Las religiones como oferta de salvación

Las religiones han cumplido diferentes funciones psico-sociales. Han aparecido como dadoras de sentido, favorecedoras de cohesión social y prometiendo salvación. Se trata de funciones que responden a necesidades fundamentales del ser humano, en cuanto animal simbólico, gregario y carenciado, respectivamente.

El yo busca desesperadamente, por todos los medios, de manera más o menos ansiosa o incluso compulsiva, alcanzar un “paraíso”, donde calmar su carencia y experimentar la plenitud. A eso las religiones lo han llamado “salvación”.

Tal idea de la salvación, nacida en una cosmovisión mítica, presuponía la existencia de un dios salvador que, desde fuera, liberaba a los humanos de su “destierro”, devolviéndolos al “paraíso perdido” o al “cielo” imaginado siempre de manera antropomórfica.

Además de requerir la existencia de un dios salvador, la salvación así entendida partía de una visión del ser humano identificado con su “personalidad”, es decir, con el yo.

Por tanto, todo cambia de manera radical al comprender que no somos el yo con el que nuestra mente nos había identificado. Somos consciencia (vida) experimentándose en esta forma particular que llamamos yo. No necesitamos, por tanto, ser salvados -nuestra identidad es plenitud-, sino liberarnos de la ignorancia que nos reducía a lo que no somos. Dicho brevemente: no se trata de salvar al yo, sino de liberarnos de (la identificación con) él.

Los creyentes de cualquier religión argüirán que tal planteamiento peca de autosuficiencia y orgullo. Más en concreto, desde el ámbito cristiano, tal actitud es etiquetada como “pelagianismo”, en alusión a aquelle “herejía” antigua -que remite el monje Pelagio, en los siglos IV-V de nuestra era-, según la cual, el ser humano era capaz de salvarse por sus propias fuerzas.

Sin embargo, no se trata de autosuficiencia, orgullo ni neopelagianismo, porque no se afirma que el yo logre la salvación. Imaginar que el yo pudiera salvarse a sí mismo equivaldría a creer que, como en el fantasioso relato del barón de Munchausen, alguien puede salir de un pozo tirando de sus propios cabellos.

No. Se trata de comprensión: nuestra identidad no es el yo carenciado -el cual es, como cualquier puede experimentar, solo un objeto que puede ser observado-, sino justamente Eso que lo observa, es decir, Eso que es consciente del yo y de todo el mundo de las formas. Pues bien, Eso que es consciente es ya plenitud, no necesita ser salvado. Lo que somos está ya salvado; solo necesitamos caer en la cuenta, comprenderlo y vivir en conexión consciente con lo que somos.

¿Qué me viene a la mente cuando escucho la palabra “salvación”?

Enrique Martínez Lozano

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Ligeros de equipaje

En los diálogos que Platón dedica a la República, Sócrates, su protagonista, analiza el proceso de formación de un Estado partiendo de su origen, es decir, de la impotencia de cada individuo para atender por sí mismo todas sus necesidades.

Sócrates —en realidad, Platón— considera que las necesidades básicas del hombre son el alimento, la habitación y el vestido, y partiendo de esta premisa, afirma que en principio bastarían tres hombres para formar un Estado: un agricultor, un constructor y un sastre. Cuando avanza más en su reflexión, advierte también la necesidad de ganaderos, mercaderes, marinos y asalariados, así como la facultad de acuñar moneda para regular las transacciones comerciales.

Llegado a este punto, contempla la vida apacible y feliz que llevan sus habitantes, y concluye: «De esta manera, llenos de gozo y salud, llegarán a una avanzada vejez, y dejarán a sus hijos herederos de una vida semejante».

Su contertulio, Glaucón, muestra su desacuerdo con la vida austera que propone Sócrates, a lo que éste contesta: «Muy bien, ya te entiendo. No es solamente el origen de un Estado lo que buscamos, sino el de un Estado que rebose placeres. Quizás no obremos mal planteándolo, porque de esta forma podremos saber por dónde se ha introducido la injusticia en la sociedad. Sea como sea, el verdadero Estado, el Estado sano, es el que acabamos de describir. Si ahora quieres que echemos una mirada al Estado enfermo y lleno de pústulas, nada hay que nos lo impida» …

En definitiva, el diálogo continúa mostrando que la abundancia provoca avaricia, y que la avaricia acarrea guerras, corrompe a los ciudadanos, complica sobremanera la estructura del Estado y es la primera causa de opresión e injusticia…

Si aplicamos este diálogo a nuestros días, para garantizar hoy una existencia digna bastaría atender el alimento, el vestido, la vivienda, la educación y la salud, y siguiendo el mismo razonamiento de Platón, llegaríamos a definir una sociedad austera cuyos ciudadanos se habrían sacudido el yugo del consumo, basarían su existencia en unos valores que nos liberan (y no en unos afanes que nos someten), y serían más libres. No tendrían el corazón endurecido por la avaricia y serían también más humanos…

Y ya sabemos que esto no deja de ser una utopía, pero, utopía o no, creemos que es la única vía para librarnos del desastre al que hemos abocado a este mundo. No es casual que la práctica totalidad de los tratados de sabiduría de la historia propugnen el mismo principio:«Huid del estado que rebosa placeres», «No acumuléis tesoros en la Tierra», «Entrad por la puerta estrecha», «Viajad por la vida ligeros de equipaje»

Hoy, ante la evidencia irreversible del cambio climático, este principio cobra especial relevancia, y así lo refleja Jon Sobrino, sacerdote jesuita, en una de las frases más lúcidas de nuestro tiempo: «Debemos caminar hacia la civilización de la austeridad compartida».

