El principio estadístico

1.- Sin duda, Jesús de Nazaret nos ofrece –este domingo—una enseñanza basada en la moderna estadística. El relato de Lucas de hoy nos habla de la presencia de diez leprosos que acuden a pedir la curación al Maestro. Apartados de la vida cotidiana por ser considerados impuros –y no tanto porque se creyera que su enfermedad era contagiosa—los leprosos, presumiblemente, se agruparían para poder subsistir. Y de ahí que el grupo entero de los diez pidiera su curación a Jesús. La realidad es que si de diez solo uno vuelve a agradecer el favor recibido –su curación—pues bien podríamos decir –trasponiendo el asunto a los principios estadísticos—que el noventa por ciento resultó poco generoso y que creyó, que tras presentarse a los sacerdotes, que les daban la patente de que ya no eran impuros, lo demás poco importaba.

Otro aspecto llamativo de la narración de Lucas es que parece que el Señor Jesús no da importancia alguna a esa enormidad que significa curar de golpe a diez leprosos. La lepra –y sobre todo si está avanzada—es una enfermedad muy visible, con desaparición de zonas de tejidos y de carne, como, por ejemplo, pueden ser los dedos. Ya es, en sí misma, maravillosa la curación, la transformación inmediata de un cuerpo castigado y deformado por la enfermedad, a un cuerpo limpio. Pero eso no parece importar a Jesús, ni tampoco al evangelista que narra el prodigio. Le importa más la actitud de quienes han sido curados, de las personas. La curación podría tomarse, entonces, como un medio, no como un fin.

Solo uno de los curados vuelve y agradece la curación dando grandes vítores a Dios y a la persona que le ha curado. Se da la circunstancia que uno es samaritano, como en la parábola del aquel es atacado por los bandidos y dejado medio muerto a la vera del camino. El único que se apiada en un samaritano, un hereje –casi un pagano—para los judíos fieles a la Ley de Moisés. Pero aquí no es una parábola, no es una narración imaginaria del Señor Jesús, realizada para mejor enseñar a los que le escuchaban. Es un hecho cierto y acontecido en el viaje de Jesús de Nazaret desde Galilea hacia Jerusalén, camino, precisamente, hacia la culminación de su misión redentora, camino de la Cruz y de la Resurrección. Y al ser una historia ocurrida pues no hay más remedio que pensar, también estadísticamente, en la dureza de corazón de los coetáneos de Jesús y en su falta total de generosidad.

2.- Jesús ve en la actitud de los leprosos curados y en la vuelta del samaritano a agradecer la curación el rechazo del Israel a su misión redentora. El mismo San Lucas en el capitulo cuarto (Lc 4,27) de su evangelio se lamenta de que “muchos leprosos había en Israel, en tiempos del profeta Eliseo, y solo se curó Naamán, el sirio. Y por eso, la primera lectura de hoy no es otra que el fragmento del capitulo segundo del Libro de los Reyes en que se describe como Eliseo acompaña y cura de la lepra a Naamán. Naamán, como el samaritano del evangelio, también alabó al Señor.

Hay muchos expertos y exegetas que consideran que todo el discurso general de Jesús de Nazaret era fuertemente subversivo contra el poder de la religión oficial de Israel. Y, sin duda, Jesús criticaba a fariseos y saduceos por haber utilizado a Dios, y a su Santo Nombre, en un puro instrumento para su beneficio, o para la confirmación de sus postulados. Pero mi idea no es tanto, que constantemente, Jesús estuviera criticando esa situación creada, como elemento dialéctico. La realidad –como lo demuestra el relato evangélico de hoy—es que la dureza de corazón de una gran parte del pueblo judío de entonces existía e impregnaba la vida cotidiana de esos días.

3.- Vamos jalonando domingo a domingo con el contenido –muy importante desde el punto de vista catequético— de la segunda carta del apóstol San Pablo a su discípulo Timoteo. Se diferencia esta carta de la primera porque Pablo, ya en prisión, para un momento de gran desencanto ya que, prácticamente, le han abandonado todos, salvo Lucas y la familia de Onesíforo Es, según la mayoría de los expertos, la última de las cartas escritas por Pablo. Y, además, de ese fin de enseñanza doctrinal busca que vengan a visitarle el propio Timoteo y Marcos, también. Pero Pablo recuerda y alecciona en ella a Timoteo a que los padecimientos por Jesús –Pablo los está pasando en la cárcel—les llevarán al Reino de los Cielos, donde reinarán con el Señor Jesús. “Por eso –dice—lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación”. La tristeza por su encierro y su abandono se ve dulcificada por el convencimiento pleno de que sus sufrimientos se alinean con los que el Señor sufrió en la Cruz y que fueron camino total de salvación.

La enseñanza de hoy es muy útil para todos, pero sobre todo para aquellos que se ven muy seguros y complacidos con su presencia y militancia en la Iglesia. No es buena esa complacencia si no está impregnada de generosidad y del convencimiento claro de que “somos siervos inútiles”. Demasiada complacencia y falta de generosidad y amor tenían los judíos contemporáneos de Jesús de Nazaret. Eran, en realidad, duros como piedras e insensibles como figuras de madera. Que no seamos, nunca, nosotros así. Y que vayamos siempre con el agradecimiento por delante, a Dios y a los hermanos. No es ocioso repetir, aquí y ahora, ese viejo refrán castellano que “es de bien nacidos, ser agradecidos”. ¿No os parece?

