El regalo de la vida

«Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz»

Algunos especialistas sostienen que Lucas no está narrando hechos, sino que recoge una parábola cuyo mensaje central sería más o menos el siguiente: “Es mucho lo que recibimos y muy poco lo que agradecemos”. Y quizá nuestro problema no sea solo de agradecimiento, sino de consciencia; de pasar por la vida de forma tan mecánica y rutinaria que no nos hacemos conscientes del don extraordinario que ésta representa.

A veces vivimos a la defensiva, agobiados por mil contingencias negativas que asaltan nuestra vida. Otras, afanosos, deseosos de alcanzar las metas y anhelos que nos proponemos o que nos tientan, pero, en cualquier caso, incapaces de pararnos a pensar en todo lo bueno que hemos recibido empezando por la vida. Por supuesto, todavía somos menos capaces de pararnos a dar gracias a Dios por ello.

Quizá por esa razón, siento un especial deleite cuando el celebrante nos sorprende con la lectura de una plegaria eucarística, tan sencilla, que está reservada a misa de niños.

«Te alabamos Padre por todas las cosas bellas que has hecho en el mundo y por la alegría que has dado a nuestros corazones. Te alabamos por la luz del sol y por el agua clara, y por tu Palabra que ilumina nuestras vidas. Te damos gracias por esta Tierra tan hermosa que nos has dado, por las mujeres y los hombres que la habitan y por habernos hecho el regalo de la vida. De veras, Señor, tú nos amas, eres bueno y haces maravillas por nosotros».

Es estupendo sentirse vivo; ser conscientes de haber recibido el regalo irrepetible de la vida. Porque con la vida hemos recibido también la capacidad de amar y ser amados; de conectar con las personas que nos rodean y gozar íntimamente del lazo afectivo que establecemos con ellas, de sentir esa plenitud que nos llena el alma en algunos momentos y nos transporta a otra dimensión a la que llamamos felicidad.

De vibrar con la belleza de este mundo; una belleza superflua si la miramos desde Darwin, pero imprescindible si la miramos desde la perspectiva de un padre que prepara la morada de sus hijos. De emocionarnos contemplando la inmensidad del firmamento estrellado, el intenso azul del mar, las montañas nevadas en el horizonte, el colorido de los bosques en otoño, el sonido rumoroso de una regata que se desliza entre hojas caídas o el sosiego que trasmite un atardecer de verano…

Y me dirán que la vida no solo es eso, sino que en ella también hay enfermedad, muerte y sufrimiento; y lo que es peor, que todo ello sofoca la esperanza de un futuro feliz donde el mal haya sido superado… Pero es aquí donde recibimos el mejor regalo de todos; la buena noticia que proclama el evangelio y recoge la plegaria: «De veras, Señor, tú nos amas, eres bueno y haces maravillas por nosotros» …

Y es que, a pesar del mal, hay razones para creer que esto tiene sentido, que tenemos futuro… o como decía Ruiz de Galarreta, «que está pensado por una Madre».

Miguel Ángel Munárriz Casajús

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El poder de la gratitud

La gratitud es un sentimiento profundamente terapéutico, a la vez que constituye un test de la madurez humana -psicológica y espiritual- de la persona.

La gratitud aleja la queja y el lamento, libera del victimismo y constituye el más eficaz antídoto frente al desánimo y el desaliento. Hoy conocemos también, desde las neurociencias, que el sentimiento de gratitud libera dopamina y oxitocina: al generar sentimientos de gratitud, se activa el sistema de recompensa del cerebro, que es el responsable de la sensación de bienestar y placer en nuestro cuerpo.

El efecto “sanador” de la gratitud radica en el hecho de que ese sentimiento nos coloca en el lugar adecuado, es decir, en la verdad de lo real: nuestra identidad profunda no es el “yo”, que puede sentirse descolocado por lo que sucede, sino la consciencia, vida o totalidad. Tiene lugar así un “círculo virtuoso”: cuando estamos situados en la verdad de lo que somos, la gratitud fluye espontánea; y cuando vivimos la gratitud incondicional, esta nos coloca en la verdad de lo que somos.

La gratitud, comprendida en profundidad, no nace únicamente cuando todo nos va bien o cuando alcanzamos una meta soñada. La gratitud no se halla a merced de lo que nos ocurre, porque en realidad no es (solo) una actitud que podamos vivir y cultivar. Gratitud es lo que somos.

La gratitud brota de la gratuidad, de la comprensión experiencial de que todo es gracia. Este es el motivo por el que las personas sabias han invitado a dar gracias por absolutamente todo lo que pudiera suceder.

Sin embargo, esta propuesta sabia no es asumible para el ego, que divide la realidad en “buena” y “mala”. A partir de ahí, puede dar gracias cuando ocurre algo “bueno”, pero se frustra y sufre cuando le adviene lo que etiqueta como “malo”.

La lectura adecuada y la vivencia de la gratitud incondicional requiere dos condiciones que, en cierto modo, corren paralelas: la comprensión no-dual y el reconocimiento de que, en nuestra identidad profunda, somos gratitud.

La comprensión no-dual nos permite ver la realidad no troceada ni fragmentada por nuestras etiquetas, al mismo tiempo que nos hace reconocer que lo realmente real -nuestra verdadera identidad- se halla siempre a salvo, más allá de lo que nos ocurra. Todo es uno y todo lo que sucede forma parte de ese único entramado. Todo nace del Fondo último (consciencia, vida) que sostiene y constituye todas las formas. Alineados con ese Fondo, porque hemos descubierto que es nuestra verdadera identidad, la gratitud brota de manera espontánea, junto con el sí a lo que es.

