Siempre que el Señor habla de fariseos…

1.- No nos engañemos, siempre que el Señor Jesús habla de fariseos, no está dando una lección de historia o un tratado de arqueología, no, claro que no. Está hablando de nosotros, de muchos de los creyentes católicos, frecuentadores de las Iglesias y los sacramentos, que acuden a tales cosas, sólo por sentirse mejores que los demás. Jesús de Nazaret no se opuso a los fariseos por razones políticas o sociales. Y podía haberlo hecho porque las dos grandes tendencias de la religión judía de entonces –fariseos y saduceos—estaban organizadas como partidos, como clanes de influencia y como usurpadores del poder sociopolítico en clara complicidad con el invasor romano. Y, realmente, en el caso de los fariseos esas amplias cotas de cumplimientos y obligaciones, unos mil preceptos obligatorios, eran una forma de explotación y de control de la gente. La imagen de Dios quedaba lejana y velada. Se ha dicho que los fariseos habían enjaulado a Dios en una jaula de oro.

2.- Y por eso los creyentes, y, sobre todo, aquellos que, gracias a Dios, lo tienen todo muy seguro, o bastante seguro, deberían, todas las tardes, examinarse de fariseísmo. ¿Y como se hace esa prueba? Es fácil. Basta con leer con atención suficiente las palabras del fariseo de la parábola que hoy nos relata Jesús en el Evangelio de San Lucas. Y la piedra de toque, el catalizador, de esa prueba no es tanto –aunque también—el repertorio de méritos narrados en la oración. Es la comparativa que se hace con el resto de los hermanos, y, sobre todo, con aquellos que parecen malos, o van mal vestidos, o son de otros países: emigrantes. Creerse mejor que los demás siempre será un camino que utilizará el tentador para aumentar el pecado de soberbia. La oración ha de ser humilde, siempre. Incluso la comunitaria, porque el solo hecho de ponerse en presencia de Dios produce ese efecto de poquedad frente a la grandeza multiforme del Señor Dios, Nuestro Señor. Pero, además, si estamos en ese momento íntimo, en lo oscuro de nuestra habitación, en que nos acercamos a Dios, es cuando no podemos tender a engañarle con unos méritos, que aunque fueran ciertos y objetivos, son donación de Él y no cosa nuestra. Merece la pena tomar como partida la parábola de la misa de este domingo treinta del Tiempo Ordinario para mejorar nuestro camino de oración. Los ejemplos del fariseo y del publicano nos ayudarán.

3.- El fragmento del Libro del Eclesiástico que acabamos de escuchar y el Salmo 33 guardan una especial relación. Es obvio que los gritos del pobre “atraviesan las nubes y llegan hasta Dios”. Nuestro Señor tiene especial ternura por aquellos que nada tienen y que invocan su justicia. Guarda una gran relación este texto con el evangelio que escuchábamos el domingo pasado con la parábola de la viuda y del juez inicuo. Es el ruego mantenido y repetido –y eso es la oración—lo que ejercita a Dios como juez justo y compasivo. Y el salmo 33 no otra cosa que una preciosa oración para que el creyente no desfallezca. El Señor escucha el grito necesitado de los hombres y mujeres en sus malos momentos. En la aflicción tremenda y dura, y hay muchas en la vida, Dios escucha a quien le invoca. Es un salmo muy bello que merece la pena ser leído íntegro y repetido en momentos de oración que se presentan como difíciles o de gran sequedad.

Hemos terminado la lectura sucesiva de la segunda carta de San Pablo a su discípulo Timoteo. Durante varios domingos ha sido nuestra segunda lectura y nos ha servido de catequesis para nuestra actitud de creyentes y de transmisores de la fe, que todos debemos serlo. San Pablo a punto de morir escribe a Timoteo una especie de breve testamento. Y en esos momentos finales no hay jactancia, ni soberbia, en la cercanía de Dios, Pablo de Tarso, el misionero incansable rinde cuentas de su misión y reconoce que todo lo que ha hecho ha sido por la gracia y fuerza dada por el Señor. Y, ciertamente, esas palabras de San Pablo contrastan y son el contrapunto del discurso ufano del fariseo de la parábola

En fin, mantengamos siempre la actitud humilde y reverente del publicano. Imitémosle en el templo, en la iglesia y en casa. Descubramos nuestra alma ante Dios y que jamás nos falte el amor, la esperanza y la fe para iniciar una nueva vida. El creyente sincero siempre descubre una vida nueva cada día que se acerca a la Eucaristía o se postra ante el Sagrario a narrar al Señor Jesús aquello que le ocurre. Y bien, todos, podemos terminar esta reflexión con las palabras del publicano: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.»

Ángel Gómez Escorial

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Lectio Divina – Sábado XXIX de Tiempo Ordinario

Pero él le respondió: «Señor, déjala por este año todavía”

1.- Oración introductoria.

Señor, te pido que me enseñes en esta oración a descubrir lo que verdaderamente piensas sobre el dolor y el sufrimiento humano. Es inmenso y cada día hay mucha violencia y mueren víctimas inocentes y torres de Siloé que  caen y aplastan a muchos hermanos nuestros. Estamos envueltos en accidentes, enfermedades, guerras, pandemias, muertes… Estos son, Jesús, nuestros problemas. ¿Qué piensas de todo esto?

