Amar con obras y de verdad

“El Reino de los Cielos es comparable a un rey que quiso tomas cuentas a sus siervos”. El Evangelio de la Misa de hoy, domingo XXI después de Pentecostés, nos presenta a Jesús en los campos de Galilea, hablando al pueblo, según su costumbre, por parábolas de lenguaje gráfico e incisivo, que se grava —junto con la doctrina que encierra— en los corazones que le escuchan. Hoy habla a los discípulos: “dixit Jesús discipulis suis”. Y el Señor expone a aquel grupo de hombres que le siguen la doctrina del perdón de Dios y del perdón humano. Sus palabras nos presentan la figura de un rey que convoca a sus ministros para que le den cuenta de su gestión. El texto evangélico queda escrito más arriba. Vamos a buscar ahora en su mensaje.

La primera parte de la parábola nos descubre, bajo la figura del Rey, el corazón misericordioso de Dios. Aquel gran señor, al que basta una palabra sincera —“¡Ten paciencia conmigo!”— para arrancarle un perdón absoluto —“Compadecido el Señor le perdonó la deuda”— no es sólo justo sino misericordioso. Esta es la gran revelación de Jesucristo: que Dios nos ama con amor que perdona, que eso es la Misericordia de Dios. Dios es nuestro Padre que ¡ha querido hacernos hijos suyos! En esos diez mil talentos de la parábola —una suma enorme— están representados la multitud de nuestros pecados, es decir, radical separación de Dios. Compadecido el Señor, nos perdonó la deuda. Ese perdón de Dios, ese abrazo divino no se expresó en una palabra fría, sino en la Palabra eterna, en el Verbo de Dios, “que se hizo carne y habitó entre nosotros”. Jesucristo mismo es la manifestación del Amor divino a los hombres. Es, por sus méritos, una continua y superabundante oferta de perdón, que se nos da ahora en el sacramento de la Penitencia. “¡Mira qué entrañas de misericordia tiene la justicia de Dios! —Porque en los juicios humanos se castiga al que confiesa su culpa: y en el divino, se perdona”. (Camino, 309).

Pero el mismo Jesús nos enseñó a dirigirnos al “Padre nuestro que está en los cielos” para decirle “perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Esta es la condición. Dios nos perdona —por su Misericordia—, pero tenemos que querer. Y querer ser perdonadas es igual a perdonar a los demás. Es como si fuera una gran Ley de la vida cristiana: el Perdón eterno de Dios, el Amor que baja del cielo a la tierra —“et Verbum caro factum est”— ha de transfundirse, ha de extenderse desde cada cristiano a los que le rodean, al prójimo, es decir, al próximo —que eso quiere decir la palabra—, es decir, empezando por el que está más cerca. Eso es lo que no entendió aquel siervo del Rey: no supo perdonar a un compañero de profesión una deuda insignificante comparada con la inmensa suma que le condonó el Señor. Y en esto el Amor de Dios es “intransigente”. “Enojado su Señor hizo entregarle a los verdugos. Así hará también con vosotros mi Padre celestial, si no perdonareis de corazón cada uno a su hermano”. Hay que repetirlo: querer ser yo perdonado por Dios implica perdonar yo a los demás.

Jesús en la parábola utiliza el ejemplo de la deuda, pero en ella se resume toda actitud ante los que nos rodean. Cristo nos habla de la caridad: que es perdonar, que es comprender, que es amar. Amor con amor se paga, dice un viejo refrán. Al amor de Dios al hombre ha de corresponder el amor del hombre a Dios. Y la piedra de toque del amor a Dios es el amor al prójimo. No en balde es un único precepto: amar a Dios y al prójimo por Dios.

El Apóstol San Juan, en los últimos años de su vida, cuando había profundizado verdaderamente la esencia del mensaje de Jesucristo, dejó escritas estas palabras que son como un eco del Evangelio de hoy: “El que no ama a su hermano, a quien ve, a Dios, a quien no ve ¿cómo podrá amarle?” (1 Jn 4, 20). Y para que quedara clara la doctrina, había escrito poco antes: “Hijos míos, no amemos de palabra y con la boca, sino con obras y de verdad” (1 Jn 3, 18).

Pedro Rodríguez

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Lectio Divina – Santa Teresa de Jesús

Mi yugo es suave y mi carga ligera”

Santa Teresa de Jesús

1.- Oración introductoria.

         Señor, quiero en este día agradecerte la riqueza de este maravilloso texto. Alabas a Dios, Señor del cielo y de la tierra. Con lo cual nos dices que esta tierra maravillosa ha sido creada por el amor del Padre. Toda la creación  se convierte en beso, abrazo, caricia del Padre. Alabas a Dios porque nos puedes contar lo maravilloso que es Dios, nuestro Padre. Para ti, Señor,  la palabra “Padre” nunca se caía de tus labios. Y das gracias a Dios porque no sólo nos revelas su nombre, sino que nos entregas las maravillosas experiencias que tuviste del Padre en este mundo. ¿Cómo no agradecerte?

2.- Lectura reposada del evangelio: Mateo 11, 25-30

En aquel tiempo, Jesús exclamó: «¡Te doy gracias, Padre, Señor del Cielo y de la Tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien. El Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí, todos los que están fatigados y agobiados por la carga, y yo os  daré alivio. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso, porque mi yugo es suave y mi carga ligera».

3.- Qué dice el texto.

