Vísperas – Lunes XXVII de Tiempo Ordinario

VÍSPERAS

LUNES XXVII TIEMPO ORDINARIO

INVOCACIÓN INICIAL

V/. Dios mío, ven en mi auxilio
R/. Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

Ahora que la noche es tan pura,
y que no hay nadie más que tú,
dime quién eres.

Dime quién eres y por qué me visitas,
por qué bajas a mí que estoy tan necesitado
y por qué te separas sin decirme tu nombre.

Dime quién eres tú que andas sobre la nieve;
tú que, al tocar las estrellas, las haces palidecer de hermosura;
tú que mueves el mundo tan suavemente,
que parece que se me va a derramar el corazón.

Dime quién eres; ilumina quién eres;
dime quién soy también, y por qué la tristeza de ser hombre;
dímelo ahora que alzo hacia ti mi corazón,
tú que andas sobre la nieve.

Dímelo ahora que tiembla todo mi ser en libertad,
ahora que brota mi vida y te llamo como nunca.
Sostenme entre tus manos, sostenme en mi tristeza,
tú que andas sobre la nieve. Amén.

SALMO 44: LAS NUPCIAS DEL REY

Ant. Eres el más bello de los hombres; en tus labios se derrama la gracia.

Me brota del corazón un poema bello,
recito mis versos a un rey;
mi lengua es ágil pluma de escribano.

Eres el más bello de los hombres,
en tus labios se derrama la gracia,
el Señor te bendice eternamente.

Cíñete al flanco la espada, valiente:
es tu gala y tu orgullo;
cabalga victorioso por la verdad y la justicia,
tu diestra te enseñe a realizar proezas.
Tus flechas son agudas, los pueblos se te rinden,
se acobardan los enemigos del rey.

Tu trono, oh Dios, permanece para siempre,
cetro de rectitud es tu centro real;
has amado la justicia y odiado la impiedad:
por eso el Señor, tu Dios, te ha ungido
con aceite de júbilo
entre todos tus compañeros.

A mirra, áloe y acacia huelen tus vestidos,
desde los palacios de marfiles te deleitan las arpas.
Hijas de reyes salen a tu encuentro,
de pie a tu derecha está la reina,
enjoyada con oro de Ofir.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Eres el más bello de los hombres; en tus labios se derrama la gracia.

SALMO 44:

Ant. ¡Que llega el Esposo, salid a recibirlo!

Escucha, hija, mira: inclina tu oído,
olvida tu pueblo y la casa paterna;
prendado está el rey de tu belleza:
póstrate ante él, que él es tu señor.
La ciudad de Tiro viene con regalos,
los pueblos más ricos buscan tu favor.

Ya entra la princesa, bellísima,
vestida de perlas y brocado;
la llevan ante el rey, con séquito de vírgenes,
la siguen sus compañeras:
la traen entre alegría y algazara,
van entrando en el palacio real.

«A cambio de tus padres, tendrás hijos,
que nombrarás príncipes por toda la tierra.»

Quiero hacer memorable tu nombre
por generaciones y generaciones,
y los pueblos te alabarán
por los siglos de los siglos.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. ¡Que llega el Esposo, salid a recibirlo!

CÁNTICO de EFESIOS: EL DIOS SALVADOR

Ant. Cuando llegó el momento culminante, Dios recapituló todas las cosas en Cristo.

Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante Él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.

Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Éste es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Cuando llegó el momento culminante, Dios recapituló todas las cosas en Cristo.

LECTURA: 1Ts 2, 13

No cesamos de dar gracias a Dios, porque al recibir la palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece operante en vosotros los creyentes.

RESPONSORIO BREVE

R/ Suba mi oración hasta ti, Señor.
V/ Suba mi oración hasta ti, Señor.

R/ Como incienso en tu presencia.
V/ Hasta ti, Señor

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ Suba mi oración hasta ti, Señor.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Proclame siempre mi alma tu grandeza, oh Dios mío.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Proclame siempre mi alma tu grandeza, oh Dios mío.

PRECES

Glorifiquemos a Cristo, que ama a la Iglesia y le da alimento y calor, y digámosle suplicantes:

Atiende, Señor, los deseos de tu pueblo.

Señor Jesús, haz que todos los hombres se salven
— y lleguen al conocimiento de la verdad.

Guarda con tu protección al papa y a nuestro obispo,
— ayúdalos con el poder de tu brazo.

Ten compasión de los que buscan trabajo,
— y haz que consigan un empleo digno y estable.

Sé, Señor, refugio del oprimido
— y su ayuda en los momentos de peligro.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Te pedimos por el eterno descanso de los que durante su vida ejercieron el ministerio para bien de tu Iglesia:
— que también te celebren eternamente en tu reino.

Fieles a la recomendación del Salvador, nos atrevemos a decir:
Padre nuestro…

ORACION

Dios todopoderoso y eterno, que has querido asistirnos en el trabajo que nosotros, tus pobres siervos, hemos realizado hoy, al llegar al término de este día, acoge nuestra ofrenda de la tarde, en la que te damos gracias por todos los beneficios que de ti hemos recibido. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

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Lectio Divina – Lunes XXVII de Tiempo Ordinario

«Maestro, ¿que he de hacer para tener en herencia vida eterna?»

1.- Oración introductoria.

