El sentido de la vida

«¡Necio! Esta misma noche te van a exigir la vida»

El sentido de la vida se puede buscar en Dios o fuera de él. Existen muchos cauces que nos ayudan a buscar el sentido de la vida en Dios, y a estos cauces los llamamos religiones. Quien practica una religión sostiene que el mundo tiene significado en Dios, y que el ser humano tiene un destino marcado por Él.

También existen muchos cauces para buscar sentido a la vida fuera de Dios, y el mejor ejemplo lo encontramos en la infinidad de propuestas de vida que existen al respecto. No obstante, estos cauces son más inciertos que los anteriores, porque el problema de dar sentido a una vida sin Dios y con muerte no es trivial, ya que supone vivir sabiendo que todo el esfuerzo que hagamos para lograr las metas que nos hayamos propuesto van a quedar destruidas por la muerte.

Es como si Miguel Ángel hubiese pintado la capilla Sixtina sabiendo que iba a ser destruida en el mismo momento de ser acabada.

Quede claro que no pretendemos defender la imposibilidad de dar sentido a la vida de espaldas a Dios, pues todos conocemos personas cabales y responsables capaces de hacerlo. Pero, como apuntábamos antes, da la impresión de que éste es un cauce reservado a minorías, y que, privados de Dios, la inmensa mayoría de ciudadanos no encuentra otra salida a su situación vital que banalizar su existencia para soslayar la realidad aterradora del sufrimiento y de la muerte.

Heidegger, en su ensayo “El ser para la muerte”, llama inauténtica esta forma de vivir, y afirma que para apropiarnos de un destino auténtico que nos salve de la banalidad, debemos asumir la angustia de caminar hacia la nada y vivir cada momento de nuestra vida conscientes de que vamos a morir… Y ésta es sin duda una forma de afrontar nuestra finitud prescindiendo de Dios, aunque resulta evidente que está al alcance de muy pocos…

Finalmente, hay un hecho que no podemos pasar por alto, y es que hay personas que buscan el sentido de la vida en Dios y fracasan, y las hay que lo buscan fuera de Dios y también fracasan. Y este hecho, en apariencia nimio y natural, nos puede dar la clave para entender mejor nuestra vida y tener más oportunidades de darle sentido.

Porque si convenimos que la esencia de lo humano es “la humanidad”, la única forma de dar sentido a la vida será a través de su práctica, y esto, al menos en teoría, puede ser independiente de las creencias o increencias de cada uno. Cualquier actitud vital que genera humanidad es portadora de sentido, y cualquiera otra que no lo haga provocará un vacío imposible de llenar con actividades mundanas o con prácticas religiosas.

Miguel Ángel Munárriz Casajús

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La trampa de la codicia

En cuanto deseo vehemente de posesión de cosas, bienes o riquezas, la codicia se caracteriza por la voracidad. Y la voracidad, a su vez, nace de un hambre insaciable que carece de límites y no se detiene ante nada en su afán depredador.

Codicia y voracidad esconden inseguridad de base -consciente o no-, que es la que se intenta paliar a base de la posesión de riqueza. Pero caen en la trampa de pensar que esta calmará el vacío percibido como amenaza.

En realidad, la trampa es doble: por una parte, no se advierte que el vacío que se teme es simplemente consecuencia de la identificación con el yo; por otra, se piensa que ese vacío puede ser colmado de manera eficaz.

El yo es vacío, en cuanto carece de consistencia propia. Por tanto, mientras dure la identificación con él, el vacío estará siempre presente. Sin embargo, al abrirnos a la comprensión de nuestra verdadera identidad, apreciamos que, más allá de ese nivel “personal”, somos plenitud.

El vacío es un pozo sin fondo imposible de ser colmado. De ahí que embarcarse en esa tarea implique entrar en una dinámica caracterizada por la voracidad, pero tan inútil y estéril como ansiosa.

La parábola de Jesús contrapone la codicia a “ser rico ante Dios”. Y tal indicación muestra el camino para salir de la ignorancia -fuente de la codicia y de la voracidad- y asumir una actitud y un comportamiento en coherencia con lo que somos, caracterizados por la confianza y la ofrenda.

“Ser rico ante Dios” significa vivir en la luz de la comprensión de lo que somos. En la metáfora, “Dios” es lo opuesto al “yo”. Si vivir identificados con el yo conduce a la codicia y la voracidad, vivir en la comprensión de nuestra verdadera identidad nos ancla en la confianza, en la libertad interior frente a miedos e inseguridades y en la ofrenda que nos lleva a compartir.

¿Vivo más en clave de voracidad o de ofrenda?

Enrique Martínez Lozano

Lo que has acaparado, ¿para quién será?

La Eucaristía celebra una entrega, una donación, un servicio; solo es posible celebrarla en búsqueda de justicia, en dinámica de amor-caridad.

Sin embargo, el amor-caridad ha sido con frecuencia falseado, reducido espiritualmente a consuelo de afligidos y en lo material a limosna-calderilla. Urge restituirle su sentido original, la caridad es amor. Pero también el amor ha sido prostituido por la demagogia, la retórica o la inoperancia. Ha quedado reducido al amor-sentimiento o al amor-belleza. ¡Así todos tranquilos!

Un primer paso para rescatar el amor-caridad consiste en situarlo como constitutivo antropológico humano. No puede quedar reducido solo al ámbito personal, familiar sino que implica una relación yo-nosotros, yo-hermanos, yo-aldea global, casa común. Sin acción transformadora del mundo, no hay caridad, no hay amor. El amor cristiano es caridad política; ha de alcanzar a la sociedad entera.