Miguel Ángel Munárriz Casajús

¿Reclamamos o acogemos agradecidos ser «de los suyos»?

El evangelio de este domingo nos presenta a Jesús caminando hacia Jerusalén. Sabemos que Lucas no se refiere a un camino “físico”, sino a un proceso de conversión que conduce a la salvación: en Jerusalén comenzó la buena Noticia y desde allí se expandirá su anuncio.  A partir del capítulo 9, 51, vamos aprendiendo cuál es el primer mandamiento, la importancia de la oración, el abandono en la providencia, o los rasgos del Reino de Dios. Vemos también como esa “subida a Jerusalén” es la ocasión de mostrar el enfrentamiento de Jesús con los fariseos y legalistas.

En este contexto se nos presenta la pregunta clave: “¿Son pocos los que se salvan?”. Lo que se podía esperar es que Jesús respondiera que sí, que eran pocos porque era muy difícil cumplir la lista interminable de mandamientos. Quienes la procuraban cumplir a rajatabla podían caer en la falta de misericordia, el desprecio a los demás, las comparaciones, etc. El evangelio nos ofrece abundantes ejemplos de esta actitud farisaica.

Se podía esperar que Jesús dijera algo así: quedaos tranquilos, vosotros estáis salvados porque sois de los míos, hemos comido juntos y me habéis escuchado. En la cultura judía, comer y beber juntos creaba unos vínculos muy fuertes, que no tienen nada que ver con el sentido que damos ahora a muchas comidas de trabajo o negocios.

Pero Jesús sorprendió entonces y nos sorprende hoy: “esforzaos por entrar por la puerta estrecha”. Vamos a recordar otros textos del evangelio en los que se utilizan la imagen de la puerta: “Yo soy la puerta”, dijo Jesús (Juan 10, 9).  La puerta de la perdición es ancha y espaciosa, y muchos entran por ella. ¡Qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida, y que pocos son los que lo encuentran! (Mateo 7, 13.14).

¡Qué daño nos ha hecho en la Iglesia concebir la puerta estrecha como un camino que conduce al sacrificio, a menudo sin sentido! ¡Que pocas veces ponemos el acento en buscar con creatividad y sentido crítico el camino que lleva a la Vida! ¿Nos arriesgamos a buscar y buscar cada día, personalmente y en comunidad, esa “puerta estrecha”, que es como una perla escondida, como un tesoro? ¿O caminamos por caminos ajenos, normativas impuestas desde fuera, como borregos?

Jesús usa una imagen para describir esta vida en plenitud, este Reino al que accedemos por la puerta estrecha: el banquete al que todos estamos invitados, “de oriente a occidente, del norte y del sur”, como expresión del amor universal de nuestro Dios. Quedan fuera de ese banquete los que obran la injusticia. Es decir, quedamos fuera del Reino cuando somos personas injustas.

Sabemos por experiencia que es muy estrecha la puerta de la justicia. Nuestra condición humana tiende a la manga ancha, a las excepciones, los enchufes, etc., mientras que seguir a Jesús nos lleva por la senda de la radicalidad, la coherencia y la misericordia. Esa senda la recorrieron Abraham y los profetas. La recorren hoy muchas personas que están en los márgenes de la sociedad, que no entran en los templos, que son “los últimos”. 

En muchos sentidos este evangelio nos descoloca, no nos valen nuestras antiguas medidas, ni nuestros juicios… Y se nos acaban los cálculos y las seguridades. Se nos invita a entrar en un banquete que nos supera, que se nos regala, que no “ganamos” a base de cumplir… Pero depende de nosotros aceptar la invitación, buscar la puerta del banquete, buscar a Jesús y su manera radical de amar a los demás, respondiendo así al amor de Dios.

Que la celebración de este domingo nos ayude a encontrar esa nueva mirada que cambia toda la vida y desde ahí acoger con gozo la invitación gratuita, la salvación,  que nos hermana a todos.

¡Feliz domingo!

Mª Guadalupe Labrador Encinas, fmmdp

Comentario – Domingo XXI de Tiempo Ordinario

(Lc 13, 22-30)

Alguien le hace a Jesús una pregunta que hoy raramente se plantea: «¿Son pocos los que se salvan?». Lo que pueda suceder después de la muerte es algo que no parece interesar sinceramente ni siquiera a muchos cristianos. En la época de Jesús, en cambio, el tema de la salvación era muy importante y frecuente. A la persona religiosa le interesaba saber cómo alcanzar la salvación, cómo asegurar su entrada al cielo después de la muerte. Por eso en los evangelios se habla muchas veces sobre la salvación.

Hoy llevamos una vida acelerada, pendientes de muchas cosas, llenos de distracciones, y habituados al cambio permanente; vivimos de lo inmediato. Nos interesa vivir bien ahora y evitamos las preguntas sobre lo que pueda suceder después, cuando llegue nuestra muerte.

Por eso la pregunta más frecuente que se hacen creyentes y no creyentes suele ser: ¿Cómo puedo hacer para vivir bien? ¿Qué tengo que hacer para estar mejor? Pero no nos damos cuenta de que la respuesta para la vieja pregunta y la respuesta para las preguntas de hoy es la misma. Porque lo que Dios nos pide para que alcancemos la salvación es lo mismo que nos puede hacer sentir bien ahora, es lo único que puede darnos verdadera paz, lo único que puede hacernos sentir firmes, seguros, vivos (Deut 6, 24). Y lo que Dios pide es siempre que pongamos nuestra confianza en él y que tratemos de amar. Jesús dijo con tremenda claridad que para alcanzar la vida eterna lo que hace falta es amar a Dios y al hermano (Lc 10, 25-28).