Señor, antes de entrar a conocer esta bella enseñanza sobre el amor concreto al hermano, necesito rezar. ¿Quién es capaz de tener misericordia de un desconocido y tratarle con ese mimo que lo trata el buen samaritano? Sólo aquel que tiene el Espíritu de Jesús. Por eso yo, en esta oración, te pido que me des tu Santo Espíritu para que pueda cumplir con el mandamiento del amor.

2.- Lectura reposada del Evangelio. Lucas 10, 25-37

Se levantó un legista, y dijo para ponerle a prueba: «Maestro, ¿que he de hacer para tener en herencia vida eterna?» Él le dijo: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?» Respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo». Díjole entonces: «Bien has respondido. Haz eso y vivirás». Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «Y ¿quién es mi prójimo?» Jesús respondió: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, cercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: «Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva.» ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismo».

3.- Qué dice el texto.

Meditación-reflexión.

Dentro de la gran “sección del camino” (Lc. 9,51-19,28) se encuentra la parábola del Buen Samaritano. Esto quiere decir que, entre las cosas esenciales para ser un buen seguidor de Jesús, está el amor concreto al hermano necesitado. Los personajes están elegidos por Jesús. El sacerdote y el levita son hombres religiosos que vienen de cumplir sus ceremonias solemnes en el Templo. El samaritano es, para los judíos, un hereje, un enemigo del pueblo de Dios. Y ese que está herido en el suelo, ¿Quién es? ¿De dónde vine? No lo sabemos. Sólo sabemos que es un hombre. Nada más. ¡Y nada menos! Pues bien,  en esta parábola este desgraciado, excluido, abandonado y medio muerto, es el protagonista de la Parábola. Por él pasan el sacerdote y el levita, hombres religiosos que bajan del Templo. Éstos le ven y dan un rodeo. Y dice Jesús:” No se puede ir a Dios dando rodeos al hombre”.  También, por aquel camino, pasa un samaritano, uno que nunca visita el Templo de Jerusalén, y éste no pasa de largo: siente compasión de él,  se baja de la cabalgadura, le cura con aceite y vino,  lo lleva al posadero y se hace cargo de él. Y pregunta Jesús: ¿Quién de los tres te parece que fue prójimo?  Respuesta del legista: “El que practicó la misericordia”. El legista le hace una pregunta teórica: ¿Quién es mi prójimo? Y Jesús le lleva a dar respuesta a una necesidad concreta. El amor no consiste en bonitas teorías sino en bajar a la arena y cargar con aquella persona  que nos necesita, sin pedir su carnet de identidad. Si alguien te pregunta por Dios, ya sabes la respuesta: Dios es amor, Dios es todo corazón, y está muy cerca de mí. Es mi próximo. El judío se sitúa ante la ley, y se pregunta: ¿Qué me pasará si quebranto esta  ley? El cristiano se debe preguntar: ¿Qué será de mi hermano necesitado si no le ayudo?

Palabra del Papa

“En cambio el samaritano, cuando vio a ese hombre, “sintió compasión” dice el Evangelio. Se acercó, le vendó las heridas, poniendo sobre ellas un poco de aceite y de vino; luego lo cargó sobre su cabalgadura, lo llevó a un albergue y pagó el hospedaje por él… En definitiva, se hizo cargo de él: es el ejemplo del amor al prójimo. Pero, ¿por qué Jesús elige a un samaritano como protagonista de la parábola? Porque los samaritanos eran despreciados por los judíos, por las diversas tradiciones religiosas. Sin embargo, Jesús muestra que el corazón de ese samaritano es bueno y generoso y que —a diferencia del sacerdote y del levita— él pone en práctica la voluntad de Dios, que quiere la misericordia más que los sacrificios. Dios siempre quiere la misericordia y no la condena hacia todos. Quiere la misericordia del corazón, porque Él es misericordioso y sabe comprender bien nuestras miserias, nuestras dificultades y también nuestros pecados. A todos nos da este corazón misericordioso. El samaritano hace precisamente esto: imita la misericordia de Dios, la misericordia hacia quien está necesitado. (S.S. Francisco, 14 de julio de 2013)

4.- Qué me dice hoy a mí este texto ya meditado. (Guardo silencio)

5.- Propósito: No hacer nunca del amor una bella teoría.

6.- Dios me ha hablado hoy a mí a través de su Palabra y ahora yo le respondo con mi oración.

Señor, quiero acabar esta oración pidiéndote que me tome en serio el amor concreto a mis hermanos que me necesitan. No quiero dar rodeos, ni buscar excusas, como el sacerdote y el levita.  Quiero dar una respuesta clara, concreta y eficaz, como lo hizo el buen Samaritano. Éste no sólo dio su aceite, su vino, su dinero, sino también su tiempo y su persona.

La consecuencia del pecado

1.- La primera lectura y el evangelio nos introducen en el mundo triste de la enfermedad, en una de sus expresiones más dolorosas, la lepra. Desde la lepra, la enfermedad, consecuencia del pecado, el profeta Eliseo y el mismo Cristo toman actitudes de liberación. Si la enfermedad es una triste consecuencia del pecado, hay que librar al hombre del pecado y de su consecuencia.