Esto no significa que nuestra mente y nuestra sensibilidad no se rebelen ante determinadas situaciones hasta el punto de resultarnos imposible vivir la gratitud. Todo esto forma parte de nuestra propia constitución psicológica, pero no niega la verdad de la armonía última de lo real.

La vivencia o no de la gratitud constituye, además, un test de la madurez humana. La ausencia de gratitud mostraría la identificación con el ego -y la consciencia de separatividad- que, de modo narcisista, exige que la realidad responda a sus expectativas. Por el contrario, la gratitud sostenida es señal de comprensión experiencial de quien vive en la consciencia de unidad.

Y un último apunte: gratitud no significa resignación ni indolencia. Como ocurre cuando se vive la aceptación, la gratitud -desde la misma consciencia de unidad de donde nace- movilizará a la persona para hacer todo lo que tenga que hacerse. El comportamiento sabio es siempre paradójico: abandono (confianza, rendición, gratitud) y acción.

¿Qué ocupa más lugar en mi vida: la queja o la gratitud?

Enrique Martínez Lozano

Encuentro, sanación y agradecimiento

El evangelio de hoy narra un milagro de Jesús, una curación. Los milagros de Jesús son expresión de su acción liberadora, de sus relaciones sanadoras e incluyentes frente a un orden social y religioso más preocupado por el cumplimiento de las leyes que por aliviar el sufrimiento de las personas. En este caso el de diez leprosos. Pero el tema central de este texto no es propiamente el milagro sino el agradecimiento.

Jesús obra el milagro como es habitual en él, desde la absoluta gratuidad, sin pretender ningún tipo de protagonismo o compensación, porque lo que está en el centro de su acción liberadora es el sufrimiento del otro y no su ego ni su necesidad de reconocimiento. El milagro busca la restitución y la inclusión de los leprosos en la comunidad y por ello Jesús les envía a los sacerdotes, para que una vez confirmado que han quedado sanados de la enfermedad sean reintegrados y acogidos en la comunidad de la que forman parte.

Pero el tema central del relato es el desigual modo con que el grupo de leprosos procesa interiormente el encuentro con Jesús y su sanación. Sólo uno de ellos, el samaritano, vivirá aquel encuentro y su sanación como algo absolutamente inédito, desde una experiencia profunda de agradecimiento que le desborda y le hace volver a Jesús, consciente que una experiencia radicalmente nueva ha surgido en su vida y nada podrá ya volver a ser igual. La mediación de los sacerdotes ya no le es necesaria. A partir de lo que el mismo ha experimentado se ha convertido en testigo de la irrupción de un nuevo orden inaugurado por Jesús, el del amor y la compasión frente a la ley y los ritos vacíos.

De esa experiencia brota el agradecimiento como un don incontenible: convertirse en amor como respuesta al amor recibido. Los gritos iniciales de auxilio se convierten por parte del leproso samaritano en gritos de alegría. No es casual, que sea precisamente un samaritano, un “maldito”, el único del grupo que reaccione de esta manera y capte el misterio de novedad radical acontecido en Jesús, pues el evangelio está siempre atravesado por esa constante: los últimos serán los primeros y los pobres son los preferidos de Dios.

La gratuidad y el agradecimiento son signos de que el reino esta ya entre nosotros y nosotras. Ambos nacen de la lógica del don, no de la retribución, la suficiencia o los merecimientos. También de la humildad radical que supone experimentarnos vulnerables y necesitados.

Jesús toma la palabra al final del relato y sus preguntas van dirigidas también a nosotras y nosotros hoy. ¿Dónde nos encontramos con Él?, ¿De qué nos sana? ¿Qué novedad radical introduce en nuestra vida? ¿Qué puede más en nosotros la lógica del don y el agradecimiento o la suficiencia? ¿Quiénes son para nosotros y nosotras nuestros maestros para vivir en clave de agradecimiento en nuestra vida cotidiana?

Pepa Torres Pérez

Comentario – Domingo XXVIII de Tiempo Ordinario

(Lc 17, 11-19)

Sabemos que los leprosos en la antigüedad eran muertos en vida, destinados simplemente a esperar la muerte. El Levítico les impedía participar del culto y de la vida social, pero en realidad esto se entiende simplemente para proteger a los demás del contagio masivo, ya que se trataba de una enfermedad de difícil curación y muy desagradable. Por los mismos motivos, cuando alguno se consideraba curado, debía presentarse a los sacerdotes para que certificaran su curación y fuera admitido al culto, lo cual implicaba al mismo tiempo su reinserción en la sociedad.

Por eso, la curación de la lepra era un poderoso signo de liberación y restauración del hombre, y cuando Jesús curaba leprosos simbolizaba de una manera luminosa que él venía a buscar el bien del hombre.

Sin embargo, no se trata de curaciones mágicas. Para ser liberado por Jesús se requiere la fe (v. 19).

Pero en este texto hay un detalle que nos ofrece otra pista de reflexión. Sólo uno de los diez leprosos que Jesús curó, volvió a glorificar a Dios por su curación. De modo muy plástico el texto muestra la actitud del hombre centrado solamente en sus propias necesidades, encerrado en la inmanencia y buscando una solución a sus dramas, pero sin advertir que hay algo más que su situación personal: un Dios que merece ser glorificado.

Este texto nos invita así a revisar nuestro corazón para ver si es un corazón agradecido, que reconoce que todo lo recibe de Dios, que de él viene todo lo bueno, que la vida misma es un don gratuito.

Las personas que creen que los demás están obligados a darles todo, son incapaces de agradecer; sienten que todo debe girar a su alrededor, y por eso les parece que nadie merece su gratitud, ni siquiera Dios. Entonces, nunca se detienen a orar para dar gracias.

Oración:

«Dame, Dios mío, un corazón agradecido, capaz de salir de sí mismo para reconocer tu gloria y tu amor No permitas Señor, que viva sin sentido, pensando únicamente en mis necesidades y problemas. Dame la gracia de adorarte».