Meditación-reflexión

En este evangelio se nota a un Jesús contento, feliz, con ganas de agradecer al Padre muchas cosas. Pero ¿qué le hace feliz a Jesús? Realmente lo que hace feliz a Jesús es “poder revelarnos el verdadero rostro de Dios”. Jesús, que ha vivido siempre con el Padre, es el único que nos lo puede revelar (Jn. 1,18). Y Jesús ha debido de sufrir mucho por las falsas imágenes que se han dado del verdadero Dios a través de los siglos. También los judíos, que han recibido revelaciones de Dios, han desfigurado su rostro en muchas ocasiones. En este texto Jesús está feliz porque nos puede decir quien es Dios. Todo lo que Él ha recibido de Dios, nos lo quiere manifestar. Pero no lo puede hacer a los sabios y prudentes. Los sabios, tomados en sentido peyorativo, son los sabihondos, los que se saben todo, los que son incapaces de novedad y de sorpresa. Y los prudentes, en sentido peyorativo, son los que  están dispuestos a aceptar a Dios, con tal de que no se meta en sus asuntos, no les complique la vida, no les haga cambiar. A éstos Jesús no les puede revelar el verdadero rostro de Dios. Son ellos los que se han fabricado un Dios “a su imagen y semejanza”. Pero hay otros a quienes Jesús se les va a revelar: son los pequeños, los sencillos, los humildes, al estilo de María, su Madre. Su corazón está totalmente abierto al don de Dios, sin que pongan ninguna pega, ningún obstáculo. Así lo hizo Teresa de Jesús, la mujer apasionadamente enamorada de Jesús. La que concibió la oración como un “Trato de amistad”, la que pronunció al final de su vida aquella bella frase: “Esposo mío, hora era ya de que nos viéramos”. Los santos, a pesar de los problemas y dificultades de la vida, viven felices porque se han abandonado a Dios y “descansan serenos y tranquilos en su corazón”. Para acertar en la vida, para ser felices, no hay que cambiar la vida. Basta con que cambiemos  la imagen de Dios. El Dios revelado por Jesús es un Padre maravilloso, que sólo quiere nuestro bien, que no sabe ni puede hacer otra cosa.  Hay que fiarse plenamente de Él.

Palabra del Papa.

“El palpitar de tu corazón es lo que bombea tu sangre vital a toda la Iglesia, y a mí, parte de tu cuerpo místico. Tu latir al unísono con el mío es el latido que marca el ritmo de mi día a día; es el incesante repetir de un «te amo, te amo, te amo»; es el medio de sentirte vivo y presente; es el pulso silencioso de Dios en mi alma. En tu corazón encuentro conforto para mis penas, consuelo para mis dolores, calor y fervor para mi tibieza, descanso para mi cansancio, salud para mi enfermedad, gracia para mi pecado, perdón para mis ofensas, misericordia para mis delitos, ejemplo para todas mis situaciones, ternura para mis asperezas, valentía para mis temores, fortaleza para mis debilidades, respuesta a mis interrogantes, razones para mis dudas, motivos para mis incredulidades, afirmación para mis inconsistencias, autenticidad para mi incoherencia, paciencia para mis depresiones, sencillez para mis complicaciones, verdad para mis falsedades, luz para mis tinieblas, sabor para mi aburrimiento, amor para mi sed de amor, libertad para mis esclavitudes, seguridad para mis inseguridades”… (Homilía de S.S. Francisco, 27 de junio de 2014, en santa Marta).

4.- Qué me dice hoy a mí este texto ya reflexionado. (Guardo silencio)

5.- Propósito: Pensaré durante el día: Dios me ama. Dos es mi Padre. Dios ni sabe, ni quiere, ni puede hacer otra cosa que amarme con infinito amor.

6.-Dios me ha hablado hoy a través de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi oración.

Señor, al acabar la oración en este día de Santa Teresa de Jesús, no deseo otra cosa que el poder imitar a esta gran Santa. ¡Sólo Dios basta! No es una frase bonita, es la experiencia de su vida. Jamás una esposa ha estado tan enamorada de su esposo como lo estuvo Teresa de su esposo Cristo. En muchos de sus monasterios, al entrar, suelen poner unas palabras de Teresa: “Esta casa es un cielo para aquellas personas que sólo se contentan de contentar a Dios”. Dame, Señor, la gracia de sentirme feliz intentando complacerte en todo.

Jesús enseña a orar a toda hora

1.- No sé que os parecerá a vosotros, pero la frase: “Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» me ha producido siempre una enorme inquietud. Y es que esta última frase de Jesús que aparece en el relato evangélico de San Lucas –y que se lee en la misa de hoy –es una de las más preocupantes de todo el Nuevo Testamento. El Hijo de Dios se pregunta sobre la continuidad de su obra. Y parece oportuno reflejar con toda claridad esta idea del Maestro, ya que celebramos el Domund, el domingo Mundial de la Propagación de la Fe, que este año nos ofrece el eslogan: “Dichosos los que creen”. Jesús, es el gran agente de nuestra fe, el Maestro que nos ha mostrado la cara visible de Dios invisible. La pregunta de si al volver Él puede encontrar fe en la tierra puede ser tomada, también, como exclusivamente didáctica, como una advertencia a los Apóstoles, y a las generaciones venideras, sobre la fragilidad de la fe en el genero humano y la necesidad de trabajar con ahínco para mantener esa fe.

Pero también como Hombre Verdadero podría sufrir inquietudes respecto al futuro, aunque como Dios Verdadero conoce el auténtico «resultado final». Hay muchos acercamientos a la psicología del Salvador. Es Romano Guardini quien más habla de las discrepancias entre Cristo y su tiempo. El formidable escritor y teólogo ítalo germano dice en su obra «El Señor» que las cosas cambiaron, que Jesús pudo pensar que iba a conseguir una Redención en paz cuyo resultado se aproximaría bastante a las profecías de Isaías. Hemos repetido aquí varias veces la teoría de Guardini y no es extraño porque, para nuestro gusto, es subyugante.

