La esencia de Dios

«Y Dios ¿no hará justicia a sus elegidos…?

Jesús nos habla frecuentemente de Dios en el evangelio, pero siempre a través de un lenguaje parabólico, analógico, que no trata de definirlo ni abarcarlo, sino de desvelar su relación con nosotros. Por supuesto, Dios no es padre, ni pastor, ni médico, ni sembrador, pero estas imágenes al alcance de todos tienen la virtud de situar nuestra mente en la buena dirección cuando pensamos en Él.

Sabemos de Dios lo que hemos visto en Jesús, y no sabemos nada más. Sus hechos reflejan cómo es Dios para nosotros, y sus dichos nos muestran su concepción de Dios. Como dice Juan en su prólogo solemne: «A Dios nadie le ha visto jamás, el hijo Unigénito es quien nos lo ha dado a conocer». Y algo similar ocurre con el ser humano; sabemos de nosotros lo que hemos visto en Jesús, y nada más.

Pero los humanos somos gente curiosa y tratamos de obtener respuestas a través de la razón. A lo largo de la Edad Media, la posibilidad de acceder racionalmente a Dios era una idea generalmente aceptada, pero fue rechazada a partir del Renacimiento —si lo puedes entender, no es Dios.

No obstante, persiste el viejo debate filosófico en torno a Dios, y por extensión en torno al ser humano. Y nos gusta polemizar sobre inmanencia y trascendencia, creacionismo y panteísmo, teísmo y deísmo, dualismo y monismo… Y esto puede estar muy bien como ejercicio intelectual, pero corremos el riesgo de elevar estas ideas al rango de verdades básicas para nuestra vida, olvidando que no pasan de ser proposiciones filosóficas sometidas a error.

Inmanuel Kant afirmaba —y justificaba— que cualquier proposición metafísica tiene las mismas probabilidades de ser cierta que su contraria, y esto es algo que nos conviene no olvidar cuando decidimos hacer metafísica. ¿Es Dios transcendente o inmanente? ¿Es el creador del universo? ¿Se preocupa por nuestra suerte?… ¿Es el ser humano parte de Dios? ¿Es una mera criatura compuesta de cuerpo caduco y alma inmortal?… No lo sabemos, pero si alguna de estas hipótesis le ayuda a alguien a vivir con más sentido, pues bendito sea Dios.

En su libro “La pregunta por Dios”, Juan Antonio Estrada, sacerdote jesuita, nos deja esta excelente reflexión con la que vamos a finalizar. Dice así: «Es característico de la naturaleza humana plantearse grandes cuestiones filosóficas que escapan a las limitaciones de su conocimiento, y acabar reconociendo que nuestra mente limitada no tiene respuesta para muchos enigmas existenciales que ella misma nos plantea».

Y añade: «Debemos acostumbrarnos a vivir sabiendo que hay cosas que no conocemos y que hay preguntas a las que no sabemos responder».

Miguel Ángel Munárriz Casajús

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Dios juez

Parece claro que estamos ante una “parábola de contraste” (probablemente no pronunciada por Jesús, sino construida por la comunidad posterior) que, mostrando la indignidad de un juez concreto, busca subrayar la magnanimidad de un Dios justo y solícito que cuida de los suyos.

Con todo, no deja de apreciarse un elemento sectario por parte de aquella comunidad de seguidores que se autocalifican como “sus elegidos”. Y algo que es más grave, visto siempre desde nuestra perspectiva: la imagen de Dios como juez. Tal imagen corresponde a un nivel mítico de consciencia, caracterizado -por lo que se refiere a esta cuestión- por la heteronomía, el mérito y la recompensa.

Pocas imágenes han pervertido tanto la conciencia religiosa como esta de “Dios Juez” que, tal como se enseñaba habitualmente en la predicación y en la catequesis, te estaba vigilando constantemente (“mira que te mira Dios…”), no se le escapaba nada y anotaba todo para darte el castigo merecido.

Tal imagen contaminó la conciencia religiosa inoculando en generaciones cristianas sentimientos angustiantes de miedo y de culpa. Como ha quedado dicho, se trata de una imagen mítica, pero extremadamente fácil de grabar en la conciencia y sumamente “eficaz” para sostener la institución religiosa, que poseía el poder de definir el comportamiento moral.

Resultaba fácil de inocular porque se asentaba en la experiencia vivida con las figuras parentales (percibidas como “jueces” que premian o castigan): se trata, sin duda, de un esquema infantil, seguramente ya olvidado, pero no por ello menos activo en la vida adulta. Es sabido que los esquemas o patrones vividos en la infancia quedan grabados a fuego en el cerebro, por lo que tienden a perpetuarse, condicionando nuestro modo de ver y de vivir, hasta que no se “ajustan cuentas” con ellos.

Y se convertía en un eficaz instrumento de sumisión porque la persona que se siente culpable (piénsese en el fenómeno frecuente de los “escrúpulos” en el ámbito religioso) está dispuesta a someterse con tal de liberarse de aquel sentimiento agobiante.

La espiritualidad acaba con la imagen de un “dios juez” y con todo sentimiento de culpa. Se comprende que “Dios” no es un Ente que dirige nuestra vida desde fuera y marca nuestro comportamiento en base a premios y castigos, sino la Realidad última que nos constituye. Por decirlo brevemente, “Dios” no es un Ser, sino un estado de ser. A su vez, esta comprensión muestra el engaño y la perversión de la culpabilidad; lo que emerge, en su lugar, es responsabilidad.

¿Mantengo imágenes míticas de Dios?

Enrique Martínez Lozano

¿Aún encontrará fe en este mundo?

Continuamos nuestro camino litúrgico de la mano del Evangelio de Lucas que, este domingo, nos deja un texto complejo, ambiguo, pero muy significativo.

Jesús narra una parábola que forma parte de la pedagogía del camino tan propia de Lucas. Muy fiel a su narrativa, no se centra en contextualizar la parábola sino en meternos directamente en ella. En esta ocasión, incluso, ya la interpreta para que no nos molestemos en muchas elucubraciones. Ha introducido un tema que preocupaba mucho a las primeras comunidades cristianas: la llegada del reinado de Dios y la nueva humanidad que traía consigo. Sin embargo, Jesús parece estar más preocupado por su deseo de que ese Reino se haga realidad en el mundo que ya tenemos. El texto de hoy, claramente, pone sobre la mesa la necesidad de justicia y qué tiene qué ver Dios con ella.