La marginación, el hambre, el analfabetismo, la desnutrición y tantas otras cosas miserables que entran por todos los poros de nuestro ser, son consecuencias del pecado, del pecado de aquellos que lo acumulan todo y no tienen para los demás; y también, del pecado de los que no teniendo nada, no luchan por su promoción. Son conformistas, haraganes, no luchan por promoverse. Pero muchas veces no luchan, no por su culpa; es que hay una serie de condicionamientos, de estructuras, que no lo dejan progresar. Es un conjunto, pues, de pecado mutuo. Es la cultura del pecado y la muerte.

Y de ese pecado institucionalizado, injusticia hecha ambiente, de allí derivan situaciones que las lecturas de hoy nos las plastifican en la figura del leproso de Siria que llega a buscar redención junto a un profeta de Dios y en la angustia de diez leprosos que gritan a Cristo: “Señor, ten piedad de nosotros“.

2.- En estos enfermos cabe mirar hoy esta muchedumbre lánguida que grita, desde su marginación, una liberación que no les llega de ninguna parte. Y la Iglesia fiel a Jesucristo sería cruel, si como los sacerdotes del evangelio dan media vuelta, se van de largo y no se fijan en el pobre herido del camino. Cristo se enfrenta, y el profeta Eliseo también, a la situación. La lepra había inspirado unas leyes terribles en el pueblo de Dios. El que se encuentra marcado con esa enfermedad espantosa, tiene que salir de la comunidad humana y tiene que irse a vivir a los montes y cada vez que se acerca a una persona tiene que gritar: “Inmundo, inmundo“. Sonaba como un grito de sepulcro esa voz de los pobres leprosos que desde los caminos gritaban al que se acercaba para que se apartara de ahí: “Inmundo, sucio, no te acerques, te vamos a contaminar”.

Esta angustia los obligaba a reunirse, sociedad en el dolor. El hombre tiene derecho a asociarse, aunque sea un leproso, un campesino, un obrero. Un hombre que necesita surgir de su postración se apoya en otros. Cristo ve acercarse una organización de leprosos. Por cierto, uno de ellos era samaritano, y los samaritanos y los judíos no se entendían. Este samaritano no se sentía mal, sino al contrario, se sentía hermano de sus enemigos políticos, los judíos, y con ellos va al encuentro del Señor.

Naamán era un extranjero y por una noticia de una muchacha, una sirvienta de su casa que era judía, que le dice: “En mi tierra hay un profeta, él te podría curar”. Aquel hombre con todo el orgullo de su casta, su situación social, al fin atiende la vocecita de aquella sirvienta. Y va y sucede lo que hoy se ha leído. Cuando llega al profeta Eliseo, Eliseo le dice: “Vete a bañarte siete veces en el río Jordán”. La primera reacción de Naamán es de soberbia: “¿Para esto he hecho un viaje tan largo? ¿Qué acaso no hay ríos más buenos en mi tierra? Y hoy el profeta me manda simplemente una cosa; ni siquiera se ha dignado venir él”. Y el criado de Naamán le dice: “Si te hubiera mandado una cosa más difícil, la harías por tu salud. Cuándo más que es simplemente meterte al río siete veces. Obedece”. Y obedece; y cuando se sale del río ya purificado de su lepra, este hombre corre al profeta Eliseo para decirle la palabra de la fe: “Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra, más que el de Israel. Recibe este presente”. Y Eliseo no quiso recibir nada.

Figura simpática la de Eliseo. Pertenece al libro de los Reyes. Todavía no son los profetas los protagonistas de la historia de Israel. Los reyes son, entre los cuales se destaca Salomón y David, que le han dado la constitución política al Reino de Israel. Pero siempre junto a esos reyes había hombres como los confesores, como los predicadores que actualmente tenían los reyes católicos. Uno de éstos era Elíseo, una especie de confesor del rey, que el soplo de la palabra divina llegaba a la política de los reyes a través de sus profetas. Y dichosos los gobernantes que atendían la voz de sus profetas y pobres los gobernantes que despreciaban las voces de los profetas. De esto están llenas estas páginas del libro de los Reyes.

Uno de esos profetas que compartían su vida entre el consejo de la corte, donde iba a aconsejar al rey Jeroboán, y su vida común de los hermanos profetas (se llamaban esas comunidades donde los profetas en oración, en meditación, escuchaban la palabra de Dios para llevarla luego al mundo), Eliseo, que comprendió en su meditación y en su misma actuación frente a la corte que él no era más que un instrumento de Dios, tenía de sí un concepto tan humilde, que cuando este sujeto del milagro le quiere ofrecer grandes cantidades de dinero que traía para recompensar al que le hiciera el favor de limpiarlo, no le recibe nada. Le dice el profeta: “Juro por Dios, a quien sirvo, que no aceptaré nada”.

(El sacerdote como Eliseo tiene que sentir: Todo lo que doy es de Dios. La palabra que hoy estoy dando es de Dios. Si por ella me alaban, me aplauden y yo me quedo con esos aplausos, yo le robo a Dios. Mi palabra no es mía, es de Dios. Si alguien se quisiera enriquecer egoístamente, valiéndose de su ministerio sacerdotal, estaría cometiendo un sacrilegio. “Lo que recibisteis gratuitamente –nos dice la Biblia– dadlo gratuitamente”. Y el pueblo sabe responder. No nos podemos quejar. Y como san Pablo, decimos, con tal de tener con qué comer, con qué vestirnos, dónde vivir, es suficiente.)

