Lectio Divina – Viernes XXIX de Tiempo Ordinario

Sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo?

1.- Oración introductoria.

Señor, me encanta que ya en tu época nos hablaras tan claro de la importancia de los “signos de los tiempos”, de esa manera de hablar tan suave y penetrante, de modo que tu palabra siempre sea actual. No es hora de remiendos, sino de sacar del arca del Evangelio un vestido nuevo. Dame la gracia de una conversión radical al evangelio.

2.-Lectura reposada del evangelio: Lucas 12, 54-59

En aquel tiempo, decía Jesús a la gente: Cuando veis una nube que se levanta en el occidente, al momento decís: «Va a llover», y así sucede. Y cuando sopla el sur, decís: «Viene bochorno», y así sucede. ¡Hipócritas! Sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo? ¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo? Cuando vayas con tu adversario al magistrado, procura en el camino arreglarte con él, no sea que te arrastre ante el juez, y el juez te entregue al alguacil y el alguacil te meta en la cárcel. Te digo que no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo.

3.- Qué dice el texto

Meditación-Reflexión

Nos sorprenden estas palabras del Evangelio: ¿Cómo no exploráis este tiempo? El evangelio se adelanta a lo que el Concilio Vaticano II dirá sobre los signos de los tiempos. «Es propio del Pueblo de Dios, pero especialmente de los pastores y teólogos, discernir e interpretar con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la Palabra de Dios» (G.S.44). El Concilio nos invita a situarnos en la época concreta en la que nos toca vivir, sin añoranzas paralizantes del pasado y detectar todo lo que hay de bueno y positivo en esta época, a la luz de la Palabra de Dios. El no hacer este discernimiento nos traería graves consecuencias. San Bernardo escribe una carta al Papa Eugenio III, el cual había sido discípulo suyo, y le da este consejo: «Has de considerar atentamente lo que esta época espera de ti». El Papa Juan XXIII, al contemplar el cambio radical que se estaba dando en el mundo contemporáneo, tuvo la feliz idea de convocar un Concilio Ecuménico para dar respuesta a los nuevos interrogantes que le lanzaba a la Iglesia la nueva sociedad. Y el Papa Francisco no hace otra cosa sino tratar de dar respuestas a los interrogantes del hombre de hoy, distinguiendo bien lo que es esencial de lo accidental. Jesús nos recomienda vivir con justicia, saber dar lo debido  a Dios  y a los hombres. Y en el corazón de tal justicia, que está lejos de ser legalista y fría, encontramos el perdón y la misericordia.

         Palabra del Papa.

“Si la ley no lleva a Jesucristo, si no nos acerca a Jesucristo, está muerta. Y por esto Jesús les reprende por estar cerrados, por no ser capaces de reconocer los signos de los tiempos, por no estar abiertos al Dios de las sorpresas: Y esto debe hacernos pensar: ¿Estoy tan apegado a mis cosas, a mis ideas, cerrado? ¿O estoy abierto al Dios de las sorpresas? ¿Soy una persona quieta o una persona que camina? ¿Creo en Jesucristo, en lo que ha hecho: -ha muerto, ha resucitado-  y ahí  termina la historia… o  creo que el camino sigue hacia la madurez, hacia la manifestación de la gloria del Señor? ¿Soy capaz de entender los signos de los tiempos y ser fiel a la voz del Señor que se manifiesta en ellos? Podemos hacernos hoy estas preguntas y pedir al Señor un corazón que ame la ley, porque la ley es de Dios; que ame también las sorpresas de Dios y que sepa que esta ley santa no termina en sí misma.  Y el camino es una pedagogía que nos lleva a Jesucristo, al encuentro definitivo, donde habrá este gran signo del Hijo del hombre”  (Cf Homilía de S.S. Francisco, 13 de octubre de 2014, en Santa Marta).

4.- Qué me dice hoy a mí este evangelio ya meditado. (Guardo silencio).

5.- Propósito: No dar nunca respuestas a preguntas que hoy nadie me hace.

6.- Dios me ha hablado hoy por medio de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi oración.

Señor, te quiero agradecer lo importante que ha sido para mí el comprender mejor “los signos de los tiempos”. De  esa manera  Tú puedes hablarnos  a través de cada época. Haz que yo no esté anclado en el pasado, cerrando mi corazón a las sorpresas que Tú me ofreces en el presente.