La insistente petición de una viuda consigue que le haga justicia un juez que no tiene muchas ganas de ello. En cuatro momentos del breve texto se repite «Hacer justicia». Sin duda, es el centro de la parábola y de su mensaje. Este “hacer justicia” pone en escena a dos personajes enfrentados: la viuda y su adversario. La viudedad femenina suponía una vida en soledad y desprotección, dolor y lágrimas, y solía estar asociada a la espantosa presencia de un juez corrompido. Esta figura era necesaria porque siempre existían conflictos de herencia que la ponían en pleito contra un adversario con más poder que ella. Como mujer y como oprimida no puede hacer nada con su contrario. Por eso, no tiene más opción que atosigar al juez hasta lograr recibir su justicia.

Estaremos de acuerdo en afirmar que esta parábola no desprende mucha lógica. Cabría esperar una reacción más dura del juez como castigarla o prohibirla acercarse para siempre al tribunal. Sin embargo, cede para dejar de ser molestado por las continuas quejas de la mujer. Desplacémonos ahora a la figura del juez ya que Jesús quiere que los oyentes nos paremos ante su reacción. Como este juez, muchas personas viven insensibles hacia las realidades más vulnerables, pero también pone de manifiesto que, de una manera contradictoria e inexplicable, resuelve la situación a favor de la viuda.

La intención de Jesús no parece ser blanquear la actitud del juez cuya motivación para hacer el bien no puede ser más egoísta. Tal vez pretende insistir a los  judeo-cristianos (de antes y de ahora) que vayan abandonando la imagen e interpretación de un Dios que no siempre favorece al más vulnerable sino al más cumplidor.

Si el juez humano resuelve a favor de la viuda, cuánto más el Dios que quiere revelar Jesús; un Dios que no actúa por cansancio sino por amor a sus hij@s y a los que insta a vivir en esa confianza profunda y radical. Es decir, una fe más identificada con vivir en una conexión permanente con nuestro origen, con nuestro espacio divino; la bondad, la justicia, no es una sentencia sino una consecuencia de lo que somos en nuestra existencia más esencial y profunda.

Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿aún encontrará fe en este mundo? No una fe a golpe de talón, a golpe de premio-castigo, de sentencias contra los malos, excluidos, diferentes, a golpe de ofrendas para conseguir algo, porque tiene una caducidad muy breve, porque cuando es saciada, ya no quiere más. Es lo que llamamos la tranquilidad de conciencia cuando “cumplimos” con lo que nos piden nuestros “superiores” humanos o ideológicos. Esta viuda pide justicia, es decir, no pide tranquilidad para su conciencia, pide ser reconocida en su dignidad. No pide nada material que, probablemente necesitaba, sino “existir” como ser humano con el valor intrínseco que tenemos como hij@s de Dios. No dice Jesús que cuando llegue la plenitud habrá sentencia, sólo se pregunta hasta dónde va a durar nuestra fe: si es una costumbre o un vínculo liberador que nos lleva hacia la plenitud.

Y no hay que dejar escapar la situación de la viuda que, simbólicamente, aglutina muchas realidades de nuestro planeta que necesitan ser restauradas en su dignidad y en sus derechos. Veo a las mujeres iraníes, a tantos hombres y mujeres que están siendo conducidos a perder su vida para que un dictador inhumano sacie sus delirios de poder, todas las víctimas de la violencia machista física y psicológica, cualquier violencia que mal-trata a otro ser humano. Os emplazo a seguir añadiendo situaciones personales, sociales, planetarias, que necesitan una respuesta, como esta viuda, de JUSTICIA, no desde el egoísmo sino desde la DIGNIDAD.

¡¡¡FELIZ DOMINGO!!!

Rosario Ramos

Comentario – Domingo XXIX de Tiempo Ordinario

(Lc 18, 1-8)

Ya en 11, 5-13 este evangelio de Lucas nos invitaba a orar con insistencia poniéndonos el ejemplo del hombre que va a pedir ayuda de noche y que es atendido por haber insistido tanto. En este texto se nos ofrece un ejemplo semejante: el de la viuda que ruega al juez que le haga justicia.

Los detalles de este ejemplo nos ayudan a precisar su mensaje. Es importante que se trate de una viuda, porque en la época de Jesús las viudas, igual que los huérfanos, eran personas desprotegidas, eran el modelo de lo que significa estar completamente desamparado en el mundo. Por eso en la Biblia se insiste especialmente en la gravedad del pecado de aprovecharse de los huérfanos y de las viudas (Éx 22, 21-22; Jer 22, 3).

También aparece en este texto un juez corrupto, incapaz de pensar en el bien de los demás. Dice que no solamente no temía a Dios, sino que además «no respetaba a los seres humanos» (v. 4). Ya el profeta Isaías hablaba de estos jueces que «aman el soborno y van tras regalos… el pleito de la viuda no llega hasta ellos» (Is 1, 23). Las pobres viudas, que no tenían nada para regalarles, no tenían ninguna importancia para ese tipo de jueces, que dejaban para más adelante a las viudas oprimidas y despojadas, de manera que las viudas indefensas morían sin ver la justicia.

Jesús pone el ejemplo de una viuda que tiene que pedirle justicia a uno de esos jueces corruptos. Parece imposible que ese juez la escuche y la defienda. Sin embargo, la viuda insiste tanto que finalmente logra que el

juez, por cansancio, le haga justicia. Jesús nos enseña que así debe ser nuestra oración: segura, insistente, perseverante, reiterada, apremiante. No se trata de repetir largas oraciones de la boca para afuera, como hacían los fariseos, sino de pedir con sencillez, pero sin cansarse, sin dudar. Una súplica débil es señal de una fe débil, que no cree profundamente en el poder y en el amor de Dios; pedir es una forma de confesar nuestra fe, de rendir culto a Dios. Además, una súplica poco frecuente muestra que en realidad lo que pedimos no es demasiado valioso para nosotros.

Oración:

«Señor, regálame la fe inquebrantable y la confianza insistente de la viuda desamparada. Ayúdame a reconocer con humildad que eres tú el todopoderoso, que dependo de ti, que sin ti nada puedo, que lejos de ti soy débil y no tengo protección».