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

No es el cumplimiento de la Ley lo que te salvará

Una vez más se nos recuerda el texto que Jesús va de camino hacia Jerusalén, donde se enfrentará al poder del templo, lo que le llevará a la muerte y a la plenitud como ser humano en la entrega total. En esa subida se va haciendo presente la salvación, no solo al final del camino como nos han hecho creer. Jesús sale al encuentro de los oprimidos y esclavizados de cualquier clase. Se preocupa de todo el que encuentra en su camino y tiene dificultades para ser él mismo. Sin la compasión de Jesús, el relato sería imposible.

Dice un proverbio oriental: cuando el sabio apunta a la luna, el necio se queda mirando al dedo. Al seguir empleando el título “los diez leprosos” nos quedamos en el dedo y no descubrimos la luna a la que apuntan. Debíamos decir: diez leprosos curados, uno salvado. En el texto vemos que la fe abarca no solo la confianza sino la respuesta, fidelidad. Es la respuesta que completa la fe que salva. La confianza cura, la fidelidad salva. Mientras el hombre no responde con su propio reconocimiento y entrega, no se produce la verdadera liberación. Una vez más queda cuestionada nuestra fe, por no llevar implícita la fidelidad.

El protagonista es el que volvió. La lepra era el máximo exponente de la marginación. La lepra es una enfermedad muy peligrosa. Al no tener clara la diferencia entre lepra y otras infecciones de la piel, se declaraba lepra cualquier síntoma que pudiera dar sospechas. Muchas de esas infecciones se curaban espontáneamente y el sacerdote volvía a declarar puro al enfermo. A esta manera de actuar puramente defensiva, Jesús quiere oponer una fe-confianza que debe cambiar también la actitud de la sociedad. Al tomar como referencia la salvación del samaritano, está resaltando la universalidad de la salvación de Dios; pero sobre todo, está criticando la idea judía de una relación con Dios excluyente.

No tiene por qué tratarse de un relato histórico. Los exégetas apuntan más bien a una historia del primer cristianismo, encaminada a resaltar la diferencia entre el judaísmo y la primera comunidad cristiana. En efecto, el fundamento de la religión judía era el cumplimiento estricto de la Ley. Si un judío cumplía la Ley, Dios cumpliría su promesa de salvación. En cambio, para los cristianos, lo fundamental era el don gratuito e incondicional de Dios; al que se respondía con el agradecimiento. “Se volvió alabando a Dios y dando gracias”. Tenemos datos para descubrir que esta era la actitud de la primera comunidad.

Distinguimos 7 pasos: 1º.- Súplica profunda y sincera. Son conscientes de su situación desesperada y descubren la posibilidad de superarla. “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros. 2º. – Respuesta indirecta de Jesús. “Id a presentaros a los sacerdotes”. Ni siquiera se habla de milagro. 3º.- Confianza de los diez en que Jesús puede curarlos. 4º.- En un momento del camino quedan limpios. “Mientras iban de camino”. 5º.- Reacción espontánea de uno. “Viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios y dando gracias”. 6º.- Sorpresa de Jesús, no por el que vuelve, sino por los que siguieron su camino. “Los otros nueve, ¿dónde están? 7º.- Una verdadera actitud vital que permite al samaritano alcanzar mucho más que una curación: una verdadera salvación. “Levántate, vete, tu fe te ha salvado”.

En este relato encontramos una de las ideas centrales de todo el evangelio: La autenticidad, la necesidad de una religiosidad que sea vida y no solamente programación y acomodación a unas normas externas. Se llega a insinuar que las instituciones religiosas pueden ser un impedimento para el desarrollo integral de la persona. Todas las instituciones tienden a hacer de las personas robots, que ellas puedan controlar con facilidad. Si no defendemos nuestra personali­dad, la vida y el desarrollo individual termina por anularse. El ser humano, por ser a la vez individual y social, se encuentra atrapado entre estos dos frentes: la necesidad de las instituciones y la exigencia de defenderse de ellas para que no lo anulen.

Solo uno volvió para dar gracias. Solo uno se dejó llevar por el impulso vital. Los nueve restantes se sintieron obligados a cumplir la ley: presentarse al sacerdote para que les declarara puro y pudieran volver a formar parte de la sociedad. Para ellos, volver a formar parte del organigrama religioso y social era la única salvación que esperaban. Los nueve vuelven a someterse a la institución; van al encuentro con Dios en el templo. El Samaritano creyó más urgente volver a dar gracias. Fue el que acertó, porque, libre de las ataduras de la Ley, se atrevió a expresar su vivencia profunda. Encuentra la presencia de Dios en Jesús.

La verdadera salvación para el leproso llega en el agradecimiento. El problema es que queremos expresar a Dios nuestro agradecimiento como lo hacemos a otras personas. Solo viviendo el don podemos agradecerlo. Los otros nueve fueros curados, pero no encontraron la verdadera salvación; porque tenían suficiente con la liberación de la lepra y la recuperación del estatus social. Nos sentimos inclinados a buscar la salvación en las seguridades externas y a conformarnos con ella. Incluso no tenemos ningún reparo en meter a Dios en nuestra propia dinámica y convertirle en garante de la salvación material.

El cumplimiento de una norma solo tiene sentido religioso cuando la hemos interiorizado desde el convencimiento personal. Jesús no dio ninguna nueva ley, solo la del amor, que no puede ser nunca un mandamiento. Ese valor relativo, que Jesús dio a la Ley, le costó el rechazo frontal de todas las instancias religiosas de su tiempo. Jesús tuvo que hacer un gran esfuerzo por librarse de todas las instituciones que, en su tiempo como en todo tiempo, intentaban manipular y anular a la persona. Para ser él mismo, tuvo que enfrentarse a la ley, al templo, a las instancias religiosas y civiles, a su propia familia.

