1.- «En aquellos días, los príncipes dijeron al rey: Muera ese Jeremías, porque está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad » (Jr 38, 4) El profeta proclama con audacia el mensaje que Dios ha puesto en sus labios. Son palabras que maldicen, que hieren. Palabras que anuncian la verdad, palabras que no sonaban bien a los oídos del pueblo, palabras que exigían fidelidad heroica a Dios, palabras que no admitían arreglos ni componendas. Por eso le atacan con audacia y con rabia, le acosan sin piedad, le acorralan como jauría de perros hambrientos. Le calumnian, mienten sin pudor. Intentan ahogar su voz, taparle la boca, reducirlo violentamente al silencio. Y casi llegan a conseguirlo.
Hoy también sucede lo mismo. Hay voces que caen mal, palabras que no se conforman con las tendencias hedonistas del momento. Profetas que hablan en nombre de Dios, que transmiten el mensaje divino hecho de renuncias a las malas inclinaciones, profetas que condenan con claridad y valentía la cómoda postura de los que quieren facilitar el áspero camino que conduce a la Vida, los que quieren ensanchar la estrecha senda que marcó Cristo con su vida y con sus palabras. Y también hoy se trata de tapar la boca al profeta, se intenta que sus palabras se pierdan en el silencio.
«Ellos cogieron a Jeremías y lo arrojaron en el aljibe de Melquías, príncipe real, en el patio de la guardia, descolgándolo con sogas» (Jr 38, 6) En el aljibe no había agua, sino lodo, y Jeremías se hundió en el lodo. Había sombras densas en el fondo de la cisterna, olor nauseabundo de aguas podridas, barro sucio y luctuoso que pringaba. El profeta está pagando el precio de su audacia, de su atrevimiento en decir la verdad de Dios sin paliativos ni tapujos. No importa la persecución, no importa el no caer bien, el desprecio o la sonrisa burlona. No importa el juicio desfavorable, el ser llamado con los peores apelativos del momento. El verdadero profeta es fiel hasta los peores extremos, hasta la renuncia más dura que darse pueda.
Fidelidad a la doctrina católica. Fidelidad a lo que es depósito de la revelación divina, a ese conjunto de verdades que, partiendo del mismo Cristo, ha venido enseñando y defendiendo el Magisterio auténtico de nuestra Santa Madre la Iglesia Católica y Apostólica. Hay que afrontar con gallardía el momento difícil que atravesamos, hay que defender la verdad, la santa doctrina. Cueste lo que cueste, digan lo que digan, duela a quien duela.
2.- «Yo esperaba con ansia al Señor; Él se inclinó y escuchó mi grito» (Sal 39, 2) Hay momentos en los que todo parece perdido, existen problemas para los que la solución se nos hace imposible. Y, en uno de esos momentos, el salmista ha dirigido su mirada hacia el Señor, lleno de ansia y de congoja, como quien ya no tiene más esperanza que aquella que se apoya en Dios. Y el Señor se inclinó desde la grandeza divina hasta la pequeñez humana, escuchó el grito de angustia de aquel hombre para el que todo estaba perdido… Me levantó de la fosa fatal, de la charca fangosa, -recuerda el salmista cuando ya todo había pasado- afianzó mis pies sobre roca y aseguró mis pasos.
Quizás no te hayas visto nunca en una situación similar y por eso no llegues a comprender los sentimientos de este hombre. Pero quién sabe si algún día tú también te encuentras en circunstancias parecidas de desesperación y ansiedad. Ojalá entonces vuelvas también los ojos hacia el Señor, persuadido de que se inclinará hacia ti y escuchará tu grito.
«Me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios» (Sal 39, 4) De la ansiedad y la zozobra, el salmista ha pasado al gozo y a la alegría. Un cántico le brota espontáneo de sus labios, una melodía que celebra la bondad de Dios que no abandona a quien recurre a él, confiado y seguro del poder y amor divinos. Muchos al verlo quedaron sobrecogidos y confiaron en el Señor. Con estas palabras se nos está insinuando que también nosotros hemos de confiar siempre en Dios. No hace falta que la situación sea insostenible para que volvamos los ojos a Dios. En todo momento hemos de confiar en él y levantar de cuando en cuando nuestro corazón al Señor.
Yo soy pobre y desgraciado -sigue diciendo el texto sagrado- pero el Señor se cuida de mí. Tú eres mi auxilio y mi liberación, Dios mío, no tardes… Es bonito ver la sencillez con la que este hombre habla con el Altísimo. No tardes, le dice, date prisa en socorrerme. Apresúrate, dile tú, no te retrases. No sea que cuando llegues sea ya demasiado tarde. Ven, Señor Jesús.