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

Dios nunca entrará en la dinámica de nuestra justicia

Comentar las lecturas de hoy es complicado porque, partiendo de ellas, tenemos que concluir literalmente lo contrario de lo que dicen. La 1ª: el mito de la elección. El Dios de Jesús no puede estar en contra de nadie. Amalec es para Dios tan querido como el pueblo israelita, aunque los judíos y nosotros sigamos pensando otra cosa. La 2ª: El mito de la inspiración. No toda la Escritura es útil para enseñar. Recordad las palabras de Jesús: habéis oído que se dijo… pero yo os digo… La 3ª: el mito de la justicia de Dios. Ni ahora ni después, ni al que se lo pida con insistencia ni al que no se lo pida, va a hacer justicia humana de ninguna manera.

Lo que llamamos palabra de Dios es fruto de una profunda experiencia religiosa personal, pero está expresada en conceptos que corresponden a una visión mítica del mundo. Al intentar entenderla y juzgarla desde nuestra mentalidad, que ya no es mítica, distorsionamos el mensaje. Debemos tener la valentía de separar el mensaje del envoltorio en que ha sido transmitido. Nuestra teología ha sido un intento desesperado de convertir el mito en logos. El mito nunca podrá ser racionalizado. Si lo entendemos racionalmente, lo destrozamos y nos impedirá descubrir su valor, llevándonos a una falsificación de la verdad que en él se contiene.

La modernidad racionalista cometió el error de lanzar por la borda la increíble riqueza de la experiencia religiosa, porque confundió el embalaje mítico, en que venía presentada, con la verdad que quería trasmitir. Con el agua del baño hemos tirado por la ventana al niño. Pero las religiones, sobre todo la nuestra, siguen manteniendo el error de no querer prescindir del envoltorio porque después de tanto tiempo insistiendo en que había que mantener a toda costa el mito, ahora no tiene posibilidad ni valentía para proponer la verdad separada del mismo mito.

Hoy es imprescindible atender al contexto para entender el texto. A continuación del relato de los diez leprosos que hemos leído el domingo pasado, le preguntan a Jesús los fariseos sobre cuándo llegará el Reino de Dios. Jesús responde con afirmaciones sobre el Reino de Dios y sobre la última venida del Hijo del hombre. Con la perspectiva de ese pequeño apocalipsis, el relato de hoy cobra su verdadero sentido. No trata de prevenir cualquier desánimo, sino del peligro de caer en el desaliento porque la parusía se retrasaba demasiado. Recordemos que la expectativa de un final inmediato era el ambiente en que se vivió el primer cristianismo.

La parábola del juez y la viuda no tiene aplicación posible desde nuestra religiosidad actual. No podemos poner como modelo para Dios a un juez injusto que actúa por aburrimiento. Pero es que ni siquiera podemos esperar que haga justicia. Hoy sabemos que Dios no puede tener ahora una postura y otra para dentro de una hora o para el final de los tiempos. Dios es siempre el mismo y no puede cambiar para amoldarse a una petición. No tenemos que esperar al final del tiempo para descubrir la bondad de Dios sino descubrir a Dios presente, incluso en todas las calamidades, injusticias y sufrimientos que los hombres nos causamos unos a otros.

El tema es de máxima importancia, porque la oración de petición, en cualquiera de sus formas, es una de las manifestaciones religiosas que más nos dice sobre nuestra manera de entender a Dios y al hombre. Lo que esperamos de la oración de petición nos puede servir de test para comprender el estadio en que se encuentra nuestra religiosidad. Agustín nos ha metido por un callejón sin salida cuando afirmó que si la oración no era eficaz, quia malum, quia mala, quia male. Que quiere decir: porque soy malo, porque pido cosas malas, porque las pido de mala manera. Este razonamiento es insostenible, porque, constatado que Dios no responde, nos las arreglamos para dejar a salvo a Dios, pues la culpa la tenemos siempre nosotros.

De manera menos lapidaria yo me atrevo a decir: Si rezamos, esperando que Dios cambie la realidad: malo. Si esperamos que cambien los demás, malo, malo. Si pedimos, esperando que el mismo Dios cambie: malo, malo, malo. Y si terminamos creyendo que Dios me ha hecho caso y me ha concedido lo que le pedía: rematadamente malo. Cualquier argucia es buena, con tal de no vernos obligados a hacer lo único que es posible: cambiar nosotros.

No es tarea de Dios impartir justicia humana, y la justicia divina se está realizando en todo momento. Para Él todo está en orden en cada instante. El que es objeto de injusticia no será afectado en su verdadero ser si él no se deja arrastrar por la misma injusticia. La justicia humana se impone por el poder judicial. Cuando pedimos a Dios que imponga “justicia” le estamos pidiendo que actúe para restablecer un desequilibrio. Para Dios todo está siempre en absoluto equilibrio, no necesita equilibrar nada. Dios no puede actuar contra nadie por malo que sea. Dios está siempre con los oprimidos, pero nunca contra los opresores.

En la Biblia “hacer justicia” es liberar al oprimido. Ésta era la acción más propia de Dios. El pueblo de Israel interpretó los acontecimientos favorables como acción de Dios a su favor. Pero cuando las cosas le iban mal tenían que concluir que se debía a que no habían sido fieles a la Alianza. La verdad es que ante las mayores injusticias de entonces y de ahora, Dios se calla. Es muy difícil armonizar este silencio de Dios con la insistencia en la eficacia de la oración. Dios nunca podrá hacer justicia, tal como la entendemos los humanos.

Aquí no se trata de la oración sino de la petición a Dios de justicia para los oprimidos. No debemos esperar la acción puntual de Dios, sino descubrir su presencia en todo acontecer y en toda situación. Es mucho más importante saber aguantar la injusticia que alcanzar nuestra justicia. Es mucho más importante ser siempre “justos” que conseguir justicia de otros. La justicia de Dios es una actitud que permite descubrir todo lo que puedo esperar en el momento actual, sin que Dios tenga que hacer nada, mucho menos teniendo que echar mano de su poder.