El seguimiento de Jesús consiste en una forma de vivir. La vida escapa a toda posible programación que le llegue de fuera. Lo único que la guía es la dinámica interna, es decir, la fuerza que viene de dentro de cada ser y no el constreñimiento que le puede venir de fuera. La misma definición de Aristóteles lo expresa con claridad. Vida = «motus ab intrinseco» (movimiento desde dentro). No basta el cumplir escrupulosamente las normas, como hacían los fariseos, hay que vivir la presencia de Dios. Todos seguimos teniendo algo de fariseos.

Un ejemplo puede aclararnos esta idea. Cuando se vacía una estatua de bronce, el bronce líquido se amolda perfectamente a un soporte externo, el molde; la figura puede salir perfecta en su configuración externa, solo le falta la vida. Eso pasa con la religión; puede ser un molde perfecto, pero acoplarse a él no es garantía ninguna de vida. Y sin vida, la religión se convierte en un corsé, cuyo único efecto es impedir la libertad. Todas las normas, todos los ritos, todas las doctrinas son solo medios para alcanzar la vida espiritual. Conformarnos con aceptar una programación perfecta puede impedirnos esa vida auténtica.

No sé si somos conscientes de que “eucaristía” significa acción de gracias. Además, en ella repetimos más de quince veces “Señor ten piedad”, como los diez leprosos. Salvación es reconocer y agradecer a Dios lo que Él es. El evangelio de hoy tenía que motivarnos para celebrar conscientemente esta eucaristía. Que sea una manifestación de agradecimiento y alabanza. Antiguamente tenía gran importancia la celebración de las Témporas en Octubre. Eran días de acción de gracias que tenían mucho sentido para la gente del campo. Al finalizar la recolección de los frutos, se le daba gracias a Dios por todos sus dones.

Fray Marcos

Lectio Divina – Domingo XXVIII de Tiempo Ordinario

¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?

INTRODUCCIÓN

“Dar gloria a Dios es mucho más que decir gracias. Dentro de la pequeña historia de cada persona, probada por enfermedades, dolencias y aflicciones, la curación es una experiencia privilegiada para dar gloria a Dios como Salvador de nuestro ser. Así dice una célebre fórmula de san Ireneo de Lion: «Lo que a Dios le da gloria es un hombre lleno de vida». Ese cuerpo curado del leproso es un cuerpo que canta la gloria de Dios” (J.A.Pagola).

LECTURAS BÍBLICAS

1ª Lectura: 2 Re. 5,14-17.       2ª lectura: 2 Tim. 2,8-13

EVANGELIO

Lucas 17,11-19

Una vez, yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en una ciudad, vinieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, les dijo: «Id a presentaros a los sacerdotes». Y sucedió que, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús, tomó la palabra y dijo: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?». Y le dijo: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado».

MEDITACIÓN-REFLEXIÓN

La lepra era el máximo exponente de la marginación, porque obligaba a los afectados a vivir una marginación deshumanizadora, desde el punto de vista personal, social y religioso. La enfermedad contagiosa de la lepra era un peligro para la sociedad y por eso se les marginaba. Hablemos de las tres enfermedades:

1.-Enfermedad física. Era una enfermedad dolorosa y el enfermo sufría horriblemente al no tener medios para curarla.  Jesús pasa por ahí y, “al verlos”, les dijo… Jesús pasa por la vida con los ojos abiertos. Todo lo ha visto y todo lo ha amado: Desde los grandes mundos siderales que ruedan por el espacio, hasta los pajarillos que anidan en los árboles; desde las altas montañas del Hermón cubiertas de nieve, hasta la belleza de los humildes lirios que, en Galilea, crecen en primavera, Pero, ante todo, ha visto el llanto y sufrimiento de las personas y no ha podido pasar de largo porque tiene un corazón compasivo y misericordioso. Para aquella sociedad, aquellos que sufren no tienen ni nombre: “unos leprosos”. Como no tienen nombre esos miles de personas que, en pleno siglo XXI,  caen en el mar, tratando de  buscar una vida digna. Como no han tenido nombre esos miles que han muerto a causa del Corona-virus sin la cercanía y el cariño de los familiares y amigos.  Jesús quiere que estemos bien de salud.  Por eso cura. Y cuando estamos enfermos quiere que busquemos los medios para que sanemos. La salud es un don precioso que no debemos perder ni malgastar. Es pecado todo lo que nos hace daño a la salud: emborracharse, drogarse,  etc. Dios quiere que cuidemos nuestra salud.

2.- Enfermedad social. Para evitar el contagio, esta enfermedad de la lepra era todavía más terrible porque los excluía de la sociedad y tenían que vivir aparte, incluso gritar para que nadie se acercara.  «En cuanto al leproso que tenga la infección, sus vestidos estarán rasgados, el cabello de su cabeza estará descubierto, se cubrirá el bozo y gritará: ‘¡Inmundo, inmundo!’ (Lev. 13,45). Y era precisamente a causa de la misma enfermedad donde podían juntarse los enemigos irreconciliables: judíos y samaritanos. Y es que la enfermedad y la muerte nos igualan a todos. Y esto lo estamos comprobando con la terrible pandemia.  Recientemente hemos padecido la terrible enfermedad social ya que se nos ha prohibido asistir a nuestros seres queridos cuando más nos estaban necesitando: en su agonía y en su muerte. Y algunos se han preguntado: ¿Dónde estaba Dios?  Y Dios estaba justamente ahí donde estaba cuando Jesús moría en la Cruz: Sufriendo con el Hijo de sus entrañas, esperándole para darle el abrazo definitivo más allá de la muerte, en la gloriosa Resurrección.  Lo resucitó porque no estaba de acuerdo con aquella muerte tan cruel ni con ninguna muerte que tanto sufrimiento produce en el mundo.