Pero la pregunta precisa que aparece en este texto es «¿son pocos los que se salvan?» Jesús prefiere no responder; más bien nos exhorta a no sentirnos tan seguros de que nuestra vida va por el camino correcto, y nos indica lo que podría suceder: que una multitud de patriarcas, profetas y gente de todas partes llegue a la mesa del Reino mientras nosotros no podamos entrar. Por eso, nos conviene tratar de entrar por la puerta estrecha y no elegir el camino fácil de la gloria humana.

Oración:

«Señor, yo sé que en el fondo de mi corazón está presente esa vieja pregunta por la salvación, pero mi vida está demasiado acelerada como para detenerme en ese planteo. Ayúdame a entrar por la puerta estrecha, para que en el fondo de mi corazón pueda sentirme seguro y viva en tu paz».

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

Mi ego inflado impedirá la entrada al reino del amor y la unidad

Recuerda una vez más que Jesús va de camino hacia Jerusalén, que será su meta. Sigue Lucas con la acumulación de dichos sin mucha conexión entre sí, pero todos tienen como objetivo ir instruyendo a los discípulos sobre el seguimiento de Jesús. Jesús no responde a la pregunta, porque está mal planteada. La salvación no es una línea que hay que cruzar, es un proceso de descentración del yo, que hay que tratar de llevar lo más lejos posible. Trataremos de adivinar por qué no responde a la pregunta y lo que quiere decirnos.

No es fácil concretar en qué consiste esa salvación de la que habla el evangelio. Tenemos infinidad de ofertas de salvación. “Salvación” hace referencia, en primer lugar, a la liberación de un peligro o situación desesperada. El médico está todos los días curando en el hospital, pero se dice que ha salvado a uno cuando, estando en peligro de muerte, ha evitado ese final. Aplicar este concepto a la vida espiritual puede despistarnos. El mayor peligro para una trayectoria espiritual es dejar de progresar, no que se encuentren obstáculos en el camino.

Podíamos hacernos infinidad de preguntas sobre la salvación: ¿Para cuándo la salvación? ¿Salvación aquí o en el más allá? ¿Salvación material o salvación espiritual? ¿Nos salva Dios? ¿Nos salva Jesús? ¿Nos salvamos nosotros? ¿Salvan las obras o la fe? ¿Salva la religión? ¿Salvan los sacramentos? ¿Salva la oración, la limosna o el ayuno? ¿Nos salva la Escritura? ¿Cómo es esa salvación? ¿Salación individual o comunitaria? ¿Es la misma para todos? ¿Se puede conocer antes de alcanzarla? ¿Podemos saber si estamos salvados?

Resulta que es inútil toda respuesta, porque las preguntas están mal planteadas. Todas dan por supuesto que hay un yo que está perdido y debe ser salvado. Debemos darnos cuenta de que la salvación no es alcanzar la seguridad para mi yo individual, sino que consiste en superar toda idea de individualidad. La religión ha fallado al proponer la salvación del falso yo, que es el anhelo más hondo de todo ser humano. Salvarse es descubrir nuestro verdadero ser y vivir desde él la unidad con todos los demás seres.

En realidad todos se salvan de alguna manera, porque todo ser humano despliega algo de esa humanidad por muy mínimo que sea. Y nadie alcanza la plenitud de salvación porque, por muchos que sean los logros de una vida humana, siempre podría haber avanzado un poco más en el despliegue de su humanidad. Todos estamos, a la vez, salvados y necesitados de salvación. Esta idea nos desconcierta porque no satisface los deseos del ego.

Esforzaos por entrar por la puerta estrecha. Esta frase nos puede iluminar sobre el tema que estamos tratando. Pero la hemos entendido mal y nos ha metido por un callejón sin salida. El esfuerzo no debe ir encaminado a potenciar un yo para asegurar su permanencia incluso en el más allá. No tiene mucho sentido que esperemos una salvación para cuando dejemos de ser auténticos seres humanos, es decir, para después de morir.

La salvación no consiste en la liberación de las limitaciones que no acepto porque no asumo mi condición de criatura y por lo tanto limitada. Esas limitaciones no son fallos del creador ni accidentes desagradables que yo he provocado sino que forman parte esencial de mi ser. La salvación tiene que consistir en alcanzar una plenitud sin pretender dejar de ser criatura y limitada. La verdadera salvación es posible a pesar de mis carencias porque se tiene que dar en otro plano, que no exige la eliminación de mis imperfecciones.

Ni el sufrimiento ni la enfermedad ni la misma muerte pueden restar un ápice a mi condición de ser humano. Mi plenitud la tengo que conseguir con esas limitaciones, no cuando me las quiten. Lo que se puede añadir o quitar pertenece siempre al orden de las cualidades, no a lo esencial. Pensar que la creación le salió mal a Dios y ahora solo Él puede corregirla y hacer un ser humano perfecto es una aberración que nos ha hecho mucho daño. La salvación no puede consistir en cambiar mi condición de ser humano por otro modo de existencia.

Para tomar conciencia de dónde tenemos que poner el esfuerzo es imprescindible entender bien el aserto. Debemos desechar la idea de un umbral que debemos superar. No debemos hacer hincapié en la puerta sino en el que debe atravesarla. No es que la puerta sea estrecha, es que se cierra automáticamente en cuanto ‘alguien’ pretende atravesarla. Solo cuando tomemos conciencia de que somos ‘nadie’, se abrirá de par en par. Mientras no captes bien esta idea, estarás dando palos de ciego en orden a tu verdadera salvación.