El prójimo del evangelio no es solo el que está próximo sino el que padece cualquier clase de necesidad, el descartado, el desvalido. Los actuales vulnerables no son hoy personas aisladas, sino clases sociales y países enteros. La liberación y su celebración cristiana solo son posibles a partir de la práctica del amor-caridad política.

En el evangelio, Jesús se niega a ser árbitro o juez de un conflicto económico pero advierte del riesgo de toda clase de codicia, de buscar seguridades terrenas, crearnos nuevas necesidades en una espiral de consumismo alienante olvidando nuestro ser esencial, el verdadero objetivo de toda vida humana. Pobreza y riqueza pueden ser igualmente engañosas si la motivación es el ego. El equilibrio del terror al que venimos asistiendo es absolutamente inaceptable, inmoral, inhumano y perverso para millones de personas. Jesús no critica la previsión o la lucha por una vida más digna, ni quiere la pobreza para ningún ser humano sino que advierte del peligro de hacerlo de forma egoísta alejándonos de nuestra verdadera meta como seres humanos.

Asimismo, Jesús da a la Iglesia una regla de oro: la Iglesia no ha sido nombrada árbitro o juez del mundo de la economía, no es quien para ofrecer un programa político-económico concreto. ¡Muchos problemas se habrían evitado de haberlo tenido en cuenta la Iglesia! Sí debe procurar o sugerir propuestas o argumentos para que los sistemas económicos-políticos puedan ser generadores de bienes para la humanidad pero también puedan ser juzgados éticamente. Así se explica que la Iglesia haya condenado tanto el neoliberalismo capitalista como la utilización de un sistema totalitario en el que “el sinsentido de la guerra y el chantaje recíproco de algunos poderosos acalla la voz de la humanidad que invoca la paz” (Mensaje del papa Francisco para la Jornada Mundial de los Pobres 2022).

La codicia presente en el fondo de tantos conflictos, el indecente negocio bélico sigue poniendo en riesgo la vida de millones de personas y del planeta. “No estamos en el mundo para sobrevivir, señala Francisco, sino para que cada uno se permita una vida digna y feliz”. “La pobreza que mata es miseria, resultado de la injusticia, la explotación, la violencia y la injusta distribución de los recursos. Es una pobreza sin futuro porque la impone la cultura del descarte que no ofrece perspectivas ni salidas. Esta pobreza afecta también la dimensión espiritual que a menudo se descuida, no existe o no cuenta”.

Podríamos preguntarnos: ¿Adónde nos está llevando esta carrera de armamento que provoca la muerte de inocentes y más pobreza?, ¿qué podemos hacer?, ¿cuáles son nuestras verdaderas intenciones? Pregunta que nos remite a aquella de Jesús a Judas, poco antes de su traición: «Amigo, ¿a qué vienes?» (Mt 26, 50).

Algunos de nuestros dirigentes son cristianos, otros se adhieren a unos principios humanistas que deberían tener alguna relevancia en este asunto crucial. En todo caso, como creyentes, estamos obligados a actuar en consonancia con nuestra conciencia cristiana de evitar determinados males porque somos responsables de enormes bienes. En cada ser humano vemos a Cristo, somos veladores de nuestros hermanos/as. La responsabilidad cristiana no está de uno ni de otro lado dentro de la lucha de poder, sino del lado de Dios y de la verdad, aspecto extremadamente olvidado hoy, y del lado de la totalidad de la humanidad.

¿Cómo parar este desastre en estos tiempos en los que hemos acabado por desechar los valores morales tachándolos de irrelevantes e incluso los propios cristianos ignoramos las exigencias de la ética cristiana en este tema? La rectitud y la verdad moral son tan necesarias para los seres humanos y la sociedad como el aire, el agua, la comida, la casa. Como clama el papa Francisco, “¿Se está realmente buscando la paz? ¿Existe voluntad de que haya una desescalada militar? No nos rindamos ante la violencia, que nos encaminemos hacia la paz y el diálogo”.

El apego al dinero conlleva el mal uso de los bienes y del patrimonio. Manifiesta una fe débil y una esperanza miope. El problema no es el dinero en sí, que forma parte de la vida cotidiana y de las relaciones sociales de las personas, sino el valor que le damos nosotros; no puede convertirse en un absoluto como si fuera lo principal para el desarrollo humano. Ese apego nos impide mirar la vida con realismo y ver las necesidades de los demás. La acumulación de riqueza se convierte en el ídolo que termina atándonos a una vida superficial, alienada e hipócrita.

Termina el evangelio de Lucas haciéndose eco de las palabras que Dios dirige al hombre, a toda persona, a nosotros, hoy: “¡Necio, esta misma noche morirás!, ¿para quién será lo que has acaparado?” Así sucederá al que amontona riquezas para sí y no es rico a los ojos de Dios”.

¿Amor-caridad o ambición y codicia? ¿Paz y justicia o guerra y desolación?

¡Shalom!

Mª Luisa Paret

Comentario – Domingo XVIII de Tiempo Ordinario

(Lc 12, 13-21)

Uno de los que se amontonaban cerca de Jesús para buscar solución a sus propios problemas, le pide al Señor que haga recapacitar a su hermano para que reparta con él la herencia. Jesús aclara que su misión no consiste en hacer de árbitro entre las personas que tienen conflictos económicos. Pero aprovecha la ocasión para ir a la raíz de todos los conflictos entre las personas, a la causa de todos los problemas económicos que se plantean muchas veces entre personas de una misma familia.