La oración no la hago para que la oiga Dios, sino para escucharla yo mismo y darme la ocasión de profundizar en el conocimiento de mi verdadero ser. Todo ello me llevará a dar sentido al sinsentido aparente de tanta injusticia humana como experimentamos en el mundo. El silencio de Dios, ante tanta injusticia, me obliga a profundizar en la realidad que me desborda y a buscar la verdadera salida, no la salida fácil de una solución externa del problema, sino la búsqueda del verdadero sentido de mi vida en esa circunstancia. Mi justicia la tengo que hacer yo en mí. La injusticia del otro no me debe hacer injusto a mí.

Pedir a Dios justicia, aquí o para el más allá, es mantener el ídolo que hemos creado a nuestra medida. La justicia en el más allá se inventó precisamente para armonizar la idea de un Dios justo al modo humano con la realidad de una injusticia presente. En tiempo de los macabeos se vio que los males que afligían a los seres humanos no se podían explicar como castigo de Dios, porque Antíoco estaba sacrificando precisamente a los más fieles a la Ley. Para superar esa contradicción se sacó de la manga un castigo y un premio para después de la muerte.

El mensaje de Jesús está sin estrenar. ¿A quién de nosotros se nos ha ocurrido alguna vez dar la túnica al que nos roba el manto? ¿Quién ha puesto una sola vez la otra mejilla cuando le han dado una bofetada? Ni siquiera admitimos la posibilidad de entrar en la dinámica del evangelio. Todo lo contrario, tratamos por todos los medios de que Dios se acomode a nuestra manera de pensar y actúe como actuamos nosotros. La única manera de ser justo es no practicar ninguna injusticia. Este es el sentido que tiene casi siempre “justicia” en la Biblia.

La injusticia no se puede arreglar desde las víctimas. Mirada desde el que la sufre, la injusticia no tiene arreglo. La mayoría de las veces lo que provoca es más injusticia o venganza. La injustica nunca podrá afectar a la esencia del injuriado, con tal de que no se deje arrastrar para caer él mismo en injusticia. La única manera de superar una injusticia es que, el que la cometió tome conciencia de que se ha hecho daño a sí mismo y salga de esa dinámica.

Fray Marcos

Lectio Divina – Domingo XXIX de Tiempo Ordinario

“Hazme justicia frente a mi adversario”

INTRODUCCIÓN

Esta mujer no tiene marido ni hijos que la defiendan. No cuenta con apoyos ni recomendaciones. Sólo tiene gente indiferente que pasa de ella, y un juez sin religión ni conciencia al que no le importa el sufrimiento de nadie. Lo que pide la mujer no es un capricho. Sólo reclama justicia. Ésta es su protesta repetida con firmeza ante el juez: «Hazme justicia». Su petición es la de todos los oprimidos injustamente. Un grito que está en la línea de lo que decía Jesús a los suyos: «Buscad el reino de Dios y su justicia».

LECTURAS BÍBLICAS

1ª lectura: Ex.17,8-13.     2ª lectura: 2Tim. 3,14-4,2

EVANGELIO

Lc. 18,1-8

En aquel tiempo, Jesús decía a sus discípulos una parábola para enseñarles que es necesario orar siempre, sin desfallecer. «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En aquella ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario”. Por algún tiempo se estuvo negando, pero después se dijo a sí mismo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme”». Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».

MEDITACIÓN REFKEXIÓN

1.- “Ni temo a Dios ni me importan los hombres”. Esta terrible frase del juez injusto la debemos entender en su verdadero sentido de mutua correlatividad. El prescindir de Dios me lleva a un desentenderme de las personas “creadas a su imagen y semejanza” El “no” de nuestros primeros padres a Dios trajo, como consecuencia, el “no” al hermano. Caín mató a Abel “su hermano”. Las palabras de Caín son muy elocuentes: ¿Acaso soy yo guardián de mi hermano?  (Gn. 4,9). Frase que puede servir como lema de la insolidaridad. En el plan de Dios, los hermanos estamos para ayudarnos, cuidarnos, protegernos. Cuando esto se hace realidad, brota en nuestro corazón un grito de alegría: “Mirad que hermoso ver a los hermanos unidos” (Salmo 132,1). Todavía más bonito que ver un cielo tachonado de estrellas o una montaña cubierta de nieve, o unos lirios en primavera, es contemplar el maravilloso espectáculo de unos hermanos unidos. Tampoco podemos olvidar que una persona a quien no le importan los hombres, sus hermanos, no puede tener a Dios como Padre. Y entonces –pronto o tarde- viene el sinsentido de la vida, la tristeza, la amargura y la desesperación.

2.- “Esa viuda me está fastidiando”. Las viudas de entonces, totalmente desprotegidas, eran símbolo de la marginación. Entonces, como ahora, los pobres nos molestan, nos fastidian. Esos niños famélicos que aparecen en nuestras pantallas de T.V. nos amargan la comida; esos inmigrantes que vienen a llamar a nuestras puertas pidiendo un trabajo para poder comer, vestir y llevar una vida digna, nos molestan porque nos merman nuestros derechos adquiridos. Pero ¿hemos pensado en lo que deben molestar a esos pobres la vida de los ricos a quienes les sobra de todo?   El pobre Lázaro de nuestros días llama a las puertas del rico Epulón y éste no le da ni las migajas de su mesa. ¿Quiénes son los que tienen derecho a sentirse molestos, los ricos o los pobres?

3.- Dios, ¿no hará justicia a los afligidos? Una de tantas razones del ateísmo contemporáneo es el silencio de Dios ante el sufrimiento de las personas. El evangelio de hoy nos dice que hay que “orar sin desfallecer”. Esto sería muy difícil de entender si no tuviéramos el maravilloso ejemplo de Jesús en la Cruz, acogiendo y haciendo suyo todo el sufrimiento humano para transformarlo en gozo definitivo. Es verdad, por un momento Dios guardó silencio. Aunque los judíos pedían que bajara de la Cruz y así creerían, el Padre no intervino y dejó correr el curso de los acontecimientos.  Pero después habló, gritó, resucitando a Jesús y diciendo al mundo que Dios Padre no estaba de acuerdo con la muerte de su Hijo ni con ninguna muerte. No estaba de acuerdo con el sufrimiento humano. Si hubiera estado de acuerdo lo hubiera dejado a su Hijo en el sepulcro. Lo levantó, lo despertó, lo resucitó para no morir jamás. Al final, Dios hizo justicia, pero “a su manera”. Y la justicia en Dios es “amor misericordioso”. Nos quiere Dios Padre demasiado como para dejar las cosas tan mal. ¡Eso sí! Quiere que recemos para cambiar este mundo, para hacerlo más humano, más habitable, más solidario.

