1.- «En aquellos días, volvieron Pablo y Bernabé a Listra, a Iconio y a Antioquia, animando a los discípulos exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios» (Hch 14, 21-22) Pablo y Bernabé, dos grandes misioneros de la Iglesia primitiva, dos enviados de Dios para que vayan sembrando por vez primera la semilla del evangelio. Ahora vuelven a los mismos lugares por donde pasaron antes, confirmando en la fe a los cristianos… No era fácil perseverar en la fe entonces, ni hoy tampoco lo es. Nunca puede ser fácil creer y vivir según las exigencias últimas de la fe. Los apóstoles se hacen eco de las palabras del Señor. Os perseguirán, os calumniarán, tendréis que negaros a vosotros mismos, habréis de cargar con la cruz de cada día y caminar cuesta arriba.
Sólo así se puede entrar en el Reino de Dios; sólo siguiendo la ruta marcada por el caminar de Cristo, esa difícil ruta… Señor, ayúdanos. Somos unos comodones; por naturaleza nos inclinamos a lo más fácil, huimos de lo que suponga lucha y esfuerzo. Y corremos el peligro de destruirnos a nosotros mismos a fuerza de confort, a fuerza de no combatir.
«En cada iglesia designaban presbíteros, oraban, ayunaban y los encomendaban al Señor, en quien habían creído» (Hch 14, 23) Iban pasando la antorcha, iban encendiendo nuevas lámparas, transmitían los poderes que habían recibido. Poder de perdonar los pecados, poder de ~ consagrar el Cuerpo y la Sangre del Señor. Y nuevos hombres iban asumiendo, con generosidad y con audacia, la misión de continuar alargando la presencia humilde de Cristo, la tarea de servir con desinterés y continuidad a los hijos de Dios. Por eso oraban al Señor y ayunaban. Elevaban a Dios fervientes súplicas por los elegidos, por los designados para ser presbíteros. Rezaban para que fueran fieles, para que fueran santos, para que se entregaran día a día a la gozosa crucifixión con Cristo Jesús… Orar, rezar, pedir, suplicar, rogar a Dios. Y ayunar y sacrificarse. Hoy también. Sí, hoy también. Los presbíteros, Señor, los sacerdotes. Los curas, que sean santos, que cumplan con su misión, que traduzcan con exactitud tu mensaje de salvación. Que no caigan en la tentación de tergiversar el verdadero sentido de tus palabras.
2.- «El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad» (Sal 144, 10) Aunque no lo dijera el salmista, tendríamos que reconocer la gran paciencia de Dios, su clemencia, su piedad y su misericordia… De no ser así, sería imposible que Dios existiera y no hubiese castigado ya tanta maldad y pecado, tanto desacato a la divina voluntad, tanto desprecio a su santa Ley. Quizás alguien pueda tacharme de pesimista o de exagerado. Es verdad que hay mucha gente buena, pero la verdad es que se está perdiendo la vergüenza. La pornografía nos invade en lo más íntimo de nuestros hogares a través de la radio y la televisión, que siempre condimenta sus menús con un poco o un mucho de porquería, a veces en los anuncios más inocuos. Nuestras calles están salpicadas por doquier de suciedades.
Se repiten con desfachatez inaudita calendarios provocativos, anuncios indecorosos, gestos obscenos, escenas y palabras de doble sentido o de claro sentido lujurioso… Y si pasamos al campo del séptimo mandamiento otro tanto de lo mismo, o más si cabe. Se roba sin el menor reparo. No me refiero a los atracos a mano armada, sino a esos otros que se realizan más o menos solapadamente. Se cobra más de lo debido sin el menor escrúpulo, se engaña dando gato por liebre, se suben los precios sin el menor control, se paga por bajo de lo estipulado, se trabaja lo menos posible, se exige más de lo justo…
«Tu reinado es un reinado perpetuo, tu gobierno va de edad en edad » (Sal 144, 13) Si no fuera por tu inmensa capacidad de aguante, nos parecería que estas palabras sobre tu reinado son una burla. No te hacemos caso, nos importas poco, hemos perdido el temor de Dios. Pienso, por poner otro ejemplo, en el cuarto mandamiento. Los hijos se rebelan, desobedecen, olvidan a sus padres, los abandonan cuando más necesidad tienen de cariño, los arrinconan en asilos que llaman pomposamente residencias… Cómo es posible que no te hayas hartado con nosotros, que no hayas dado suelta a los jinetes de tu ira, a la muerte y el exterminio, a los odios y las guerras.
De ninguna manera pueda alguien hoy pensar que estamos pidiendo a Dios justicia y venganza -ya llegará- contra tanto desafuero. No, de lo que se trata es de comprender y venerar la tremenda paciencia del Señor, y de golpear en la conciencia de todos que comprendamos que estamos llegando demasiado lejos. Que cesemos, cada uno, de provocar la ira de Dios que, aunque lento a la cólera, puede encolerizarse y descargar sobre nosotros el poder de su brazo.