De hecho, las discusiones por la herencia o los distanciamientos entre hermanos a causa de una herencia suelen ser frecuentes. A veces, cuando se trata de los bienes materiales, parece como si se colocara entre paréntesis el cariño, como si dejaran de existir por un instante los lazos de la sangre y de la historia compartida.

Y para indicar dónde está la raíz de tantas dificultades, amarguras, rencores y divisiones entre las personas, Jesús pone el ejemplo del rico que había acumulado toda la vida, y sólo se siente satisfecho cuando ya no le queda tiempo para disfrutar de sus bienes. El texto no dice que se trate de una persona injusta, y tampoco reprocha que el hombre desee disfrutar de la vida. La advertencia de Jesús es precisamente: «Cuídense de toda avaricia» (v. 15).

Esa desenfrenada preocupación por amontonar para el futuro no le permitía disfrutar de la vida (Prov 13, 12), y mucho menos detenerse a compartir con los demás. La invitación de Jesús es que tratemos de vivir el presente compartiendo la vida y los bienes con los hermanos, en lugar de estar pendientes de acumular para el futuro.

El final del texto indica lo que sucede al que acumula riquezas para sí «y no es rico para Dios». Muchas veces la Biblia indica que compartir generosamente es la mejor manera de enriquecerse, lo cual implica estar en paz con Dios y recibir todo tipo de bendiciones (Prov 11, 25; 19, 17; 28, 27; Dn 4, 24; Tobías 12, 8-9; Eclo 3, 31; 7, 32; 29, 12).

Oración:

«Derrama en mi interior tu generosidad divina, Señor, para que me goce en dar y en compartir, y de esa manera pueda vivir plena- mente cada día sin estar pendiente de amontonar para el futuro».

 

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

Crisis económica y disfrute de la riqueza

En un momento de grave crisis económica, cuando muchas familias no saben cómo llegarán al fin de mes, resulta irónico que el evangelio nos ponga en guardia contra el deseo de disfrutar de nuestra riqueza. Sin embargo, Lucas no escribía para millonarios, y algún provecho podían sacar de la enseñanza de Jesús incluso los miembros más pobres de su comunidad. Las dos lecturas de hoy coinciden en denunciar el carácter engañoso de la riqueza, pero Jesús añade una enseñanza válida para todos.

Una elección curiosa: la primera lectura

En el Antiguo Testamento, la riqueza se ve a veces como signo de la bendición divina (casos de Abrahán y Salomón); otras, como un peligro, porque hace olvidarse de Dios y lleva al orgullo; los profetas la consideran a menudo fruto de la opresión y explotación; los sabios denuncian su carácter engañoso y traicionero. En esta última línea se inserta la primera lectura de hoy, que recoge dos reflexiones de Qohélet, el famoso autor del “Vanidad de vanidades, todo vanidad”.

La primera reflexión afirma que todo lo conseguido en la vida, incluso de la manera más justa y adecuada, termina, a la hora de la muerte, en manos de otro que no ha trabajado (probablemente piensa en los hijos).

La segunda se refiere a la vanidad del esfuerzo humano. Sintetizando la vida en los dos tiempos fundamentales, día y noche, todo lo ve mal: De día su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente.

Ambos temas (lo conseguido en la vida y la vanidad del esfuerzo humano) aparecen en la descripción del protagonista de la parábola del evangelio.

Petición, parábola y enseñanza (Lc 12,31-21)

En el evangelio de hoy podemos distinguir tres partes: el punto de partida, la parábola, y la enseñanza final.

El punto de partida es la petición de uno: Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo. Si esa misma propuesta se la hubieran hecho a un obispo o a un sacerdote, inmediatamente se habría sentido con derecho a intervenir, aconsejando compartir la herencia y encontrando numerosos motivos para ello. Jesús no se considera revestido de tal autoridad. Pero aprovecha para advertir del peligro de codicia, como si la abundancia de bienes garantizara la vida. Esta enseñanza la justifica, como es frecuente en él, con una parábola.

La parábola. A diferencia de Qohélet, Jesús no presenta al rico sufriendo, penando y sin lograr dormir, sino como una persona que ha conseguido enriquecerse sin esfuerzo; y su ilusión para el futuro no es aumentar su capital de forma angustiosa sino descansar, comer, beber y banquetear.

Pero el rico de la parábola coincide con el de Qohélet en que, a la larga, ninguno de los dos podrá conservar su riqueza. La muerte hará que pase a los descendientes o a otra persona.

La enseñanza final. Si todo terminara aquí, podríamos leer los dos textos de este domingo como un debate entre sabios.

Qohélet, aparentemente pesimista (todo lo obtenido es fruto de un duro esfuerzo y un día será de otros) resulta en realidad optimista, porque piensa que su discípulo dispondrá de años para gozar de sus bienes.

Jesús, aparentemente optimista (el rico se enriquece sin mayor esfuerzo), enfoca la cuestión con un escepticismo cruel, porque la muerte pone fin a todos los proyectos.

Pero la mayor diferencia entre Jesús y Qohélet la encontramos en la última frase.

Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios. Frente al mero disfrute pasivo de los propios bienes (Qohélet), Jesús aconseja una actitud práctica y positiva: enriquecerse a los ojos de Dios.