3.- Enfermedad religiosa. Era la enfermedad más terrible. Se creía que la enfermedad era castigo de algún pecado: o suyo o de sus padres. Por eso se creían que Dios los había abandonado. Contra esta concepción luchó Jesús durante toda la vida. “Al pasar Jesús, vio a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos, diciendo: Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego? Respondió Jesús: No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él (Jn. 9,1-3). Es horrible el pensar que hoy día, incluso entre los cristianos, se siga creyendo que las enfermedades, accidentes, incluso la pandemia, son castigo de Dios. Es la mayor ofensa al evangelio. Jesús nos dice que Dios es nuestro Padre y sólo quiere nuestro bien. Este mundo es muy limitado e  imperfecto. Y si algo ha quedado claro en la pandemia es nuestra “vulnerabilidad”. Jesús, al hacerse hombre y morir en una Cruz, ha asumido nuestra misma vulnerabilidad para darnos un cuerpo glorioso, insufrible e inmortal como el suyo.

PREGUNTAS

1.- Jesús cura la salud física. ¿Cuido mi salud? (drogas, alcohol, tabaco…)

2.- Jesús cura la enfermedad social. ¿Me preocupo de la gente que está sola, sufre sola y muere sola?

3.- Jesús, especialmente, cura la enfermedad religiosa. ¿Creo que Dios me quiere  menos cuando estoy enfermo?  ¿No es acaso lo contrario?  ¿Me fío de mi Padre Dios?

Este evangelio, en verso, suena así:

Jesús curó a diez leprosos
que salieron a su encuentro,
pero, para darle gracias,
sólo volvió un «extranjero».
Los otros nueve, judíos,
vacíos de sentimientos,
sólo buscaban el «Acta
de curación” en el Templo.
Eran gente «religiosa»,
cumplían los mandamientos,
pero no entendían nada
de amor y agradecimiento.
Jesús denuncia y se queja
de su mal comportamiento.
Aunque sanaron sus cuerpos,
«su corazón quedó muerto».
La ingratitud, por desgracia,
es fruto de todos tiempos.
Todos estamos «heridos»
por olvidos y desprecios.
La gratitud es el beso
de un corazón noble y bueno.
El hombre de fe da gracias
y alaba al Padre del cielo.
Señor, que todos nosotros
plantemos en nuestro huerto
la flor de la gratitud,
lanzando su aroma al viento.

(Compuso estos versos: José Javier Pérez Benedí)

Padres e hijos

Siempre me ha llamado la atención, leyendo los libros sagrados, el misterioso lazo de solidaridad que se da frecuentemente entre la fidelidad de un hombre a la gracia y la fidelidad de sus parientes y amigos. Recordemos el caso del paralítico de hace dos domingos, al que sus amigos bajaron por el tejado hasta ponerlo delante de Jesús. El Evangelio de este domingo es uno de los pasajes característicos en este sentido: un hombre —en este caso, un personaje de Cafarnaum— que se encuentra con Cristo: unas palabras, un milagro, y la conversión como consecuencia. Pero no sólo la suya. Nos dice el texto que “creyó él y toda su familia”. “Et domus eius tota”, para ser exactos, es decir: su mujer, sus hijos, sus parientes, sus criados: toda la pequeña comunidad familiar.

Y no es caso único el del régulo de Cafarnaum. Todo el capítulo 10 de los Hechos de los Apóstoles, está dedicado al centurión Cornelio, de la cohorte llamada Itálica, de guarnición en Cesarea. Este soldado es el primer gentil que recibe la vocación al Cristianismo. Y también creyó él con toda su casa. Lo mismo sucedió en Filipos. La escena de la cárcel de esta ciudad —Cáp. 16 del mismo libro sagrado— es conmovedora: Pablo y Silas, prisioneros por amor de Jesucristo, después de ser azotados, sangrantes, explican el Evangelio al carcelero: “Cree en el Señor Jesús, y te salvarás tú y tu casa”. Y después de una breve instrucción “fueron bautizados inmediatamente él y todos los suyos”.

Podríamos seguir enumerando casos: podríamos remontarnos hasta Abraham, cuya vocación, según palabras de Yahvé, era también, en cierto sentido, vocación de toda su numerosa familia. Pero no es necesario, porque el régulo de Cafarnaum, afanado por la salud de su hijo, y el centurión de la cohorte Itálica, generoso y cumplidor de sus deberes de soldado, y el oscuro carcelero de Filipos son más que suficientes para hablarnos de la trascendencia que tiene para los suyos la actitud religiosa del padre de familia.

Los padres —el padre y la madre—, por la propia naturaleza de su posición dentro de esa pequeña sociedad que es la familia, ejercen una notable influencia sobre todos los miembros, especialmente sobre los hijos. Los hijos, desde su primera infancia, se miran en el espejo de sus padres: más que la formación escolar y que las amistades, lo que deja poso en los hábitos, en las aficiones y, en definitiva, en la concepción de la vida de cada uno, es lo que ha visto vivir a sus padres. La responsabilidad es gravísima delante del Señor. Hay hijos que han perdido la fe por la indiferencia religiosa de sus padres, o porque no han visto en ellos una correspondencia entre la religión que profesan y la vida que practican. El ejemplo paterno es un ejemplo imborrable.

Por eso, si esa huella es la huella de una vida cristiana integral, los hijos de ese padre, en lo divino y en lo humano, se comportarán como verdaderos hijos de Dios. Un padre de familia cristiano es aquel de quien puede hacerse este sencillo elogio, con palabras del Evangelio de hoy: creyó él y con él toda su familia.

Pedro Rodríguez

Es de bien nacido el ser agradecido

1.- La historia que nos refiere la primera lectura es muy bonita. Lamentablemente la versión para la liturgia dominical ha reducido párrafos. Os recomiendo, mis queridos jóvenes lectores, que toméis la Biblia y la leáis entera. Como siempre procuro haceros, explicaré unos cuantos detalles, para que la entendáis mejor. En primer lugar hay que tener en cuenta que las relaciones entre países vecinos acostumbran a ser conflictivas. Ocurría antes y por desgracia continua siendo triste realidad en muchos sitios. Pero puede que en un periodo no exista conflicto bélico, pero persista la rivalidad. Una cosa así pasaba entre Israel y Siria en los tiempos del relato. Otra advertencia. En la evolución respecto al conocimiento de la Divinidad, a la inicial actitud casi mágica, suceden etapas de perfeccionamiento de la fe, hasta que se acepta un solo Dios en cada territorio, para cada pueblo. Los otros, las demás naciones, tendrán cada una las suyas. Israel tenía a Yahvé, Naamán el de Siria, es curado por Él y el extranjero agradecido quiere mantener su contacto, ofrecerle sacrificios. Es preciso, pues, que se lleve a su casa un poco del territorio de Israel, unas cargas de tierra, para que, encima de ella, pueda correctamente ofrecerle holocaustos.

2.- Sin ignorar la capacidad que tiene Dios de conceder la salud a quien Él quiere, en este caso, no hace falta pensar en espectaculares milagros, tal vez lo que sufría este buen gobernador no fuera lepra, sino soriasis u otra afección semejante de la piel. En la desembocadura del Jordán está el Mar Muerto, con reconocidas propiedades de curación de estas enfermedades cutáneas. Sea por la composición salina del agua y su saturación, (es tan densa que el hombre flota en ella), sea por la presión atmosférica mayor que la normal, (está a 400 m bajo el nivel del Mediterráneo), o por su alto grado de humedad, ciertas afecciones del género mencionado encuentran curación. El Profeta podía saberlo, era fácil. Lo difícil es ser humilde, a Naamán le costó serlo pero le enseñaron y ayudaron sus servidores. Las propiedades geográficas del lugar y su actitud espiritual efectuaron el milagro. Y él supo corresponder y ser agradecido.

3.- La tradición, tal vez simple leyenda, atribuye a la actual Jenín el ser el lugar del encuentro de Jesús con los leprosos. El lugar no está lejano de Nazaret y podría muy bien coincidir con el relato. Me he parado más de una vez, es un sitio conflictivo, dada en la actualidad la situación de rivalidad política entre Israel y Palestina. Jenín forma parte de esta última, en el territorio que llamamos Cisjordania. Os he de confesar que yo personalmente, guardo un excelente recuerdo de una de las visitas. Se portaron con nosotros gentilmente. Íbamos varones y mujeres. Nos invitaron a entrar en casa, se reunieron un buen grupo de vecinos, nos ofrecieron aromático té y hasta se dejaron ellas fotografiar, con las nuestras a su lado. Cosa insólita en aquel país, de cultura árabe y religión musulmana. Si ahora se llama Cisjordania, en aquel tiempo era Samaría. Los samaritanos eran gente marginada y despreciada, de aquí que no se pensase que pudieran ser buena gente. Como pasa entre nosotros, que cada uno, mis queridos jóvenes lectores, por definición, respecto a los extranjeros no adinerados, piensa mal para no errar.

4.- Naamán, un extranjero y ese anónimo samaritano, son agradecidos. Reciben el elogio del Señor. Yo no sé si os habéis dado cuenta de que el agradecimiento es una virtud peculiar de la tradición judeocristiana. Otras religiones llegan a ignorarla. Lo malo es que uno observa que entre nosotros, incluida la clerecía de alto rango y la de a pie, debo ser sincero, se está perdiendo esta virtud. Virtud que no es un lujo, sino exigencia y consecuencia de la bondad totalmente gratuita de Dios. San Pablo lo mandaba (Col 3,15). Observo con frecuencia que las buenas madres enseñan a sus chiquillos a dar las gracias siempre que se les da algo. Lo lamentable es que de mayores, tales palabras y su consiguiente actitud, se olviden con frecuencia. Si dar las gracias es un acto de justicia, aquel que es agradecido también se siente feliz. Agradecidos a Dios siempre lo debemos ser. Descubrir que la bondad del Señor nos llega a veces a través de los hombres y a ellos agradecérselo, nos ayuda a ser felices, a darnos cuenta de que a pesar de que la niebla, que puede ser el malhumor o el fracaso pasajero, nos lo oculte, estamos impregnados de la Gracia.

Pedrojosé Ynaraja

Entre curación y salvación

Al desencadenarse la pandemia por la covid-19, o la “viruela del mono”, caímos en la cuenta de la necesidad de tener los medios sanitarios suficientes para luchar contra esas y otras enfermedades; y quienes vivimos en países desarrollados deberíamos dar gracias todos los días por contar con esos medios para curarnos. Pero sabemos que, por muchos medios de que dispongamos, nunca podremos estar completamente libres de las enfermedades: aunque nos curemos de una, después vendrá otra, y otra… y así hasta el final de nuestra vida, porque esto forma parte de la condición humana. Por eso, más que “curación”, lo que de verdad deberíamos desear es “salvación”, estar libres de peligros, sabernos seguros para siempre.