2.- Lectura sosegada del evangelio: Lucas 13, 1-9

En aquel tiempo llegaron algunos que le contaron lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios. Les respondió Jesús: ¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo. O aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo. Les dijo esta parábola: «Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: «Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro; córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?» Pero él le respondió: «Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, las cortas.»

3.- Qué dice el texto

Meditación-reflexión

Todavía hoy hay mucha gente que piensa que todos los males son castigos de Dios, por su mala vida. Jesús afirma rotundamente en este evangelio: ¡Os digo que no! Nos debe quedar muy claro que uno no es malo porque las cosas “le salgan mal ni bueno porque todo le sonríe”. Esta manera de ver las cosas ha sido superada por Jesús.  Le llevaron a Jesús un ciego de nacimiento. Le preguntan: Maestro, ¿Quién ha pecado? ¿El o sus padres, para que naciera ciego? Y Jesús contesta: “Ni él ni sus padres” (Jn. 9,3). Pensar que Dios está en el cielo apuntando nuestros errores para echárnoslos a la cara, avergonzarnos y castigarnos en un momento oportuno, es una falsa imagen de Dios que debemos desterrarla para siempre. Lo que de verdad preocupa a Dios es  nuestra conversión. Y la palabra que se usa es “metanoia” un cambio de mente, una distinta manera de pensar. Dios es ese viñador que, a pesar de llevar la higuera tres años sin dar fruto, no la arranca sino que espera un año más.  ¿Para qué? Para regarla, cuidarla, abonarla. Dios nos anima a cambiar porque está convencido de que así y sólo así,  podemos ser felices. Siendo unos criados holgazanes,  despreocupados, desconfiados del dueño, no podemos madurar como personas.  El Señor tiene una enorme paciencia con nosotros y nunca se cansa de esperar. Sólo aquel que ama sabe esperar.

Palabra del Papa.

“No es fácil entender este comportamiento de la misericordia, porque estamos acostumbrados a juzgar: no somos personas que dan espontáneamente un poco de espacio a la comprensión y también a la misericordia. Para ser misericordiosos son necesarias dos actitudes. La primera es el conocimiento de sí mismos: saber que hemos hecho muchas cosas malas: ¡somos pecadores! Y frente al arrepentimiento, la justicia de Dios… se transforma en misericordia y perdón. Pero es necesario avergonzarse de los pecados. Es verdad, ninguno de nosotros ha matado a nadie, pero hay muchas cosas pequeñas, muchos pecados cotidianos, de todos los días… Y cuando uno piensa: «¡Pero qué corazón tan pequeño: ¡He hecho esto contra el Señor!» ¡Y se avergüenza! Avergonzarse ante Dios y esta vergüenza es una gracia: es la gracia de ser pecadores. «Soy pecador y me avergüenzo ante Ti y te pido perdón». Es sencillo, pero es tan difícil decir: «He pecado». (Cf. S.S. Francisco, 17 de marzo de 2014, homilía en Santa Marta).

4.- Qué me dice hoy a mí este evangelio ya meditado. (Guardo silencio)

5.-Propósito. Hoy cambiaré mi manera de pensar y tomaré por modelo el evangelio.

6.- Dios me  ha hablado hoy a mí a través de su Palabra. Y ahora yo le respondo con mi oración.

Señor, hoy he descubierto muchos errores en mi vida; pero ante todo me interesa fijarme en uno: reconozco que, después de tantos años intentando ser cristiano, no lo he conseguido. No sólo no conozco tus proyectos, tus ideales, tus pensamientos, tu manera de enfocar la vida, sino que no te conozco a Ti como el Dios del amor. No acabo de fiarme de Ti, de abandonarme en tus brazos, de descansar en tu corazón de Padre. El día que me crea de verdad esto, seré el hombre más feliz del mundo. ¡Ayúdame, Señor!

Un retrato robot de cada uno

El evangelio de hoy pone ante nuestros ojos un álbum de fotografías como esas que tiene la policía de sospechosos. A ver en cual de ellas nos reconocemos

a) Sospechoso de virtuoso, gran contabilizador de méritos propios, cumplidor de toda clase de preceptos y preceptillos, frecuentador de sacramentos, poseedor de la verdad entera, despreciador de los que viven fuera de su clan. Ese es uno.

b) El otro lleva barba, a ciencia cierta no sabe lo que es bueno o es malo. Se siente sucio, tremendamente sucio ante si mismo y ante Dios. No sabe como despegar las manos del dinero. Está a punto de tirar la toalla, por eso no ha entrado hasta dentro del templo. Está muy cerca de la puerta y pide perdón por un sinfín de cosas que le ensucian, le arrastran por el fango. No tiene tiempo de pensar en los demás.

c) ¿Cuál de los dos soy? Ni uno, ni otro. Es necesario hacer un retrato robot porque todos tenemos algo de fariseos y publicanos.