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Comentario – Viernes XXIX de Tiempo Ordinario

Lc 12, 54-59

Cuando veis subir una nube por el poniente decís enseguida: «Tendremos lluvia», y así sucede. Cuando sopla el viento sur decís: «Hará calor» y así sucede.

Por medio de esas palabras, Jesús reprocha a sus conciudanos no saber interpretar los «signos de los tiempos», cuando son perfectamente capaces de interpretar los signos metereológicos.

La Iglesia contemporánea cuida especialmente de ser fiel a esa invitación de Jesús. En el Concilio Vaticano II decía: «Es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y futura… Es necesario, por ello, conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el rasgo dramático que con frecuencia le caracteriza (G.S.4).

¡Hipócritas! si sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo es que no sabéis interpretar el «momento presente»?

Analizando el estado actual del mundo, «el momento presente», el Concilio ha reconocido algunos «signos de los tiempos» esenciales. He ahí algunos:

  • la solidaridad creciente de los pueblos (A.S.,14)
  • el ecumenismo (D: Ecum. 4)
  • la preocupación por la libertad religiosa (L.R.15)
  • la necesidad del apostolado de los laicos (A.L.1).

«Movido por la fe que le impulsa a creer que quien le conduce es el Espíritu del Señor, que llena el universo, el pueblo de Dios se esfuerza en discernir en los acontecimientos, las exigencias y los deseos que le son comunes con los demás hombres de nuestro tiempo y cuáles son en ellos las señales de la presencia o de los designios de Dios.» (G.S.11).

«¡Darnos cuenta» del momento en que nos encontramos! Dios conduce la historia, Dios sigue actuando HOY. Más que dolemos añorando la Iglesia del pasado…

Más que evadirnos soñando la Iglesia de mañana…

Es preciso, según la invitación de Jesús, «darnos cuenta del momento en que nos encontramos». Sus contemporáneos en la Palestina de aquella época no supieron aprovechar la actualidad prodigiosa del tiempo excepcional que estaban viviendo. ¿Y nosotros?

La finalidad de la «revisión de vida» es tratar, humildemente de «reconocer» la acción de Dios en los acontecimientos, en nuestras vidas …para «encontrarlo» y participar en esa acción de Dios… a fin de «revelarlo», en cuanto fuere posible, a los que lo ignoran.

Señor, ayúdanos a vivir los menores acontecimientos de nuestras vidas, como los mayores, a ese nivel. Reconocer, participar, revelar tu obra actual.

Y ¿por qué no juzgáis vosotros mismos lo que se debe hacer?

El tiempo en el que «yo» estoy viviendo es el único verdaderamente decisivo para mí.
«Juzgad vosotros mismos»… Nadie, nadie más que yo puede ponerse en mi lugar para la opción fundamental. No puedo apoyarme en el juicio de los demás… si bien no es inútil que el suyo me dé alguna luz.

La breve parábola siguiente nos repetirá la urgencia de esa toma de posición.

«Cuando vas con tu contrincante a ver al magistrado, haz lo posible para librarte de él mientras vais de camino; no sea que te arrastre ante el juez, y el juez te entregue al alguacil, y el alguacil te meta en la cárcel…»

En Mateo, esa misma parábola (Mateo 5, 25) servía para insistir sobre el deber de la caridad fraterna. Lucas coloca esa parábola en una serie de consejos de Jesús sobre la urgencia de la conversión: no hay que dejar para mañana la «tomade posición», el discernimiento de los «signos de los tiempos».

Noel Quesson
Evangelios 1

Oh Dios, ten compasión de este pecador

¡Oh Dios, ten compasión de este pecador!
Señor, yo soy un pecador que acude esta mañana,
con la mente llena de tristeza y el corazón frío,
a acogerse al abrigo de tu amor misericordioso.

A diario experimento en mí mismo
el peso de mi propio pecado;
lo descubro en el fondo de mi corazón,
y lo palpo en mis hechos y en mis palabras.

Yo soy el borrón y tú eres el lápiz corredor;
yo el error y tú la goma de borrar.
Yo soy el dibujo adormecido
y tú eres el Señor de la vida;
yo el abecedario desordenado
y tú la palabra salvadora.
Me siento una línea torcida
que tú enderezas con cariño de Padre.

¡Oh Dios, ten compasión de este pecador!
Me siento uno más en este pueblo
de pecadores queridos inmensamente por ti,
porque somos tan débiles y pequeños,
como creídos y autosuticientes,
incapaces por nosotros mismos
de abrirnos al amor y a la verdad.