El profeta oye una confesión más humilde de aquel que es asirio. Entonces –le dice– permite que entreguen a tu servidor una carga de tierra de este reino que puede llevar un par de mulas, porque en adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios de comunión a otro Dios que no sea el Señor. He aquí un convertido, un pagano que no conocía al Dios de Israel, y por la actitud de un profeta lo conoce y se convierte en un adorador del verdadero Dios.

3.- En este mundo de la enfermedad y de la conversión nos encontramos a los diez leprosos del evangelio. ¡Qué triste figura! Queremos pensar en el dolor humano, en la desgracia de la humanidad, en los quejidos del sufrimiento en la noche, la tristeza del que llega teniendo que dejar su familia para internarse en un hospital. Pensemos en las largas colas de enfermos esperando en nuestros hospitales para buscar un poco de salud que no lo llegan a encontrar. Y pensemos, también, en el enfermo de familia.

La sociedad civil se organiza y puede desplazar a la Iglesia en su obra de beneficencia, no importa; la Iglesia siempre tendrá una mística muy especial para el sufrimiento, que no la pueden dar todas las técnicas de médicos y de enfermos y de hospitales bien equipados. Esos centros, esas técnicas, muchas veces cosifican, es decir, hacen del enfermo una cosa. Ya casi ni se le llama por su nombre, sólo el número, el enfermo número tal, como si fuera algo irracional. Se olvida que el enfermo es ante todo una persona, que necesita cariño, que necesita caridad, que necesita la ternura de un corazón, que no basta una enfermera muy técnica en poner inyecciones y transfusiones, pero que trata al enfermo de cualquier manera.

Es necesario humanizar las relaciones con los que sufren, con los que parecen inútiles. El gran misterio nos lo deja Cristo: en el día del juicio nos va a juzgar en la medida en que tratamos al necesitado, porque “todo lo que hiciste con uno de ellos, conmigo lo hiciste”.

Es necesario promover todo el hombre. Y aquí tenemos, cuando Cristo se preocupa del enfermo del cuerpo, lo está salvando no sólo en su alma. Hay una espiritualidad peligrosa en nuestro tiempo, como una reacción contra el lenguaje nuevo de la Iglesia, que habla de liberación, de derechos humanos, que protesta por los ultrajes de la persona, que reclama los abusos del poder político. Contra esa actitud leal de la Iglesia se reacciona, diciendo que la Iglesia tiene que predicar sólo la espiritualidad, sólo de un Dios, de un reino de los cielos, y que no nos preocupemos de la tierra. No se dan cuenta que están descoyuntando el evangelio, que Cristo que vino a salvar a los hombres tuvo cuidado, también, de sus cuerpos; y a los diez leprosos, como Eliseo a Naamán, los cura, usando el ministerio de los sacerdotes: “Vayan a mostrarse a los sacerdotes”.

4.- Cristo respeta las leyes eclesiásticas de su tiempo, como las debemos de respetar todos. Si los sacerdotes de hoy hubiéramos caído en las tremendas deficiencias del sacerdocio en tiempo de Cristo, allí está Cristo dándonos el ejemplo, respeto a las leyes que están en manos de los sacerdotes: “Vete a mostrar a los sacerdotes”. Y cuando iban de camino quedaron curados por su obediencia. De seguro que continuaron llegando al sacerdote para que impusiera las manos y los incorporara, ya sanos, al pueblo de Dios.

Pero este samaritano, precisamente el enemigo político del pueblo de Jesús, vuelve ante Jesús el judío, pero que es Dios, y de rodillas, de bruces, cantando gloria a Dios, le da gracias porque lo ha curado. He aquí el hombre que siente que la promoción de la Iglesia no solamente es el perdón de su pecado, sino que también le ha dado salud a su cuerpo. La Iglesia está empeñada hoy en cómo no se puede separar la promoción humana, el cuidado de los cuerpos, de los derechos humanos de la tierra, de esta obra de evangelización de la Iglesia; de tal manera que no hay por qué poner una dicotomía entre los derechos de Dios y los derechos del hombre, como si el que habla de los derechos de Dios se olvidara de los derechos del hombre o viceversa. Cuando hablamos de los derechos del hombre, estamos pensando en el hombre imagen de Dios, estamos defendiendo a Dios.

Este leproso que curó el profeta Eliseo, venía de un país extranjero. Cristo lo hace notar una vez en su evangelio, cuando dice: “Había muchos leprosos en Israel en tiempos de Eliseo; sin embargo, a ninguno de ellos fue enviado, sino a Naamán, el Sirio”. Un Sirio, un pagano, uno que vivía más allá de las fronteras, y en aquel tiempo no ser judío era ser considerado como perro, como extraño. Si un perro, un extraño, viene al profeta inspirado por Dios, sabe que Dios es padre de todos los hombres, que para Dios no hay quienes se sientan a la mesa y quienes se quedan como perros a recibir las migajas, que para Dios todos son comensales del gran banquete de la vida que él nos ha servido

La Iglesia desde todos los tiempos se ha preocupado por llevar la promoción a todos los pueblos de la tierra, no para apoderarse del poder de nadie. La Iglesia no pretende el poder de la tierra, pero sí pretende implantar en el poder de la tierra el reino de Dios, que hará más justo el poder de la tierra y hará más comprensivo al pueblo gobernado cuando lo ilumine un sentido de justicia y de verdadera promoción, cuando se sienta que la participación en política es un derecho que se respeta en todos los ciudadanos; porque a todos los hombres la Iglesia les predica su participación como hijos de Dios, con los talentos que cada uno ha recibido para el bienestar de todos.