PREGUNTAS

1.- ¿Me importan las personas?  ¿Intento meterme en el pellejo del que sufre? ¿Soy solidario con el dolor de los demás?

2.- ¿Me molestan los pobres? ¿Me cansa ver tanta gente que sufre? ¿Qué hago por aliviar el dolor de los demás?

3.- Ante el sufrimiento humano, ¿creo que la oración no sirve para nada? ¿Sé rezar a un Dios a quien no veo? ¿Me sirve el ejemplo de Jesús en la Cruz?

ESTE EVANGELIO, EN VERSO, SUENA ASÍ

Como la»viuda», nosotros,
con fe viva, te pedimos:
«Haznos justicia, Señor,
frente a nuestros enemigos».
Nuestra sociedad respira
un molesto «paganismo»:
Se han perdido los «valores»
y triunfan todos los «vicios».
Nos sentimos aplastados
por «jueces» duros e inicuos.
Los poderosos nos tratan
con desprecio y con cinismo.
«Ni te respetan a Ti,
ni les importan tus hijos».
Van sembrando de cizaña
tus blancos campos de trigo.
Ten compasión y haz, Señor,
justicia a tus elegidos.
Noche y día te pedimos
que escuches nuestros gemidos.
Limpia, Señor, nuestro mundo
de violencia y egoísmo.
Convierte esta vieja tierra
en nuevo jardín florido.
«Haznos justicia, Señor»,
Padre bueno, Dios amigo.
Que vivamos todos juntos,
en paz y en amor Contigo.

(Compuso estos versos: José Javier Pérez Benedí)

Los ejemplos de tres mujeres y tres varones

El ejemplo de una viuda (Lucas 18, 1-8)

Los cristianos para los que Lucas escribió su evangelio no estaban muy acostumbrados a rezar, quizá porque la mayoría de ellos eran paganos recién convertidos. Lucas se esforzó en inculcarles la importancia de la oración: les presentó a Isabel, María, los ángeles, Zacarías, Simeón, pronunciando las más diversas formas de alabanza y acción de gracias; y, sobre todo, a Jesús retirándose a solas para rezar en todos los momentos importantes de su vida.

El comienzo del evangelio de este domingo parece formar parte de la misma tendencia: “En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola”. En ella, una viuda da ejemplo de constancia en defender sus derechos ante un juez inicuo. Algo que nosotros debemos imitar en nuestra oración.

Sin embargo, el final de la parábola nos depara una gran sorpresa. El acento se desplaza al tema de la justicia, a una comunidad angustiada que pide a Dios que la salve. No se trata de pedir cualquier cosa, aunque sea buena, ni de alabar o agradecer. Es la oración que se realiza en medio de una crisis muy grave. Recordemos que Lucas escribe su evangelio entre los años 80-90 del siglo I. El año 81 sube al trono Domiciano, que persigue cruelmente a los cristianos y promulga la siguiente ley: “Que ningún cristiano, una vez traído ante un tribunal, quede exento de castigo si no renuncia a su religión”.

En este contexto de angustia y persecución se explica muy bien que la comunidad grite a Dios día y noche, y que la parábola prometa que Dios le hará justicia frente a las injusticias de sus perseguidores.

Sin embargo, Lucas termina con una frase desconcertante: «Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». En medio de las dificultades y persecuciones, un desafío: que nuestra fe no se limite a cinco minutos o a un comentario, sino que nos impulse a clamar a Dios día y noche.

Los ejemplos de una abuela y de una madre (2 Timoteo 3,14-4,2)

“Desde niño conoces la Sagrada Escritura”, dice Pablo a su querido discípulo y compañero Timoteo en la segunda lectura de hoy. ¿Quién se la dio a conocer? Lo dice el comienzo de la carta: su abuela, Loide, y su madre, Eunice (2 Tim 1,5). Timoteo es un caso curioso: su padre era pagano; su madre, judía, no circuncida a su hijo (como si hoy día no lo bautizase), pero tanto ella como la abuela instruyen al niño en la Sagrada Escritura. Al pasar los años, quizá por no estar circuncidado, se siente más cerca de los cristianos que de los judíos y tiene excelentes relaciones con las comunidades Iconio y Listra. Estas se lo recomiendan a Pablo y le servirá de compañero durante su segundo viaje misional.

El texto litúrgico recuerda las ventajas de la Sagrada Escritura, útil para enseñar, reprender, corregir y educar en la virtud. Pero recordemos que su conocimiento no le vino a Timoteo de la sinagoga, sino de su abuela y de su madre. No le podrían proporcionar los conocimientos profundos de un escriba, pero le hicieron enorme bien y a nosotros nos dejan un ejemplo muy digno de imitar.

El ejemplo de Moisés, Aarón y Jur (Éxodo 17, 8-13)

En comparación con los ejemplos de las mujeres, el de los varones tiene luces y sombras. Los amalecitas, un pueblo nómada, atacaban a menudo a los israelitas durante su peregrinación por el desierto hacia la Tierra Prometida. Pero Moisés no espera que Dios intervenga para salvarlos; ordena a Josué que los ataque. Lo interesante del relato es que mientras Moisés mantiene las manos en alto, en gesto de oración, los israelitas vencen; cuando las baja, son derrotados. ¿Y si se cansa? A los judíos nunca les faltan ideas prácticas para solucionar el problema.

Este texto se ha elegido porque va en la misma línea del evangelio: orar siempre sin desanimarse. Pero usar la oración para matar amalecitas no parece una idea muy evangélica.