El peso de mi vida dobla mis hombros y mi historia,
para que recuerde en todo momento que soy barro,
arcilla enamorada de ti, mi Dios en quien confío.
Que tu perdón me cure, que tu palabra me reanime,
que tu Espíritu me renueve,
que tu amor me recupere
para una vida limpia y solidaria.

Acógeme, Señor,
en el reino de tu misericordia porque soy un pecador.
Y como el publicano del Evangelio,
desde la insensatez de mis incoherencias,
yo sé, Señor, que tú escuchas mi grito:
¡Oh Dios, ten compasión de mi que soy un pecador!

La misa del domingo

La voz fariseo proviene del hebreo parash que significa separado, segregado. Con este nombre se denominó, probablemente a fines del sigo II a.C., a una secta de origen religioso que se segregó del resto del pueblo de Israel con la finalidad de observar estrictamente la Ley de Moisés. Como se ve en el Evangelio, los fariseos estaban convencidos de que ellos alcanzaban el perdón de Dios y la salvación mediante esta minuciosa observancia de la Ley y de todas las normas y prescripciones derivadas de ella. Su piedad era muy estimada por el pueblo, y se los saludaba con mucho respeto en las plazas. A los más preparados se les llamaba Rabí, es decir, Maestro. En cuanto al estudio de la Torá ampliaban tanto el alcance de las leyes que muchas normas resultaban imposibles de cumplir para los judíos comunes. Entre otras cosas, guardaban escrupulosamente el sábado, insistían en la oración ritual, en el ayuno y el diezmo, en la conservación de la pureza ritual.

No es difícil imaginar que la gran tentación para ellos era la de despreciar a quienes no vivían las exigencias de la Ley y las numerosas normas y observancias que con el tiempo la tradición farisaica había acumulado. Es justamente a los fariseos que «teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás», que el Señor dirige la parábola de la oración del fariseo y del publicano en el Templo.

Los publicanos eran los recaudadores de impuestos y derechos aduaneros con que Roma gravaba a los pueblos sometidos a su dominio. Los tributos no los cobraban empleados romanos. El cobro se arrendaba a pobladores particulares, quienes a su vez subcontrataban a otros empleados a su servicio. Los publicanos eran lógicamente aborrecidos por el pueblo debido a la arbitrariedad y abuso con que procedían en el cobro de los impuestos. Por su oficio eran considerados, además, como hombres “impuros” (ver Mt 18,17). Como tales se les tenía como hombres despreciados y rechazados por Dios mismo. El trato con ellos debía evitarse y era causa de escándalo. A ellos sólo les quedaba rodearse de la compañía de otros “pecadores” como ellos (ver Mt 9,10-13; Lc 3,12ss; 15,1).

Ahora podemos entender mejor el remezón profundo que debió haber ocasionado la parábola del Señor entre sus oyentes. A diferencia de lo que los fariseos pensaban y enseñaban, el Señor Jesús enseña que es el arrepentimiento y la humilde súplica del pecador la que obtiene el perdón de los pecados y la justificación por parte de Dios, no así la “autosalvación” proclamada por los fariseos, la “autojustificación” alcanzada por los propios esfuerzos en el cumplimiento perfecto de las normas de la Ley. El desprecio de todos aquellos que no son “perfectos como él” no hace sino desenmascarar la soberbia que se oculta en semejante actitud y que finalmente impide que el fariseo pueda ser justificado por Dios.

El Señor concluye su parábola con una fuerte lección de humildad: «todo el que se engrandece será humillado, y el que se humilla será engrandecido».

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

El Señor tiene una intención muy clara cuando contrapone la oración del fariseo a la del publicano: educar a quienes se tenían por justos y despreciaban a los demás. Esta actitud la conocemos con el nombre de soberbia.

Si queremos una breve definición de la soberbia podemos decir con San Juan Clímaco que se trata del «amor desordenado de la propia excelencia». Este amor desordenado por uno mismo lleva al desprecio de los demás, y también al desprecio de Dios. El fariseo se considera justo y justificado por sus obras buenas, por cumplir con la Ley. Con su “oración” —que en realidad es un monólogo autosuficiente— se yergue ante Dios y se atribuye a sí mismo el lugar de Dios para juzgarse merecedor de la salvación. Con la intención de vivir una vida muy religiosa ha terminado desplazando a Dios y ocupando su lugar. Y como estima en demasía su propia excelencia, juzga y desprecia a quienes no son como él.