2.- Sea cual sea la interpretación que más nos guste, la realidad es que los cristianos tenemos la responsabilidad de trabajar duro para que cuando vuelva Jesús haya fe en la tierra. Tenemos una responsabilidad, compartida con Cristo –así como suena–, en la Redención. No podemos prescindir de nuestra labor en la transmisión de la Palabra de Dios y en el conocimiento de Jesús es el Señor. Fórmulas para acometer ese camino de apostolado habrá muchas y cada uno tendrá que elegir la que más le convenga, pero, en ninguno de los casos, hacer dejación de esa responsabilidad. Pero, en ninguno de los casos, inhibirse o decir que la evangelización o el apostolado es cosa de curas y monjas, de misioneros y misioneras consagradas.

Cada uno, en la medida de nuestras posibilidades, tendrá que hacer, por los menos, algo –¡ya!—sin obviar su responsabilidad. La forma más cercana –y posible—es orar y entregar nuestra ayuda económica a las Misiones. Y no se olvide esa vieja receta –siempre vigente y actual—del Antiguo Testamento que las limosnas ayudan a perdonar los pecados. Y es la oración insistente la que hoy Jesús nos recomienda en el Evangelio de Lucas. Oremos por las misiones. Oremos para que las enseñanzas de Cristo Jesús lleguen hasta los confines de la tierra, sin olvidar, por supuesto, que estén presentes en los más cercanos, en nuestra familia, en nuestros amigos, en nuestros vecinos.

3.- Parece que el Evangelio de hoy, este fragmento del principio del capítulo 18 de San Lucas, tiene un contenido sencillo. Si Jesús enseñaba a los discípulos a orar entonando el Padrenuestro es obvio que les recomiende la oración continua e insistente ante el Padre, tal como él mismo hacía. La parábola también parece simple, pero no lo es. Los jueces estaban muy valorados en el mundo que circundaba la vida habitual del Israel de tiempos de Cristo. Pero, sin embargo, se sabía que practicaban una justicia que favorecía a los poderosos, prestando poca atención a los más pobres y, dentro de ellos, a las viudas que eran, sin duda, el escalón más desprotegido de la sociedad. Es posible, incluso, que el episodio de la viuda insistente hubiera ocurrido hace poco y fuera objeto de comentarios en el entorno próximo a Jesús.

Enfrenta, pues, una vez más, Jesús de Nazaret a los más pobres como a los más poderosos y de ahí sale la parábola. Y en ella, sin duda, la viuda del relato demuestra una gran valentía, pues las antesalas y barreras para que un pobre viera a un juez eran imponentes. Pero ella siguió insistiendo hasta que el juez decidió hacer lo que tenia que hacer: justicia. La viuda es, pues, un ejemplo que puede tomarse en lo preciso del “cuentecillo”, del relato específico de la parábola. Claro que la comparación entre el juez vago y malvado y el Dios tierno y compasivo solo puede favorecer la confianza de aquellos que rezan. Dios Padre, sin duda, vendrá en su ayuda y les hará justicia. Mucha gente, hoy, en este mundo tan injusto espera la justicia de Dios. Y es conveniente que nuestra oración continua pida tambien que llegue esa justicia divina para que este nuestro mundo sea algo mejor.

4.- La oración insistente, con una apoyatura física indudable, nos la presenta la primera lectura de hoy. Procede del Libro del Éxodo y es un fragmento muy conocido. Mientras que Moisés mantenía los brazos levantados orando las tropas hebreas de Josué, que atacaban a Amelec, iban venciendo. Si Moisés, rendido por la fatiga, bajaba las manos, el decurso de la batalla se inclinaba a favor de las huestes de Amelec. Por fin, Aarón y Jur se ingeniaron un modo de paliar el cansancio de Moisés, sentarle en una silla y sujetar ellos mismos los brazos orantes del “Hombre de Dios”. Dios valora ese esfuerzo y ese ingenio, igual que el juez malo valoró la capacidad de insistencia de la viuda, que, sin duda, también tuvo que saltar muchas barreras físicas, impuestas por los servidores del inicuo magistrado.

Ya hemos dicho en domingos anteriores que la Segunda Carta de San Pablo a Timoteo tiene un enorme valor catequético dentro de la formación de ministros de la Iglesia –y de todos los fieles—y que así ha sido a lo largo de la historia. Hoy Pablo dice a su discípulo Timoteo que la inspiración divina está en la Escritura y que esta tiene que ser enseñada en todo momento y de manera insistente. Guarda, pues, un paralelismo la enseñanza catequética con el hecho de orar. Y así ofrece Pablo esta frase también un tanto impresionante: “proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta, con toda comprensión y pedagogía”.

Hoy, todos, –en lo más íntimo de nuestro corazón—deberíamos pedir al Señor Jesús que nos dé fuerzas para rezar a toda hora. Y que las distracciones –muchas de ellas bastante inútiles—que nos trae la vida, no impidan nuestra oración continua. Jesús de Nazaret está siempre dispuesto a ensañar a orar a todo aquel que se lo pide.

Ángel Gómez Escorial

Comentario – Sábado XXVIII de Tiempo Ordinario

Lc 12, 8-12

Yo os digo: el que se pronuncie por mí ante los hombres, también el Hijo del hombre se pronunciará por él ante los ángeles de Dios. El que me niegue ante los hombres, también será negado él ante los ángeles de Dios.

Existieron en el siglo pasado -y sin duda también hoy algunos exegetas que trataron de reducir la parte del evangelio correspondiente a los milagros, porque se encontraban embarazados o molesto ante la afirmación abrupta de lo «sobrenatural» Efectivamente, la divinidad del hombre Jesús de Nazaret nunca ha cesado de plantear graves cuestiones filosóficas a todos los que buscan y quieren comprender con la razón. El hecho de la encarnación del Hijo de Dios, que proclamamos en nuestro «credo», es cosa fácil en el plan de la declaración verbal, pero permanece siendo un inmenso misterio para nuestra fe, incluso para la más respetuosa…

Pero no por ello hay que renunciar a esa joya de nuestra Fe cristiana. No sólo uno o varios milagros, sino todo el evangelio nos lleva a esta afirmación. Por lo tanto no bastaría con arrancar algunas páginas molestas, sino que habría que destruir toda la trama del evangelio.

Por ejemplo la pretensión expresada en esa frase del evangelio es propiamente sobrehumana. Jesús promete muy sencillamente y como algo que cae por su propio peso tomar partido ante Dios -«los ángeles de Dios» son una fórmula bíblica tradicional en provecho de los que habrán tomado partido por El.

Se trata, evidentemente, del Juicio final.

A todo el que hable en contra del Hijo del hombre se le podrá perdonar, pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón.

Jesús establece una diferencia entre «hablar contra El, Jesús»: que es perdonable… y «hablar contra el Espíritu Santo»: que es imperdonable.

Jesús parece suponer que uno puede equivocarse respecto a Él, en tanto que es un hombre viviendo entre los hombres, en el anonadamiento de su humanidad sirviente y pobre. Sí, uno puede equivocarse de buena fe sobre la encarnación de Jesús si nos valemos sólo de nuestras facultades humanas. Y el mismo Jesús dirá a sus verdugos: «Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen.» (Lucas 23, 34). Y Jesús perdonó también a Pedro que le negó, por debilidad, en el barullo de las horas trágicas de la Pasión (Lucas 22, 61-62). En cambio, Jesús considera mucho más grave lo que Él llama «la blasfemia contra el Espíritu». ¿Qué es esto? En Mateo 12, 32, era el desconocimiento del poder de Jesús sobre los demonios. Aquí la fórmula es aún más enigmática. ¿Es que Jesús no admite la ceguera ante las manifestaciones esplendentes del Espíritu, es decir, de Cristo resucitado? o aun ¿de la predicación apostólica inspirada por el Espíritu? (Hechos 2, 38; 3, 19; 13, 46; 18, 6). Importancia del Espíritu para Jesús. ¿Y para mí? ¿Qué lugar ocupa en mi vida? ¡ Son tantas las veces que le he sido

infiel!

Cuando os conduzcan a la sinagoga, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo os vais a defender o de qué vais a decir porque lo que hay que decir os lo enseñará el Espíritu Santo en aquel momento.

¡El cristiano es un hombre «enjuicio» ante el mundo! Tenemos aquí un eco del entusiasmo de los primeros cristianos en los procesos de que fueron objeto. Eran pobres, no tenían siquiera confianza en sus propios argumentos, pero ponían su plena y total confianza en Dios.

Dios, el Espíritu, estaba presente con ellos ante la barandilla del tribunal.

Señor, quiero confiarme totalmente a ti. Continúa enseñándome sin cesar. Sugiéreme lo que debo decir para mejor hablar de ti, para rendirte homenaje y testimonio. Concede al conjunto de los cristianos ese temple, esa humilde valentía, no apoyada en las propias fuerzas, sino en el Espíritu.

Noel Quesson
Evangelios 1

Orar siempre sin desanimarse

1.- «En aquellos días, Amalec vino y atacó a los israelitas en Rafidín…» (Ex 17, 8) Durante la ruta del desierto los israelitas han de superar mil dificultades. Es un camino tortuoso, un sendero largo y escarpado. En medio de aquellos parajes desolados se iría curtiendo el guerrero, que después abordaría sin desmayo la conquista de la Tierra Prometida. En la ascética cristiana esta etapa de la historia de la salvación es fundamental. Por qué también los cristianos vamos caminando hacia la Tierra de promisión, porque también los que tienen fe caminan con el corazón puesto en el otro lado de la frontera.

Nos narra hoy el hagiógrafo el ataque de Amalec. Es el jefe de la tribu de nómadas que habita en el norte del Sinaí. Son hombres avezados a la lucha y están ansiosos de arrebatar a los israelitas sus ganados, sus bienes todos, el botín que traen de Egipto… Ataques por sorpresa, ataques que se ven venir, ataques de gente armada hasta los dientes. La vida es una milicia, una lucha en la que tenemos que estar siempre en pie de guerra. Sólo así resistiremos el empuje enemigo, sólo participando en la refriega de cada combate participaremos en la gloria de cada botín.

«Mañana yo estaré de pie en la cima del monte con el bastón maravilloso en la mano… “(Ex 17, 8) Moisés se siente cansado, sin fuerza para ponerse al frente del ejército. Pero él sabe que su debilidad no es óbice para que la batalla se gane, él está persuadido de que el primar guerrero es Yahvé, que al fin y al cabo es Dios quien da la victoria. Convencido de ello llama a Josué y le expone su plan de ataque.

Escoge unos cuantos hombres, haz una salida y ataca a Amalec… Es lo primero, poner todos los medios a su alcance antes de entrar en la lucha. Sí, porque Dios no ayuda a los que no ponen de su parte lo que pueden, a los que son vagos y comodones. Dios quiere, exige que se pongan antes todos los medios humanos posibles, y los casi imposibles para poder superar las dificultades que se presenten. Después, o al mismo tiempo, a rezar… Entonces el poder de Dios se hace sentir avasallador. No habrá quien se nos resista, no habrá obstáculo que no podamos superar, ni pena que no podamos olvidar. Dios no pierde nunca batallas, Dios es irresistible. Por eso la vida que es una milicia, una lucha, una guerra, para el que tiene fe es, además, una guerra ganada.

2.- «Levanto mis ojos a los montes…» (Sal 120, 1) Valle de lágrimas se llama en la Salve a esta vida nuestra. También se dice en esa bellísima oración que los hijos de Eva somos unos desterrados que gimen y que lloran… En cierto modo, así es como describe también el salmo de hoy nuestra vida; inmersa en un valle de sombras, rodeado de altas montañas a través de las que nos ha de llegar el remedio para nuestros males.