3.- «Hermanos: una nube ingente de espectadores nos rodea…» (Hb 12, 1) En el tiempo en que se escribe la carta a los hebreos eran muy frecuentes los juegos olímpicos, competiciones deportivas que electrizaban a las masas, tanto o más que hoy. Apoyado en este fenómeno humano, el autor sagrado saca comparaciones para transmitir a sus lectores determinadas verdades y enseñanzas prácticas… La vida del cristiano viene a ser como una gran carrera de obstáculos en la que es necesario combatir para no quedar descalificados. Lo mismo que un buen deportista se esfuerza por estar siempre en forma, así nosotros hemos de procurar no perder facultades. Para ello hay que someterse a un entrenamiento continuo, renunciar a cuanto pueda mermar nuestra capacidad de generosidad y de entrega.
Pensemos que son muchos los que contemplan nuestra carrera. Somos un espectáculo, dijo san Pablo, para los hombres y para los ángeles. Dios mismo se recrea en nuestra lucha y desea que salgamos vencedores. No le defraudemos, no hagamos inútiles las esperanzas que ha puesto en cada uno de nosotros. Corramos con denuedo. Pongamos en esta gran carrera, tan divina y tan humana, el mismo empeño, por lo menos, que pone un buen deportista al practicar su deporte favorito.
«Recordad al que soportó la oposición» (Hb 12, 3) Quitemos lo que nos estorba, cortemos cuanto nos ata, cuanto nos frena en la marcha decidida hacia Dios. Abandonemos el pecado y corramos en esta carrera que es la vida. Que nunca nos desalentemos, que nunca nos retiremos, que jamás nos demos por vencidos. Pongamos nuestra mirada en el que nos ha llamado, en el que nos fortalece y empuja: Jesús, que renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz sin miedo a la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del Padre.
Recordad -sigue diciendo el texto sagrado- al que soportó la oposición de los pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo. Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado… Muchas veces nos viene el desánimo, nos rendimos ante las dificultades, nos entristecemos ante nuestros fracasos.
No podemos dejarnos vencer nunca. Hay que reincorporarse con rapidez. La verdadera derrota consiste en permanecer caído. No seamos indolentes ni desconfiados. Dios nos espera después de cada tropiezo, nos echa una mano para que nos levantemos. Sólo hemos de agarrarnos a él y comenzar otra vez, cada día, con esta carrera tan corta que es nuestra pobre vida.
4.- «He venido a prender fuego en el mundo…» (Lc 12, 49) En ocasiones se puede pensar que el Evangelio es un libro sin aristas, y que las palabras de Jesús fueron siempre suaves y dulces. Sin embargo, no es así siempre. Muchas veces, más de las que creemos, el tono de las intervenciones de Cristo se carga de energía y poderío, las suyas son palabras ardientes y penetrantes, estridentes casi. Por eso pensar que el Evangelio es un libro irenista, o de consenso, es un error de grueso calibre. No, el Evangelio no contiene una doctrina acomodaticia ni fácil, no es tranquilizadora para el hombre, no es el opio del pueblo como decía uno de los santones del comunismo.
En el pasaje de esta dominica oímos a Jesús que dice haber traído fuego a la tierra para incendiar al mundo entero. ¡Y ojalá estuviera ya ardiendo!, añade con fuerza. Sí, sus palabras son brasas incandescentes, fuego que devora y purifica, que enardece y enciende a los hombres que lo escuchan sin prejuicios, que ilumina las más oscuras sombras y calienta los rincones más fríos del alma humana. El Evangelio es, sin duda, una doctrina revolucionaria, la enseñanza más atrevida y audaz que jamás se haya predicado. La palabra de Cristo es la fuerza que puede transformar más hondamente al hombre, la energía más poderosa para hacer del mundo algo distinto y formidable.
Nuestro Señor Jesucristo ha prendido el fuego divino, ha iniciado un incendio de siglos, ha quemado de una forma u otra todas las páginas de la historia, desde su nacimiento hasta nuestros días, y hasta siempre. Es verdad que en ocasiones nosotros, los cristianos, ocultamos con nuestro egoísmo y comodidad, con nuestras pasiones y torpezas, la antorcha encendida que él nos puso en las manos el día de nuestro bautismo. Pero el fuego sigue vivo y hay, gracias a Dios, quienes levantan con valentía el fuego de Dios, el fuego del amor y de la justicia, el fuego de la generosidad y el desinterés, el fuego de una vida casta y abnegada, el fuego de la verdad que no admite componendas.
¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz?, nos pregunta Jesús también a nosotros. Quizá tendríamos que responderle que sí, que pensamos que su mensaje es algo muy bello, pero algo descabellado y teórico; un mensaje de amor mutuo que se reduce a buenas palabras, que es compatible con una vida aburguesada y comodona. Si eso pensamos, o si vivimos como si eso fuera el Evangelio, estamos totalmente equivocados, hemos convertido en una burda caricatura el rostro de Jesucristo, hemos apagado en lugar de avivarlo el fuego de Dios. Vamos a rectificar, vamos de nuevo a prender nuestros corazones y nuestros entendimientos en ese celo encendido, varonil y recio, que consumía el espíritu del Señor.
Antonio García Moreno
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