5.- A través de esa promoción del cuerpo, Cristo ha logrado la promoción del espíritu. El milagro de Naamán termina con esta palabra hermosísima: “Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel, y permíteme llevar tierra de este reino, para no adorar de aquí en adelante más que al Dios verdadero“. Allá termina la promoción, en unir al hombre con Dios. Y el leproso agradecido: volvió, dando gloria a Dios, a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Así termina la promoción de la Iglesia, postrando los hombres ante Cristo…

Antonio Díaz Tortajada

Comentario – Lunes XXVII de Tiempo Ordinario

Lc 10, 25-37

En esto, un Doctor de la Ley le preguntó a Jesús: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar vida eterna?»

¿Me hago yo también esa misma pregunta?

¿Qué respuesta personal y espontánea daría yo a esa pregunta? La vida… La vida eterna…

Si nuestra vida terminara con la muerte, seríamos los más desgraciados de los hombres. La vida temporal, la que tiene un término, es corta. Todo lo finito es corto. Y si bien hay en ella algunas alegrías, habitualmente es difícil soportarla, sobre todo conforme van pasando los años: toda la literatura, antigua y moderna es copiosa en señalar lo trágico de la «condición humana». Sería ingenuo cerrar los ojos a esa realidad.

Siempre los hombres han esperado «otra vida». Jesús también habló a menudo de ella, y aun decía que esa vida eterna ya ha comenzado, está en camino, si bien inacabada, naturalmente.

¿La deseo? ¿Pienso en ella? ¿Comienzo a vivirla?

Jesús le preguntó: «¿Qué está escrito en la Ley?»

En lugar de contestar a la pregunta, del jurista, Jesús le propone a su vez otra pregunta, obligándole a tomar, él, posición.

¡La vida eterna no es ciertamente una pregunta que los demás podrían resolver en mi lugar!

El jurista contestó: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda la mente… Y a tu prójimo como a ti mismo»… Jesús le dijo: «Bien contestado. Haz eso y tendrás la vida.»

El Doctor de la Ley citó el Deuteronomio, 6,5 y el Levítico 19, 18. Amar, amar a Dios y al prójimo. No es pues algo nuevo. No es original. Todas las grandes religiones tienen en común esa base esencial. Esto forma ya parte del Antiguo Testamento. El mensaje de Jesús se basa primero en esa gran actitud, eminentemente humana.

¿Quién es mi prójimo?

Es ahí donde empieza toda la novedad ciertamente revolucionaria del evangelio. Lucas nos aporta aquí un relato escenificado por Jesús. Lucas es el único evangelista que nos ha comunicado esa página admirable que, de otra parte está en la línea recta de todo el evangelio. ¡El amor al prójimo, para Jesús, va hasta al «enemigo»! Es preciso repetírnoslo.

Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó… lo asaltaron unos bandidos y lo dejaron medio muerto, al borde del camino… Pasó un sacerdote, luego un levita que lo vieron y pasaron de largo… Pero un samaritano…

Hemos visto en Lucas 9, 52-55 cuan detestados eran los samaritanos.

¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo…?

Jesús da completamente la vuelta a la noción de prójimo. El legista había preguntado «quién es mi prójimo» -en sentido pasivo-: en este sentido los demás son mi prójimo. Jesús le contesta: ¿«de quién te muestras tú ser el prójimo»? -en el sentido activo-: en este sentido somos nosotros los que estamos o no próximos a los demás.

El prójimo, soy «yo» cuando me acerco con amor a los demás.

No debo preguntarme: ¿«quién es mi prójimo»?, sino ¿«cómo seré yo el prójimo del otro, de cualquier otro hombre?» Cerca de mí, ¿quiénes son los despreciados, mal considerados, difíciles de amar?

El samaritano al verlo le dio lástima, se acercó a él y le vendó las heridas, lo montó en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada… ¡Anda, haz tú lo mismo!

Amar, no es ante todo un sentimiento; es un acto eficaz y concreto.

Noel Quesson
Evangelios 1

Levántate, vete; tu fe te ha salvado

Su carne quedó limpia de la lepra

Bien sabemos que la enfermedad de la lepra es algo descrito con frecuencia en la Sagrada Escritura, y que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento son muchos los ejemplos donde se nos habla de esta afección, especialmente cuando Jesús lleva a cabo milagros de sanación en los enfermos.

La lepra como enfermedad está relacionada con una manifestación exterior y palpable, que provocaba el rechazo y la exclusión de la sociedad. La lepra como condición de vida remite a la presencia del mal: un estado de impureza o un castigo, de los cuales solo Dios puede liberarnos. Por esta razón, en el mundo rabínico curar a un leproso era prácticamente lo mismo que resucitar a un muerto: algo que solo Dios podía hacer.

El relato de la primera lectura de este domingo nos habla de Naamán el sirio, cuya carne quedó limpia de la lepra como la de un niño (cf. 1 Re 5,15). No debemos detenernos solo en la acción física de la curación de la piel, sino en la simbología que existe dentro del relato: se nos habla tanto de la curación integral del cuerpo como de la renovación del espíritu. Ser leproso no solo era una cuestión exterior, física y palpable. Naamán, después de lavarse siete veces en las aguas de Siloé, dejaría atrás toda impureza y quedaría totalmente curado. Por tanto, la limpieza y la sanación de la lepra en Naamán apuntan también al sentido religioso y espiritual de la persona.