2.- Alguna otra vez hacemos constatar nuestros méritos o los de las personas por las que pedimos…

a) ¡qué una persona tan buena tenga esta enfermedad! ¿Señor, en que estás pensando?

b) ¡Hombre, yo estoy yendo a misa todos los días, y me dedico a ayudar a la parroquia y me suspenden en el examen!

c) Si apruebo los exámenes prometo ir a misa todos los viernes del año… un toma y daca que yo mismo hice al hacer el Examen de Estado, o ingreso en la universidad. Todo es un toma y daca con Dios

d) De que me sirve ser católico practicante si todo me sale mal…

¿Y cuando ha prometido el Señor que ser cristiano es camino? Aquello de tomar la cruz o lo del yugo blando y ligero no son, precisamente, promesas contables, ni electorales.

Pero todos tenemos la otra cara sincera, como la tuvo San Pedro cuando le dice al Señor: “apártate de mí que soy un hombre pecador”.

Fariseos y publicanos al mismo tiempo esta es la gran incongruencia y gran martirio de los curas: que mientras predicamos lo que el Señor nos dejó en el Evangelio, como no lo ponemos por obra, sentimos la distorsión interna que producen las palabras contra la conducta. Y, sin embargo, tenemos que predicar la verdad la cumplamos o no.

3.- Desde luego que yo a mi 80 años de cristiano no se me pase por la cabeza decir lo que San Pablo nos dice hoy: “he combatido bien el combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe, ahora me aguarda la corona merecida.

a) ¿No os suena a las palabras del fariseo de la parábola? Lo más que yo me atrevería a decir es que espero llegar a la meta, aunque sea como esos participantes de un maratón, que llegan cuatro o cinco horas después del primero, pero a rastras. Y de corona merecida, ¡nada!, porque precisamente la lección de este evangelio es que la contabilidad no tiene cabida en el cielo.

b) Los listados de las buenas obras del fariseo van a la papelera directamente, mientras que el cero absoluto del publicano arrepentido da una gran alegría a los ángeles del cielo.

Para Dios vale más una oveja perdida que 99 muy arropadas en el redil, ¡mal comerciante es el Señor!

4.- Creo que debemos quedarnos con una enseñanza fundamental y es que ni vosotros, ni yo, nos vamos a salvar por ser buenos, sino porque el Señor es bueno. Que toda nuestra confianza esté en la bondad, compasión y misericordia de nuestro Padre Dios. Y si tenemos que tratar de no ser peores que lo que somos es porque, precisamente, tanta bondad y cariño por parte de Dios, no nos permitiría otra cosa. Pero no por hacer méritos ante Dios.

No nos olvidemos que, en realidad, ante Dios todos somos insolventes, y que no hay malos, ni santos, sino hijos muy queridos de Dios.

José María Maruri, SJ

Comentario – Sábado XXIX de Tiempo Ordinario

Lc 13, 1-9

En aquel momento llegaron algunos que le contaron lo de los Galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios. Y aquellas dieciocho personas que murieron aplastadas al desplomarse la torre de Siloé…

He ahí pues dos acontecimientos.

El uno es el resultado de una voluntad humana: Pilato, gobernador romano, dominó una revuelta de zelotes que querían derribar el poder establecido. La represión política pertenece a todas las épocas.
El otro suceso es puramente fortuito: se desplomó una torre de Jerusalén. Es un «accidente» material. Todo lo que acaece puede ser portador de un mensaje; es un signo, si sabemos hacer su lectura en la Fe. Tal enfermedad, tal fracaso, tal éxito, tal solicitud, tal amistad, tal responsabilidad, tal accidente, tal hijo que nos da preocupación o alegría, tal esposo, tal esposa, tal gran corriente contemporánea… Todo es «signo» ¿Qué quiere Dios decirnos a través de esas cosas?

¿Pensáis que aquellos Galileos eran más pecadores que los demás? ¡Os digo que no!; y si no os enmendáis, todos vosotros pereceréis también.

Podemos equivocarnos en la interpretación de los «signos de los tiempos».

En tiempo de Jesús -hoy también, por desgracia es corriente esa interpretación se creía que las víctimas de una desgracia recibían un castigo por sus pecados. Es una manera fácil de justificarse y acallar la conciencia.

Pero Jesús da otra interpretación: las catástrofes, las desgracias no son un castigo divino. Jesús lo afirma sin equívoco alguno. No obstante, son, para todos, una invitación a la conversión. Todos nuestros males o los de nuestros vecinos son signos de la fragilidad humana; no hay que abandonarse a una seguridad engañosa… vamos hacia nuestro «fin»… es urgente tomar posición.

La «revisión de vida» sobre los acontecimientos no tiene que llevarnos a juzgar a los demás -es demasiado fácil— sino a una conversión personal.

Jesús añadió esa parábola: «Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar higos y no encontró. Entonces dijo al viñador: «Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto de esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a agotar la tierra?»

Siempre es cuestión de urgencia.

¿Soy una higuera estéril para Dios, para mis hermanos?

Pero el viñador le contestó: «Señor, déjala todavía este año, entretanto yo cavaré y le echaré estiércol. Quizá dará fruto de ahora en adelante»

Tenemos aquí un elemento capital de apreciación de los «signos de los tiempos»: ¡la paciencia de Dios!