¿Cuántas veces tenemos actitudes semejantes? En efecto, de muchas maneras se manifiesta mi soberbia, por ejemplo, cuando me cuesta ver o reconocer mis propios defectos o pecados, cuando me creo justo porque “no hago mal a nadie”, o acaso porque “cumplo con el precepto dominical de ir a Misa” y rezo de vez en cuando algunas oraciones.

Por otro lado, ¡que fácil me resulta ver los defectos de los demás! Critico, juzgo, me lleno de prejuicios y amarguras contra los que no hacen las cosas como yo exijo, con tanta facilidad hablo mal de los demás condenando sus defectos y errores mientras que con mis propios defectos y equivocaciones soy tan indulgente. Y si alguien se atreve a corregirme por algo que objetivamente he hecho mal, me molesto, reacciono con cólera y rechazo su corrección con el soberbio argumento de “¿y quién eres tú para corregirme a mí?”. ¿Cuántas veces he tomado una necesaria corrección como si fuese un insulto o una grave afrenta? ¡Qué difícil se nos hace reconocer que hemos faltado, que hemos hecho mal! ¿Cuántas veces me niego a pedir perdón pues “sería como rebajarme” o “mostrar un signo de debilidad”, o porque estoy esperando a que el otro “me pida perdón primero”?

Sí, hay en cada uno de nosotros una profunda raíz de soberbia, raíz que debemos arrancar. Y no hay otro modo de vencer la soberbia sino ejercitándonos en la virtud contraria: la humildad.

La humildad es andar en verdad, es reconocer nuestra pequeñez ante Dios, nuestra absoluta dependencia de Él. La humildad es reconocerme pecador ante Dios, necesitado de su misericordia, de su perdón y de su gracia. En cuanto al prójimo, es no creerme más, ni mejor, ni superior a nadie

¿Quieres crecer en humildad? No dejes de acudir a Dios para pedirle que perdone tus pecados. Asimismo, procura acoger toda corrección con humildad. No respondas mal a quien te haga ver un error o un defecto tuyo, no te justifiques, guarda silencio y acoge lo que de verdad tiene la corrección. Si has actuado mal, pide perdón con sencillez. Y si alguien te ha ofendido, perdónalo en tu corazón. No te resistas a perdonar a quien te pide perdón. Asimismo proponte no juzgar a nadie, pues sólo el Señor conoce lo que hay en los corazones. Examínate con frecuencia a ti mismo y fíjate en tus propios defectos, para que antes que criticar a los demás por sus defectos busques primero cambiar los tuyos.

Comentario al evangelio – Viernes XXIX de Tiempo Ordinario

Paradoja humana

Vivimos en un mundo inimaginable hace unas décadas, gracias a los avances radicales y fulgurantes de la ciencia y la tecnología. Disponemos de mecanismos asombrosos para detectar supernovas en el espacio exterior y predecir la posibilidad e intensidad de muchas catástrofes terrestres. Sin embargo, cuando se trata de convivir como comunidades humanas pacíficas, no aprendemos de nuestros errores y fracasos pasados. Incluso cuando sabemos que en la guerra no hay vencedores, seguimos gastando millones de dólares en preparación militar, dinero que podría utilizarse para erradicar el hambre en el mundo. Además, cuando se trata de discernir los asuntos del espíritu, vivimos negando la existencia de Dios o vivimos como si nuestra vida terrenal fuera a ser eterna, sin acumular tesoros en el cielo. Jesús pide un mejor discernimiento hoy.

Paulson Veliyannoor, CMF

Meditación – Viernes XXIX de Tiempo Ordinario

Hoy es viernes XXIX de Tiempo Ordinario.

La lectura de hoy es del evangelio de Lucas (Lc 12, 54-59):

En aquel tiempo, Jesús decía a la gente: «Cuando veis una nube que se levanta en el occidente, al momento decís: ‘Va a llover’, y así sucede. Y cuando sopla el sur, decís: ‘Viene bochorno’, y así sucede. ¡Hipócritas! Sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo? ¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo? Cuando vayas con tu adversario al magistrado, procura en el camino arreglarte con él, no sea que te arrastre ante el juez, y el juez te entregue al alguacil y el alguacil te meta en la cárcel. Te digo que no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo».

El tono duro en que Jesús habla a la gente en este Evangelio nos da a entender de que se trata de algo importante, por eso les habla así para llamar su atención y que no se les olvide.