Podríamos preguntarnos: «¿Cuáles son nuestras lepras?, ¿de qué necesito ser purificado y redimido?, ¿qué me excluye de la Iglesia, de la sociedad y del mundo en el que vivo?».

Maestro, ten compasión de nosotros

Si bien en la primera lectura se nos habla de un leproso, en el Evangelio ya nos encontramos con diez, pero lo más significativo es que solo uno de ellos —el samaritano— fue el único capaz de mostrarse agradecido con Dios, alabándolo con grandes gritos. La compasión ofrecida por Jesús es para todos: no ha habido distinción con ninguno de los enfermos que se acercaron a él. Todos recibieron el mismo trato y todos fueron sanados de su enfermedad.

Muchas veces no somos consciente de lo necesitados que estamos de Dios. Entretenidos en las rutinas de la vida y absorbidos por nuestro trabajo, ocupaciones y demás preocupaciones, no somos consciente de que caemos en un círculo vicioso, un ciclo en el que vivir sin Dios se convierte en algún habitual.

La enfermedad de la lepra fue el motivo que estas personas encontraron para suplicarle a Dios su compasión. ¿Cuáles son las razones que tenemos hoy para que el Señor tenga compasión de nosotros?

Quizá nuestra «lepra» es el olvido de Dios: creer que lo podemos todo y que somos la fuente de nuestro ser. Otra «lepra» puede ser el egoísmo: mirarnos solo a nosotros mismos como si fuéramos el centro del universo. Hay muchos modos de ser un «leproso contemporáneo».

Nadie quiere estar enfermo y, por tanto, no creo que queramos vivir con el lastre de la lepra. Como cristianos, necesitamos la compasión de unos con otros. «Ten compasión de nosotros, Señor» (Lc 17,13). La reacción de Jesús es inmediata: hay que acogerlos; nada ha de ser obstáculo para atender a los que sufren.

Porque somos vulnerables; porque nuestra vida es frágil; porque nuestras consciencias están adormecidas por el consumismo, las pantallas, la telebasura…; porque no hacemos todo el bien que podríamos, ni somos los suficientemente generosos con los demás, pidamos a Dios que tenga compasión de nosotros.

La fe se vive desde la gratuidad

Lo vemos con claridad en el samaritano luego de haber sido sanado: el resto de los leprosos siguieron el camino, pero este se quedó alabando a Dios con gritos de júbilo y se echó por tierra a los pies de Jesús dándole gracias.

A veces vamos por la vida sin agradecer las bondades que recibimos cada día. Sucede que nos volvemos pesimistas y negativos, y entonces parece que todo está mal y nada tiene solución. La gratitud nos ayuda a vivir una vida más serena, más plena. Contento de haber sido curado, el samaritano no hace otra cosa distinta que vivir agradecido con Dios.

Para llevar una vida satisfactoria, el cristiano ha de purificar su mirada de las muchas «lepras» que le impiden ver la bondad de Dios en el prójimo y en todo lo creado. Esa purificación no es un ejercicio de un solo día, sino una actividad constante. Debemos purificar también nuestros oídos y nuestras palabras de todo aquello que nos separa o nos impide hacer el bien, sea pensado, escuchado, expresado o llevado a cabo. En definitiva, se trata de una purificación del corazón que nos permite ser conscientes de la gratuidad en la que estamos envueltos.

El pagano Naamán, al igual que el samaritano curado del Evangelio de hoy, manifiesta una inmensa gratitud. No es casualidad que se trate de dos personas que no pertenecían directamente al pueblo de Dios: precisamente, cuanto más excluidos parecían estar, más les alegra sentirse y saberse curados.

El don de la fe lo recibimos gratuitamente, así como el don de la vida. La vida y la fe son un regalo: ante estos dones, nuestra mejor respuesta debería ser —como la del samaritano— la gratitud.

Levántate, tu fe te ha salvado

La fe, como dice santo Tomás de Aquino, es la primera virtud en el orden de la eficiencia. Sin la fe de este leproso, no hubiera sido posible su salvación. El enfermo samaritano, al igual que Naamán el sirio, nos ilustran sobre el don de la fe.

Todos los milagros o signos obrados por Jesús son precedidos por la acogida de la fe por parte de cada uno de los protagonistas. Este dato nos recuerda que sin fe es imposible que Jesús pueda actuar.

En el caso del leproso del Evangelio, su fe lo mueve a la alabanza y la gratuidad; ahora bien, es sobre todo su fe la que permite el inicio de su salvación. «Tu fe te ha salvado» (Lc 17,19) En este sentido en la segunda lectura nos encontramos con un himno cristológico: una declaración de fe y de confianza que Pablo dirige a Timoteo.

Es cierto que no podemos medir nuestra fe: no existe un barómetro que nos diga si tenemos mucha o poca fe; pero sí que podemos hacernos respuestas muy personales. El sentido de la fe no siempre nos viene de fuera, sino que es un misterio que cada alma ha de ir descubriendo, viviendo una relación íntima y amistosa con Jesús. ¿Quién es el Dios en el que creemos y cuáles son las obras de mi fe?

La respuesta que nos demos nos ayudará a tomar conciencia sobre el Dios de Jesucristo y nuestro camino como cristianos. En definitiva, seremos más conscientes de nuestra identidad cristiana, que sin fe carece de sentido.