La intercesión de ese viñador es una línea de conducta para nosotros. Tan necesario es no perder un minuto en trabajar para nuestra propia conversión como ser nosotros muy pacientes con los demás e interceder a favor de ellos. Tenemos siempre tendencia a juzgar a los demás demasiado aprisa y desconsideradamente. Jesús nos pone como ejemplo a ese viñador que no escatima sus energías: cava, pone abono. Seguramente Jesús, compartiendo la vida

dura de los pobres cultivadores galileos, debió también hacer ese humilde trabajo en el cercado de su viña familiar. Contemplo a Jesús cavando la tierra de una higuera que no quería dar fruto. Todo un símbolo de Dios hacia nosotros. Jesús, hoy todavía, se porta así conmigo. Gracias, Señor.

Si no, la cortas.

«Un año» aún ante mí, para dar fruto…

El Final de los tiempos se acerca… ha empezado… ¡ Señor, que sepa utilizar bien el tiempo que tú me das!

Noel Quesson
Evangelios 1

¿Qué imagen tendrá Dios de nosotros?

¿Recordáis el Evangelio del domingo anterior? Nos sugería aquella idea de que hay que rezar, con confianza y constantemente.

1.- Hoy, de nuevo, Jesús pone delante de la pantalla de nuestra vida el trato personal que hemos de tener con Dios; nos marca una hoja de ruta para alcanzar la perfección en la oración. ¡Qué bueno sería que nos analizásemos un poco! ¿Cómo está nuestra relación con el Señor? ¿Ya existe? ¿Es distante o cercana? ¿Altanera o humilde? ¿Egoísta o gratuita?

Con qué claridad, el Señor, nos dice lo que piensa. No es bueno el sentirnos seguros de nosotros mismos. Entre otras cosas porque, ello, nos lleva al distanciamiento de Dios y, junto con ello, a los juicios injustos sobre los demás. La autocomplacencia no es buena.

Cuando los domingos nos reunimos en la Eucaristía, cuando participamos en diversos actos litúrgicos, pastorales, caritativos o de índole pastoral, no lo hemos de hacer desde un “ajuste de cuentas con Dios”; “mira lo qué hago” “recuerda que yo sí y otros no”.

El espejo de la cenicienta “dime espejito quién es más guapo que yo” lo hemos de desterrar a la hora de hacer una radiografía del estado en que se encuentra nuestra alma o nuestro corazón, nuestra fe o nuestra amistad con Dios. Es más; en vez ponernos un espejo para mirarnos por delante, sería bueno que dejásemos que –otros- nos lo pusieran por detrás. Es decir; para que viésemos el peso o la fragilidad que soportan nuestras espaldas y que nos impiden ser buenos hijos de Dios.

2.- Venir a la Eucaristía de cada domingo es presentarnos ante el Señor, y después de escuchar atentamente su palabra, interpelarnos: ¿Qué quieres hoy de mí? ¿Qué esperas de mí en esta próxima semana? ¿En qué debo cambiar yo, no los demás, para que mi nombre de cristiano sea límpido como la aurora de un nuevo día?

En la sociedad en la que nos desenvolvemos se lleva mucho el mundo de la imagen. Es más; nos preocupa muchísimo, a veces hasta límites insospechados, la imagen o el concepto que los demás puedan tener de nosotros. La oración, entre otras cosas, nos sitúa en el centro de nuestra existencia: en Dios. Con El, todo; sin El, nada. Y, al fin y al cabo, por lo que hemos de luchar es por agradar a Dios y no por engordar o satisfacer nuestro ego.

La sinceridad de nuestra oración, para darle gusto a Dios, no la hemos de medir por la cantidad de palabras, las rimas o la poesía que empleamos en ella o los mismos cantos que nos pueden ayudar a sintonizar más con Dios. La verdad de nuestra piedad se demuestra en la calidad que ponemos en lo que decimos; en la atención que ponemos en lo que rezamos; en la humildad o transparencia a la hora de expresarlo.

¿Qué imagen tendrá Dios de nosotros? Porque una cosa está clara: de Dios no nos escapamos nadie. Ya podemos acudir al templo, metidos en un abrigo o disfrazados en mil palabrerías, si lo hacemos desde la vanidad, desde la idea de “bastante hago con venir aquí”, Dios nos deja desnudos. Sabe, desde el primer momento, con qué actitud nos ponemos frente a El.

Si con la parábola viuda y el juez injusto, el Señor nos invitaba a rezar insistentemente, con esta bella parábola, Jesús, nos indica el espíritu con el que hemos de hacerlo: la humildad.

Hoy, dejemos fuera las categorías por las que nos regimos y con las que nos desenvolvemos en el mundo; aquí no podemos engañar a nadie. Qué grande es recordar aquello de: “Señor dame una alforja; para que en su parte delantera vea mis propios defectos y, en la parte de atrás, deje los fallos de los demás; Señor; dame una alforja; para que en la parte de adelante meta las virtudes de los demás y, en la de atrás, sepa llevar con afán de superación las mías”.

En algunos momentos solemnes solemos utilizar el incensario para dar gloria y alabanza al Señor. Pues eso…el incienso y el incensario para Dios. Tiempo llegará, cuando El quiera, en que determine el valor de todo lo que decimos hacer y decir en su nombre.