No estamos aquí para salvar nuestro yo, sino para desprendernos de él hasta que no quede ni rastro de lo que creíamos ser. Cuando mi falso ser se esfume, quedará de mí lo que soy de verdad y entonces estaré ya al otro lado de la puerta sin darme cuenta. Cuando pretendo estar seguro de mi salvación o cuando pretendo que los demás vean mi perfección, en realidad estoy alejándome de mi verdadero ser y enzarzándome en mi propio ego.

En realidad no estamos aquí para salvarnos sino para perdernos en beneficio de todos. El domingo pasado decía Jesús: “He venido a traer fuego a la tierra, ¿qué más puedo pedir si ya está ardiendo? Todo lo creado tiene que transformarse en luz y la única manera de conseguirlo es ardiendo. El fuego destruye lo que no tiene valor, pero purifica lo que vale de veras. Debo consumir lo que hay en mí de ego y potenciar lo que hay de verdadero ser.

Somos como la vela que está hecha para iluminar, consumiéndose; mientras esté apagada y mantenga su identidad de vela será un trasto inútil. En el momento que le prendo fuego y empieza a consumirse se va convirtiendo en luz y da sentido a su existencia. Cuando nos pasamos la vida adornando y engalanando nuestra vela; cuando incluso le pedimos a Dios que, ya que es tan bonita, la guarde junto a Él para toda la eternidad, estamos renunciando a dar sentido de una vida humana, que es arder, consumirse para iluminar a los demás.

No sé quienes sois. Toda la parafernalia religiosa que hemos desarrollado durante dos mil años no servirá de nada si no me ha llevado a desprenderme del ego. El yo más peligroso para alcanzar una verdadera salvación es el yo religioso. Me asusta la seguridad que tienen algunos cristianos de toda la vida en su conducta irreprochable. Como los fariseos, han cumplido todas las normas de la religión. Han cumplido todo lo mandado, pero no han sido capaces de descubrir que en ese mismo instante, deben considerarse “siervos inútiles”.

Esta advertencia es más seria de lo que parece. Pero no tenemos que esperar a un más allá para descubrir si hemos acertado o hemos fallado. El grado de salvación que hayamos conseguido se manifiesta en la calidad de nuestras relaciones con los demás. No se trata de prácticas ni de creencias sino de humanidad manifestada con todos los hombres. Lo que creas hacer directamente por Dios no tiene ninguna importancia. Lo que haces cada día por los demás es lo que determina tu grado de plenitud humana, que es la verdadera salvación.

Fray Marcos

Lectio Divina – Domingo XXI de Tiempo Ordinario

Esforzaos en entrar por la puerta estrecha

INTRODUCCIÓN

“Para entender correctamente la invitación a «entrar por la puerta estrecha», hemos de recordar las palabras de Jesús que podemos leer en el evangelio de Juan: «Yo soy la puerta; si uno entra por mí será salvo» (Juan 10,9). Entrar por la puerta estrecha es «seguir a Jesús»; aprender a vivir como él; tomar su cruz y confiar en el Padre que lo ha resucitado. En este seguimiento a Jesús, no todo vale, no todo da igual; hemos de responder al amor de Padre con fidelidad. Lo que Jesús pide no es rigorismo legalista, sino amor radical a Dios y al hermano. Por eso, su llamada es fuente de exigencia, pero no de angustia. Jesucristo es una puerta siempre abierta. Nadie la puede cerrar. Sólo nosotros si nos cerramos a su perdón” (J.A.Pagola).

LECTURAS

1ª lectura: Isaías 66,12-21;      2ª lectura: Hebreos 12,5-7.11-13. 

EVANGELIO

Lc. 13,22-30

Jesús pasaba por ciudades y aldeas enseñando y se encaminaba hacia Jerusalén. Uno le preguntó: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?». Él les dijo: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta diciendo:  Señor, ábrenos; pero él os dirá: “No sé quiénes sois”. Entonces comenzaréis a decir: “Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas”. Pero él os dirá: “No sé de dónde sois. Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad”. Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, pero vosotros os veáis arrojados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos».

REFLEXIÓN

 1.– La puerta estrecha. En las antiguas ciudades amuralladas, había grandes puertas que estaban abiertas durante el día y por ellas entraban los camellos cargados de toda clase de mercancías. Y estas puertas se cerraban por la noche. Pero había una escondida muy pequeña por donde sólo podían entrar las personas. Esta es la puerta estrecha. No se puede atravesar cargado de dinero o de mercancías materiales.  Hay que ir ligeros de equipaje, como decía el Señor: “No llevéis nada por el camino: ni alforja ni bolsa” (Lc. 10,4).   Entonces, ¿qué debemos llevar? Lo que llevaba María:  el evangelio hecho vida.  Esa es la “puerta estrecha” que ha abierto tantas puertas a tantas personas. A los que viven el evangelio, al pasar por la “estrecha puerta de la muerte”, se les concede abrir otra puerta que ya nadie puede cerrar (Apo. 3,7).  Es la puerta grande y universal que nos lleva a la Resurrección. Una puerta a la esperanza, al amor, a la ilusión, al gozo eterno y verdadero.