Jesús y el Banco Central Europeo

El BCE, en su intento de frenar la inflación, ha decidido subir los tipos de interés para que no invirtamos ni gastemos más de lo preciso. Jesús, en cambio, nos invita a invertir, pero de forma muy distinta, enriqueciéndonos a los ojos de Dios. Las posibilidades son múltiples, recuerdo una sola. Las ONG que trabajan en África y otros países del Tercer Mundo recuerdan a menudo lo mucho que se puede hacer a nivel alimenticio, sanitario, educativo, con muy pocos euros. Quienes no corren peligro, como el protagonista de la parábola, de disfrutar de enormes riquezas, pueden aprovechar lo que tienen, incluso poco, para hacer el bien y enriquecerse a los ojos de Dios.

José Luis Sicre

Lectio Divina – Domingo XVIII de Tiempo Ordinario

Guardaos de toda clase de codicia

INTRODUCCIÓN

En el camino a Jerusalén han ido apareciendo estos temas:

  1. Amor concreto al hermano (Buen Samaritanao)
  2.  Escucha de la Palabra. (María a los pies de Jesús)
  3.  Oración. Padre Nuestro.

En este domingo, un STOP. ¡Cuidado con la riqueza! No se trata del dinero necesario para vivir y sacar la familia adelante con su trabajo honesto. Se trata de la “riqueza” de ese dinero acumulado que no necesito y donde tengo puesto mi corazón. Y ¿qué pasa entonces?

LECTURAS BÍBLICAS

1ª lectura: Ecl: 1,2; 2,21-23.                 2ª lectura: Col. 3,1-5.9-11.

EVANGELIO

Lc. 12,13-21.

Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir». Entonces le dijo uno de la gente: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia». Él le dijo: «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?». Y les dijo: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes». Y les propuso una parábola: «Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos, diciéndose: “¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha”. Y se dijo: “Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”. Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?”. Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios»

REFLEXIÓN

1.- LA RIQUEZA ME DESPERSONALIZA. Si caemos en la cuenta, ese rico que ha tenido una gran cosecha no habla con nadie; sólo habla consigo mismo: ¿Qué haré? Ya sé qué haré: “construiré grandes graneros”, “Diré a mi alma”: tienes bienes para muchos años. Come, bebe, banquetea… Allí no aparecen ni su esposa, ni sus hijos, ni sus padres, ni sus amigos. Sólo él y su alma. Cuando uno habla solo,        solemos decir: éste anda mal del tejado. Por lo demás, si la persona está hecha para el diálogo, la conversación, la comunicación…aquí tenemos a un hombre disminuido, discapacitado. Un hombre que no era hombre.Es verdad que sabe agrandar sus graneros, pero no sabe ensanchar el horizonte de su vida. Acrecienta su riqueza, pero empequeñece y empobrece su vida. Acumula bienes, pero no conoce la amistad, el amor generoso, la alegría ni la solidaridad. No sabe dar ni compartir, sólo acaparar. ¿Qué hay de humano en esta vida? El evangelio NOS HABLA DE LA CURACIÓN PROGRESIVA DE UN CIEGO. ¿Qué ves?  Veo hombres como árboles que andan. Vida meramente vegetativa. Ni siquiera vida animal porque los árboles no sienten. “Engarza en oro las alas del pájaro y ya no podrá nunca volar al cielo”. (R. Tagore).

2.- LA RIQUEZA ME ENTONTECE. La palabra clave para entender esta parábola es «Necio«. Del latín «nescio», que significa literalmente: «no sé». Necio es el que no sabe qué hacer con su vida. Le han dado posibilidades, talentos, tesoros para negociar y ser cada día más persona: crecer, madurar, realizarse; pero como es un ignorante, malogra su vida, entierra sus talentos, vive superficialmente atrapado por el “tener” “poseer” “acumular” sin caer en la cuenta de que su vida tiene fecha de caducidad y, en cualquier momento, se la pueden quitar. Esto es una parábola. Es lo que le ocurrió a un hombre del siglo primero y lo que nos sigue ocurriendo también a los del s. XXI. Sabemos que tenemos que morir, pero no nos lo creemos y somos los eternos ignorantes. Lo decía muy bien el poeta: “El hombre está entregado al sueño, de su suerte no cuidando, y con paso callado, el cielo vueltas dando, las horas del vivir le va hurtando” (Fray Luis de León) Sensación de vacío, de frustración, de haber perdido el tiempo, de haber sido robado.

3.- LA RIQUEZA ME ENVILECE. Cuantas vilezas y miserias con el afán de dinero. Pensemos en la droga, en la trata de mujeres etc. Pensemos en los políticos: de uno y otro bando: Nos parecían buenas personas, pusimos la confianza en ellos. Después hemos descubierto que eran unos corruptos. Algunos están en la cárcel. Pensemos en las familias. Los padres toda la vida trabajando por sus hijos. Llega la muerte y en el reparto de la herencia vienen las rupturas. Pensemos en los ancianos en la residencia. Me decía la madre de una casa de las hermanitas de ancianos desamparados: “No los vienen a ver en vida, pero cuando mueren acuden todos preguntando por las cartillas”. Sólo les interesa eso. ¿No es esto una vileza y una miseria?

PREGUNTAS

1.- ¿Acaso cuando he tenido más dinero he sido mejor persona?

2.- Hacerme pronto rico, aunque sin escrúpulos, ¿A ello llamo ser listo?

3.- El considerable aumento en las cuentas bancarias, ¿me ha llevado a un crecimiento correlativo en personalidad, dignidad, responsabilidad?