Hoy la Palabra de Dios nos plantea la diferencia entre “curación” y “salvación”, una “salvación” que afecta no sólo a la salud corporal, sino todo nuestro ser: cuerpo, mente y alma. En la 1ª lectura, el sirio Naamán, que padecía lepra, quería curarse y bajó y se bañó en el Jordán siete veces, conforme a la palabra de Eliseo, el hombre de Dios, y quedó limpio de su lepra. Y, en el Evangelio, diez hombres leprosos vinieron al encuentro de Jesús porque también querían curarse y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”. Y sucedió que, mientras iban de camino, quedaron limpios. Y hemos escuchado sus diferentes reacciones: Naamán quiere hacer un regalo a Eliseo: Recibe un presente de tu siervo, como a veces hacemos nosotros con un médico que nos ha curado, para mostrarle nuestro agradecimiento. En el caso de los diez leprosos, nueve de ellos, una vez limpios, continúan su camino sin más, como también hacemos nosotros a veces, cuando nos hemos restablecido de una enfermedad y no nos acordamos del médico. Pero, como hemos dicho, aunque ahora han obtenido la curación física, en el futuro sufrirían otras enfermedades.

Por eso, la Palabra de Dios nos invita hoy a mirar más allá de la curación, hacia la salvación, que sólo Dios puede darnos y lo ha hecho en Jesús, su Hijo hecho hombre, crucificado y resucitado. Así, ante el hecho de su curación física, Naamán afirma: no hay en toda la tierra otro Dios que el de Israel… tu servidor no ofrecerá ya holocausto ni sacrificio a otros dioses más que al Señor. Y el leproso samaritano, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, dándole gracias. Por ese reconocimiento de la acción de Dios, Jesús le dice: tu fe te ha salvado.

Ambos no sólo han obtenido una curación física y temporal, sino algo mucho más profundo: han encontrado a Dios, el Dios de la Vida, y con Él pueden sentirse “salvados”, libres y seguros porque Dios, en Jesús, ha vencido las fronteras del dolor, del sufrimiento y de la muerte.

La curación está limitada a este mundo; la salvación se arraiga ya en este mundo, en sus circunstancias a menudo muy difíciles y dolorosas, pero nos hace vivirlas con un nuevo sentido porque se proyecta hacia Dios y su promesa de plenitud, que es lo que anhelamos.

De ahí la llamada de san Pablo en la 2ª lectura: Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos. La dureza de la enfermedad, de cualquier sufrimiento, lógicamente hace que busquemos ante todo la curación física. Pero esa situación puede convertirse además en una ocasión de encontrar la salvación en Jesucristo Resucitado si, como Naamán y el leproso samaritano, reconocemos la presencia y acción de Dios en ese proceso. Incluso aunque no alcancemos la curación física, podemos sentirnos “salvados”, porque descubrimos que no estamos solos, que Jesús nos acompaña en nuestra cruz y, como decía san Pablo, si morimos con Él, también viviremos con Él

¿Soy agradecido con Dios cuando he salido de alguna enfermedad o algún trance apurado? ¿Entiendo la diferencia entre “curación” y “salvación”? ¿Deseo y busco la salvación en Jesucristo?

Es muy lógico que, ante la enfermedad, busquemos lo primero la curación, pero el Señor nos invita a mirar más allá y buscar también en Él la salvación, la posibilidad de encontrar el camino de la vida que, partiendo de este este mundo y sus circunstancias a menudo difíciles y dolorosas, se proyecta hacia la meta de plenitud total que anhelamos y que sólo vamos a encontrar en el Dios hecho hombre en Jesucristo, que padeció la cruz y resucitó por nosotros y por nuestra salvación.

Comentario al evangelio – Domingo XXVIII de Tiempo Ordinario

UN CORAZÓN AGRADECIDO


       He leído en una estadística que cada día damos las gracias más de veinte veces. Las damos cara a cara, por teléfono, por correo electrónico, whatsApp, con SMS… Muchas veces de forma automática, sin apenas darnos cuenta. Como podríamos haber dicho un «okey», un «vale» o un «bien, estupendo».

Pero, ¿cuántas de estas veces somos capaces de mostrar de verdad gratitud? Porque hay una gran diferencia entre «dar las gracias» y mostrar nuestro agradecimiento. Decir «gracias» a menudo es una respuesta automática, un convencionalismo social, a veces incluso es «interesado»: gracias por su atención, gracias por comprar en nuestros almacenes, gracias por viajar con nuestra compañía y esperamos verles de nuevo a bordo…

        Pero el auténtico agradecimiento va mucho más allá de pronunciar la palabra “gracias”: es mostrarle a la otra persona que realmente valoramos y apreciamos lo que ha hecho por nosotros o lo que nos ha dado. Ese agradecimiento brota cuando uno se siente «especial», emocionado con un detalle (o algo más que un detalle) que han tenido conmigo,  cuando te das cuenta de que han procurado agradarte, cuando alguien ha ido mucho más allá de lo que es su obligación, molestándose más de la cuenta, cuando te han hecho sentir «especial»…