Ángel Gómez Escorial

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Lectio Divina – Sábado XXVII de Tiempo Ordinario

¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!

1.- Oración introductoria

Señor, te pido que me envíes el Espíritu Santo siempre que me acerco a tu Palabra. Hay frases del Evangelio que sólo las puedo entender si el Espíritu Santo me las enseña. Como las que aparecen en la  lectura de hoy. Es un enigma para mí la respuesta de Jesús a esa buena mujer del pueblo. Pero sé que es otro el sentido profundo de esas palabras. Gracias, Señor, porque el Espíritu Santo nos lleva a la verdad completa.

2.- Lectura reposada del Evangelio. Lucas 11, 27-28

Sucedió que, estando él diciendo estas cosas, alzó la voz una mujer de entre la gente, y dijo: «¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!» Pero Él dijo: «Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan».

3.- Qué dice el texto.

Meditación-reflexión

No cabe duda que, al escuchar estas palabras del evangelio, crean en nosotros una especie de desazón al comprobar que Jesús apenas hace caso del elogio de una mujer sencilla y de pueblo a María, la madre de Jesús. Pero sólo aparentemente. Hace dos días, al comentar la escena de Marta y María, veíamos la importancia de que María estuviera escuchando la Palabra de Dios. Era como  abrir el horizonte de toda mujer al mundo del espíritu, al mundo de la cultura y, sobre todo, al mundo de la Biblia, al mundo de Dios. Si Jesús no puede tolerar el reduccionismo al que está sometida la mujer en su tiempo “cocina-hijos”, mucho menos puede reducir a su propia madre a una función meramente biológica: “vientre y pechos”. Su madre es eso y muchísimo más. María es la “oyente de la Palabra de Dios”, la que se ha fiado plenamente de esa Palabra, es más, la que ha encarnado en sus entrañas la misma Palabra, el Verbo, la Segunda persona de la Santísima Trinidad.  ¡Ésa es su grandeza! Por otra parte, María ha “conservado en su corazón esa Palabra”, la ha rumiado, la ha asimilado, la ha hecho vida. Cuando María, en las bodas de Caná, dice “Haced lo que Él os diga” no hace otra cosa que enviarnos al Evangelio a todos los que acudimos a Ella. Ella no hace otra cosa sino decirnos lo que Ella siempre ha hecho.

Palabra del Papa.

“La fe sin el fruto en la vida, una fe que no da fruto en las obras, no es fe. También nosotros nos equivocamos a veces sobre esto: ‘Pero yo tengo mucha fe’, escuchamos decir. ‘Yo creo todo, todo…’ Y quizá esta persona que dice eso tiene una vida tibia, débil. Su fe es como una teoría, pero no está viva en su vida. El apóstol Santiago, cuando habla de fe, habla precisamente de la doctrina, de lo que es el contenido de la fe. Pero ustedes pueden conocer todos los mandamientos, todas las profecías, todas las verdades de fe, pero si esto no se pone en práctica, no va a las obras, no sirve. Podemos recitar el Credo teóricamente, también sin fe, y hay tantas personas que lo hacen así. ¡También los demonios! Los demonios conocen bien lo que se dice en el Credo y saben que es verdad.(Cf. S.S. Francisco, 21 de febrero de 2014, homilía en Santa Marta).

4.-Qué me dice hoy a mí este texto que acabo de meditar. (Silencio)

5.-Propósito. Una verdadera devoción mariana me lleva necesariamente al evangelio: “Haced lo que Él os diga”. Así lo haré.

6.- Dios me ha hablado hoy a mí a través de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi oración.

Señor, al terminar esta oración, me lleno de gozo al constatar el significado profundo de unas palabras tuyas a esa mujer del pueblo. Tu madre es mucho más que lo que pensaba esa buena mujer. Abre, Señor, mi mente para comprender tu evangelio en profundidad. Dame tu gracia para poder bajar hasta la profundidad del significado profundo de ellas.

10 curados y 1 salvado

1.- En las lecturas de este domingo escuchamos varias veces la palabra que, sólo con oírla pronunciar, provocaba pánico y exclusión: ¡lepra! Dos factores distintos contribuyeron a acrecentar el terror frente a esta enfermedad, hasta hacer de ella el símbolo de la máxima desgracia que puede sufrir un ser humano y traía como consecuencia el aislamiento de los pobres afectados de la forma más inhumana. El primero era la convicción de que esta enfermedad era tan contagiosa que infectaba a cualquiera que hubiera estado en contacto con el enfermo; el segundo, igualmente carente de toda lógica, era que la lepra era un castigo por el pecado. Quien contribuyó más que nadie para que cambiara la actitud y la legislación respecto a los leprosos fue Raoul Follereau, escritor, periodista y poeta francés. Instituyó en 1954 la Jornada Mundial de la Lepra, promovió congresos científicos y finalmente, en 1975, logró que se revocara la legislación sobre la segregación de los leprosos.