Este evangelio, en verso, suena así

Señor, sin ningún tapujo,
calificas de «insensatos»
a los que dan al dinero
un valor exagerado.
Ante el ‘culto a las riquezas»,
vosotros, tened cuidado.
Ya dice vuestro refrán:
«La avaricia rompe el saco».
Es triste, pero real
el contemplar a diario
que el reparto de la herencia
rompe la unión entre hermanos.
Ese hombre rico avariento
es nuestro puro retrato.
Es «tener, tener, tener»
nuestro sueño equivocado.
Ignoramos que la muerte
ronda siempre a nuestro lado,
que cualquier ladrón nos quita
la suerte de nuestras manos.
Tú nos invitas, Señor,
a descubrir otros «campos»,
que nos dan buenas cosechas
de paz y amor solidario.
Que, en tus graneros, Señor,
almacenemos el grano.
Es ser ricos ante Ti,
el más precioso regalo.

(Compuso estos versos José Javier Pérez Benedí)

ORACIÓN POR LA PAZ.

Señor Jesús, ten piedad de nosotros y concédenos la paz y la unidad, no permitas que nos soltemos de tus manos y danos un corazón capaz de amar como tú nos amas. María Madre nuestra, auxílianos en estas difíciles horas de la tribulación, se nuestra fuerza y consuelo. Cúbrenos con tu manto y que la sangre de tu bendito Hijo nos proteja de todo mal.

Andar en verdad

Quizá no haya en todo el Santo Evangelio un pasaje más a propósito para entender lo que es la humildad cristiana que esta célebre parábola que San Lucas nos presenta en exclusiva. Un fariseo y un publicano –dos figuras típicas de la sociedad judía de aquel tiempo– suben al Templo a adorar a Dios. Jesús se sirve del contraste entre ambos en el Templo para describirnos sus diversas actitudes en la oración. Y así, en cuatro pinceladas, dibujar claramente el perfil de la humildad y la soberbia en la vida humana. Basta contemplarlas para descubrir el mensaje de Jesucristo.

Una primera observación: no deja de ser interesante el hecho de que el Señor nos habla de humildad precisamente a propósito de la oración de dos hombres. Para que no pensemos que el orgullo y la soberbia –el fariseo– son cosas que se dan sólo entre ateos, paganos, escépticos, etc., sino que son tentaciones permanentes para todos los espíritus, también para los hombres que rezan, para los cristianos. (Con frecuencia, al leer el Santo Evangelio, tendemos a ver en sus páginas “trozos de historia pasada”, que afectan a “otros” hombres –aquellas personas o aquellos tipos humanos de que se habla–, quedando nosotros al margen, en una zona a la que no llegan vitalmente las escenas evangélicas. Nada más falso, porque hasta la última letra del Evangelio se dirige a los hombres de todos los tiempos, que estamos comprometidos en aquella historia divina).

Pero el hecho de que el Señor dé su doctrina describiéndonos la presencia de dos hombres en el Templo, significa, sobre todo, una cosa muy importante: y es que tanto el orgullo como la humildad, más que una actitud ante los hombres, son fundamentalmente una actitud delante de Dios.

“El orgullo, escribe un autor espiritual, es un excesivo amor a sí mismo, que lleva a considerarnos, explícita o implícitamente, como nuestro primer principio y nuestro último fin”. El orgulloso es, pues, egocéntrico: ha desplazado a Dios del centro de su vida: si todavía ocupa algún lugar, no es el primero que está ocupado por el propio yo. Más aún: el hombre soberbio se sirve de Dios: forma parte de su orgullo esa “piedad” de la que gusta adornarse y que le confirma más en el amor de su propia persona. El orgulloso se atribuye a sí mismo lo bueno que en él hay –ayuno dos veces por semana, pago los diezmos…–, como si fuera mérito suyo, se complace en sus dotes, rumia interiormente sus talentos… La consecuencia práctica es inmediata: el desprecio a los demás, la altanería. “No soy como este publicano”.

Fijémonos ahora en el publicano. No osaba siquiera levantar la vista hacia Dios, aunque el corazón lo tenía postrado en su presencia. El hombre humilde tiene una conciencia clarísima de lo que es él y de quién es Dios: Sabe que por sí solo nada tiene y nada es –“ten misericordia de mí, que soy un pecador”–; está siempre en su sitio, confesando su absoluta dependencia de Dios. No ignora, por supuesto, las cosas buenas que hay en su vida –sus talentos y cualidades–; antes al contrario, las reconoce pero no se jacta de ellas, sino que las refiere de inmediato a su fuente, a su origen: a Dios, de quien procede toda bondad.

La verdadera humildad es, pues, radicalmente, una actitud delante de Dios, y de manera derivada una actitud ante los hombres. Es una actitud del espíritu que nada tiene que ver con la “humildad de garabato”, con la bobaliconería, o con el complejo de inferioridad. La humildad –¡hay que revalorizar esta virtud cristiana!– es todo lo contrario: da al hombre su verdadera humanidad porque le sitúa en sus verdaderas dimensiones, delante de Dios y, en consecuencia, repito, delante de los hombres. El hombre humilde, como se siente pecador, invoca la misericordia de Dios, que le perdona. Y esta experiencia del amor de Dios en Cristo, este saberse amado de Dios, le lleva a amar: a ser abierto, comprensivo, servicial, bien consciente de sus propios defectos y sin pregonar sus cualidades.

Una mujer castellana nos legó la célebre y profunda definición de esta virtud: “humildad, escribía Santa Teresa de Jesús, es andar en verdad”. Es decir, con palabras más de nuestro tiempo, humildad es autenticidad. Hombre humilde es hombre auténtico. Por el contrario el soberbio es un mentiroso: se miente a sí mismo, miente a los demás y, sobre todo, miente a Dios.