El discernimiento es transcendental para la vida del cristiano, porque la vida nos expone continuamente ante dos caminos a elegir y es necesario saber encaminar nuestros pasos en la dirección correcta. Nuestro corazón se siente agitado por multitud de deseos y sentimientos, que contrastan entre ellos, y hay que elegir con acierto lo que más y mejor nos acerque a Dios.

En el ejercicio del discernimiento en un primer momento hay que tener el coraje, la honestidad y la libertad interior de reconocer las voces que nos llaman desde nuestro interior y en un segundo momento interpretar de dónde nos vienen (de Dios, del demonio o de nosotros mismos) y hacia dónde nos encaminan. Este segundo paso exige de nosotros que nos confrontemos con honradez con las exigencias de la moral cristina, considerada a la luz de la Palabra de Dios y de la experiencia de la relación personal con el Señor.

Pidamos al Señor  el don de discernimiento, que ilumine nuestra mente para descubrir el bien y la verdad, y mueva nuestra voluntad hacia ella.

“Aparta de mí Señor, todo lo que me aparte de Ti”

MM. Dominicas

Liturgia – Viernes XXIX de Tiempo Ordinario

VIERNES DE LA XXIX SEMANA DE TIEMPO ORDINARIO, feria

Misa de la feria (verde)

Misal: Cualquier formulario permitido. Prefacio común.

Leccionario: Vol. III-par

  • Ef 4, 1-6. Un solo cuerpo, un Señor, una fe, un bautismo.
  • Sal 23. Esta es la generación que busca tu rostro, Señor.
  • Lc 12, 54-59. Sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, pues ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente?

Antífona de entrada             Sal 85, 1-3
Inclina tu oído, Señor, escúchame. Salva a tu siervo que confía en ti. Piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día.

Monición de entrada y acto penitencial
Hermanos, comencemos la celebración de la Eucaristía, en la que vamos a recordar a todos nuestros hermanos cristianos que experimentan en su propia carne la cruda realidad de la persecución a causa de la fe, poniéndonos ante Dios y, haciendo silencio en nuestro corazón, reconozcamos nuestra debilidad y pidámosle perdón por nuestros pecados. (Breve silencio)

• Tú, que eres nuestra salvación. Señor, ten piedad.
• Tú, que eres nuestra fuerza. Cristo, ten piedad.
• Tú, que eres nuestra esperanza. Señor, ten piedad.

Oración colecta
SEÑOR Dios,
que en tu providencia misteriosa
asocias la Iglesia a los dolores de tu Hijo,
concede a los fieles que sufren por tu nombre
espíritu de paciencia y caridad,
para que se manifiesten siempre testigos verdaderos
y fieles de tus promesas.
Por nuestro Señor Jesucristo.

Oración de los fieles
Oremos a Dios Padre, que siempre se preocupa de nosotros y sabe de aquello de lo que tenemos necesidad.

1.- Por nuestro obispo y por todos los obispos de nuestro país. Roguemos al Señor.

2.- Por las vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa. Roguemos al Señor.

3.- Por los que colaboran en entidades y asociaciones al servicio de la justicia, la paz y la igualdad. Roguemos al Señor.

4.- Por los labradores, los pescadores y los ganaderos. Roguemos al Señor.

5.- Por nosotros, los que nos hemos reunido en esta Eucaristía. Roguemos al Señor.

Señor Dios, Padre nuestro, que te preocupas de los pájaros del cielo y vistes a las flores en el campo con lindos colores y suave fragancia; escucha las súplicas de tus hijos y guárdanos firmemente en tu mano. Por Jesucristo nuestro Señor.

Oración sobre las ofrendas
ACEPTA, Señor,
los dones que te ofrecemos en este tiempo de peligro;
y haz que, por tu poder,
se conviertan para nosotros en fuente de sanación y de paz.
Por Jesucristo, nuestro Señor.

Antífona de comunión          Cf. Sal 103, 13. 14-15
La tierra se sacia de tu acción fecunda, Señor, para sacar pan de los campos y vino que alegre el corazón del hombre.

Oración después de la comunión
SEÑOR,
por la eficacia de este sacramento
confirma en la verdad a tus siervos,
y concede a cuantos se hallan en la tribulación que,
llevando la cruz en pos de tu Hijo,
puedan gloriarse, entre tantos peligros,
de seguir llamándose cristianos.
Por Jesucristo, nuestro Señor.