Fr. Néstor Morales Gutiérrez O.P.

Lc 17, 11-19 (Evangelio Domingo XXVIII de Tiempo Ordinario)

La verdadera religión: ¡Saber dar gracias a Dios!

El relato de los leprosos curados por Jesús, tal como lo trasmite Lucas, que es el evangelio del día, quiere enlazar de alguna manera con la primera lectura, aunque es este evangelio el que ha inducido, sin duda, la elección del texto de Eliseo. Y tenemos que poner de manifiesto, como uno de los elementos más estimados, la acción de gracias de alguien que es extranjero, como sucede con Naamán el sirio y con este samaritano que vuelve para dar gracias a Jesús. El texto es peculiar de Lucas, aunque pudiera ser una variante de Mc 1,40-45 y del mismo Lc 5,12-16. No encontramos en el territorio entre Galilea y Samaría, cuando ya Jesús está camino de Jerusalén desde hace tiempo. Lo de menos es la geografía, y lo decisivo la acción de gracias del extranjero samaritano, mientras que los otros, muy probablemente judíos (eso es lo que se quiere insinuar), al ser curados, se olvidan que han compartido con el extranjero la misma ignominia del mal de la lepra.

Ahora, liberados, se preocupan más de cumplir lo que estaba mandado por la ley: presentarse al sacerdote para reintegrarse a la comunidad religiosa de Israel (cf Lev 13,45; 14,1-32), aunque Jesús se lo pidiera. ¿Es esto perverso, acaso? ¡De ninguna manera! En aquella mentalidad no solamente era una obligación religiosa, sino casi mítica. Y es algo propio de todas las culturas hasta el día de hoy. No son unos indeseables lo que esto hacen, pero se muestra, justamente, las carencias de esa religiosidad mítica y a veces fanática que tan hondo cala en el sentimiento de la gente, y especialmente de la gente sencilla. No obstante, la crítica evangélica a esta reacción religiosa tan legalista o costumbrista es manifiesta. Antes de nada quieren integrarse de nuevo en su religión nacionalista y se olvidan de algo más decisivo.

El samaritano, extranjero, casi hereje, sabe que si ha sido curado ha sido por la acción de Dios. Pero además, el texto pone de manifiesto que no es la curación física lo importante sino que, profundizando en ella, se habla de salvación; y es este samaritano quien la ha encontrado de verdad viniendo a Jesús antes de ir a cumplir preceptos. Quien sabe dar gracias a Dios, pues, sabe encontrar la verdadera razón de su felicidad. Es verdad que los judíos leprosos también darían gracias a Dios en su afán de cumplir con lo que estaba mandado, no debe caber la menor duda. Lo extraño de relato, como alguien ha hecho notar, es que mientras estaban enfermos de muerte, estaban juntos, pero ahora curados cada uno va por su camino, casi con intereses opuestos. La intencionalidad de relato es mostrar que la verdadera acción de gracias es acudir a quien nos ha hecho el bien. Lo hace un hereje samaritano, que para los judíos era tan maldito como el tener todavía la lepra.

Es, pues, ese maldito samaritano quien muestra un acto religioso por excelencia: la acción de gracias a quien le ha dado vida verdadera: a Jesús y a su Dios. El Dios de Jesús, desde luego, no siempre coincide con el Dios de la ley, de los ritos y de los mitos. Es el Dios personal que, con entrañas de misericordia, acoge a todos los desvalidos y a todos los que la sociedad margina en nombre, incluso, de lo más sagrado. La lepra en aquella época, por impura, alejaba de la comunidad santa de Israel. Pero en el evangelio se nos quiera decir que no alejaba del Dios vivo y verdadero. Por eso el samaritano-hereje -sin religión verdadera para la teología oficial del judaísmo-, expresa su religión de corazón agradecido y humano. Porque una religión sin corazón, sin humanidad, sin entrañas, no es una verdadera religión.

Fray Miguel de Burgos Núñez

2Tim 2, 8-13 (2ª lectura Domingo XXVIII de Tiempo Ordinario)

Morir y vivir con Cristo

La segunda lectura es uno de los textos cristológicos más sublimes del Nuevo Testamento. Seguramente procede de una antigua fórmula de fe; un credo que confiesa no solamente la descendencia davídica de Jesús, sino principalmente su resurrección, a partir de la cual viene al mundo la salvación. Pero es una fórmula que no se queda exclusivamente en la proclamación ideológica de una cristología al margen de la vida del apóstol y de los hombres. Este acontecimiento de la resurrección es lo que llevó al apóstol a abandonar su vida de seguridad en el judaísmo y a luchar hasta la muerte para que el mundo encuentre en este acontecimiento la razón última de la historia futura. El quiere ayudar a salvarse a los hermanos.

Eso significa que la resurrección de Jesús es determinante. Su opción por el crucificado es una opción para la salvación y por la vida eterna. Así, en la estrofa de cuatro miembros, se va proponiendo la actitud y la forma de vivir una de las experiencias más radicales de la vida cristiana: morir con El, lleva a la vida; sufrir con El, nos llevará a reinar; si le negamos, nos negará, pero si somos infieles, El siempre es fiel. Por lo mismo, pues, no hay razón para la desesperación. En sus manos está nuestro futuro.