2.- Acerca del fenómeno de la lepra las lecturas de este domingo nos permiten conocer la actitud primero de la Ley mosaica y después del Evangelio de Cristo. En la primera lectura, del Levítico, se dice que la persona de la que se sospeche que padece lepra debe ser llevada al sacerdote, el cual, verificándolo, la «declarará impura». El pobre leproso, expulsado de su entorno humano, debe él mismo, para colmo, mantener alejadas a las personas advirtiéndoles de lejos del peligro. La única preocupación de la sociedad es protegerse a sí misma. Jesús en el Evangelio refleja una actitud bastante distinta hacia los leprosos. La compasión por los leprosos es más fuerte en Él que el miedo a la lepra. Hoy la lepra no es una enfermedad tan temible (aunque en el mundo hay todavía 16 millones de leprosos). Pero hay otras lepras que provocan exclusión en quien las padece (sida, homosexualidad…). ¿Cuál es mi actitud ante estas personas?, ¿la de la ley mosaica, o la de Jesús?

3.- Los diez leprosos no conocían a Jesús y querían verlo. Llama la atención el que ellos estaban unidos por la amistad, a pesar de que eran de orígenes distintos –uno de ellos samaritano–. La experiencia nos dice que las experiencias dolorosas provocadas por la enfermedad o la soledad nos acercan más a aquellas personas de las que vivimos alejados. Jesús les dijo: «Id a presentaros a los sacerdotes». ¿Por qué no les curó en aquel mismo lugar? Posiblemente más de uno protestó porque les hacía recorrer el duro camino, igual que Naamán protestó porque tenía que ir a bañarse al río Jordán. También quizá nosotros nos lo preguntemos. Vivimos en un mundo en el que lo que cuenta es «el momento presente». No nos damos cuenta de que a veces tenemos que pasar por largos procesos para purificarnos. Tal vez después lo comprendemos. Hemos de confiar, esperar y obedecer a Jesús, porque sus manos amorosas nos cuidan, aunque su tiempo no sea el nuestro.

4.- Sólo uno, el samaritano, volvió para darle gracias. Jesús pregunta por los otros 9, ¿dónde están? Muchas veces pensamos que todo nos es debido, que todo lo merecemos….Olvidamos el sentido gratuito del amor de Dios. Naamán y el samaritano sí se acordaron de dar gracias, ¿y nosotros? El samaritano no sólo fue curado, lo maravilloso es que fue salvado por su fe y transformado en un hombre nuevo. ¡Tenemos tanto que agradecer a Dios! La Eucaristía que estamos celebrando es acción de gracias, es bendición. Que sepamos nosotros «bien decir», es decir agradecer a Dios su amor gratuito y misericordioso y cantarle cada día un cántico nuevo.

José María Martín OSA

Comentario – Sábado XXVII de Tiempo Ordinario

Lc 11, 27-28

Mientras Jesús decía estas cosas, una mujer de entre la gente le dijo gritando…

Lucas es el único que relata ese episodio de este modo. Una vez más, en su evangelio, se realza a una mujer. Cuando tanta gente importante, escribas y fariseos sabios, acusan a Jesús de estar a sueldo del «Señor del estercolero» … esta humilde mujer anónima, proclamará su admiración por Jesús.

«¡Dichosa la madre que te llevó en su seno y que de su leche te alimentó!»

El texto griego es más directo y más popular: «¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que chupaste!» Es una expresión judía bastante típica para hablar de la maternidad. A las mujeres que se compadecieron de Jesús, camino del Calvario, Él les dijo: «dichosos los vientres que no han parido y los pechos que no han amamantado», porque vendrán desgracias terribles sobre vuestros hijos. -Jesús pensaba en la ruina de Jerusalén que veía venir(Lucas 23, 29)

Aquí, por el contrario, esa mujer elogia a la madre de Jesús, y, a través de ella a su hijo. Esa mujer de pueblo no se ha dejado impresionar por las críticas que ha oído; está subyugada por la grandeza de Jesús, y, muy sencillamente, ¡envidia a su madre!

Sí, ¡ciertamente! Y no lo olvidemos en el día de HOY. Una de las satisfacciones, uno de los honores profundos, que puede experimentar una mujer son los hijos de ella nacidos y por ella educados. No convendría que las otras «fecundidades» espirituales, profesionales, sociales, que son también muy reales, nos hicieran olvidar aquella.

Entonces repuso Jesús: «Más dichosos son aún los que oyen la palabra de Dios y la cumplen.»
Jesús había ya dicho esto, al hablar de su madre, en el mismo evangelio (Lucas 8,21), pero en otra circunstancia. También nosotros repetimos las ideas que llevamos más adentro en el corazón.
En contraste -«Más dichosos aún»…con la maternidad carnal de su madre, que es grande y realmente gloriosa, Jesús exalta la grandeza de la fe.

Notemos una vez más que Jesús no opone «contemplación» y «acción»; la verdadera bienaventuranza comporta los dos aspectos, inseparables el uno del otro:

  • contemplar, escuchar, orar…
  • actuar, poner en práctica la Palabra, comprometerse…

Y es evidente que Lucas, no ve aquí una crítica a María, él, que la ha presentado, precisamente con las mismas palabras como «dichosa por haber creído» (Lucas 1, 45) y «guardando en su corazón» los acontecimientos concernientes a Jesús(Lucas 2, 19)

«Dichosos los que…»

Esta fórmula de bendición se encuentra cincuenta veces en el conjunto del Nuevo Testamento… veinticinco veces de los labios mismos de Jesús en el evangelio.