El fariseo y el publicano: “Yo os digo –palabras de Jesús– que éste bajó a su casa justificado, y no aquél…”.

Los fariseos decían de Jesús, para descalificarle: ¡Es amigo de publicanos!

Pedro Rodríguez

Somos, debemos ser, diferentes

1.- El crecimiento de la especie humana obedece a unos factores complejos, pero bastante conocidos. El hombre emigra porque necesita amplios espacios de cultivo o de pastoreo. Se multiplica, aprende y adelanta técnicamente. En su interior bulle el espíritu, que no le deja vivir tranquilo, satisfaciendo sólo instintos primarios. La Biblia dice que al salir del Paraíso los míticos primeros padres, escucharon un mensaje: creced, multiplicaos, llenad y dominad la Tierra. Fue la invitación al progreso.

El hombre que había frustrado los planes de Dios, ambicionando poderes que no le correspondían, no ha sabido, en muchas ocasiones, mantener el equilibrio de ser diligente y a la vez honesto. No ha sabido medir sus fuerzas y sujetarlas. Soñar, pero no dejarse arrebatar y dominar por sueños injustos. Poseer, atesorar, guardar, parece ser un instinto heredado, que no se es capaz de extirpar. Y sépase que no es un gen, que es algo a lo que podemos sentir tendencia, pero que el día del bautismo se nos proporcionó el antídoto. Hay que sacarlo del botiquín espiritual y aplicarlo, siguiendo las normas, aquí no se trata de que uno deba estar en ayunas o que sea incompatible con cierta alimentación. Tomar la dosis para suprimir la ponzoña, requiere silencio y oración. Añadirle un poco de generosidad, sea antes o después, de la meditación, también es preciso. Este es el secreto de la vacunación y remedio seguro.

He escrito hasta aquí teorías, mis queridos jóvenes lectores, trataré de aterrizar y dar con mis sienes en vuestro mundo. El ejemplo del evangelio del presente domingo seguramente a vosotros hoy no os valga. Según en que lugar estéis ni hay silos para guardar el grano, ni le sale rentable al propietario cultivar cereales. Sin querer corregir al Maestro, trataré de traducir sus enseñanzas y espero que a Él le plazca mi labor.

2.- Había un estudiante de los últimos cursos de carrera que no dejaba de presentarse a todos los congresos y simposios. Quería hacerse ver, ser conocido, hacer currículo, para el día de mañana. Acabó la carrera y, a costa de la fortuna de sus padres, empezó cursos de doctorado, amén de aprendizaje de lenguas, nada de inglés, que dominaba desde niño, debía saber árabe y chino, sin descuidar el ruso. Nunca tenía bastantes conocimientos para poder acceder al lugar que pretendía ocupar en la sociedad. Quería que cuando presentase su historial, nadie pudiese competir con su espléndido expediente. Pasaban los años, no se casó, porque eso lo haría cuando la mujer que él quisiera fuera suya, no pudiera hacer otra cosa que rendirse a sus pies, feliz de haber sido la escogida. Enamorarse, de ninguna manera, enamorarse era perder el tiempo, se decía a sí mismo.

Llegó un día que murieron sus padres. Se lo habían dicho muchas veces: los hermanos heredarían terrenos y edificios, la suya había sido los estudios, sus carreras, los cursos de post-grado, los certificados académicos de conocimiento de lenguas. En todo esto, bien lo sabía, habían invertido un gran capital, superior al costo de los inmuebles que les tocaban a sus hermanos. No podía quejarse.

4.- Tenía previsto todo. Todo, excepto que ya no era joven. Las multinacionales que había soñado dirigir, no querían gente cargada de conocimientos que había aprendido de otros, que ya los poseían antes que él. Aquellas grandes empresas, deseaban gente emprendedora, que, más que saber, fueran capaces de evolucionar. Él tenía conocimientos, erudición y memoria, ellos precisaban investigadores con inteligencia emocional e innovadores. Ni siquiera pudo cobrar del paro, pues nunca había estado inscrito en alguna plantilla laboral. Y le tocó a él, para no morirse de hambre, acudir a un albergue de transeúntes e indigentes. En cuanto al matrimonio, únicamente divorciadas ajadas y en busca de aferrarse a cualquier macho, comprobaba que eran capaces de aproximarse a él.

El día que paséis a la Eternidad, procurad presentaros con bienes que tengan valor eterno. Ahora mismo, si os llamara Dios ¿qué podríais enseñarle y ofrecerle en el cuenco de vuestras manos?

Pedrojosé Ynaraja

Lo verdaderamente importante en la vida

Algo que forma parte de nuestro crecimiento y maduración como personas, cuando éste se desarrolla con normalidad, es aprender a dar a las cosas y a las personas la importancia que tienen, ni más, ni menos. Vamos experimentando cómo actividades, intereses, personas… que en otro tiempo nos resultaban fundamentales, incluso necesarias, a las que dedicábamos mucho tiempo y fuerzas y sin las cuales no nos imaginábamos la vida… van desapareciendo o vamos prescindiendo de ellas sin que ello suponga que nuestra vida se detenga. Y así, aprendemos a valorar y dar prioridad lo verdaderamente importante de la vida.