2.- ¿Quién estará detrás de la puerta? La pregunta que le hicieron a Jesús en este evangelio era sobre números. ¿Son muchos los que se salvan? Jesús no está demasiado preocupado por los números. Jesús no entra en las cuestiones superficiales de las escuelas de los escribas y fariseos de entonces. A Jesús le encanta hablar de un Padre maravilloso que “hace salir el sol sobre buenos y malos y manda su lluvia sobre justos y pecadores” (Mt. 5,45).  A Jesús le interesa que todo el mundo se entere de lo bueno que es ese Padre que disfruta cuando están todos sus hijos alrededor de su mesa. A los discípulos también les interesaban preguntas semejantes: “Señor, cuando sucederá eso?  Estaban interesados por el tiempo. Tampoco eso le preocupa demasiado a Jesús. “Nadie sabe nada. Es algo que se ha reservado el Padre”. (Mt. 24,16). Detrás de atravesar la “puerta estrecha de la muerte” habrá un Padre “que nos sorprenderá”. Nos sorprenderá porque será mucho más maravilloso de lo que aquí habíamos soñado. Aquí sólo lo podíamos ver a través de “sombras y espejos. Allí le veremos cara a cara” (1Cor. 13,12).

3.- Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. El evangelio termina con una llamada a la “universalidad”. Por parte de Dios nadie puede estar excluido de la casa y de la mesa. El orgullo de un padre es ver a todos sus hijos alrededor de una mesa. Y la gloria del Padre, el orgullo de nuestro Padre Dios, es poder compartir con todos sus hijos “el vino de la alegría” en la mesa de su reino.  Este deseo de Dios nos debe incentivar a todos los que nos denominaos cristianos a ser cristianos de verdad y no de apariencias. Y vivimos en la verdad cuando intentamos ser coherentes entre lo que creemos y lo que vivimos. Más aún, en este mundo nuestro tan alejado de lo religioso, debemos dar testimonio de nuestra fe. La gente no nos va a preguntar por lo que sabemos de Dios. Pero sí les interesa que les digamos “a qué sabe Dios”. La gente necesita saber que con Jesús se vive muy bien, que es el “sentido de la vida”. Nos ha hablado de Dios desde la experiencia personal que Él ha tenido y, como resumen, sólo nos ha dejado una palabra: “Abbá”. Dios es un Papá maravilloso, encantador, comprensivo y perdonador. Como Padre sólo le interesa vernos felices.  Él es acogida “para todos”; alimento “para todos”; fiesta “para todos”. Por parte de Él, que no quede.

PREGUNTAS

1.- ¿Estoy convencido de que al llamarnos Jesús a entrar por la “puerta estrecha” es para abrir nuestra vida a la auténtica felicidad?

2.- ¿Me alegra el pensar que detrás de atravesar la “puerta estrecha” me voy a encontrar con un Padre maravilloso que me sorprenderá con su cariño?

3.- ¿Me encanta que la sala del banquete de Dios se llene de comensales?

ESTE EVANGELIO, EN VERSO, SUENA ASÍ:

El Mensaje de Jesús
es una preciosa oferta,
que promete «salvación»
al que acoge su propuesta.
El Mensaje es un «Banquete»
alrededor de una mesa,
con Dios y con los hermanos,
en sano ambiente de fiesta.
Jesús, a los invitados,
marca duras exigencias.
A la «Sala del Banquete»
conduce una «puerta estrecha»,
Los mendigos del placer,
los hinchados de soberbia,
los injustos, los violentos,
«no caben por esa puerta».
No vale decir: «Señor,
somos hijos de tu Iglesia».
Aquel que no se convierte,
llorando, se queda fuera.
Sólo pasan los humildes
que caminan por tus sendas,
los que te cantan con gozo:
«Eres, Señor, mi riqueza».
Gracias, Señor, por hablarnos
claramente, con franqueza.
Toma nuestro corazón
y nuestra vida en respuesta.

(Compuso estos versos José Javier Pérez Benedí)

ORACIÓN POR LA PAZ

Señor Jesús, ten piedad de nosotros y concédenos la paz y la unidad, no permitas que nos soltemos de tus manos y danos un corazón capaz de amar como tú nos amas. María Madre nuestra, auxílianos en estas difíciles horas de la tribulación, se nuestra fuerza y consuelo. Cúbrenos con tu manto y que la sangre de tu bendito Hijo nos proteja de todo mal.

Elegancia cristiana: ser agradecidos

El pasado domingo no pudimos detenernos en el samaritano de la parábola: por eso quedamos en meditarla durante la semana. Y he aquí que hoy el protagonista del Evangelio es otro samaritano; pero ahora no se trata de una parábola, sino de un impresionante encuentro con Jesús. Hoy el samaritano es este leproso que se separa del grupo de los que fueron curados por Jesús y que vuelve para dar gracias a Cristo.

La misericordia, el domingo pasado; hoy, la gratitud. Dos virtudes que aparecen en un extranjero, en un “intocable de Israel”. La figura de un hombre despreciado por la sociedad está de nuevo en el fondo de nuestra oración evangélica.

Todo el episodio de San Lucas es una ocasión espléndida para reflexionar sobre la necesidad –nótese bien: necesidad– que el hombre tiene de dar de continuo gracias al Señor.

Fijémonos bien en la escena. Unos hombres portadores de un germen repugnante, discriminados en la sociedad de Israel y llevados por la enfermedad y el rechazo social a una existencia miserable: un grupo de leprosos que se para delante de Jesús. “¡Maestro, ten piedad de nosotros!” Y sobre ellos cae la mirada amorosa de Cristo: “Id, mostraos a los sacerdotes”. Y al ir de camino aquellos cuerpos destrozados recobran la salud y el dinamismo. Una alegría salvaje asoma a los rostros mientras contemplan los miembros rejuvenecidos. Y corren y corren, mirando con ojos nuevos el mundo viejo. Pero uno de ellos paró en seco y dio marcha atrás. Quería compartir su alegría con el Señor y darle gracias.