Javier Leoz

La justicia y la imparcialidad de Dios

1. En la Biblia, la justicia es una virtud no sólo importante, sino fundamental. En muchos salmos, la palabra “justicia” se usa como sinónimo de santidad y verdad. Así, por ejemplo, en el salmo 5 el devoto de Yahvé dice: guíame, Señor, en tu justicia, y en el salmo 17: Yo, en la justicia, contemplaré tu rostro. Más claro es aún el profeta Isaías, cuando dice: El Dios santo muestra su santidad por su justicia. Bien, esto parece evidente, pero no menos evidente es que Jesús de Nazaret muestra siempre una especial predilección por los pobres y pecadores, mientras condena durísimamente a los ricos, diciendo que dificilísamente van a entrar en el reino de los cielos. El evangelio de Lucas está lleno de frases que hablan en este sentido. ¿Es que Dios practica una justicia parcial y distinta frente a los ricos y frente a los pobres? Evidentemente, no. Ya en el libro del Éxodo dice Dios: no hagas injusticia, ni por favor al pobre, ni por respeto al rico; con justicia juzgarás a tu prójimo. Para entender esto, debemos saber que la palabra justicia, en la Biblia, va siempre asociada al sentimiento de misericordia, amparo y protección hacia los más necesitados y desprotegidos. El profeta Oseas, hablando en nombre de Dios, dice a su pueblo: te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y compasión. La justicia que predica y practica Jesús de Nazaret es siempre una justicia misericordiosa, que es la única justicia realmente imparcial. Porque de lo que se trata es de ayudar a cada uno según sus necesidades y de juzgar a cada uno según sus obras. Si al pobre, que necesita más, le diéramos lo mismo que al que necesita menos, entonces sí estaríamos siendo injustos y parciales con él.

2.- El publicano bajó a su casa justificado; el fariseo, no. Y, sin embargo, parece que era verdad que el fariseo no era ladrón, ni injusto, ni adúltero; ayunaba dos veces por semana y pagaba el diezmo de todo lo que tenía. Del publicano, en cambio, se suponía que era ladrón e injusto y que no pagaba el diezmo. ¿Es que no fue justo Dios, al justificar al publicano y condenar al fariseo? Sí, claro que Dios fue justo en su juicio. No condenó al fariseo por las cosas buenas que hacía, sino por el engreimiento y soberbia con que hacía estas cosas buenas. Y, sobre todo, por el desprecio que mostró hacia el humilde publicano. El publicano salió justificado, porque su humildad y su arrepentimiento le habían llevado a confiar en la misericordia infinita y gratuita de Dios. Así lo afirma, en frase lapidaria, Jesús: todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.

3.- Los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan. El pobre que grita a Yahvé y no descansa hasta ser oído es un pobre humilde. Sabe que sus recursos y sus fuerzas son pocas y es consciente de que necesita ser ayudado por la misericordia de Dios. Dios no es parcial con él, al escuchar sus súplicas. El Señor vuelve su rostro hacia él y escucha sus súplicas, precisamente porque es justo y porque sabe que la necesidad del pobre es grande y que su corazón suplicante es humilde y sincero. Todos nosotros somos pobres ante Dios; nuestra miseria espiritual es grande, aunque tengamos muchas riquezas materiales. Lo que Dios quiere es que seamos humildes y que deseemos, suplicantemente, llenar nuestra miseria con su infinita grandeza y generosidad. También quiere Dios que seamos generosos con el que es más pobre que nosotros, en lo material, o en lo psicológico o en el lo espiritual.

4.- He corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Es muy distinta la actitud de Pablo a la del fariseo del evangelio. Pablo también dice las cosas buenas que ha hecho y espera que el Señor, justo juez, le premiará en el último día. Pero Pablo no se cansa de dar gracias a Dios todos los días, precisamente porque sabe muy bien que todo lo que puede lo puede en Aquel que le conforta. Es muy consciente de sus debilidades y sabe que ha sido la gracia de Dios la que le ha derribado del caballo. Él sólo sabe gloriarse de sus debilidades, porque a través de ellas se ha hecho patente y manifiesta la misericordia gratuita de Dios. Y esta gracia y fuerza de Dios que se ha manifestado en él no le ha llevado nunca a sobrevalorarse y despreciar a los demás. Sino todo lo contrario: con la fuerza de Dios ha sabido él acercarse siempre a los más débiles, para ayudarles a descubrir y a creer en el único Señor, al único a quien debemos dar toda gloria por los siglos de los siglos.

Gabriel González del Estal

Necesidad de un guía

1.- «El Señor es un Dios justo que no puede ser parcial…» (Qo 35, 15) Qué necesitados estamos de justicia, qué necesitados estamos de imparcialidad. Fácilmente somos juzgados con ligereza, con falta de rectitud. Se interpretan mal nuestras acciones, o no se aprecian en su debido valor. Cuántos inocentes que son condenados y cuántos culpables que son absueltos. Y cuánto héroe desconocido, cuánto sacrificio oculto, cuánto genio incomprendido, cuanto santo menospreciado. Por eso consuela el pensar que Dios es justo e imparcial, un juez clarividente que no se deja llevar de las apariencias, que sopesa con exactitud las intenciones…

Cuántos que brillaron en la tierra quedarán apagados en el más allá. Y por el contrario, muchos que aquí pasaron desapercibidos brillarán eternamente como estrellas de primera magnitud… Esta realidad nos ha de mover a vivir de cara a Dios, independientes del aplauso de los hombres, conscientes de que el juicio que realmente cuenta, el que será definitivo, no es el juicio de los hombres, sino el juicio de Dios.

«Los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansa…” (Qo 35, 21) Lo terrible es que esa justicia divina y esa imparcialidad nos alcanzarán a muchos, no para restituirnos un derecho perdido, sino para arrebatarnos unos privilegios inmerecidos. Realmente es para que nos echáramos a temblar. Pero resulta que muchas veces, casi siempre, nos inmunizamos a base de inconsciencia, a fuerza de estupidez.

Sólo nos queda una salida viable. La de reconocer nuestra miseria y clamar, desde lo más hondo del alma, a este Dios y Señor nuestro que, además de justo, también es misericordioso. Considerar la propia pobreza y pedir perdón con sincero arrepentimiento. Seguros de que, como dice el texto sagrado de hoy, las súplicas del pobre, las quejas del indigente, atraviesan las nubes, se elevan hasta el trono mismo de Dios. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha. El Señor está cerca del atribulado, salva al que está abatido. Redime a sus siervos y no será castigado el que, aunque gran pecador, se refugia en El.

2.- «Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca…» (Sal 32, 2) Mi alma se gloría en el Señor: Que los humildes lo escuchen y se alegren. Los soberbios, en cambio, que callen pues nada tienen que decir ante Dios. Y si algo dicen, el Señor no los oye ni los escucha. Los soberbios son rechazados por el Todopoderoso, que los considera indignos de su Reino, ineptos por creerse mejores para entender y gustar las cosas divinas.

Por eso el verse uno mismo tan frágil y tan débil, tan vulnerable y tan inclinado al mal, puede ser un motivo de gozo saber que Dios ama lo que el mundo desprecia, que se complace en la pequeñez de sus siervos. Sí, así es, a los sencillos y a los humildes el Señor abre de par en par las puertas de su corazón de Padre bueno. Con razón dice, pues, el salmista que bendice al Señor en todo momento y que la alabanza al Señor llena de continuo su boca. De aquí que, cuando uno se reconoce como es, sin desanimarse por ello, cuando uno se olvida de la propia pequeñez y piensa en el poder divino, entonces brota del alma un canto de gozo y de gratitud hacia Dios.

«El Señor se enfrenta con los malhechores para borrar de la tierra su memoria…” (Sal 33, 17)

A veces pudiera parecernos que Dios es vencido por sus enemigos, por esos que rompen su Ley divina. Y es cierto que en ocasiones los impíos triunfan, quedan impunes de sus delitos, riéndose y quizá hasta blasfemando. Siguen su vida como si tal cosa, impávidos y descarados. Sin embargo, de Dios nadie se ríe. Tarde o temprano la justicia divina da a cada uno su merecido. Es cuestión de tiempo y, al fin y al cabo, el que ríe el último ríe mejor.

Cuando se tiene toda la eternidad por delante, bien se puede dar un margen de impunidad. Convencidos de esta realidad, no cesemos nunca de intentar hacer lo que Dios quiere, acudamos al Señor llenos de confianza por muy mal que nos vayan las cosas. En todo momento hay que apoyarse en Dios, y cuando van mal las cosas todavía más. No olvidemos que el Señor está cerca y dispuesto a sostenernos con sus brazos paternales.

3.- «Querido hermano: yo estoy a punto de ser sacrificado…” (2 Tm 4, 6) San Pablo se da perfecta cuenta de su situación. Comprende que sus días están contados, que le aguarda la muerte a la vuelta de la esquina. Sí, el momento de su partida es inminente. En aquellas circunstancias había motivos para desesperarse. Y, sin embargo, en esos instantes mira hacia su pasado y dice sereno, lleno de esperanza: «He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe».

Cada uno tenemos nuestro propio entorno vital, cada uno quizás piense que la muerte está lejos, o por el contrario, que se nos acerca cada vez más. De todos modos, hemos de vivir de tal forma que podamos morir serenos y confiados en el Señor. «La gloria de morir sin pena, bien vale la pena de vivir sin gloria». Ojalá que combatamos bien la batalla de cada día. Que Dios nos ayude a coger hasta la meta señalada, a ser fieles y leales a la fe de nuestros mayores. Sólo así podremos decir un día: Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará a mí…

«La primera vez que me defendí ante los tribunales, todos me abandonaron…” (2 Tm 4, 16) Los recuerdos lastiman el corazón anciano y sensible del gran Apóstol. Sólo Lucas está ahora con él. Antes, ni siquiera eso. Estuvo solo ante los tribunales, sin apoyo humano alguno para llevar a cabo su defensa. Aquellos que decían ser sus amigos, aquellos por los que se sacrificó día y noche, aquellos a quienes amó con entrañas de padre, aquellos le abandonaron cuando más les necesitaba. Situación triste y casi desesperada. Pero también entonces Pablo se siente tranquilo y sereno.