José Luis Sicre

Rezar, siempre rezar, es cosa útil

1.- Me gusta, mis queridos jóvenes lectores, explicaros el paisaje o los lugares por donde trascurren los hechos narrados en las lecturas del domingo. En esta ocasión me resulta difícil. El episodio del Éxodo al que se refiere la primera de hoy, ocurre al Sur del Israel actual o al Norte de la Península del Sinaí, según se mire. Os hablaré un poco de esos entornos. Tanto si le llamamos desierto de Sin, Paran o Sinaí, se trata de grandes extensiones carentes de ciudades, constituidas por rocas que se elevan formando montañas, dejando en los valles, sean estrechos, a los que llamamos wadis, o amplios, que permiten que las caravanas de beduinos se desplacen lentamente o se estacionen. Lo que sorprende al viajero es que por aquellos lugares pueda existir vida. Sí, todavía hoy, en algunos rincones, se ven algunas jaimas, normalmente al lado de algún mechón de palmeras, pocas y no demasiado altas, indicación segura de que hay humedad, indispensable para la vida. En alguna ocasión, se encuentra una losa tapando una cavidad, si la levanta, puede, de aquel estrecho agujero, sacar agua. La que le sobra, la vuelve a tirar al mismo pozo, dejándolo tapado de nuevo, antes de marcharse. Aquel áspero terreno tiene la característica de ser uno de los espacios con atmósfera más nítida de nuestro planeta. Las lluvias caen esporádicamente y lo hacen a raudales, arrastrando todo lo que encuentran, si no está bien anclado en el terreno.

Las palmeras o las acacias, los sittin, pueden hincar sus raíces hasta 40 metros, para obtener agua y mantenerse fijas. Las otras plantas son retamas o arbustos semejantes, de piel dura, de terminaciones espinosas para ahorrar evaporaciones innecesarias. De una tal vegetación se aprovechan las cabras, los huesos de los dátiles son alimentación de camellos y supongo que las vacas y las ovejas, con dificultad, deben comer algunas hojas de las dichas acacias, amén de pequeñas plantas, que se asoman por las grietas de las rocas. Imaginaos la batalla en uno de estos llanos arenosos por donde querían atravesar los israelitas, camino de la Tierra Prometida. Moisés en lo alto de uno de estos agrestes picos, divisando con detalle el desplazarse de sus huestes, avanzando, luchando o retrocediendo.

2.- Desde lo alto Moisés, ya anciano, reza. Será otro quien dirija la batalla. O, tal vez, quien lleve por buen camino y procure el éxito sean, no las espadas, sino sus súplicas. El estilo de la narración evangélica del presente domingo, mis queridos jóvenes lectores, es didáctico. Se enseña la necesidad de la oración, de la constancia en la plegaria.

Yo estoy seguro, mis queridos jóvenes lectores, que todos tenéis alguna experiencia en este terreno. Recordáis momentos de súplica y que habéis sido oídos, pero, hay que reconocerlo, en otras ocasiones, habéis quedado un poco decepcionados. Antes de proseguir os voy a dar un texto de A. de Saint-Exupery, el que fue hace años, premio Goncourt. Lo he visto citado, no sé de qué obra suya será. De todos modos aunque fuera anónimo, resultaría interesante para lo que os quiero explicar.

…Señor – dije, en la rama de aquel árbol hay un cuervo; comprendo que tu majestad no puede rebajarse hasta mí. Pero yo necesito un signo. Cuando termine mi oración, ordena a este cuervo que emprenda el vuelo. Esto será como una indicación de que no estoy completamente solo en el mundo… Y observé al pájaro. Pero siguió inmóvil sobre la rama. Entonces me incliné de nuevo ante la piedra.

Señor –dije- tienes razón. Tu majestad no puede ponerse a mis órdenes. Si el cuervo hubiera emprendido el vuelo, yo ahora me sentiría más triste aún. Porque este signo lo hubiera recibido de alguien igual a mí, es decir, de mi mismo; sería el reflejo de mis deseos. Y de nuevo no hubiera encontrado sino mi propia soledad.

Me prosterné y me volví. Pero en aquel preciso instante mi desesperación se trasformó en una inesperada alegría…

3.- La oración es siempre un acto que sale del alma humana, misterio para nosotros mismos. Decíamos antiguamente que nadie nos entendía, hasta que constatamos acongojados, que no nos entendíamos a nosotros mismos. La dirigimos a Dios, misterio también. No podemos calcular, ni establecer previsiones, en este viaje, no cuentan las compañías de seguros. En este terreno, como en tantos del espíritu, se juega en un campo anclado en el espacio y el tiempo, un partido de consecuencias eternas. Se juega, se llora o se sonríe, soñando victorias inmediatas. Y el triunfo es consecuencia de un entreno duro, constante, largo. Dios es misterioso, pero nunca engaña, decía Einstein. Nunca decepciona, os añadiría yo, aunque cueste aceptarlo.

4.- El mismo Jesús que nos pone el ejemplo del juez, que parece que nos diga que a Dios puede manejársele con nuestra impertinencia, es el que en Getsemaní clamaba: aparta de mí este cáliz o que después gritaba: ¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado? Que la oración es un misterio y la utilidad que de ella se derive también lo sea, es tan seguro, como que nuestro mundo se merecería hundirlo en los abismos infernales, pero que no cae, y que la plegaria de una inmensidad de monjes y monjas, que en sus monasterios rezan, impiden que esta condena se cumpla.

5.- Aunque la plegaria oculta, silenciosa y constante, sea propia de los que han escogido esta vocación, yo os pido, mis queridos jóvenes lectores, que no dejéis de ser agradecidos, de manifestárselo a ellos, cuando tengáis ocasión y que también, si llega la oportunidad, os incorporéis a su vida intercesora. Me lo decía un día el Hno Juan, un cartujo de la de Miraflores, trabajando en la Grande, la de los Alpes, después de una jornada de arduo trabajo, en ciertas ocasiones, no era capaz de otra cosa que de acompañar en el coro la plegaria de un padre. Sembrados por doquier, nunca al tuntún, encontraréis comunidades contemplativas. En sus coros, o a su vera, siempre habrá un sitio para que vuestra oración les acompañe. Y si no sabéis rezar, si estáis cansados, no os avergoncéis de contentaros con acompañar su oración con vuestra sola presencia. Como los asistentes de Moisés, o las mismas piedras, se limitaban a sostener sus brazos. El resultado final, subir al podio, no debe corrernos prisa. La victoria corresponde a la Eternidad. Allí nos encontraremos con que el Jesús vacilante de Jerusalén, el temeroso de la cruz, es el Cristo glorioso y resucitado.