Jesús no les había mandado que volvieran a agradecerle la curación, sino, como dice el texto, que se mostraran a los sacerdotes. Pero es que, hasta en lo humano, el Señor cuenta con la cortesía, con la elegancia del corazón. Hay cosas que no hay que mandar: se imponen por sí mismas… Por eso hay dolor en la mirada de Cristo cuando pregunta, como si no entendiera la ausencia: “¿Pero no son diez los curados? ¿Qué se ha hecho de los otros nueve?”. Los echa de menos… Los querría tener cerca… Y el samaritano, postrado en acción de gracias a los pies del Señor, es testimonio vivo del desamor de nueve hombres bendecidos por el amor de Dios. “Jesús le dijo: Levántate y vete; tu fe te ha salvado”. Y mientras decía a sus discípulos: “¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?”.

Esta es hoy la cuestión: con frecuencia los cristianos somos inelegantes, incorrectos, groseros en nuestras relaciones con Dios. Y esto, incluso prescindiendo de toda consideración sobrenatural: quedándonos en un punto de mira simplemente humano. Tenemos una gran propensión a pedir cosas materiales en la oración. Y es lógico que pidamos cosas al Dios que es todo poderoso: oración de petición, nacida de nuestra esencial indigencia. Pero también es lógico, y exigido, además por esa cortesía humana de que hablamos, que demos gracias al Señor —oración de agradecimiento— por los beneficios que nos imparte de continuo. “Es de bien nacidos ser agradecidos”, dice la sabiduría popular. Y sin embargo, nuestro trato con Dios a menudo no parece denotar muy noble cuna. ¡Cuántas veces nos hemos unido al caminar sin sentido de aquellos nueve leprosos!

Es emocionante comprobar en las Actas de los Mártires cómo las primeras generaciones de cristianos estaban penetradas de agradecimiento a la bondad de Dios, incluso en medio de persecuciones que parecían una hecatombe. Por eso, se impone recuperar el sentido de la acción de gracias en nuestras vidas, al estilo de aquel samaritano ex-leproso. Son muchos los motivos:

“Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día. —Porque te da esto y lo otro. —Porque te han despreciado. —Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes. / Porque hizo tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya. —Porque creó el Sol y la Luna y aquel animal y aquella otra planta. —Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso… / Dale gracias por todo, porque todo es bueno” (Camino, 268).

Pedro Rodríguez

¿Dónde va Vicente? Donde va la gente…

1.- Así decimos. Y no se puede ignorar que, como definíamos en la escuela al agua, hay gente incolora, inodora e insípida. Cuando el minero encuentra un pedrusco notable, no se contenta con observarlo y colgárselo del cuello. Él es consciente de que, para que sea una joya de valor, es preciso limpiarla, observarla, calcular cual ha de ser la talla más apropiada a la que se la debe someter, para que luzca de acuerdo con su categoría. Y una vez hecho el estudio, hay que empezar la labor, pulirla, escoger la montura que le permita destacar mejor sus facetas y reflejos. Un buen brillante, una preciosa esmeralda, son obra de la naturaleza, sí, pero también del trabajo minuciosos del joyero.

2.- ¿Se encuentran a montones los santos en el Reino de los Cielos? El Señor no ha querido darnos la estadística. Exactamente como nadie nos diría cuantas bellas piedras preciosas existen en el mundo. Lo único que podemos saber es como se logra convertir un simple fragmento de carbono puro cristalizado en el sistema cúbico, en el más bello objeto, capaz de, con sus facetas, ser el cuerpo que refleja mayor cantidad de la luz recibida, que eso es, dicho de otra manera, el brillante.

No sabemos cuantos brillantes puede haber en el mundo, ni siquiera de los de más quilates. No lo sabemos, estamos seguros de que cada uno de ellos es fruto de una labor meticulosa, de un oficio bien aprendido y ejercido, de aquí que gocen de alto precio y gran aprecio. Junto a un río, en sus últimos tramos, hay muchos guijarros, podemos tener todos los que queramos, sin otro esfuerzo que el de agacharnos a tomarlos. En estas piedras, elaborados por impetuosas y bruscas corrientes de agua en la montaña, nadie se fija. Creo yo que algo así os explicaría el Señor, si le preguntaseis si muchos alcanzan la talla de santos.

3.- No es garantía de éxito eterno el pertenecer a una congregación piadosa. No nos da seguridad llenar los rincones de la casa de imágenes religiosas, que dicen obran prodigios o traerse agua de manantiales milagrosos. Colgarse una medalla, ponerse una insignia, añadir continuamente la expresión «si Dios quiere» aunque se trate de una posible y fútil victoria deportiva. Establecer vínculos de amistad con jerarquías, tantos ritos y costumbres que se aprecian, sin aquilatar su valor, no son garantías de estar junto al Señor.

Cuánta gente sencilla, procedente de lejanos países, que tal vez no se acerquen a misa, porque les dijeron que su estado civil, dígase que les recriminan que no se han matrimoniado canónicamente, situación que no se les permite acceder a la iglesia, cosa que no es verdad. Cuantos que mienten para poder conseguir un trabajo o permanecer en el país al que han emigrado, cuantos que se apropian de lo que pertenece a otros y les sobra, porque tienen necesidad de ello para poder subsistir con su familia. ¡Tantos hay que no son sacerdotes de la Iglesia, como lo soy yo, y estoy seguro de que me pasan delante en el Reino de los Cielos!

4.- No olvido nunca, no quisiera que olvidarais vosotros, mis queridos jóvenes lectores, que es preciso ser generoso primero, ser también piadoso, acudir a los sacramentos para obtener vigor, dar testimonio de palabra de nuestra Fe, que hemos heredado muchas buenas costumbres y estudiado indicaciones de nuestras jerarquías, pero que, si no somos limpios de corazón, pacificadores de nuestro entorno, pobres voluntarios, para sacar de la pobreza a los que lo son injustamente, en una palabra fieles al cogollo del evangelio, que son las bienaventuranzas, muchos nos adelantarán en el sprint final, muchos los que saldrán delante nuestro, en la foto finish del final de la historia.

Pedrojosé Ynaraja

¿Quién va a querer apuntarse?

Desde hace tiempo, pero especialmente tras el confinamiento por la pandemia del coronavirus, he constatado cómo muchas personas, cada vez más, han adoptado una premisa de vida egocéntrica que se resume así: “Yo hago lo que quiero y que nadie venga a decirme nada”. Y esto se concreta en múltiples aspectos de la vida cotidiana: ausencia de las más elementales normas de educación y convivencia, comportamientos incívicos, falta de respeto a las autoridades, a las leyes y normas… Al sufrir alguna de estas actitudes y comportamientos, veo el abismo que media entre este estilo de vida y el que propone el Evangelio y pienso con humor triste: ¿Quién va a querer apuntarse a esto?

Porque las primeras palabras que Jesús nos ha dicho hoy en el Evangelio han sido: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. La primera palabra ya trae problemas: ¿Esforzaos? Si lo de la “cultura del esfuerzo” sólo lo defienden los deportistas y algunos anticuados como los miembros de la Iglesia, ahora lo que buscamos es precisamente lo contrario, realizar los mínimos esfuerzos posibles, tanto en lo físico como en lo emocional, afectivo… ¿Para qué esforzarse? Si al final, todo da lo mismo.

Y después, ¿entrar por la puerta estrecha? ¿A quién le gusta pasar estrecheces, sean de las que sean? Si lo que buscamos es la mayor comodidad en todo, tener las cosas “ya”, con sólo hacer click en la pantalla. ¿Para qué asumir algún compromiso en algo, para qué renunciar a algunas cosas, a tu tiempo y libertad… si al final todo da lo mismo?

Y si pasamos a la 2ª lectura, la cosa se pone peor. No rechaces la corrección del Señor, ni te desanimes por su reprensión… porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos. Evidentemente, la lectura no defiende la violencia verbal, emocional o física, pero “reprensión y castigo” son palabras “malditas” para muchos, que no tienen aplicación hoy, y se ha caído en el otro extremo: ¿cuántas veces, en la escuela, en un local público, en la calle… hemos sufrido el mal comportamiento de niños, adolescentes y jóvenes, y sus padres y madres no sólo no los corrigen, sino que, hayan hecho lo que hayan hecho, los defienden y se enfrentan a quien sea? ¿Cuántas veces los adultos reaccionamos con violencia cuando alguien, con razón, nos hace alguna corrección o crítica?

Por eso, “no me extraña”, aunque lo lamente, que la mayoría de la gente no quiera “apuntarse a esto”, no quiera asumir lo que es y supone el verdadero seguimiento de Cristo.

También algunos que se consideran cristianos se dejan llevar por este estilo de vida, contentándose con una fe “sociológica”, que sólo aparece en momentos puntuales (bodas, bautizos, comuniones, fiestas…), o limitándose a “cumplir” (hemos comido y bebido contigo) pero siguiendo después un estilo de vida que, en la práctica, poco se diferencia de quienes no son cristianos.

Pero ese estilo de vida tiene consecuencias negativas. No da lo mismo todo, y menos aún si tenemos presente lo que ha dicho Jesús: Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera… Jesús no nos está amenazando, sino que nos recuerda que en este mundo estamos de paso, y que nuestro destino es la casa del Padre, a cuya puerta llegaremos todos, más pronto o más tarde.

Pero no debemos “apuntarnos” a ser cristianos por miedo, sino teniendo presente que Dios os trata como a hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus hijos? No debemos olvidar que somos hijos de Dios; como buen Padre, Él nos ama infinitamente, se preocupa por nosotros y quiere nuestro mayor bien. Por eso, no rechaces la corrección del Señor, no te desanimes por su reprensión, que nos puede llegar por diferentes caminos: por su Palabra, por nuestra conciencia, por medio de otros cristianos…, porque aunque ninguna corrección resulta agradable, en el momento, si no que duele, luego produce fruto apacible de justicia.

¿He detectado y sufrido ese estilo de vida egocéntrico? ¿Caigo en él de algún modo? ¿Soy consciente de lo que es y supone ser cristiano? ¿Quiero “apuntarme” de verdad a esto? ¿Me duele que la mayoría “no quieran apuntarse”? ¿Descubro y acepto las correcciones del Señor?

Precisamente porque el estilo de vida egocéntrico nos influye, hoy el Señor nos hace esta llamada: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, viviendo como hijos de Dios, aceptando también sus correcciones, para mostrar a otros el camino y poder entrar un día en su Casa.

Comentario al evangelio – Domingo XXI de Tiempo Ordinario

EL PELIGRO DE CONFIARSE


“¿Qué significa esta «puerta estrecha»? ¿Por qué muchos no logran entrar por ella? ¿Acaso se trata de un paso reservado sólo a algunos elegidos? Si se observa bien, este modo de razonar de los interlocutores de Jesús es siempre actual: nos acecha continuamente la tentación de interpretar la práctica religiosa como fuente de privilegios o seguridades. En realidad, el mensaje de Cristo va precisamente en la dirección opuesta: todos pueden entrar en la vida, pero para todos la puerta es «estrecha». No hay privilegiados. El paso a la vida eterna está abierto para todos, pero es «estrecho» porque es exigente, requiere esfuerzo, abnegación, mortificación del propio egoísmo. (…) La salvación, que Jesús realizó con su muerte y resurrección, es universal”. (Benedicto XVI, 26 de agosto de 2007)

Qué bien cuando tenemos confianza en nosotros mismos.

