necesitemos. Por eso asegura que ni el dolor, ni el hambre, ni la persecución, ni la muerte misma le separarán del amor de Cristo.

Alegría serena y recia que comporta la paz del alma. Alegría compatible con la contradicción y el pesar hondo, que la vida lleva a veces consigo. Alegría que brota espontánea de la firme convicción de ser hijo de Dios, de la certeza de ser amado por Dios… El salmo nos dice también que el Señor es bueno y que su misericordia es eterna, con una fidelidad que dura por todas las edades. Así hemos de creerlo, a pesar de nuestras posibles tristezas, y para eso acudiremos a Dios suplicándole que nos encienda la esperanza y podamos vivir siempre, pase lo que pase, con la alegría de los hijos de Dios en el corazón.

3.- «Yo, Juan, vi una muchedumbre inmensa…» (Ap 7, 9) San Juan nos sigue narrando lo que vio desde la isla de Patmos, lo que contempló en aquellas revelaciones grandiosas que le descubrieron los hondos arcanos del más allá. Y nos dice el texto que vio una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar. Hay en estas palabras una tautología, es decir, una repetición de lo mismo con distintas palabras. Con decir que aquella muchedumbre era inmensa, ya estaba dicho que no se podía contar. Y sin embargo, lo repite con otras palabras, intentando así que la idea quede bien clara, puesto que es muy importante, para que comprendamos que serán muchos los que entrarán en el Reino de los Cielos, para que no nos atrevamos a poner límite a la misericordia de Dios, para que no seamos como esos que se empeñan en afirmar que los que se salvarán serán tantos y cuántos.

No, para la misericordia de Dios no hay medida. Cuando alguien le pregunta a Cristo por el número de los que se salvan, Jesús responde sin dar cifras; se limita a decir que hay que esforzarse por entrar por la puerta estrecha, pues muchos serán los que busquen entrar y no podrán. Es decir, que hemos de luchar por ser buenos cristianos, esforzarnos por ser mejores cada día. Aunque no acabemos de conseguirlo. Lo importante es intentarlo cada jornada, cada momento. Y, así, después de cada fallo, pedir perdón y proponer seriamente enmendar la plana. Eso es entrar por la puerta estrecha, eso es caminar por la senda escarpada que conduce a la salvación.

«Estos son los que vienen de la gran tribulación…» (Ap 7, 14) Uno de los ancianos explica a san Juan que todos esos son los que pasaron por la gran tribulación, los que lavaron sus vestidos con la sangre del Cordero. Se refiere en primer lugar a los mártires, a los que vertieron su sangre por proclamar su fe en Cristo. Pero también podemos incluir a todos esos mártires que lo son sin derramamiento de sangre, esos que van quemando sus días, uno a uno, en el trabajo honrado y bien hecho, en la fidelidad exquisita al deber de cada momento, en la entrega generosa y desinteresada a un ideal noble.

Porque eso sí, para participar en la victoria hay que tener parte en el combate. No podemos pensar que salvaremos nuestras almas, si no procuramos antes perderlas en favor de los demás. Sólo así entraremos en el Reino, pero sólo entonces. Por tanto, el que no lucha, el que no se hace violencia a sí mismo, el que no se esfuerza con denuedo y tesón para cumplir sus compromisos de cristiano, el que no es militante con Cristo, tampoco será triunfador con él. Hemos de convencernos de una vez: el premio de una felicidad eterna, bien vale la pena de una lucha temporal. No lo olvidemos, los padecimientos de la vida presente no son nada en comparación con los gozos de la gloria futura.

4.- «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen» (Jn 10, 27) En el rescoldo de la Pascua vuelven a resonar las palabras que el Maestro pronunció antes de morir. Después de su resurrección todo aquello que dijo adquiere una profundidad nueva, una luminosidad distinta. Se descubre entonces todo el valor que su mensaje tiene. Por algo dijo el Señor que, después de su partida, el Espíritu les recordaría sus palabras y los conduciría a la Verdad. En un primer momento ellos no comprendieron perfectamente lo que el Maestro les enseñaba, pero luego penetrarían extasiados en las palabras que conducen a la vida eterna, que nos transmiten, como en gozoso adelanto y primicia, esa felicidad sin fin.

De todos los apóstoles, el que más tardó en poner por escrito sus recuerdos fue san Juan. Antes de redactar su evangelio, él lo predicó una y mil veces, y sobre todo lo meditó. Cuántas horas de oración intensa del Discípulo amado, cuántos momentos de intimidad con el Maestro en el silencio rumoroso de la contemplación. El espíritu de Juan se elevaría con frecuencia hasta las cimas de la más alta mística. A él, como sabemos, se le simboliza con el águila, esa ave gigante que alza el vuelo majestuoso sobre las más altas nubes, que penetra con su mirada las distancias más remotas, que mira al sol de hito en hito.

Por todo ello, cuando él escribe, sus palabras adquieren una luminosidad nueva y maravillosa. El mismo Espíritu que inspiró a los otros evangelistas estaba detrás de su pluma. Pero Dios, el Autor principal, aceptó siempre el modo de ser de cada uno de los autores secundarios, apoyó su propia idiosincrasia, respetó al máximo su libertad. Juan fue siempre un apasionado, un hombre que sabía querer con ternura y fortaleza a un tiempo, que intuía más que discurría. Quizá por todo eso Jesús le prefirió a los demás. Además era el más joven y tenía el corazón limpio y cálido de la virginidad.

Juan recordaba con emoción cómo Jesús hablaba de su rebaño, su pequeña grey por la que daría su vida derramando hasta la última gota de su sangre: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano…” Juan había escuchado al Maestro como quien bebía sus palabras. Ahora nos invita a nosotros a escuchar de la misma forma, a que hagamos vida de nuestra vida la enseñanza divina de Jesucristo. Sólo así alcanzaremos la vida que nunca termina, seremos copartícipes de la victoria grandiosa de Jesucristo sobre la muerte, nos remontaremos hasta las cimas de la más alta gloria que ningún hombre puede alcanzar, la cumbre misma de Dios.

Antonio García Moreno