          Por ejemplo: Recuerdo en cierta ocasión por tierras leonesas, que andaba buscando un lugar determinado en una ciudad del todo desconocida para mí, y estaba perdidísimo. Al parar el coche para preguntarle a alguien que pasaba por allí… aquel buen hombre abrió la puerta del coche, se subió y me dijo: «es muy complicado que se lo explique: yo le voy diciendo»… Al llegar estábamos bastante lejos del lugar de donde había montado, y al bajarse del coche, le pregunté: «¿Y ahora cómo regresa usted a donde estaba antes?». Me dijo: «pues regreso con el corazón contento de haberle podido hacer a alguien un favor». Y se alejó con una enorme sonrisa de despedida.
Otra vez tuve ocasión de acompañar a un hermano de comunidad a hacerse unas pruebas médicas, porque andaba mareado. Me pareció lo más normal hacerlo. Al poco rato de volver se presentó diciéndome que ya sentía un poco mejor, lo justo para haber salido a comprarme un tarro de altramuces, que sabe que me gustan.
Y en estas últimas semanas me he visto casi abrumado por tantísimas personas que se me han acercado para despedirse de mí antes de marchar a mi nuevo destino: aplausos, abrazos, regalos, mensajes escritos, lágrimas, agradecimientos por mi trabajo, por mi trato… Incluso de personas con las que no recordaba haber hablado siquiera. No esperaba tanto en absoluto: sorprendido y reconfortado. Y casi siempre sin saber cómo reaccionar. Son los pequeños y grandes detalles… que a la vez se convierten en un reto personal: aprender de todas estas personas, imitarlas de alguna manera. Un «gracias» no nos resulta suficiente.
El gran peligro de nuestras relaciones personales es la «costumbre/rutina» y el «descuido» de estas pequeñas grandes cosas: saber tener detalles y el decir «gracias» conscientemente. Esta cultura de hoy nos enseña que estamos cargados de derechos, y por lo tanto, los otros están llenos de obligaciones. Tienen que:  atenderme pronto y bien, escucharme atentos, ayudarme, contestar el teléfono inmediatamente, darme… cuando a mí me hace falta, cuando lo pido, cuando me conviene… Porque… yo lo necesito, yo lo pago, yo tengo derecho, me lo merezco… Se nos da bien quejarnos y protestar. Unas veces con razón, y otras sin ella. Pero pocas veces ocurre que alguien te diga a ti o a tus superiores: «me ha servido, me ha ayudado, me ha gustado, se nota que estaba bien preparado…».

              En la escena evangélica de hoy, Jesús ha curado «porque sí», sin que se lo hayan pedido siquiera, a diez leprosos. Ellos sólo reclamaron del Maestro «compasión». Se habrían conformado con que tuviera por ellos un sentimiento de pena, de ternura, de «empatía» con su desgraciada situación. Lógica consecuencia de su maldita enfermedad que provocaba la indiferencia de la gente, y también odio, rechazo, antipatía, exclusión… Y es que vivían desterrados de la ciudad, sin contacto con nadie que no fuera un enfermo como ellos, sin recibir ni una caricia, ni una palabra amable, quizá alguna limosna. Había un dicho en tiempo de Jesús: “Cuatro categorías de personas son como los muertos: los pobres, el leproso, los ciegos y los que no tienen hijos”.  Todas las enfermedades eran consideradas un castigo de Dios por los pecados, pero la lepra era el símbolo del pecado mismo.

                  Pues bien: de aquellos diez leprosos sanados… sólo uno se tomó la molestia de regresar «alabando a Dios» a gritos, echándose a los pies de Jesús y dándole gracias. Doble dirección de sus agradecimiento: Dios y Jesús como instrumento suyo.

          El Maestro se queja: «¿dónde están los otros nueve? ¿Sólo uno ha vuelto para dar gloria a Dios?». Y sólo de él afirma que está salvado. Los diez recibieron el regalo de la curación. Pero sólo uno fue capaz de descubrir detrás de ello la mano de Dios. Para 9 de ellos es «¡qué bien, qué suerte!», a lo mejor «qué majo era aquel Maestro». Pero sólo uno da gloria a Dios. Y de su alabanza y agradecimiento, de ese corazón sensible y de esos ojos creyentes… le ha llegado la salvación.

             Uno recuerda espontáneamente al gran Francisco de Asís, con su canto de alabanza: «Alabado seas mi Señor por el hermano sol, el hermano fuego, la hermana noche, la hermana madre tierra…» Desgranaba agradecido a Dios mil motivos de alabanza por dones concretos, diarios y frecuentes que descubría por todas partes en su vida. Hasta la muerte era «hermana». Tenía un corazón agradecido.

          En cada Eucaristía, repetimos: «en verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar». Y me vienen unas palabras del Papa Francisco, al comienzo de una misa: «Doy gracias al Señor y os invito a todos a tener un corazón agradecido.  Mirad qué suerte tenemos para estar aquí juntos, compartir, levantar la mente, el alma, la mirada, volver a soñar juntos, en nombre del Evangelio, en nombre de ese Jesús que vive y reina en todos los corazones que lo escuchan». Y en otro momento reconocía:: «A mi edad uno comienza a aceptar que la vida le pase la cuenta, es decir que le vaya señalando las personas que lo ayudaron a vivir, a crecer, a ser cristiano, sacerdote, religioso… Y, al reconocer el bien que me han hecho tantas personas, voy gustando cada día más el gozo de ser agradecido».

           Es decir: acudir a celebrar la «Acción de Gracias» (que, como sabéis, es lo que literalmente significa «Eucaristía») supone haberse ido preparando durante la semana, en la oración y en la vida diaria, para ir cultivando ese corazón agradecido. Traer el alma llena de alabanzas al «Bondadoso Señor» (como decía San Francisco) por sus muchos dones, por sus criaturas, por las personas, por sus múltiples regalos. Desgranar cada día en los tiempos de oración los mil motivos que los ojos de la fe van descubriendo en lo que pasa y en lo que nos pasa. «Siempre y en todo lugar».

        No es suficiente un «te doy gracias por todo, Señor», dicho así en general». Es mucho mejor y nos hace mayor bien, un agradecimiento sorprendido, concreto (con rostros, momentos  y lugares), sintiéndonos en deuda de corresponder, -aunque sea torpemente- a sus dones. Al menos reconocerlos. Esto nos ayudará también a ser agradecidos con las personas: valorando sus detalles y esfuerzos, aprendiendo de ellos, y multiplicándolos también nosotros. Un corazón agradecido abre las puertas de la salvación. Un corazón agradecido tiende puentes y reafirma las relaciones. Un corazón agradecido nos hace mucho mejores. Y yo tengo tanto que agradecer a Dios. Y tengo tantos con los que estar agradecido y expresarlo…

Enrique Martínez de la Lma-Noriega, cmf