La Palabra de Dios nos hace hoy varias llamadas para enseñarnos y ayudarnos a crecer, madurar y discernir lo verdaderamente importante de la vida. La 1ª lectura nos ha hecho una primera llamada con la rotunda afirmación: ¡Vanidad de vanidades; todo es vanidad! Vanidad abarca muchos significados: inútil, insustancial, presuntuoso, caduco, vacío… Nos invita a pensar cuántas cosas, actividades, personas… que ocupan mucho espacio en nuestra vida podrían ser calificadas como vanidad.

Y a continuación otra llamada: ¿Qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol? ¿Qué sacamos de dedicar tanto tiempo y fuerzas a esas vanidades? ¿Realmente merecen la pena?

En el Evangelio también encontramos varias llamadas. Primero, al Señor le presentan un caso, bastante común, sobre dos hermanos: Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia. Lamentablemente, esta situación ha provocado graves enfrentamientos entre miembros de una misma familia; cuántas veces algunos conflictos familiares, generados por diferentes motivos no sólo económicos, se han prologado años y años y acaban en una ruptura total de relaciones. De nuevo se nos invita a pensar: ¿Verdaderamente era tan importante, merecía la pena esa ruptura?

Y otra llamada la hace Jesús con la parábola del hombre rico cuyas tierras produjeron una gran cosecha, y empieza a hacer planes: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y banquetea alegremente. Se nos invita a pensar si hemos llenado nuestra vida de planes de futuro, trabajando y esforzándonos mucho, sin dejarnos tiempo para otras cosas para el día de mañana poder descansar y disfrutar de una vez. Pero el Señor termina planteándonos una pregunta: esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado? Se nos olvida que, en esta época en que vivimos, el mundo y las circunstancias pueden cambiar de un modo inimaginable, echando por tierra esos “planes de futuro” que nos habíamos forjado. Más aún: se nos olvida que somos “mortales”, y que en cualquier momento, por múltiples circunstancias, nuestra vida puede llegar a su fin: ¿Verdaderamente merecía la pena tanto esfuerzo, tanto trabajo, habernos perdido muchas cosas a las que hemos dicho “no”, esperando que llegase un “mañana” que nunca va a llegar?

Por eso, san Pablo, en la 2ª lectura, nos hacía esta llamada: Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba… aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Si somos cristianos, necesitamos discernir lo verdaderamente importante de la vida, que son los bienes de allá arriba. No se trata de despreciar los de la tierra, ya sean bienes materiales, intereses, personas… sino de darles su justo valor, para que nos ayuden a ser “ricos ante Dios”, como nos ha pedido Jesús en el Evangelio.

La respuesta a las preguntas que la Palabra de Dios nos plantea hoy manifestará nuestro grado de crecimiento y maduración humana y cristiana. No se trata de vivir angustiados pero sí de tener presente que todo lo que existe y que nosotros mismos somos caducos; que aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes; y que nuestra vida no termina en las fronteras de este mundo, sino que estamos llamados a la vida eterna en el Reino de los Cielos.

Pidamos al Señor que su Espíritu nos dé fuerza para dar muerte a todo lo terreno que hay en vosotros, a tantas vanidades, a todo lo que nos aparta y nos roba tiempo y fuerzas en el seguimiento de Jesús. Que nos enseñe a discernir lo verdaderamente importante de la vida, para ser ricos ante Dios y poder gozar un día de la vida eterna junto a Él.

Comentario al evangelio – Domingo XVIII de Tiempo Ordinario

SOBRE LA VACIEDAD DE LA VIDA


       La primera lectura de hoy estaba escogida del llamado libro del Eclesiastés, aunque hace muchos años que, entre otras razones para evitar la confusión con el otro libro «Eclesiástico», se prefiere llamarle «Qohélet», que es como se presenta a sí mismo el autor al comienzo del libro, y que significa «el Hombre de la Asamblea» (X Pikaza). El pasaje es algo más largo que el que hemos leído y parece que su sabio autor está profundamente decepcionado y va repitiendo a cada poco, como un estribillo: Todo es vanidad (entiéndase no como «presumido» sino como sinónimo de «vacío, sin sentido…»). Y se queja: Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto,   y tiene que dejarle su porción a uno que no ha trabajado. De día, su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente. Un poco más adelante, se desahoga:

Yo, Qohélet, he sido rey de Israel en Jerusalem… Hablé en mi corazón: ¡adelante, voy a probarte en el placer! ¡disfruta de la dicha!…  Hice grandes obras: construí palacios, planté viñas, huertos y jardines con frutales…  Tuve siervos y siervas. Poseía servidumbre.  También atesoré el oro y la plata, tributo de reyes y provincias. De cuanto me pedían los ojos nada les negué, ni rehusé a mi corazón gozo ninguno. Todo es vanidad y perseguir al viento.

         Estas palabras me han recordado a nuestro Premio Nobel de Medicina, don Severo Ochoa.  Al final de su vida contaba a una periodista: ”No tengo ni una sola respuesta para nada de lo que de verdad me interesa. Puedes escribir bien grande que te he dicho que soy un extraño sabio… un sabio que no sabe nada”.
«En mi vida hay algo que ha merecido la pena, y no es la investigación científica, sino el haber tenido su amor. ¿Cómo puede sorprenderse nadie de que diga que mi vida sin Carmen no es vida?» Su mujer fue Carmen García Cobián, 55 años de vida, amor y ciencia en común. Cuando en mayo de 1986 falleció, supuso para Severo un golpe muy duro que le sumergió en una especie de profunda depresión. A partir de entonces, Ochoa decidió no volver a publicar ningún trabajo científico más, con lo que puso totalmente fin a su brillante carrera.

           He tenido ocasión de acompañar y escuchar a muchas personas cuando han perdido a un ser muy querido: la propia pareja, un hijo, un amigo especial… O les han dado la noticia de una grave enfermedad de improbable curación, y se han venido abajo, al darse cuenta de que sus «muchísimas cosas importantes», sus múltiples ocupaciones de cada día, sus energías distribuidas en mil asuntos… tenían muy poco sentido, no eran realmente lo más importante.

        Aquel periodista y sacerdote español que fue José Luis Martín Descalzo, al saber que le quedaba poco tiempo de vida, pudo escribir:

¡Qué maravilla poder morirse sabiendo que nuestro paso por el mundo no ha sido inútil, que gracias a nosotros ha mejorado un rinconcito del planeta, el corazón de una sola persona! ¡Y qué espantosa esterilidad la de descubrir, a la llegada de la muerte, que hemos sido el bufón de muchos, aunque decían que nos admiraban, y nos aplaudían o rociaban de incienso! 

          Dios ha creado un mundo bello, donde hay muchos recursos para que podamos ser felices el tiempo que nos toque pasar aquí. Al terminar la creación, dijo satisfecho: «Todo es bueno». Todo. Y nos lo entregó y encomendó para que lo cuidáramos y para que fuéramos felices con todos esos dones, y con lo que podamos ir haciendo con nuestra vida: relaciones personales, opciones, prioridades, valores, estilo de vida… El peligro está en nuestro modo de relacionarnos con las cosas y con las personas… Cuando dejamos que las cosas, los deseos, e incluso las personas, se adueñen de nuestro corazón, se vuelvan tan «importantes» que limiten e incluso anulen nuestra libertad, nuestra humanidad, que nos hagan distanciarnos o enfrentarnos con las personas (como los dos hermanos del Evangelio que discuten por una herencia). Cuando en vez de entregarnos y amar, pretendemos poseer, retener, atar a una persona… algo va mal.

             Alguien con cierta sorna definía así lo que es una herencia: «aquello que los muertos dejan para que los vivos se maten entre sí». Y a menudo es así. Las herencias sacan a flote lo que de verdad hay en el corazón de algunos: y «lo que es mío, lo que me corresponde en justicia» acaba anteponiéndose a las relaciones familiares, que quedan para siempre dañadas.

            Cuando el beneficio económico, se antepone a un salario o unas condiciones laborales justas y a las necesidades de las personas… algo va muy mal. Cuando el afán económico y el desprecio por los que están peor, lleva a negar el cambio climático, a quitar importancia a la contaminación atmosférica por oscuros intereses político-económicos, a despreocuparse de la escasez de agua potable, a seguir talando y quemando (o dejando que se quemen) bosques, a seguir consumiendo sin medida… y tantas otras cosas que están destrozando el planeta y la fraternidad humana, mientras nos distraen con burdas tonterías, para que algunos pcoso pueden seguir haciendo su agosto todos los días del año… algo no va nada bien.

               Leo en el último Informe Foessa/Cáritas española presentado en enero del 2022 que cuatro de cada diez personas se encuentran en situación de exclusión social  por su inestabilidad laboral y sus escasos ingresos. ¡¡¡Se trata de 11 millones de ciudadanos!!! Y al mismo tiempo las grandes fortunas han crecido y los beneficios de las grandes empresas también… a pesar de la crisis. Pero no parece que éste sea un tema que preocupe a nuestros políticos (y a menudo tampoco a sus votantes), distraídos y enredados como nos tienen en asuntos bastante menos urgentes e importantes…

        Jesús nombra la «codicia» como la causa de todos estos males. Pero no hay que pensar sólo en las grandes empresas y fortunas. Acaparar, amontonar, comprar, acumular… nos toca a todos en mayor o menor medida. ¡Cuántos sacos van a los contenedores de basura cuando alguien fallece! ¡Cuántas cosas compramos o guardamos, que realmente no nos hacen ninguna falta! Y no las soltamos!!!

Como dice a menudo el Papa Francisco: “Nunca he visto un camión de mudanza detrás de un cortejo fúnebre, nunca. Pero sí hay un tesoro que podemos llevar con nosotros, un tesoro que nadie nos puede robar, que no es lo que has estado guardando para ti, sino lo que has dado a los demás”.

San Pablo nos ha invitado a «buscar los bienes de arriba».  Y Jesús: «Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será? Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios». Pero no es necesario tener fe para tomarse en serio todas estas cosas. Cuando alguien fallece, ¿qué es lo que realmente nos queda de él/ella? Su tiempo entregado, sus detalles, sus ayudas, su generosidad, su empeño por hacer este mundo mejor. En definitiva: me hace grande lo que doy, y lo que hago por otros. Lo demás es todo perfectamente prescindible. Y para los que nos consideramos creyentes… no nos dejemos atrapar por las muchas cosas creadas por Dios… sino que busquemos al Señor de las cosas. Debiera formar parte de nuestro examen de conciencia… este virus tan dañino que es la codicia, que no es sino otro nombre del egoísmo, y que tanto daño hace a los otros. Ojalá no dejemos como herencia «algo para que otros se maten», sino una sonrisa grande y un profundo sentimiento de agradecimiento por habernos conocido. Ojalá que no pongamos todo el corazón en nada que nos puedan quitar, o que podamos perder (como Severo Ochoa) o que nos distancie de los otros, sino en el que es Autor y Dueño de nuestra vida.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imagen superior de «Dabar», en medio José Luis Cortés, e inferior Ramiro Undabeytia