Dios aporta la dicha. Dios desea la felicidad. ¡No una cualquiera! Dichosos los pobres, los mansos, los afligidos, los puros, los que construyen la paz, los perseguidos por la

justicia… Dichoso, ese servidor que su amo, a su regreso, encontrará vigilante… Dichosos los que escuchan la palabra de Dios… Dichosa la que ha creído -María- el cumplimiento de las palabras que le fueron dichas… Dichoso aquel para el cual Jesús no es ocasión de escándalo. Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis… Dichoso tú, si aquel a quien has prestado dinero no puede devolvértelo… Dichoso aquel que cenará en el Reino de Dios… Dichosos vosotros cuyos nombres están inscritos en el cielo… Dichosos sois vosotros si sabéis ser servidores los unos de los otros, hasta lavaros los pies… Dichosos los que creerán sin haber visto…

Noel Quesson
Evangelios 1

La memoria del corazón

1.- “Yendo Jesús de camino, diez leprosos vinieron a su encuentro y le gritaban: Maestro, ten compasión de nosotros. El les dijo: Id a presentaros a los sacerdotes”. San Lucas, Cáp. 17. “El pueblo insensato que habita en Siquén”. Así llama el autor del Eclesiástico a los samaritanos, a quienes los judíos debían evitar en todo momento, para no contaminarse. Pero san Lucas nos cuenta cómo la desgracia pudo unir a unos leprosos de estos dos pueblos. Al llegar a una aldea, un grupo de enfermos le gritaba desde lejos a Jesús: “Maestro, ten compasión de nosotros”. El Señor hubiera podido curarlos de inmediato, como lo hizo en otras ocasiones. Pero, de acuerdo con las leyes judías, les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”.

Según ordenaba el Levítico, sólo éstos debían certificar quiénes sufrían la enfermedad maldita. Un mal horrendo, entendido además como castigo del Cielo. También los sacerdotes verificarían si alguien se había curado. Entonces una leve esperanza surgió en el corazón de aquellos desdichados. Quizás algunos habían tratado ya con los ministros del culto, para escuchar el implacable diagnóstico: Lepra. Ahora este profeta de Galilea, que había sanado a tantos, les ordenaba subir a Jerusalén. No estaban lejos de la capital. Avanzarían entonces al ritmo de sus dolores, buscando no mezclarse con la gente, como estaba prescrito. Luego, ante el sacerdote de turno, ¿qué le podrían decir?

Y mientras cavilaban se sintieron curados. De inmediato brilló la lógica admirable de uno de ellos: Ya no valía llegar al templo. Era urgente agradecer al bienhechor. Entonces este hombre volvió sobre sus pasos, para echarse “por tierra delante de Jesús, alabando a Dios a grandes gritos”. Jesús lo acoge con una expresión de amable desengaño: “¿No han quedado limpios los diez? Los otros mueve ¿dónde están?” “Y éste era un samaritano”, apunta el evangelista.

2.- En el esquema de inmediatismo y eficacia, impuesto por la cultura de hoy, abundan los mecanismos para pedir favores. Para la gratitud no queda tiempo. Jesús enseña que el ser agradecidos es parte sustancial de la fe. Elemento indispensable en el trato con Dios. Traduce la nobleza interior y obviamente atrae nuevos beneficios. La gratitud es la aristocracia del alma, ha escrito alguno, la memoria del corazón. Naamán, un pagano curado por el profeta Eliseo, según el libro segundo de los Reyes, nos dio ejemplo de gratitud: “Ahora reconozco que no hay sobre la tierra más que el Dios de Israel”.

3.- Cabría ahora examinar bajo qué signo discurren nuestras relaciones humanas y, de modo especial, nuestra oración. ¿Interés? ¿Olvido? ¿Reconocimiento? Allá en Jerusalén, el sacerdote, mediante un prolijo ceremonial, declararía limpios a los recién curados. Ellos volverían a su hogar y sus quehaceres, con un cuerpo lozano. Pero nueve de ellos con un corazón incapaz de recordar los beneficios. La leyenda sitúa más tarde a este samaritano en Sicar, una aldea cercana al pozo de Jacob, donde el Maestro se encontró con aquella mujer de los cinco maridos. Al reencontrar a Jesús, él lo invitó alegre a su casa para celebrar de nuevo con los suyos, el inmenso regalo recibido. Fue uno de quienes, como apunta san Juan, dijeron entonces: “Ya no creemos por la palabras de la mujer. Nosotros mismos sabemos que éste es el Salvador”.

Gustavo Vélez, mxy

Mucho peor que la lepra

1.- «En aquellos días, Naamán el sirio bajó y se bañó siete veces en el Jordán, como se lo había mandado Eliseo…» (2 R 5, 14) Naamán era un gran soldado sirio, querido de su rey por su valor y su lealtad. Pero su cuerpo estaba podrido. La lepra le corroía la piel y la carne. Una muchacha hebrea, botín de guerra, esclava de su esposa, interviene. En su tierra, dice, vive un profeta que puede curar a su amo de aquella terrible enfermedad.

Naamán cree y se pone en camino hacia Israel. El profeta le atiende: «Lávate siete veces en el Jordán y quedarás limpio». El bravo soldado sirio se resiste, le parece que aquello es un remedio absurdo. Por fin accede a bañarse en el Jordán. Y su carne quedó limpia como la de un niño.

Un caso más de fe en la palabra de Dios, un prodigio más que nos anima a creer contra toda esperanza, a vivir todo lo que nos exige nuestra condición de creyentes. Un hecho que nos empuja a la generosidad, a la entrega por encima de todo egoísmo, de toda incomprensión, de toda ingratitud.

«Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel. Y tú acepta un presente de tu servidor…» (2 R 5, 15) Naamán se vuelca gozoso en ese Dios bueno que ha tenido compasión de su dolor. Es un corazón agradecido el suyo, un corazón noble. Y su agradecimiento es algo más que un puñado de palabras. Él llega hasta las obras. Vuelve a Eliseo y le ofrece un rico presente como prueba de su gratitud.

Sí, el corazón se nos llena de gozo cuando Dios nos ayuda, entonces nos inclinamos a dar gracias, alegres y eufóricos porque las cosas nos salieron bien. Pero muchas veces todo eso se queda en un mero sentimiento, una sensación efímera y fugaz que a lo más que llega es a las palabras… Hemos de ser agradecidos con el Señor por los innumerables beneficios que continuamente nos otorga, hemos de corresponder con amor al gran amor que él nos tiene. Sí, porque amor con amor se paga. Pero no olvidemos que el mejor modo de amar a Dios es amar a los hombres porque son criaturas suyas. Y no sólo con palabras, sino con obras y de verdad.

2.- «Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas» (Sal 97, 1) Qué gran capacidad tenemos, Señor, para acostumbrarnos a todo. Lo que un día nos admira, después de verlo varias veces acaba por parecernos algo corriente. Por otra parte nuestra ignorancia y torpeza nos arrastra a no percibir lo maravilloso de algunas cosas que ocurren a nuestro alrededor. En el campo de lo religioso es nuestra poca fe lo que hace que sea posible nuestra indiferencia, o nuestra frialdad ante las realidades divinas.

Abre nuestros ojos, Señor, despierta nuestra sensibilidad, capacita nuestros sentidos para que cuanto de grandioso ocurre a nuestro lado no pase desapercibido. Que percibamos las grandezas de tu creación, que no nos acostumbremos a ver lo que ocurre en la vida de cada día como algo sin importancia: el recorrido permanente y preciso del sol, el nacer de las plantas, el abrir de las flores, el madurar de los frutos, el caer dorado de las hojas…Ayúdanos a extasiarnos ante la obra de tus manos.

«Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad » (Sal 97, 3) También las obras de los hombres son obras de Dios. Es verdad que el hombre actúa con plena libertad, que es responsable de sus actos, acreedor al premio por lo bueno que hace y merecedor del castigo por el mal que haga. Pero para que el hombre actúe es necesario el concurso divino. La criatura humana viene a ser, en cierto modo, como una máquina inteligente y libre que precisa de continuo la fuerza que la mantenga en marcha. Y esa fuerza viene en último término de Dios, causa primera de lo que es y existe.

Por otra parte, en los actos humanos hay algo de Dios, una cierta huella divina. Al fin y al cabo el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Y en él, como en ningún otro ser del universo, se refleja la grandeza del Creador. Esa es quizás una de las razones supremas del amor al prójimo: la semejanza del hombre con Dios, su condición de hijo suyo… Busquemos, pues, a Dios también en el hombre. Si nuestra mirada está limpia de egoísmos, sabremos encontrarlo y, gozosos, le aclamaremos.

3.- «Haz memoria de Jesucristo el Señor, resucitado de entre los muertos…» (2 Tm 2, 8) Es sumamente importante hacer memoria de que Jesús es el Señor, y de que además ha resucitado de entre los muertos. Son dos cuestiones que si las olvidamos se nos puede venir abajo todo el edificio de nuestra vida espiritual, nos puede ocurrir que vivamos superficialmente nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor a Cristo. Como si él fuera un cualquiera, un pobre hombre que pertenece al recuerdo desvaído de la historia, un desgraciado que terminó sus días de manera triste y trágica, colgado de una cruz.

Jesús es el Señor. «Kyrios», decían los primeros cristianos, dando a esa palabra toda la fuerza de su propia significación. Señor es lo mismo que Dueño absoluto de cuanto existe en el universo, es lo mismo que Dominador todopoderoso. «Pantocrátor» era otro título propio de Jesús en la antigüedad, es decir, Creador de cielos y tierra, de este orbe inconmensurable y desconocido en el que vivimos. Y también hay que hacer memoria de que resucitó de entre los muertos, que traspasó la frontera que ningún mortal, precisamente por serlo, fue capaz de atravesar. Cristo resucitado, Cristo vivo, Cristo siempre actual. Cristo ayer, Cristo hoy, Cristo siempre. Haz memoria y obra en consecuencia.

«Este ha sido mi Evangelio, por el que sufro hasta llevar cadenas como un malhechor…» (2 Tm 2, 9) Pablo dice que anunciar a Jesús como Señor y como resucitado de entre los muertos constituye, en síntesis, el Evangelio. Esa es la Buena Noticia por la que el Apóstol ha sufrido tanto, y por la que en ese momento, ya anciano, se encuentra encarcelado, tenido como un malhechor.

Pero la Palabra de Dios no está encadenada, asegura el viejo misionero. Por eso -dice- lo aguanto todo por los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación con la gloria eterna, lograda por Cristo Jesús. Su ejemplo es un grito de urgencia que ha de despertar nuestras vidas muertas, un toque de alerta para nuestra modorrez y sopor interminables… Dios mío, haz que reaccionemos, haz que nos animemos a vivir por ti y para ti. Es doctrina segura continúa san Hablo; si morimos con él, viviremos con él; si perseveramos, reinaremos con él. Si lo negamos, también él nos negará… Vamos, entonces, a reanudar nuestra marcha, vamos a levantar de nuevo nuestra mirada hacia Cristo, vamos a morir, día a día, con Cristo para así vivir para siempre con él.