Que Dios los perdone, -dice-. El Señor me ayudó y me dio fuerzas… Él me libró de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará, me llevará a su reino del cielo. ¡A él la gloria por los siglos de los siglos, Amén!… Cuando nos veamos traicionados, cuando nos olviden o nos paguen de mala manera, lo primero que tenemos que hacer es perdonar y poner nuestra confianza en Dios, apoyarnos en su fuerza inquebrantable. Sólo así renacerá la esperanza en la desesperación, sólo así nos sentiremos seguros, contentos, con ganas de bendecir a Dios.

4.- «En aquel tiempo dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos…» (Lc 18, 9) Es muy fácil engañarnos a nosotros mismos. Muchas veces nos auto convencemos en un determinado sentido para acallar los remordimientos de nuestras conciencia, y aunque en el fondo nos damos cuenta de ello, seguimos nuestra vida sin más preocupaciones, metemos la cabeza debajo del ala como el avestruz, que piensa que al no ver al cazador, éste ya no le ve a ella. Por otra parte, es también muy fácil equivocarse en los asuntos que conciernen a uno mismo. Hay muchos factores que oscurecen nuestra mente cuando se trata de algo en lo que se juega nuestro propio interés. Unas veces esos factores son de tipo emocional otras de tipo conceptuad. El corazón nos suele engañar muchas veces, se deja llevar por los sentimientos y hace traición a la mente.

El hombre no puede verse libre de sí mismo, no es inmune a las pasiones, en especial a la soberbia y a la sensualidad que, como malas raíces sin extirpar, lleva metidas en lo más íntimo de su interior. El engaño también puede venir por otros factores de tipo conceptual, y estos son los peores. Hay quienes viven en la ignorancia, quienes se dejan guiar por una conciencia deformada, hasta el punto de llamar indiferente, o incluso bueno, a lo que de por sí es realmente malo.

Por todo ello, no es inverosímil la situación que nos describe hoy el Evangelio: La postura absurda de los que se tenían por justos, se sentían seguros de sí mismos y, lo que es peor todavía, despreciaban a los demás. El Señor les quitó la máscara y los puso en su sitio. Dos hombres, les dice, subieron al templo para orar. Uno era fariseo y el otro un publicano. El primero da gracias a Dios por qué no es como los demás: ladrones, injustos, adúlteros… El otro no se atrevía ni a levantar los ojos del suelo, sólo se golpeaba el pecho y decía: Oh Dios, ten compasión de este pecador. Hasta aquí todos escuchaban complacidos, sin sospechar la conclusión: El publicado fue grato a los ojos de Dios, el fariseo salió del templo tan orgulloso como había entrado.

El fariseo no mentía, él contemplaba su vida tal como la describe. Pero estaba equivocado respecto de sí mismo. De aquí que una primera enseñanza para nuestra vida personal es la de que nunca nos fiemos de nosotros mismos en lo que se refiere a nuestra vida espiritual, pues puede ocurrirnos lo que al fariseo, que nos creamos limpios de toda culpa y resulte que estamos en pecado mortal, o en peligro de cometerlo. Estemos convencidos de que uno es mal consejero de sí mismo, y mal juez en las propias causas. De ahí la importancia capital que siempre se ha dado, y se da, a la dirección espiritual, a la costumbre de confesarse con frecuencia y buscar la orientación de un buen sacerdote, que nos ayude en la delicada tarea de ser cada vez mejores, sobre todo en la humildad. Sólo así seremos agradables a Dios, sólo así nos apoyaremos en el Único que nos puede sostener. Seremos, además, más comprensivos con las faltas de los demás, sin atrevernos jamás a despreciar a nadie.

Antonio García Moreno

De la abundancia del corazón

1.- “Dijo Jesús esta parábola por algunos, que teniéndose por justos, despreciaban a los demás: Dos hombres subieron al templo a orar”. San Lucas, Cáp. 18. “De la abundancia del corazón habla la boca”. Un principio de ayer y de siempre. En consecuencia, la manera de orar también revela de forma inconfundible, quiénes somos. El Señor Jesús se dirigió una vez a “aquellos que teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”, con esta parábola donde actúan dos personajes claves de su tiempo: Un fariseo, dechado de virtudes entre su grupo y un publicano, prototipo de pecadores. Ambos suben al templo para orar: El fariseo lo hace de pie, lo cual no indica vanidad, pues los judíos rezaban levantando los ojos y las manos al cielo. Y ha iniciado de forma laudable su plegaria: “Te doy gracias, Señor”. Pero enseguida se resbala. No agradece los beneficios de Yahvé, sino sus personales atributos. Declama en su panegírico: “Yo no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros”. Y le llega de perlas la ocasión, al divisar allá abajo a un cobrador de impuestos: “Ni tampoco como ese publicano”.

2.- Y así prosigue: “Ayuno dos veces por semana”. La Ley apenas ordenaba ayunar el día de la Expiación, o Yom Kippur, pero este prohombre lo hace todos los lunes y los jueves. La Ley exigía el diezmo del ganado, del trigo, el vino y el aceite. Pero los fariseos ofrendaban también la décima parte de la menta, el anís y el comino. La oración de este hombre perfecto mantiene a Dios en un segundo plano. Lo importante es él mismo: Yo agradezco, yo no soy, yo ayuno, yo pago. Parece exagerado el relato de Jesús, pero el Talmud lo confirma. Rabí Simeón Yokay decía: “Si hay en el mundo solamente dos justos, somos yo y mi hijo. Si no hay más que uno, ese soy yo”.