Pedrojosé Ynaraja

Orar siempre sin desfallecer

Hace unos meses, ante la proliferación de patinetes eléctricos circulando por la acera y ser golpeado varias veces, presenté varias peticiones al ayuntamiento solicitando que se tomasen medidas al respecto. Pero más allá de una contestación estándar del tipo “transmitimos su petición al departamento correspondiente”, no hubo ninguna actuación, por lo que al cabo del tiempo me cansé y dejé de solicitarlo porque “para qué perder el tiempo si no van a hacer caso”. Así que, como el problema continúa, sólo queda aguantarse y soportarlo.

Esta situación se repite en diferentes ámbitos. A pesar de que, en teoría, existen cauces para presentar nuestras peticiones (asociaciones vecinales, plataformas en internet y redes sociales, iniciativas legislativas…), pocas veces esos cauces resultan verdaderamente efectivos y acabamos abandonando la petición y resignándonos (en el peor sentido de la palabra).

También esto nos ocurre en nuestra relación con Dios. La mayor parte de nuestra oración es de petición (por nosotros, por familiares y otras personas, por los problemas y situaciones que vemos en el mundo…) y entendemos que nuestras peticiones son muy justas y necesarias, pero muchas veces nos encontramos con que esas peticiones parecen ser ignoradas, a pesar de nuestro fervor en la oración, y pensamos que Dios no nos hace caso, y acabamos desistiendo con “resignación”.

Es muy comprensible esta actitud, por eso Jesús nos ha ofrecido en el Evangelio la parábola de una viuda que insiste una y otra vez en su petición, a pesar de la indiferencia del juez, para enseñarnos que es necesario orar siempre, sin desfallecer.

Hoy el Señor nos invita a plantearnos por qué oramos, cuándo oramos, y qué esperamos de Él al presentarle nuestra oración. Quizá, como decíamos al principio, inconscientemente vemos a Dios como una especie de “Responsable de peticiones y reclamaciones”, y oramos “porque necesitamos algo”, nosotros o alguien de nuestro entorno, y esperamos que solucione nuestra petición y cuanto antes. Y así, desde esa mentalidad cuando “no necesitamos nada”, no vemos necesario orar; o bien, si nos parece que “no nos hace caso”, nos cansamos y dejamos de presentarle nuestras peticiones.

Para que sepamos qué es realmente la oración y por qué es necesario orar siempre, sin desfallecer, Jesús nos ha planteado: Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante Él día y noche? ¿O les dará largas? Con sinceridad, ¿qué responderíamos nosotros a esas preguntas? ¿Creemos que Dios “nos da largas”? ¿O que acabará haciendo justicia? Por lo que conocemos de Dios, tenemos la certeza de que hará justicia, pero esa certeza sólo la vamos a tener si nuestra fe la alimentamos con la oración.

Por eso, ante el cansancio y la tentación de dejar de orar, necesitamos buscarnos apoyos para mantener nuestra oración, como hemos escuchado en la 1ª lectura: Mientras Moisés tenía en alto las manos, vencía Israel… como le pesaban los brazos, tomaron una piedra y se la pusieron debajo, para que se sentase. Para orar siempre, sin desfallecer, necesitamos “piedras”, algo firme que nos sustente, y esa “piedra” es la Sagrada Escritura, como san Pablo ha recordado a Timoteo: ellas pueden darte la sabiduría que conduce a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús. La Sagrada Escritura nos fortalece para orar siempre, sin desfallecer, porque nos muestra la acción de Dios a lo largo de la Historia y cómo, a pesar de los aparentes silencios y “largas”, e incluso fracasos, Dios ha sido siempre fiel a sus promesas.

Y también decía la 1ª lectura que Aarón y Jur le sostenían los brazos. La fe cristiana no es individualista, no se puede ser cristiano “por libre”, necesitamos ser comunidad parroquial, unidos a los demás miembros de la misma, para unir nuestra oración y también sostenernos unos a otros.

Jesús planteaba una pregunta final: cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? Las situaciones personales, familiares o laborales que vivimos, la realidad del mundo, las malas perspectivas de futuro… Todo eso nos puede hacer creer que orar no sirve para nada, que Dios no hace caso y que nos “resignemos”. Pero precisamente por esos motivos necesitamos el diálogo con Dios en la oración, siempre, sin desfallecer, apoyados en la Sagrada Escritura y sostenidos por la comunidad los demás, para mantener la esperanza en que Él sí hará justicia a sus elegidos que claman día y noche.

Comentario al evangelio – Domingo XXIX de Tiempo Ordinario

ORAR SIN DESANIMARSE


“La fe cristiana nos ofrece una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente. El presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino”. (BENEDICTO XVI, Spe Salvi, n°1)

   ♠ La parábola de Jesús nos presenta dos personajes:

+ El primero es un juez, cuyo deber es el proteger a los débiles y a los indefensos, pero en vez de eso, es un insensato irresponsable, inicuo, corrupto, malvado…
Él mismo, en su monólogo, reconoce que la mala fama que se ha ganado está bien justificada: “Aunque no temo a Dios, ni me importan los hombres”…

+ El segundo personaje es una viuda. En la literatura del antiguo Medio Oriente y en la Biblia es uno de los símbolos o prototipo de la persona indefensa (junto con el huérfano, el pobre y el inmigrante), expuesta a abusos y fraudes, que, teniendo en cuenta su condición, no puede contar con ninguna ayuda o mediación… más que al Señor. El libro del Eclesiástico se conmueve frente a esta condición y amenaza al que abusa de ella: “Dios es justo y no favorece a nadie contra el pobre; escucha las suplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repiten su queja; mientras corren las lágrimas por sus mejillas, y a las lágrimas se añade el gemido, sus penas consiguen su favor y su grito alcanza las nubes” (Eclo 35,15-21).

 ♠  Pues la viuda de esta historia ha sufrido una injusticia. No sabemos cuál. Pero reclama sus derechos, sin que el juez nadie le haga caso. Seguramente no dispone de dinero para un abogado, ni conoce a nadie que se ocupe de su causa, o la pueda recomendar. Sobre todo no tiene un «varón» que la defienda en aquella sociedad tan machista. Sólo le queda hacer una cosa: importunar al juez continuamente, con obstinación, a riesgo de parecer y ser una pesada.

 ♠ La parábola continúa con el monólogo del magistrado, que ya harto  decide por fin un resolver el caso. No porque se esté arrepentido de su comportamiento inaceptable, sino porque está agotado y fastidiado por la insistencia de la mujer: «esta viuda es muy molesta, me importuna, se ha vuelto insoportable» (vv. 4-5).