4.- «Y mientras iban de camino quedaron limpios…» (Lc 17, 14) San Lucas refiere con frecuencia que Jesús caminaba hacia Jerusalén. De ordinario los viajes a la Ciudad Santa para los hebreos eran una peregrinación hacia el Templo de Dios Altísimo. Eran viajes, por tanto, cargados de un profundo sentido religioso en el que se caminaba con la mirada puesta en Dios, y con el deseo de adorarle y de ofrecerle un sacrificio de expiación o de alabanza. Jesús se nos presenta en el tercer evangelio en un continuo caminar hacia el monte Sión, el lugar sagrado en el que se inmolaría él mismo como víctima de amor, para redimir a todos los hombres.

A lo largo de ese camino, el Señor enseña a cuantos le siguen; cura y sana a los enfermos que acuden a él. La fama de su poder y compasión era cada vez más grande. En el pasaje que contemplamos son diez leprosos los que se acercan cuanto pueden, más quizá de lo permitido, para implorar que los sane de su repugnante enfermedad. Exclamación angustiada y dolorida, súplica ardiente de quienes se encuentran en una situación límite, oración vibrante y esperanzada, que solicita con todas las fuerzas del alma, que sus cuerpos se vean libres de aquella podredumbre que les roía la carne.

La lepra viene a ser como un símbolo del pecado, enfermedad mil veces peor que daña al hombre en lo que tiene de más valioso. En efecto, el pecado corroe el espíritu y lo pudre en lo más hondo, provoca desesperación y desencanto, nos entristece y nos aleja de Dios. Si comprendiéramos en profundidad la miseria en que quedamos por el pecado, recurriríamos al Señor con la misma vehemencia que esos diez leprosos, gritaríamos como ellos, suplicaríamos la compasión divina, confesaríamos con humildad y sencillez nuestros pecados para poder recibir de Dios el perdón y la paz, la salud del alma, mil veces más importante que la del cuerpo.

Cristo Jesús sigue pasando por nuestros caminos, sigue haciéndose el encontradizo. Acerquémonos como los leprosos de hoy, gritemos con el corazón, lloremos nuestros pecados, mostremos nuestro arrepentimiento y nuestro deseo de no volver a pecar. En una palabra, hagamos una buena confesión. El milagro se repetirá; como los leprosos sentiremos que nuestra alma se rejuvenece, se llena de paz y de consuelo, de fuerzas para seguir luchando con entusiasmo, con la esperanza cierta de que, con la ayuda divina, podremos seguir limpios y sanos, capaces de perseverar hasta el fin en nuestro amor a Dios.

Ante este prodigio, nunca bien ponderado, de la misericordia y el poder divinos, que se nos llene el corazón de alegría y de gratitud, que seamos como ese samaritano que volvió a dar las gracias al Señor por haberlo curado de tan terrible enfermedad. Tengamos en cuenta que, además, la ingratitud cierra el paso a futuros beneficios y la gratitud lo abre. Pensemos que es tan grande el don recibido, que no agradecerlo es inconcebible, señal clara de mezquindad. Por el contrario, ser agradecido es muestra evidente de nobleza y de bondad.

Antonio García Moreno

Los leprosos agradecidos

1.- En muchas sociedades antiguas se pensaba que la enfermedad física era consecuencia de algún pecado moral. Pensaban que Dios nos quiere siempre sanos y prósperos y, por tanto, si estamos enfermos o arruinados es porque Dios nos ha retirado su favor. La lepra era una de las enfermedades más odiadas y temidas en la sociedad judía, hasta el punto de que el Levítico dedica los capítulos 13 y 14 a su diagnóstico y curación. El afectado por la lepra llevará los vestidos rasgados y desgreñada la cabeza, se cubrirá hasta el bigote e irá gritando: <impuro, impuro>. Es impuro y habitará solo. El leproso se consideraba a sí mismo una persona desgraciada y pecadora. Por eso, cualquier persona que se les acercará e intentará curarles era para ellos una persona que les daba, gratuitamente, más de lo que ellos realmente merecían. En las lecturas de este domingo vemos que los dos únicos leprosos que reconocieron y agradecieron la gratuidad y magnificencia del que les había curado fueron dos extranjeros: un sirio y un samaritano. Dejando a un lado otras muchas consideraciones que se podrían hacer, yo me pregunto: ¿no estaremos tratando ahora nosotros, los españoles, a muchos extranjeros como trataban los judíos a los leprosos impuros? ¿Cuál sería la actitud de Jesús de Nazaret hoy día ante los emigrantes? ¿Tiene motivos ahora este o aquel emigrante para sentirse agradecido por lo que yo he hecho por ellos? ¿Se sentirá movido a convertirse al Dios cristiano el emigrante al que yo he podido ayudar?

