Con todo tu corazón

Hace un par de semanas, la parábola del fariseo y del publicano nos llevó a considerar la humildad cristiana; una de las virtudes más incomprendidas –veíamos– en el mundo moderno. Hoy, este doble pasaje de San Lucas (el primer mandamiento y la parábola del buen samaritano) conduce nuestra reflexión hacia la caridad –el mandato nuevo de Cristo-. Y aquí sucede tres cuartos de lo mismo: el mundo no sabe qué es la caridad predicada por Cristo. Creo haber leído en alguna parte más o menos estas palabras: “Si hemos de iniciar la penosa labor para el retorno a una sociedad verdaderamente cristiana, nada parece de mayor importancia que dar al hombre moderno una idea correcta de la caridad”. Oigamos, pues, a Jesús que nos la explica en el Evangelio de la Misa de hoy qué es el Amor, con mayúscula.

Este es el mandamiento divino: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo”. La segunda parte del precepto fue después elevada por el mismo Cristo a un grado más alto, al que llamó mandatum novum, el mandamiento nuevo: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Y los teólogos han acuñado la definición de la virtud de la caridad: “Amor a Dios y al prójimo por Dios”. Tiene, pues, la caridad un doble objeto: Dios y los hombres. Pero un único motivo, una única fuerza motriz: Dios mismo, su Amor: ¡Él nos amó primero! A Dios le ama el cristiano por sí mismo, por su Bondad infinita que le llevó a hacerse Hombre con nosotros: “por ser vos quien sois”, que decimos desde niños al recitar el acto de contrición. Y a los demás hombres –a todos los hombres– les ama el cristiano “por Dios”: es decir, porque participan de la bondad divina (aunque muchas veces no se ve por dónde…) y son también hijos de Dios.

¿De dónde viene esta capacidad, esta fuerza para amar a Dios y al prójimo por Dios? De Dios mismo: es un Don de Dios. Al recibir la gracia santificante, con ella recibimos las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. Por tanto, la caridad, en la que radica la perfección de la vida cristiana, es una virtud esencialmente sobrenatural, es decir, regalada sin mérito por nuestra parte, puesta por Dios gratuitamente en el alma.

La caridad conecta, ciertamente, con profundas aspiraciones del ser humano, pero como tal no puede existir sin la fe y la esperanza; cosa que se olvida con frecuencia y se habla de la “caridad” de los paganos o de los ateos, utilizando el nombre de esta virtud, que es un don de Dios, para designar una simple actitud humanitaria o un desvaído sentimiento de camaradería.

No puede, pues, haber caridad separada de Dios, porque es Dios mismo quien pone esa semilla sobrenatural en el alma. Por eso, la verdadera caridad –la caridad cristiana– es inmensamente superior a todo humanitarismo. El cristiano –hombre de fe y de esperanza, basándose en su amor a Dios, ama a su prójimo con el amor de Dios. Lo demás no es caridad, no es verdadero amor: es “otra cosa”. Porque la razón de que los hermanos se amen entre sí no puede ser otra que el común amor al mismo Padre: “vuestro Padre, que está en los cielos…”.

Y sin embargo, esta virtud de la caridad –que es sobrenatural: queda bien claro– es, a la vez profundamente humana. El hombre es una unidad: lo divino no puede separarse de lo humano. De ahí que el acto “sobrenatural” de caridad se expresa normalmente en hechos sencillos y corrientes: humanos, “naturales”. No queda confinada la caridad a una vaporosa esfera espiritual: su campo de acción es, por el contrario, la vida ordinaria: la familia, el trabajo, el deporte, la vida de relación. Hechos de la vida corriente —por ejemplo, atender a un herido en la carretera—, que Jesús ilustró con esa maravillosa parábola del buen samaritano. Sugiero releerla y meditarla a lo largo de la semana.

Pedro Rodríguez

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