3.- El otro personaje de la parábola es un publicano. Ora también, pero su actitud es muy distinta. Se ha quedado a las puertas del templo, tratando de esquivar las miradas de quienes lo conocen por su oficio. No levanta los ojos al cielo, ni tampoco las manos, donde sólo podría presentar sus pecados.

A estos alcabaleros que financiaban la permanencia en Palestina de las tropas romanas se les tenía por traidores. Se excedían además en los cobros, a fuerza de amenazas. Por lo tanto, al decir publicanos se decía a la par pecadores. El recaudador se golpea el pecho y apenas alcanza a balbucir: “Oh Dios, ten compasión de mí”: La frase inicial del salmo 50, cuyos versos continuaría quizás en voz baja.

4.- Y Jesús concluye su enseñanza con un severo dictamen sobre estos dos estilos de oración: “Yo os digo que éste – es decir el publicano – bajó justificado a su casa y aquél no”. La palabra de Jesús nos toca el alma y de modo instintivo, buscamos situarnos junto al publicano. ¿Pero sí seremos tan pecadores? Nos acercamos entonces al fariseo. Sin embargo, ¿será tan grande nuestra petulancia? Por lo cual comprendemos enseguida: Lo que cuenta para Dios no es el número o la calidad de los pecados, sino la fuerza del amor y la firmeza de nuestra confianza.

Gustavo Vélez, mxy

Desconcertante

Fue una de las parábolas más desconcertantes de Jesús. Un piadoso fariseo y un recaudador de impuestos suben al templo a orar. ¿Cómo reaccionará Dios ante dos personas de vida moral y religiosa tan diferente y opuesta?

El fariseo ora de pie, seguro y sin temor alguno. Su conciencia no le acusa de nada. No es hipócrita. Lo que dice es verdad. Cumple fielmente la Ley, e incluso la sobrepasa. No se atribuye a sí mismo mérito alguno, sino que todo lo agradece a Dios: «¡Oh, Dios!, te doy gracias». Si este hombre no es santo, ¿quién lo va a ser? Seguro que puede contar con la bendición de Dios.

El recaudador, por el contrario, se retira a un rincón. No se siente cómodo en aquel lugar santo. No es su sitio. Ni siquiera se atreve a levantar sus ojos del suelo. Se golpea el pecho y reconoce su pecado. No promete nada. No puede dejar su trabajo ni devolver lo que ha robado. No puede cambiar de vida. Solo le queda abandonarse a la misericordia de Dios: «¡Oh Dios!, ten compasión de mí, que soy pecador». Nadie querría estar en su lugar. Dios no puede aprobar su conducta.

De pronto, Jesús concluye su parábola con una afirmación desconcertante: «Yo os digo que este recaudador bajó a su casa justificado, y aquel fariseo no». A los oyentes se les rompen todos sus esquemas. ¿Cómo puede decir que Dios no reconoce al piadoso y, por el contrario, concede su gracia al pecador? ¿No está Jesús jugando con fuego? ¿Será verdad que, al final, lo decisivo no es la vida religiosa de uno, sino la misericordia insondable de Dios?

Si es verdad lo que dice Jesús, ante Dios no hay seguridad para nadie, por muy santo que se crea. Todos hemos de recurrir a su misericordia. Cuando uno se siente bien consigo mismo, apela a su propia vida y no siente necesidad de más. Cuando uno se ve acusado por su conciencia y sin capacidad para cambiar, solo siente necesidad de acogerse a la compasión de Dios, y solo a la compasión.

Hay algo fascinante en Jesús. Es tan desconcertante su fe en la misericordia de Dios que no es fácil creer en él. Probablemente los que mejor le pueden entender son quienes no tienen fuerzas para salir de su vida inmoral.

José Antonio Pagola

Comentario al evangelio – Sábado XXIX de Tiempo Ordinario

Dividiendo

Jesús advierte a sus oyentes sobre el peligro de dividir a las personas en categorías mutuamente excluyentes de buenos y malos. Ni los galileos asesinados por Pilato ni los dieciocho aplastados bajo la torre de Siloé eran peores o más pecadores que nadie. Ninguno de nosotros es totalmente malo o totalmente bueno; todos somos matices de gris, con diversos grados de bondad y maldad en nosotros. Por desgracia, todavía practicamos esta división primitiva en nuestras interacciones con la gente. Es más fácil navegar por un mundo en el que podemos etiquetar claramente a las personas, ya sean nuestros vecinos o los líderes políticos. Sin embargo, Jesús nos invita a ponernos las gafas del Evangelio y a mirar el potencial positivo de las personas que actualmente pueden ser improductivas o contraproducentes, como el jardinero de la parábola, que ve positivamente el potencial de la higuera actualmente improductiva y está dispuesto a arriesgarse a darle otra oportunidad y a trabajar para ayudar al árbol a realizar su potencial.

Paulson Veliyannoor, CMF