Hoy celebramos la memoria de San Ignacio de Antioquía.
La lectura de hoy es del evangelio de Juan (Jn 12, 24-26):
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará».
Hoy contemplamos la imagen del grano de trigo que muere dando mucho fruto (cf. Jn 12,24): es Cristo mismo, no sólo metafórica o simbólicamente, sino literalmente. No se trata de simples palabras bonitas. Jesús, en efecto, nos regaló anticipadamente su sacrificio de la Cruz haciéndose “pan” para nosotros. He aquí las palabras textuales que pronunció en el Cenáculo: «Tomad y masticad todos de él, porque esto es mi cuerpo triturado por vosotros». ¡Cristo se ha hecho trigo para que podamos comerlo con fruto!
San Ignacio de Antioquía, obispo y mártir contemporáneo de la era apostólica (35-108), vivió un martirio de sorprendente semejanza con el de Cristo. En primer lugar, porque al igual que el Maestro no encontró la muerte en un abrir y cerrar de ojos. Jesús desveló desde el comienzo de su ministerio público cuál iba a ser su destino: sabía a dónde se dirigía y esperaba con gran deseo su hora (cf. Lc 12,50).
El obispo mártir de Antioquía, por su parte, recorrió como preso un largo itinerario desde Siria hasta la Roma imperial, donde iba a ser ejecutado. El viaje hacia el martirio duró varias semanas. Durante este itinerario, Ignacio escribió 7 preciosas cartas a diversas comunidades cristianas (Éfeso, Filadelfia, Esmirna…). Estos escritos son un testimonio privilegiado de la fe y vida de las primeras generaciones cristianas. Ignacio, como Cristo, sabía muy bien a dónde se dirigía. Impresionan el ardor, la ilusión y el amor con que esperaba el martirio.
Hay, además, un segundo aspecto del martirio de san Ignacio de Antioquía que recuerda especialmente la entrega de Jesús. En su carta “Ad Romanos” afirma que deseaba «ser trigo de Dios, molido por los dientes de las fieras y convertido en pan puro de Cristo». ¡Qué fruto tan bello!: identificado con Jesús-crucificado y asemejado con Jesús-Eucaristía. Han pasado los siglos y nunca nos ha faltado el fruto de la Eucaristía: ¡Dios nos lo ha puesto a nosotros mucho más fácil que a san Ignacio! ¡Ojalá que no nos falten la pureza y el ardor de san Ignacio de Antioquía!
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench