(Jn 14, 23-29)
Jesús ofrece su paz, y más adelante prometerá también la alegría (16, 22). La paz y la alegría son dos necesidades profundas del corazón humano: la seguridad y la intensidad, la serenidad y el entusiasmo.
Pero no hay que confundir esta paz con un estado de ánimo en que nada nos inquieta, porque en realidad no nos interesa nada de nadie, porque estamos cómodos en nuestro propio egoísmo. Esa es en realidad la paz de los cementerios, esa es la falsa paz de los que han dejado morir la capacidad de amor que Dios puso en sus corazones, los que mataron lo más valioso que llevaban dentro.
La paz de Jesús no es la serenidad psicológica del que vive cómodo en su mundo y no se preocupa por nadie. La paz de Jesús es otra cosa, es la seguridad que dan su presencia y su amor en medio de las angustias y preocupaciones.
De hecho, el mismo Jesús experimentó angustia y alteraciones interiores (11, 33; 13, 21). Por eso Jesús aclara cómo nos regala su paz divina: «No la doy como la da el mundo» (14, 27). La paz y la alegría que Jesús da son de otro nivel, más profundo y valioso; no brotan de las seguridades del mundo, sino del amor: «Si me amaran…» (14, 28).
El que se deja amar por Jesús y reacciona amándolo y sirviendo al prójimo, encuentra la verdadera paz de su corazón, la paz que los intereses del mundo no nos pueden dar.
Y esa paz que nosotros podemos vivir es superior a la que podían vivir los apóstoles antes de la muerte de Jesús; porque ahora nosotros podemos gozar de la presencia de Jesús resucitado en nuestra intimidad, derramando su gracia y la fuerza de su amor. Por eso Jesús decía a sus discípulos: «Si me amaran se alegrarían de que yo me fuera al Padre» (v. 28).
Oración:
«Busco tu paz Señor, necesito tu paz, porque este mundo no me permite alcanzar armonía y fortaleza, sino temores, angustias, insatisfacción. Dame tu paz, Señor, la paz que brota de tu amor».
VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día