2.- Levántate, vete; tu fe te salvado. No dice tu fe te ha curado. Se entiende que todos los diez leprosos de la parábola fueron curados. Sólo al samaritano le dice tu fe te ha salvado, porque sólo este reconoció la gratuidad y magnificencia de Jesús y se animó a creer en él. A todos nosotros Dios nos regala su gracia y su favor diariamente. Pero vamos de camino por la vida como si todo lo que tenemos y lo que hacemos fuera fruto de nuestro merecimiento y esfuerzo propio. Los otros nueve, ¿dónde están? Pues los otros nueve eran judíos, hijos de Dios por herencia, y no tenían por qué estar especialmente agradecidos a un favor que, en su opinión, realmente merecían. Siguieron su camino hasta el sacerdote para que este certificara su curación. Esto es lo que mandaba la Ley; ellos la cumplían y ¡basta! Como aquel que dice: pues, si peco, me confieso y ya está. Y el agradecimiento y la conversión, ¿dónde están? Creer en Dios no es simplemente creer en la Ley de Dios y cumplirla; es vivir en el amor gratuito de Dios y repartir gratuitamente este amor entre todas las personas, preferentemente entre los más pecadores, desgraciados y desfavorecidos.

3.- En adelante, tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios a otros dioses fuera del Señor. A Naamán, el sirio, la curación le llevó a la conversión. Si el profeta Eliseo se negaba a aceptar regalo alguno, él quería mostrar su agradecimiento al Dios del profeta y el mejor regalo que podía hacerle era ofrecerle su conversión. Convertirnos al Señor es la mejor manera de mostrar nuestro agradecimiento al Dios que nos ha regalado la vida y que nos ofrece diariamente su amor. La conversión a Dios afecta a toda la vida de la persona y supone la renuncia a todos los otros dioses que cada día nos exigen culto y holocaustos. El dios del dinero, el dios de la vanidad y del orgullo, el dios del placer, el dios, en definitiva, de nuestro yo. Todos nosotros somos, en algún sentido, leprosos e impuros; Dios nos regala su perdón y su ayuda. Seamos siempre agradecidos. En verdad, es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias, Señor…

4.- Si somos infieles, él permanece fiel. Este es nuestro consuelo y nuestra esperanza. Nuestro Dios es un Dios siempre perdonador y amigo del pecador. Por amor a este Dios amigo y perdonador, nosotros debemos vivir siempre como amigos y perdonadores de todos nuestros hermanos; también de los hermanos que no quieren o no saben corresponder a nuestra amistad. Pablo se hizo amigo de todos y servidor de todos, para llevar a todos a Cristo: lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación. Perdonar y agradecer siempre, a pesar de todos los reveses y disgustos que nos dé la vida. No condenar, no llamar <impuro, impuro> a todo el que no piense como nosotros, o no quiera ser de los nuestros. Dios nos ha perdonado y nos ha curado; perdonemos también nosotros y seamos agradecidos al Dios del perdón y de la salvación.

Gabriel González del Estal

¡Gritemos al Señor!

1.- Qué triste resulta en la vida, y lo hemos podido comprobar en primera persona muchas veces, cuando nos toca avanzar en solitario; cuando –por diversas circunstancias- nos dejan al margen de decisiones, de alegrías y o de los sentimientos de las personas que más queremos.

Los leprosos, en tiempos de Jesús, gritaban desde lejos; vivían en lugares apartados; no hacían vida social con los demás. No les dolía tanto, la enfermedad que marcaba su piel, cuanto el rechazo social y el hecho, por ejemplo, de que fuera considerada como una maldición divina. Eran, en definitiva, unos muertos en vida. Porque ¿para qué vivir si no puedes vivir con los que más quieres?

También nosotros, en situaciones diversas, rezamos al Señor: “ten compasión de nosotros”. Cuando el mundo nos rechaza porque no reunimos unas características determinadas. Cuando nuestra voz no cuenta para nada. Cuando, por ejemplo, pesa más nuestra vida pasada que nuestro afán de superación o el espíritu de sacrificio. Cuando las cosas nos salen retorcidamente una vez y otra también.

¿Lepra hoy? Por supuesto. Una lepra que no se observa a flor de piel pero que los ojos y los semblantes de las personas la denotan.

-La lepra de la apatía. Los que viven alejados de todo optimismo. Que han arrojado la toalla porque el mundo les resulta duro de asumir y áspero para vivir en él.

La lepra de la desilusión. Y vuelvo a repetir lo de tantas veces, y recordando los evangelios de estas semanas precedentes, ¿por qué teniendo tanto, el hombre vive en permanente ansiedad?

-La lepra de la incredulidad. Es, tal vez, la más grave y la más severa de nuestros días. Hombres y mujeres, amigos conocidos o desconocidos (incluso dentro de nuestras propias familias) que viven al margen de la fe, de la iglesia y que…tan sólo se acuerdan de que Jesús existe en momentos puntuales como el bautizo, la comunión, la confirmación, el matrimonio o la defunción.

Sí, amigos. Gritemos en este domingo. ¡Ten piedad de nosotros! Pero lo digamos con convencimiento. Sabedores de la afección, no precisamente epidérmica, que afea nuestra estética sino aquella que debilita y arruga la espiritual; aquella que nos deja el alma y el corazón congelados.

Y, sobre todo, seamos agradecidos. No todo lo que somos, se debe a nosotros. No todo lo que tenemos, es producto de nuestro esfuerzo. No todo lo que conquistamos, es golpe de la simple suerte. ¡Dios tiene mucho que ver en todo ello!

Hoy, y permitámonos un poco de santo orgullo, los que estamos en la eucaristía somos como aquel samaritano agradecido (nos hemos sacudido la lepra de la semana; esfuerzos, sudores, complicaciones, trabajos, zancadillas, sinsabores) y venimos al encuentro del Señor para darle gracias. Para que nos recomponga de nuevo. Para que nos integre de nuevo en su pueblo. Para que nos fortalezca con su eucaristía. Para que nos tonifique con su Palabra. Y, no lo olvidemos, para que nos dé su salvación.