En medio de la angustia y el miedo de esa situación, surge una viva esperanza porque el auxilio nos vendrá del Señor que hizo el cielo y la tierra. Y siendo tan poderoso el Todopoderoso es cómo no podrá ayudarnos en nuestras necesidades, cómo no podrá librarnos de todo mal. Máxime cuando el mismo Señor nos dice: No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme ni reposa… Dios está siempre velando, permanece de continuo protegiéndonos, pendiente de cada uno de nosotros.

«El Señor te guarda a su sombra…» (Sal 120, 5) Dios es para nosotros la cálida sombra que nos protege de los ardores del sol y de los rigores del frío. Ya en el desierto aliviaba el calor sofocante de su pueblo por medio de la nube protectora, que se hacía fuego en las duras y frías noches de la tierra arenosa. Flotaba sobre el pueblo que caminaba, a veces perdido, por aquellas regiones inhóspitas, bajo el clima inclemente del yermo.

Con sencillez y hasta con ingenuidad nos asegura el canto interleccional que el Señor está a nuestra derecha, y que ni el sol ni la luna podrán dañarnos. También nos recuerda que nos libra de todo mal, que guarda nuestra alma donde quiera que esté, ahora y por siempre. Son palabras que han de suavizar las penas de este nuestro recorrido por este valle de lágrimas; son promesas que han de limpiar nuestro llanto, mitigar nuestros pesares y preocupaciones… Haz, Señor, que sea así. Haz que tu poder nos anime sin cesar y que, pase lo que pase, esperemos confiados en tu ayuda.

3.- «Permanece en lo que has aprendido y se te ha confiado» (2 Tm 3, 14) Qué difícil es la perseverancia. Qué cierto es que empezar es de muchos y el terminar de pocos. Lo sabemos por experiencia propia. Iniciamos muchas cosas y finalizamos pocas, o ninguna. A veces se afirma que la inconstancia es propia de la juventud, y yo diría que lo es de la naturaleza humana herida.

Y hay cosas en las que hemos de permanecer firmes, si queremos salvar nuestra alma. Porque si claudicamos, o nos cansamos de cuestiones accidentales, la cosa no tiene mayor importancia. Pero si nos cansamos de ser fieles a nuestra fe, entonces estamos perdidos.

Tengamos, pues, cuidado. Vigilemos con atención, luchemos con abnegación. Hay que ser leales con Cristo, leales con la Iglesia. Hoy cuando tanta traición existe, tanta deslealtad, tanto conformismo. Permanecer en lo que hemos aprendido, en esas verdades de nuestro Credo que son perennes, tan perennes como el mismo Evangelio.

«Sabiendo de quien lo aprendiste…» (2 Tm 3, 15) Cuando uno ha aprendido algo de quien se equivocaba, entonces es lógico que se trate de rectificar lo que ha aprendido. O cuando quien nos ha enseñado resulta que es un embustero, un embaucador que trata de sacar partido de su engaño, entonces también es razonable no hacer caso, olvidar eso que nos dijeron.

Pero en el caso de ese dogma y de esa moral, que aprendimos de la Iglesia, de boca de nuestros mayores, en ese caso no hay ni mentira ni ignorancia. Todo lo contrario, pues nadie ha tenido ni tiene la verdad como la tiene la Iglesia católica. No por un privilegio debido al mérito humano, sino por pura benevolencia y libre concesión de Dios. Ni nadie, por otra parte, tiene la garantía de la asistencia infalible del Espíritu Santo, como la Iglesia tiene desde el comienzo de su historia y hasta la consumación de los siglos.

Firmes, pues, fuertes en la fe, leales pese a tanta concesión. Fieles siempre. No olvidemos que la victoria definitiva es la del que gana la última batalla. El triunfo es de los que terminan y no de los que se limitan a empezar.

4.- «Jesús, para explicar cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola…» (Lc 18, 1) Hay verdades tan claras que no necesitarían, para comprenderlas, otra cosa que la exposición de las mismas. Así, por ejemplo, la de que es necesario orar siempre, sin desanimarse nunca. Para quienes se ven de continuo necesitados, ha de ser evidente que han de recurrir a quien les pueda cubrir sus necesidades. Podríamos decir que lo mismo que un niño llora cuando tiene hambre, hasta que le dan de comer, así el que se ve necesitado clamará a Dios, que todo lo puede, para que le ayude y le saque del apuro.

Sin embargo, muchas veces no es así. Nos falta la fe suficiente y la confianza necesaria para recurrir a nuestro Padre Dios, para pedirle humildemente nuestro pan de cada día. O nos creemos que no necesitamos nada; somos inconscientes de las necesidades que padecemos. Reducimos nuestra vida al estrecho marco de nosotros mismos y limitamos nuestras necesidades a tener el estómago lleno. Sin darnos cuenta de cuantos sufren, cerca o lejos de nosotros; sin comprender que no sólo de pan vive el hombre, y que por encima de los valores de la carne están los del espíritu.

Así, pues, aunque resulta evidente que quien necesita ser ayudado ha de pedir ayuda, el Señor trata de convencernos de que hay que orar siempre sin desanimarse. Para eso nos propone una parábola, la del juez inicuo que desprecia a la pobre viuda, y no acaba de hacer justicia con ella. Esa mujer acude una y otra vez a ese magistrado del que depende su bienestar, para rogarle que la escuche. Por fin el juez se siente aburrido con tanta súplica y asedio continuo. El Señor concluye diciendo que si un hombre malvado, como era el juez, actuó de aquella forma, qué no hará Dios con quienes son sus elegidos y le gritan de día y de noche. Os aseguro, dice Jesús, que les hará justicia sin tardar.