Fray Miguel de Burgos Núñez

2Re 5, 14-17 (1ª lectura Domingo XXVIII de Tiempo Ordinario)

El acceso a Dios de los malditos

La lectura del Libro de los Reyes nos presenta una narración del ciclo del profeta Eliseo -discípulo del gran profeta Elías-, en la que se nos muestra la acción beneficiosa para un leproso extranjero; nada menos que Naamán, el general de Siria, pueblo eterno enemigo de Israel. La enfermedad de la lepra era una de las lacras de aquella sociedad, como existen hoy entre nosotros pandemias de enfermedades malditas, especialmente para pueblos sin acceso a los medicamentos imprescindibles. Por eso era considerada la enfermedad más impura y diabólica. ¿Cómo tratar a este enfermo, que además es un maldito extranjero? Eliseo, a diferencia de su maestro Elías, que era un profeta de la palabra, se nos presenta más taumatúrgico y recurre el mítico Jordán, el río de la tierra santa, para que se bañe o se bautice en sus aguas curativas, casi divinas, para aquella mentalidad. Es como un baño en la fe de Israel; este es el sentido del texto.

Pero lo importante es la acción de gracias a Dios, ya que el profeta no quiere aceptar nada para sí. Este ejemplo, concretamente, había sido puesto ante los ojos de sus paisanos en Nazaret (Lc,4,14ss) para mostrar el proyecto nuevo del reino de Dios que no se atiene a criterios de raza y religión para mostrar su gratuidad y su paternidad para todo ser humano. Toda persona, ante Dios, es un hijo verdadero. Ese es el Dios de Jesús. El ejemplo moral de Eliseo de no despreciar a un extranjero es un adelanto profético de lo que había de venir con la predicación del evangelio. Por ello, cuando las religiones dividen y justifican guerras y odios, entonces las religiones han perdido su razón de ser y de existir.

Fray Miguel de Burgos Núñez

Comentario al evangelio – Lunes XXVII de Tiempo Ordinario

Una alegoría

En la tradición del enfoque interpretativo alegórico de los evangelios, el buen samaritano es Jesucristo. El hombre herido al borde del camino es la humanidad herida por el pecado. La posada representa a la Iglesia que, como ha dicho el Papa Francisco, es el hospital de campaña destinado a atender a la humanidad herida. Las dos monedas que el samaritano deposita en la posada se refieren a los sacramentos que Cristo ha instituido y ordenado a la Iglesia para la cura de almas. El buen samaritano promete pagar más cuando vuelva: En su Segunda Venida, Cristo nos recompensará por nuestra fidelidad. En el tiempo que media entre ahora y la Segunda Venida, nuestra tarea es cuidar de las víctimas en los márgenes de la sociedad, así como de la casa común que nos ha confiado Cristo; «hacer lo mismo» que ha hecho el buen samaritano de la parábola.

Paulson Veliyannoor, CMF

Meditación – Lunes XXVII de Tiempo Ordinario

Hoy es lunes XXVII de Tiempo Ordinario.

La lectura de hoy es del evangelio de Lucas (Lc 10, 25-37):

En aquel tiempo, se levantó un maestro de la Ley, y dijo para poner a prueba a Jesús: «Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». Él le dijo: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?». Respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo». Díjole entonces: «Bien has respondido. Haz eso y vivirás».

Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «Y ¿quién es mi prójimo?». Jesús respondió: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva. ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?». Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismo».

Hoy, un maestro de la Ley plantea a Jesús una pregunta que quizás nos hemos formulado más de una vez: «¿Qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?» (Lc 10,25). Era una pregunta que iba con segundas, pues quería poner a prueba a Jesús. El maestro responde sabiamente lo que dice la Ley, es decir, amar a Dios y al prójimo como a uno mismo (cf. Lc 10,27). La clave es amar. Si buscamos la vida eterna, sabemos que «la fe y la esperanza pasarán, mientras que el amor no pasará nunca» (cf. 1Cor 13,13). Cualquier proyecto de vida y cualquier espiritualidad cuyo centro no sea el amor nos aleja del sentido de la existencia. Un punto de referencia importante es el amor a uno mismo, a menudo olvidado. Solamente podemos amar a Dios y al prójimo desde nuestra propia identidad.

El maestro de la Ley va más lejos todavía y pregunta a Jesús: «Y ¿quién es mi prójimo?» (Lc 10,29). La respuesta llega a través de un cuento, de una parábola, de una historia corta, sin formulaciones teóricas complicadas, pero con un gran contenido. El modelo de prójimo es un samaritano, es decir, un marginado, un excluido del pueblo de Dios. Un sacerdote y un levita pasan de largo al ver al hombre apaleado y malherido. Los que parecen estar más cerca de Dios (el sacerdote y el levita) son los que están más lejos del prójimo. El maestro de la Ley evita pronunciar la palabra «samaritano» para indicar a quien se comportó como prójimo del hombre malherido y dice: «El que practicó la misericordia con él» (Lc 10,37).

La propuesta de Jesús es clara: «Vete y haz tú lo mismo». No es la conclusión teórica del debate, sino la invitación a vivir la realidad del amor, el cual es mucho más que un sentimiento etéreo, pues se trata de un comportamiento que vence las discriminaciones sociales y que brota del corazón de la persona. San Juan de la Cruz nos recuerda que «al atardecer de la vida te examinarán del amor».

Hno. Lluís SERRA i Llançana