3.- «Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva…» (Ap 21, 1) Sigue la proclamación del «Apocalipsis», sigue la revelación de los misterios divinos, la manifestación de las visiones sobrenaturales de san Juan, el águila de la Isla de Patmos. Por encima de la bruma del mar, sobre las tinieblas de un injusto destierro, la mirada del evangelista penetra en las inmensidades del más allá. Ahora nos habla de un cielo nuevo y de una tierra nueva, de la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo…
El tema de los cielos nuevos y de la tierra nueva ya lo había tratado el profeta Isaías al anunciarnos esa nueva situación en la que todo lo pasado se olvidará, en donde el gozo y la alegría serán permanentes. Por su parte, san Pablo, y san Pedro repetirán el tema en algunos de sus escritos. El Apóstol de los gentiles habla de que la creación está ahora esclavizada, gimiendo con dolores de parto, en actitud de esperanza hacia esa liberación gloriosa de los hijos de Dios. Por su parte, el Príncipe de los Apóstoles confiesa su propia esperanza, de la que hace partícipes a todos los cristianos; también hace profesión de fe en esos cielos nuevos y en esa tierra nueva en la que tiene su morada la justicia.
«Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor» (Apc 21, 4) También Isaías habla en este tono: Y será Jerusalén mi alegría, y mi pueblo mi gozo, y no se oirán en ella llantos ni clamores. Ellos serán su pueblo -dice Juan- y Dios estará con ellos. Enjugará las lágrimas de sus ojos… Una nueva etapa comenzará para el hombre, una nueva época que jamás pasará. Entonces todas las ansias y los anhelos del corazón humano serán plenamente saciados. Ya no habrá dolor, ni desilusión, ni amarguras, ni tristeza, ni odios, ni envidias, ni desprecios, ni fracasos, ni muerte.
Todo este mundo pasará, envejecerá hasta caducar del todo. Vendrá el día del Señor –dice san Pedro– como un ladrón, y en él pasarán con estrépito los cielos y los elementos se disolverán, y asimismo la tierra con las obras que hay en ella. Pues si todo ha de disolverse de este modo -continúa el autor sagrado-, ¿cuáles debéis ser vosotros en vuestra santa conducta y en vuestra piedad, esperando y acelerando el advenimiento del día de Dios cuando los cielos, abrasados, se disolverán, y los elementos, en llamas, se derretirán. Por eso sabiendo todo esto vivamos en actitud vigilante, luchemos con diligencia para ser hallados en paz, limpios e irreprochables ante Él.
4.- «Os doy un mandamiento nuevo…» (Jn 13, 34) Cuando Judas abandonó el Cenáculo, comenzaba la hora de la Pasión, se iniciaba la noche más triste de la historia. Y, sin embargo, en ese preciso momento empezaba también la glorificación de Jesucristo. Él mismo nos lo dice en el pasaje evangélico de hoy: Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en Él. Los sufrimientos que le hicieron sudar sangre y angustiarse hasta casi morir, eran el camino obligado para llegar al destino inefable de la gloria. Y no sólo para Jesús sino también para todos y para cada uno de nosotros. El Señor fue el guía, el primero que pasó por esa ruta, marcando a golpe de sus pisadas el sendero que nos ha de llevar a nuestro propio triunfo.
Tengamos en cuenta, además, que como en el caso de Cristo, el sufrimiento soportado por amor a Dios no sólo glorifica al justo que lo sufre, sino que también es motivo de gloria para el mismo Dios. En efecto, al ver cómo sufrió Jesús por amor al Padre, no podemos menos de pensar que el Padre es digno de una veneración y un amor sin límites. Dios se nos presenta así tan grande que la vida misma es poco para entregarla en su servicio. Por otra parte, vemos que el Padre corresponde al Hijo con un amor semejante y lo eleva a la más alta gloria que imaginarse pueda. De la misma forma, el hombre que por amor a Dios cumple con su deber de cada instante, se empeña en todo momento por agradar al Señor, ése recibirá también un día la gloria de los que triunfan, la corona de la vida que se promete a los que sean fieles hasta la muerte.
En ese momento que recordamos bajo la luz de la Pascua, les dice Jesús a los suyos. que ya le quedaba poco tiempo de estar con ellos. Sus palabras son, prácticamente, las últimas que les diría. Por eso tienen un relieve peculiar, una fuerza mayor. Hay como un cierto énfasis y solemnidad cuando les dice: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. Son estas palabras el testamento espiritual de Jesucristo, la última recomendación que venía a resumir y a culminar todo cuanto les había dicho a lo largo de su vida pública.
Que nos amemos unos a otros. Y además, de la misma forma como Él nos amó, con la misma intensidad, con el mismo desinterés, con la misma constancia, con idéntica abnegación… A los discípulos, como a nosotros, debió parecerles excesivo los que Jesús les pedía. Pero el Señor no aminora su exigencia. Para que no les quede la menor duda, añade: La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros. Por eso si no queremos de verdad a los otros no somos discípulos de tal Maestro. Tendremos quizás otras cualidades, pero de nada nos servirán si nos falta el amor y la comprensión para los demás. No lo olvidemos nunca, el amor es la piedra de toque para un seguidor de Cristo.
Antonio García Moreno
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...