Hermanos, estamos de enhorabuena. Nos hemos encontrado con el Señor y, tan sólo, espera de nosotros que demos gloria a Dios.

2.- Cuenta el Padre Weichs:

Un hombre estaba debajo de una palmera.
En eso, un mono enfurecido,
le tiró desde arriba un coco sobre la cabeza.
Primero, el hombre se quedó sorprendido, sin moverse.
Entonces, se agarra la cabeza porque le duele.
Después cae su mirada sobre el coco, delante de él.
El hombre sonríe, mira hacia arriba y le dice al mono:
Gracias
Parte el coco, bebe su contenido,
come su carne y de la cáscara fabrica dos pequeños platos.
Lo mismo se puede aplicar al leproso del evangelio.
Todo el mundo habría dicho: Qué desgracia sufre ese pobre leproso.
Pero sin embargo, mirando hacia atrás,
este samaritano, tal vez agradeció a Dios su lepra.
Porque eso que le parecía quizás la más horrible desgracias,
se le convirtió en Gracia.
En este día aprendamos del samaritano
a ser agradecidos con Dios, a darle gracias.
En la Eucaristía, en especial es donde damos gracias a Dios.
Pidámosle al Señor, ir a celebrar la Eucaristía
dispuestos a glorificar a Dios, y tener el corazón repleto
de alegría por las maravillas que Dios obra en nosotros.
Que la Virgen del Rosario, en este mes de octubre,
nos enseñe a ser más agradecidos con el Señor

Javier Leoz

Recuperar la gratitud

Se ha dicho que la gratitud está desapareciendo del «paisaje afectivo» de la vida moderna. El conocido ensayista José Antonio Marina recordaba recientemente que el paso de Nietzsche, Freud y Marx nos ha dejado sumidos en una «cultura de la sospecha» que hace difícil el agradecimiento.

Se desconfía del gesto realizado por pura generosidad. Según el profesor, «se ha hecho dogma de fe que nadie da nada gratis y que toda intención aparentemente buena oculta una impostura». Es fácil entonces considerar la gratitud como «un sentimiento de bobos, de equivocados o de esclavos».

No sé si esta actitud está tan generalizada. Pero sí es cierto que, en nuestra «civilización mercantilista», cada vez hay menos lugar para lo gratuito. Todo se intercambia, se presta, se debe o se exige. En este clima social la gratitud desaparece. Cada cual tiene lo que se merece, lo que se ha ganado con su propio esfuerzo. A nadie se le regala nada.

Algo semejante puede suceder en la relación con Dios si la religión se convierte en una especie de contrato con él: «Yo te ofrezco oraciones y sacrificios y Tú me aseguras tu protección. Yo cumplo lo estipulado y Tú me recompensas». Desaparecen así de la experiencia religiosa la alabanza y la acción de gracias a Dios, fuente y origen de todo bien.

Para muchos creyentes, recuperar la gratitud puede ser el primer paso para sanar su relación con Dios. Esta alabanza agradecida no consiste primariamente en tributarle elogios ni en enumerar los dones recibidos. Lo primero es captar la grandeza de Dios y su bondad insondable. Intuir que solo se puede vivir ante Él dando gracias. Esta gratitud radical a Dios genera en la persona una forma nueva de mirarse a sí misma, de relacionarse con las cosas y de convivir con los demás.

El creyente agradecido sabe que su existencia entera es don de Dios. Las cosas que le rodean adquieren una profundidad antes ignorada; no están ahí solo como objetos que sirven para satisfacer necesidades; son signos de la gracia y la bondad del Creador. Las personas que encuentra en su camino son también regalo y gracia; a través de ellas se le ofrece la presencia invisible de Dios.

De los diez leprosos curados por Jesús, solo uno vuelve «glorificando a Dios», y solo él escucha las palabras de Jesús: «Tu fe te ha salvado». El reconocimiento gozoso y la alabanza a Dios siempre son fuente de salvación.

José Antonio Pagola

Comentario al evangelio – Sábado XXVII de Tiempo Ordinario

Microquimerismo fetomaternal

El «Proyecto Placenta Humana» no ha hecho más que empezar a desvelar para nosotros hechos sorprendentes sobre la vida humana en el útero. El fenómeno del microquimerismo fetomaterno nos informa de que no sólo la madre proporciona recursos al bebé prenatal, sino que algunas células fetales del bebé atraviesan la placenta y entran en la circulación de la madre y se integran en el cuerpo de ésta y siguen funcionando dentro de ella incluso después del parto. En otras palabras, existe una relación continua entre la madre y el niño a nivel intercelular, ¡cada uno lleva al otro! Imagina lo que implica para la Encarnación: Que María llevaba la huella de Cristo a nivel celular dentro de ella en todo momento. La mujer del evangelio de hoy tiene razón: Bendita sea María, que concibió, dio a luz y amamantó a Jesús. Pero, como señala Jesús, nosotros también somos bienaventurados: Dado que en la Encarnación Dios ha entrado eternamente en la humanidad a nivel celular, podemos activar en cualquier momento esta pertenencia escuchando la palabra de Dios y haciéndola.

Paulson Veliyannoor, CMF