De nuevo tenemos la impresión de que Dios está más dispuesto a dar que el hombre a pedir. En el fondo, repito, lo que ocurre es que nos falta fe. Por eso, a continuación de esta parábola, el Señor se pregunta en tono de queja si cuando vuelva el Hijo del hombre encontrará fe en el mundo. Da la impresión de que la contestación es negativa. Sin embargo, Jesús no contesta a esa pregunta, a pesar de que .el sabe cuál es la respuesta exacta. Sea lo que fuere, hemos de poner cuanto esté de nuestra parte para no cansarnos de acudir a Dios, una y otra vez, todas las que sean precisas, para pedirle que no nos abandone, que tenga compasión de nuestra inconstancia en la oración, que tenga en cuenta nuestras limitaciones y nuestra malicia connatural.

Hay que rezar siempre sin desanimarse. Hemos de recitar cada día, con los labios y con el corazón, esas oraciones que aprendimos quizá de pequeños. Muchas veces oraremos sin ruido de palabras, en el silencio de nuestro interior, teniendo puesta nuestra mente en el Señor. Cada vez que contemplamos una desgracia, o nos llega una mala noticia, hemos de elevar nuestro corazón a Dios -eso es orar- y suplicarle que acuda en nuestro auxilio, que se dé prisa en socorrernos.

Antonio García Moreno

¡Que no decaiga el ánimo!

1.- Siempre que escuchamos este evangelio de San Lucas nos debiera de sacudir en lo más hondo de las entrañas esa pregunta, que al final de la parábola del juez injusto, te hace, me hace y nos hace Jesús: “Cuando venga el Hijo del hombre ¿encontrará Fe sobre la tierra?

De sobra sabemos que Dios es grande y bueno. Que no hay límites en su corazón. Que, como buen Padre que es, nos concede a tiempo y a destiempo aquello que necesitamos para vivir o seguir como hijos en el camino de la fe.

Pero ¿sabemos si la oración es grande en nosotros? ¿Si el motor de nuestra actividad humana y eclesial está sustentado en una relación de “tú a tú” con Dios o si, por el contrario, ese compromiso del día a día, ha caído en un puro activismo dejando caer el peso y toda su fuerza en nuestras habilidades, carismas, carácter, temperamento y aptitudes?

2.- La crisis que estamos padeciendo en nuestra iglesia y en nuestras parroquias, en nuestra vida de cristianos y en nuestros seminarios semivacíos, en nuestra felicidad y en nuestra forma de vivir se debe en gran parte a que nuestra oración es escasa, mediocre y débil. Muchos cristianos no saben marcar ni cómo conectar con ese número de la oración. Otros, hace tiempo que lo dieron de baja en su agenda telefónica. A otros, nadie se ha preocupado de hacerles sentir y ver el valor de una relación íntima y personal con Dios para que llegasen a conocer aquella experiencia que Santa Teresa de Jesús nos retrataba; “oración no es otra cosa sino tratar de amistad con quien sabemos que nos ama”

3.- Hemos de cambiar un poco el “chip” en nuestro pastoreo, en el modo de entender y llevar a cabo proyectos, cursos, dinámicas, departamentos, delegaciones, catequesis y otras actividades evangelizadoras. Es el momento, y el evangelio de hoy nos lo urge más que nunca, de ser como esa insistente mujer que ante el juez injusto exponía una y otra vez sus necesidades con el convencimiento de que tarde o temprano se saldría con la suya. ¿De qué manera?: desde la confianza, constancia, esperanza y creyendo que Dios, siempre justo, permanece al otro lado disfrutando y escuchando nuestra plegaria.

4.- Me gusta el final de aquella leyenda del centinela que se pasó toda una vida esperando la venida de Dios: Un día viéndose ya muy viejo y limitado, dejó salir de su corazón este grito: “me he pasado toda la vida esperando la visita de Dios y me voy a morir sin verte”. Estaba en la torre del castillo. En aquel mismo momento oyó una voz muy dulce a sus espaldas, “pero es que no me conoces”. El centinela aún no veía a nadie. Estalló lleno de alegría, “qué bien que ya has llegado”. ¿Por qué me has hecho esperar tanto? ¿Por dónde has venido que yo no te he visto? Y nuevamente la voz aún más dulce que anteriormente le dijo, “siempre he estado cerca de ti, a tu lado, más aún, siempre he estado dentro de ti. Has necesitado muchos años para darte cuenta, pero ahora ya lo sabes. Este es mi secreto, yo estoy siempre con los que me esperan y sólo los que me esperan pueden verme”. Qué triste sería si, cuando de nuevo vuelva el Señor a la tierra, se encuentre el torreón de su iglesia vacío.

5.- Hoy, gracias a Dios, los misioneros –por miles entregados a su misión en diferentes continentes- siguen haciendo presente lo que nosotros, con más comodidad, vivimos en nuestras parroquias, comunidades, pueblos y ciudades.

Hoy, ante el Señor, no puede faltar nuestra oración –insistente y confiada- para que, una de la caras más bonitas de la Iglesia Católica (los misioneros) sigan contando con los medios suficientes, espirituales y materiales, en su labor evangelizadora.

Si Dios nos ha dado tanto ¡qué menos que en este día compartamos algo! Si Dios nos ha bendecido con una economía estable; ¡qué menos que pongamos, poco o mucho, como ayuda a nuestros misioneros!

Hoy, en el día del Domund, seguimos creyendo, apoyando y orgullosos de tantos hombres y mujeres que, creyendo en lo que predican, hacen y promueven, llevan el anuncio del Evangelio a tantos lugares de la tierra.

Que nuestra oración, junto con nuestro donativo, sea muestra de que seguimos siendo dichosos por creer.

Os dejo con esta oración:

6.- DAME, SEÑOR

Dios, dame el día de hoy fe para seguir adelante,
Dame grandeza de espíritu para perdonar
Dame paciencia para comprender y esperar
Dame voluntad para no caer
Dame fuerza para levantarme si caído estoy
Dame amor para dar
Dame lo que necesito y no lo que quiero
Dame elocuencia para decir lo que debo decir

Haz que yo sea el mejor ejemplo para los que me rodean
Haz que yo sea el mejor amigo de mis amigos
Haz de mí un instrumento de tu voluntad
Hazme fuerte para recibir los golpes que me da la vida

Déjame saber que es lo que Tú quieres de mi
Déjame tu paz para que la comparta con quien no la tenga
Por último, anda conmigo y déjame saber que así es.

Javier Leoz

El juez injusto

1.- Si ya –desde luego en otro tiempo—un célebre alcalde andaluz hubiera oído en tiempos de Jesús está parábola del Juez Injusto, hubiera sin duda dicho aquella frase que dijo en otra ocasión (**) y que estuvo a punto de costarle su vida política. Se ve que ya desde por los menos dos mi años atrás la justicia ha estado mal tratada…

La parte fuerte es el juez que ni teme a Dios ni le importan los hombres. La parte débil es una viuda que exige justicia sin tener más armas que su debilidad, pero que conoce la única debilidad del juez: su egoísmo, que le dejen en paz. Lo que el Señor nos quiere enseñar con la parábola del Juez Injusto está claro porque lo dice el mismo Evangelio: “quería explicar como tenían que orar siempre sin desanimarse”. Lo cual supone una parte fuerte que puede acceder a los ruegos, y una parte débil que pide. Y el que pide siempre es débil.

2.- En la gran Historia del mundo, lo mismo que en la pequeña historia de cada día hay ejemplos de una parte fuerte vencida por la debilidad. Gandhi venció con su debilidad al Imperio Británico, consiguiendo la independencia de la India, gracias a su constancia. Pues esta constancia es la que nos pide el Señor. Constancia hasta que nos oigan. Creo que no es falsear la parábola si pensamos que la viuda estuvo muchas veces a punto de tirar la toalla por cansancio. Lo mismo que el juez antes de tomar su decisión estuvo muchas veces dispuesto a ceder. ¡Os imagináis si el día que el juez le dice al alguacil que traiga a la viuda para hacerla justicia hubiera resultado que la viuda hubiera desaparecido! Y nosotros que acusamos al Señor de que no nos oye, cuántas veces hemos dejado al Señor con la pluma en la mano cuando se disponía a firmar el decreto de concesión de lo que pedíamos. Como el juez injusto tenía un punto débil por donde la viuda le atacó. También el Señor tiene un punto débil. Al juez no le importaban los hombres, por eso podía despreciarlos.

3.- –Al Señor le importan los hombres y las mujeres.

–Al Señor le importan tanto los hombres, le parece tan maravilloso ser hombre que Él mismo se ha hecho uno de nosotros.

–Le importan tanto los hombres que ha hecho por cada uno de nosotros lo que sólo un gran amigo hace por otro y es dar su vida por él.

–Al Señor le importamos tanto que se ha quedado con nosotros hasta el fin de los siglos.

Por eso nos dice Jesús: “¿Ese Señor os dará largas? ¿Dejará de hacer justicia?”

4. – ¿Nos os parece un maravilloso símbolo ese Moisés de la primera lectura con los brazos abiertos en oración pidiendo por su pueblo? ¿No os recuerda a esas personas queridas de nuestras familias; tal vez la abuela, tal vez la madre, que han volcado sus corazones delante del Señor pidiendo por cada uno de nosotros y a cuyas oraciones deberemos, sin saberlo, nuestro encuentro con el Señor en tanto momentos de nuestra vida? Moisés ayudado por los suyos para que no desfalleciera. Padres y madres de familia a los que agobian los problemas de los hijos, ayudaos el uno al otro para perseverar en esa oración hasta que lo consigáis, no tiréis la toalla en el momento en que el Señor os va a escuchar.


(**) El padre Maruri se refiere al Alcalde Pacheco de la ciudad de Jerez de la Frontera, en Cádiz, España, que ante una decisión de un juez dijo: “La Justicia es un cachondeo” y que tuvo extraordinaria repercusión política y éxito popular.

José María Maruri, SJ.

Perseverancia

1.- Oración y fe. Decía San Agustín en una de sus homilías que «la fe es la fuente de la oración y no puede fluir el río cuando se seca el manantial del agua». Es decir, para poder orar y pedirle a Dios hay que, primero, creer y confiar en El. El domingo pasado se nos recordaba la importancia de la oración de acción de gracias. Nos gusta más pedir que dar gracias, pero también es necesario pedir, pues quien pide es porque se siente necesitado y porque cree y confía en ese Alguien que puede ayudarle. Pedimos porque creemos, pero, al mismo tiempo, la oración alimenta nuestra fe. Quien no ora debilita su experiencia de Dios. Hemos de pedir a Dios que «ayude nuestra incredulidad». Si nos falla la oración ¿no será porque nuestra fe también es tambaleante? Ocurre que frecuentemente no sabemos pedir y nos decepcionamos si Dios no nos concede lo que pedimos. No puede ser que Dios conceda a todos acertar el número de la lotería y es imposible que conceda a la vez la victoria a dos aficionados de dos equipos distintos que se enfrentan entre sí. Dios no es un talismán, o un mago que nos soluciona los problemas. Cuando pedimos algo nos implicamos en eso que pedimos y nos comprometemos a hacer realidad, con la ayuda de Dios, lo que suplicamos.

2.- Pedir realmente lo que necesitamos. Dios sólo habla en el silencio y la oración más profunda en el Nuevo Testamento no es tanto hablar con el Padre, sino escuchar al Padre. Cristo es el “el oyente de la Palabra” y para oír la palabras de Dios hemos de crear un clima ausente del ruido exterior. Sólo el que escucha saber pedir lo que le conviene. Es curioso observar cómo muchas veces acudimos a Dios en los momentos difíciles de nuestra vida, en espera de obtener esas gracias de orden material: salud, enfermedades, trabajo… ¡Qué pocos piden por su vida interior, por la paz espiritual, para tener un corazón más limpio y una purificación profunda en todas sus actitudes ante la vida!.. Frente a un mundo amoral en el que nos movemos, en donde todo se compra y se vende y las personas se reducen a objetos de uso y disfrute, los cristianos hemos de ofrecer espacios de meditación en los que podamos encontrar un poco de paz y alegría.

3- La oración en grupo nos ayuda. En el trayecto por el desierto los israelitas se enfrentan a muchas dificultades. Moisés oraba por el pueblo con las manos en alto. Pero necesita la ayuda de otros para mantenerlas en alto. Así cada uno de nosotros necesita ser sostenido en la oración. Esta es la fuerza que da un grupo de oración en el que haremos bien en participar. La vida es una lucha en la que tenemos que estar siempre despiertos. Dios quiere que se pongan ante todo los medios humanos posibles y los casi imposibles para poder superar las dificultades que se presenten. Después, o al mismo tiempo, hay que orar. Dios es para nosotros “la cálida sombra” -Salmo 120-, que nos protege de los ardores del sol y de los rigores del frío.

4.- Orar siempre, sin desanimarnos. Empezar a orar es fácil. ¡Qué difícil es la perseverancia! Qué cierto es que el empezar es de muchos y el terminar de pocos. Lo sabemos por experiencia propia. San Pablo exhorta a Timoteo a permanecer en lo que ha aprendido y se le ha confiado. Es necesario orar siempre, sin desanimarse nunca. Sin embargo, muchas veces no es así y fácilmente abandonamos la oración El Señor nos propone una parábola, la del juez inicuo. Si un hombre malvado, como era el juez, actuó de aquella forma, qué no hará Dios con quienes son sus elegidos y le gritan de día y de noche. De nuevo tenemos la impresión de que Dios está más dispuesto a dar que el hombre a pedir. Lo que ocurre es que nos falta fe. Por eso, a continuación de esta parábola, el Señor se pregunta en tono de queja si cuando vuelva el Hijo del hombre encontrará fe en el mundo. Da la impresión de que la contestación es negativa. Sin embargo, Jesús no contesta a esa pregunta, a pesar de que Él sabe cuál es la respuesta exacta. Sea lo que fuere, hemos de poner cuanto esté de nuestra parte para no cansarnos de acudir a Dios, una y otra vez, todas las que sean precisas, para pedirle que no nos abandone, que tenga compasión de nuestra inconstancia en la oración. Sin El no podemos hacer nada.

José María Martín OSA

Dios no es imparcial

La parábola de Jesús refleja una situación bastante habitual en la Galilea de su tiempo. Un juez corrupto desprecia arrogante a una pobre viuda que pide justicia. El caso de la mujer parece desesperado, pues no tiene a ningún varón que la defienda. Ella, sin embargo, lejos de resignarse, sigue gritando sus derechos. Solo al final, molesto por tanta insistencia, el juez termina por escucharla.

Lucas presenta el relato como una exhortación a orar sin «desanimarnos», pero la parábola encierra un mensaje previo, muy querido por Jesús. Este juez es la «antimetáfora» de Dios, cuya justicia consiste precisamente en escuchar a los pobres más vulnerables.

El símbolo de la justicia en el mundo grecorromano era una mujer que, con los ojos vendados, imparte un veredicto supuestamente «imparcial». Según Jesús, Dios no es este tipo de juez imparcial. No tiene los ojos vendados. Conoce muy bien las injusticias que se cometen con los débiles y su misericordia hace que se incline a favor de ellos.

Esta «parcialidad» de la justicia de Dios hacia los débiles es un escándalo para nuestros oídos burgueses, pero conviene recordarla, pues en la sociedad moderna funciona otra «parcialidad» de signo contrario: la justicia favorece más al poderoso que al débil. ¿Cómo no va a estar Dios de parte de los que no pueden defenderse?

Nos creemos progresistas defendiendo teóricamente que «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos», pero todos sabemos que es falso. Para disfrutar de derechos reales y efectivos es más importante nacer en un país poderoso y rico que ser persona en un país pobre.

Las democracias modernas se preocupan de los pobres, pero el centro de su atención no es el indefenso, sino el ciudadano en general. En la Iglesia se hacen esfuerzos por aliviar la suerte de los indigentes, pero el centro de nuestras preocupaciones no es el sufrimiento de los últimos, sino la vida moral y religiosa de los cristianos. Es bueno que Jesús nos recuerde que son los seres más desvalidos quienes ocupan el corazón de Dios.

Nunca viene su nombre en los periódicos. Nadie les cede el paso en lugar alguno. No tienen títulos ni cuentas corrientes envidiables, pero son grandes. No poseen muchas riquezas, pero tienen algo que no se puede comprar con dinero: bondad, capacidad de acogida, ternura y compasión hacia el necesitado.

José Antonio Pagola

Comentario al evangelio – Sábado XXVIII de Tiempo Ordinario

El pecado imperdonable

Cualquier pecado concebible puede ser perdonado, excepto el pecado contra el Espíritu Santo, que es declarado «imperdonable». Esta declaración de Jesús es tan significativa que los tres evangelios sinópticos la mencionan. Sólo por el poder del Espíritu Santo se puede gritar «Abba, Padre». Si uno rechaza ese Espíritu, hemos rechazado a Dios para siempre. El Catecismo oficial lo explica así: «La misericordia de Dios no tiene límites, pero quien deliberadamente se niega a aceptar su misericordia arrepintiéndose, rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo» (CIC, #1864). Esto nos informa de nuevo de que somos nosotros los que hacemos realidad la posibilidad del infierno, y no Dios. Como dijo el Papa Juan Pablo II: «La ‘condenación eterna’, por tanto, no se atribuye a la iniciativa de Dios, porque en su amor misericordioso sólo puede desear la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor» (Audiencia general, 28 de julio de 1999).

Paulson Veliyannoor, CMF