 ♠  ¿Y a quién representa el juez malvado? Desde luego que no representa a Dios, porque él mismo dice que «no teme a Dios». Dios no es un juez distraído de sus obligaciones y responsabilidades, al que habría que dar la lata para que haga justicia. Dios es justo y misericordioso siempre y en todos los casos. Y él es mucho mejor que nosotros, sin duda alguna.
Este personaje sin rostro sería cualquier autoridad que no cumple éticamente con sus responsabilidades. Sería cualquier poder que evita atender a los que lo pasan peor, que mira para otro lado. Sería el símbolo del abuso, la corrupción, la deshumanización que tantas veces han visitado y visitan nuestra historia (y del que no sería nada difícil encontrar ejemplos actuales), causando tanto sufrimiento, a personas concretas y hasta a pueblos enteros.
A Jesús le interesa esa situación insostenible que afecta a la viuda porque es la que se van a encontrar a menudo sus discípulos. ¿No fue el propio Jesús víctima de jueces injustos?

 ♠  ¿Y qué hacer entonces? Este es el mensaje de la parábola: orar. Dice Lucas que Jesús contó esta parábola para inculcar «la necesidad de orar siempre, sin desanimarse«.
La oración en ningún caso puede pretender forzar a Dios para hacer nuestra voluntad. Sería una insensatez -por no decir otra cosa-, que pretendamos cambiar la voluntad de Dios. Es más bien al revés. Ya lo decía San Agustín:  “La oración no es para mover a Dios, sino para movernos a nosotros“ (Carta a Proba).
Orar sin desanimarse (mejor que «sin desfallecer»). El «desánimo» es fácil que se presente cuando no obtenemos los resultados esperados, o no son proporcionales a nuestro esfuerzo, o cuando fracasamos en la búsqueda y defensa de la justicia, y comprobamos tantas veces que el mal se sale con la suya, cuando nuestras oraciones no son atendidas… En definitiva: «¿para qué orar, para qué seguir, para qué insistir?».
La oración es el gran medio para no perder la cabeza aun en los momentos más difíciles y dramáticos, cuando todo parece conjurarse contra nosotros y contra el reino de Dios. Para no perderse entre los múltiples y confusos criterios de nuestra sociedad, para no dejarnos presionar por quien sea, ni tomar demasiado rápido decisiones inadecuadas. Para que no renunciemos nunca a defender y exigir lo justo, lo bueno, lo ético.

 ♠ ¿Cómo se hace para rezar siempre? No está pensando Jesús en que procuremos repetir alguna jaculatoria, o que nos acordemos de él en algunos momentos del día, cuantos más mejor. O en que multipliquemos los rezos. Todo eso puede estar muy bien, sobre todo si va acompañado de un auténtico sentimiento del corazón y una disposición a hacer la parte que nos toca en lo que pedimos. Y no está de más que recordemos la advertencia de Jesús para que no seamos charlatanes como los paganos, que piensan que serán escuchados por su mucho hablar. El Padre celestial ya sabe lo que necesitamos antes de pedírselo (Mt 6,7).
Pero la oración a la que se refiere Jesús, esa que no debe ser interrumpida, consiste en mantenerse en constante diálogo con el Señor. Que Él sea nuestro criterio, nuestro apoyo y nuestra referencia para poder valorar la realidad, los acontecimientos, las personas, sin desanimarnos ni confundirnos. Y discernir así nuestros pensamientos, sentimientos, reacciones, y proyectos y opciones posibles…
Esto significa e implica que Dios nos habla a través de nuestra vida diaria y de lo que va ocurriendo también a otros. Por ejemplo: un malestar por algo que no hicimos bien o un remordimiento; una inquietud por algo que tenemos pendiente. Un darnos cuenta de que alguien nos necesita y nos espera. Una llamada para aprender y madurar con algo doloroso o difícil que nos está pasando y preguntarnos cómo actuar sin perder los papeles, sin desesperarnos, sin dejarnos llevar, sin resignarnos, sin renunciar a lo irrenunciable (por ejemplo la justicia que exigía la viuda)… También en lo positivo nos espera y habla Dios: saborear y disfrutar de algo que nos ha hecho bien, o que nosotros hemos hecho bien.
En resumen: Mirar nuestra vida despacio, en su compañía, con sus ojos, preguntándonos: ¿Qué me dices, Señor? ¿qué esperas de mí? ¿Cuál es tu voluntad? ¿Qué tengo que cuidar? ¿Qué puedo aprender? ¿Qué decisión debo tomar?, etc

 ♠ Esta oración de la que habla Jesús supone no tomar ninguna decisión sin haberlo antes consultado con él. Significa no pasar página si no la pasa él. Si rompemos o prescindimos de esta relación permanente con Dios, si—para utilizar la imagen de la primera lectura—dejamos caer los brazos, inmediatamente los enemigos de la vida y de la libertad saldrán ganando. Enemigos que se llaman pasión, impulsos incontrolados, reacciones instintivas, intereses de quien sea, presión del ambiente… Ya lo advirtió Jesús en vísperas de su pasión: «Velad y orad para no caer en tentación».

          Para ayudarnos en esta tarea nos decía hoy San Pablo: «Toda Escritura es inspirada por Dios y además útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para toda obra buena.» Lo cual supone que es indispensable contar con ella en nuestra oración: conocerla (incluso estudiarla), meditarla y discernir aplicándola a nuestra vida, y a las distintas situaciones personales y ajenas.
De esto modo Dios estará presente «siempre» en nuestra vida: en los encuentros personales, decisiones, proyectos, criterios, opciones… Nos ayudará, como a la viuda, a no acostumbrarnos a lo que no es de Dios, sin cansarnos, sin desanimarnos, siendo incluso pesados y tercos. Y podremos darnos cuenta de que todo está en las manos de Dios, y que al final hará justicia. Pero si renunciamos a esta oración… nuestra fe se acabará disolviendo y nosotros acabaremos siendo y haciendo lo que no queremos ser ni hacer.
Pues ánimo y a aprovechar y procurar y cultivar esa presencia cercana de Dios en medio de nuestra vida

Enrique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imagen superior José María Morillo