Qué bien cuando sentimos que los demás confían en mí.
Qué bien cuando puedo contar con amigos con los que hablar de todo, de los que me puedo fiar y apoyar, sin miedo a que me dejen «colgado» o me la jueguen.
Qué bien cuando las relaciones con Dios se basan no en el miedo ni en la imposición ni en la costumbre, sino en la cercanía y la confianza.

Pero la «confianza» tiene sus peligros.
Tendemos a pensar que las cosas malas les pasan siempre a los demás.
Los accidentes de tráfico y trenes, o los contagios les ocurren a otros. A mí no.
Son otros los que pueden perder su trabajo. Eso no me puede pasar a mí.
Los atentados terroristas «pillan a otros», ocurren en otros sitios.
Los matrimonios que se rompen son los de otros. Los hijos que dan problemas son los de otros padres… etc.

          Y esa «confianza» nos puede hacer bajar la guardia, no ser precavidos, no «cuidar» y dejar que la rutina, el descuido o la desgana nos envuelvan y nos hagan perder lo mejor que tenemos: la vida, el amor…

           Esta imprudente confianza estaba haciendo mucho daño en el pueblo judío. Se creían tan seguros de Dios y de sí mismos que se permitían «reservarse» a Dios y sus favores en exclusiva, (Dios sólo salva a su pueblo, que somos nosotros), descartando  a otros que «no se lo merecían» (¡ay los dichosos méritos!). Ellos se preocupaban de sí mismos, de sus obligaciones religiosas, derechos y bienestar, y a menudo ignoraban a todos los demás.

           El profeta Isaías llega para dinamitar esa confianza y esa inercia que a menudo se volvía pasividad, y corregir sus esquemas. Proclama que Dios no es como ellos se han pensado, ni se están relacionando con el resto de los pueblos al gusto de Dios. Que Dios tiene el proyecto de reunir a gentes de todas las razas, naciones y lenguas, incluso de otras creencias y consagrar sacerdotes y profetas de entre ellos.  Es decir: que ellos no tienen ni la exclusiva ni la garantía de nada, y que si alguna consecuencia debiera derivarse de sus convicciones religiosas sería el trabajar por el bien de TODOS LOS PUEBLOS, dejar de hacer exclusiones según sus criterios «religiosos» y «nacionalistas» y tener cuidado, no sea que «se queden fuera» del proyecto y las promesas de Dios.

            Esa crédula «confianza» está detrás de la pregunta que le plantean a Jesús: «¿Serán pocos los que se salven?». Es una pregunta que hoy apenas se hace nadie. Tan preocupados y ocupados  andamos por vivir el presente, por nuestro bienestar, por los asuntos que nos traen los periódicos y revistas… que  eso de la «salvación» suena a palabra de otros tiempos.

           Por otro lado, muchos están convencidos de la respuesta: ¿Cuántos se salvarán? ¡Pues todos! Todas las religiones son igual de buenas para llegar a Dios. Incluso basta con ser buena persona, aunque uno no practique o crea en nada, para salvarse. El infierno, en el caso de que exista, debe estar vacío. Y tienen tanta «confianza» con Dios, con su bondad y su misericordia, que van dejando que la rutina, la dejadez y la mediocridad vayan envolviendo su fe y su estilo de vida, de manera que apenas se distinguen de los no creyentes o de los pertenecientes a otras religiones.
Aunque tal vez, con otro lenguaje, la preocupación por la salvación forma parte de la esencia del hombre. Hoy -al menos algunos que encuentran tiempo para pensar- se preguntan: ¿Cómo hacer que mi vida merezca la pena? ¿Qué necesito para ser plenamente feliz? ¿Dónde está la puerta de la felicidad y cómo se entra por ella?

Con respecto al número de los que se salvan Jesús no responde directamente. Pero sí habla del «cómo» de un modo que no nos resulta muy agradable: Habla de «esfuerzo» y de «estrecheces«. Tampoco nos resulta agradable -2ª lectura- que Dios nos corrija. No nos gustan esas palabras del Evangelio: «No os conozco, no sé quienes sois, alejaos de mí», a pesar de que hayamos comido en su mesa, hayamos oído mil predicaciones, nos conozcamos las doctrinas y orientaciones de la santa madre Iglesia, e incluso tengamos algún compromiso con alguien, o en alguna institución humanitaria…

              Jesús nos dice que el camino de la salvación, o de la felicidad, o de la vida que merezca la pena tiene que ver con el esfuerzo, el sacrificio y las dificultades. No nos aclara si serán pocos, aunque en otro lugar afirma que «son muchos los invitados, pero pocos los elegidos» (Mt 22, 14). Pero sí que nos invita a mirarnos a nosotros mismos y a preguntarnos: ¿Cómo está de fresca, de viva, de activa nuestra fe, nuestra experiencia de Dios? Es verdad que el camino de la oración, del estudio de las Escrituras, el camino de la justicia, del perdón, de la acogida al que no es de los nuestros… tiene muchas dificultades. Pero justamente esa es la puerta estrecha  por la que tengo que atravesar. O dicho con otras palabras de Jesús:«Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos» (Jn 10, 10).

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf