Una breve parábola que contiene todo un tratado de psicología y de espiritualidad

Quienes han sido educados en el “ideal de perfección” y, además, sienten que se han tenido que “esforzar” para “cumplir” lo requerido, suelen alimentar un sentimiento de “superioridad moral” con respecto a los demás, por cuanto se creen “más perfectos” y -como en el caso del fariseo de la parábola- aportan sus credenciales.

Con frecuencia, el intento por “ser mejor” suele producir el efecto contrario, no solo porque cuanto más se lucha contra algo, más se refuerza; no solo porque ese mismo esfuerzo voluntarista suele producir neurosis, sino porque en lugar de favorecer la desapropiación del ego, este se fortalece.

El objetivo del trabajo psicológico es construir un yo lo más “sano” -integrado, unificado, armonioso- posible; el del trabajo espiritual, trascender el yo, porque comprendemos que nuestra identidad trasciende nuestra personalidad.

Pues bien, tanto en el plano psicológico como en el espiritual, únicamente se puede crecer a partir del reconocimiento y aceptación de la propia verdad, de toda nuestra verdad. Solo la verdad construye y libera. Solo la aceptación de la propia verdad -como concluye Jesús en la parábola- “reconcilia” y nos permite vivir como personas reconciliadas con nosotros mismos, con los demás y con la realidad.

La búsqueda de perfección -sin negar el valor de la misma cuando se entiende y se vive de manera ajustada, es decir, desde la humildad o aceptación de la propia verdad- conlleva con frecuencia un movimiento de represión de todo aquello que, teóricamente, chocaría con la perfección buscada. Por tanto, se reprime y se genera sombra que, a continuación, se proyectará en los demás, como hace el fariseo con el publicano.

Movidas por un “ideal de perfección”, no es raro que las personas se conviertan en jueces tan implacables como injustos, ya que no advierten que todo aquello que les crispa de los demás habita también en ellos.

Por el contrario, el conocimiento propio y la aceptación de toda nuestra verdad -también aquella que habíamos tratado de ocultar y reprimir-, es decir, el reconocimiento de la propia sombra, nos baja del pedestal en el que nos había instalado nuestro orgullo neurótico exigiéndonos ser “perfectos” y nos humaniza: la aceptación de toda nuestra verdad elimina el juicio a los otros, nos hace humanos, humildes y compasivos.

En una breve parábola, Jesús ofrece un tratado completo de psicología y de espiritualidad.

¿Vivo más el juicio o la compasión?

Enrique Martínez Lozano

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Humildad

1.- Nos cuesta, mis queridos jóvenes lectores, aceptar la muerte como una cosa real, que está junto a nosotros a punto de actuar y dispuesta. Que en cualquier momento se puede manifestar y decirnos que hemos de acompañarla. Estamos acostumbrados a creer que las estadísticas, aquellas que nos dicen que el promedio de vida es una determinada cantidad de años, se han de cumplir a rajatabla. Aunque aceptemos la posibilidad de que nos pueda llegar la muerte antes, sin enojarnos, si sentimos un pequeño dolor que nos parezca puede significar tenemos alguna enfermedad, su sola posibilidad, altera nuestro estado de ánimo. San Pablo no era un decrépito anciano cuando escribe la carta que se lee en la misa de hoy. Reflexiona sobre su vida, compartiendo con Timoteo el balance que de ella hace. Su situación le hace prever que su fin está próximo. No se altera. Se imagina está en un puerto presto a partir. O que como aquellas ofrendas que se presentaban a los dioses, está a punto de derramarse. Es una situación nueva. Recapacita sobre lo que ha sido su vida. Piensa en las cosas que durante ella ha realizado. Hace arqueo. Le enoja algún recuerdo del comportamiento de ciertos amigos en momentos difíciles le traicionaron y lo aparta de su memoria. Como en una pantalla ve lo que ha hecho y lo contempla con satisfacción. Comprende que su trabajo apostólico, sus desvelos por el Señor, perdurarán en la eternidad y ante el Maestro podrá presentarlos y merecer un premio. Está satisfecho porque, en medio de tantas aventuras que en su vida ha corrido, ha conservado la Fe. Haberla guardado le da gran serenidad.

2.- Su paz deriva de como ha obrado. A él le tocó ser fiel a un programa diseñado por Dios a su medida y se lo incorporó a su vida. El vuestro, el proyecto que Jesús tiene para cada uno de vosotros, debéis primero descubrirlo, después ponerlo en práctica. Las dos cosas, escuchar, tratar de entender, analizar qué implica y de acuerdo con ello ponerlo en práctica cada día, es lo que convierte el ser cristiano en una aventura. Hay religiones que dicen que Dios es todopoderoso, que nada puede alterar lo que tiene previsto, que todo lo que Él quiere se cumple a rajatabla, que no hay nada que hacer, ni modificar sus designios. Son tan religiosas, tan adoradoras, estas religiones, que se tornan inhumanas por suprimir de su visión la posibilidad de la libertad humana. No sabemos como puede ser verdad que Dios lo puede todo y que nosotros, no obstante, podamos ser libres. Es un misterio que mientras estemos sumergidos, o aprisionados, en la cárcel del espacio y el tiempo, nunca podremos descifrar. Es como si os dicen los millones de microorganismos que hay en una cucharada de agua, no seréis capaces de entenderlo, ya que la vemos totalmente transparente, pero si la miramos con un microscopio, sin que cambie ni el agua, ni nuestro ojo, nos daremos cuenta que es verdad, que existen pero aun así la beberemos tranquilamente. No hay que angustiarse, la problemática de la vida, con sus congojas, sus entusiasmos, sus proyectos y sus derrotas transitorias, son llevaderas, si sabemos que a nuestro lado esta Jesús, aconsejándonos. Como el ciclista de elite sabe que va acompañado de su equipo que le arropa sin tocarle, que le da ánimos sin empujarle.

3.- Antes de reflexionar sobre el contenido del texto evangélico quisiera, mis queridos jóvenes lectores, haceros una advertencia. No comparéis el Templo de Jerusalén con la iglesia que frecuentéis. El fiel israelita subía a la explanada, se desplazaba por los atrios o patios y realizaba allí lo que tenía proyectado. En aquellos tiempos la oración, aun la personal, era vocal, es decir pronunciando palabras y tenía elevadas sus manos. Era, pues, notorio lo que estaba haciendo. Podía lucirse como el de hombre notable de la parábola, o podía descubrir, hablando a Dios de su indigencia, como lo proclamaba con dolor el marginado. Uno escogía un lugar donde lo vieran, el otro un rincón avergonzado. Os he dicho que quería haceros una advertencia y ya casi la olvidaba. Vuelvo atrás. Cuando vayáis a misa no os comparéis con lo que iban a hacer estos dos hombres. No es momento el de la Eucaristía, de apartarse y dejar de celebrar unidos el gran sacramento, el más excelso misterio de nuestra Fe.

4.- Vuelvo a las actitudes del fariseo y el publicano. La gran riqueza de un hombre ante Dios son sus plegarias, su actitud interior. Si uno quiere conseguir entrada y ser escuchado en la presencia del Señor, es preciso tener humildad, vivir humildemente. Se sale entonces purificado, deslumbrante, capacitado para la empresa de la vida cristiana. Aquel que está satisfecho de sí mismo que se cuelga y exhibe condecoraciones espirituales siempre, es apartado y se convierte en el hazmerreír del ámbito cristiano. El que se enorgullece sale despedido y despojado. El que, sin aborrecerse, con sencilla sinceridad, se presenta a Dios solicitando confiado su ayuda, este siempre va creciendo.

Pedrojosé Ynaraja

Comentario – Domingo XXX de Tiempo Ordinario

(Lc 18, 9-14)

El evangelio no solamente habla de amor, sino que nos muestra las formas muy concretas como se expresa el amor, para que podamos discernir si nuestro corazón está realmente en Dios. En este texto se reprocha «a los que confían en su propia perfección y desprecian a los demás», de manera que contradicen el verdadero amor a Dios, que se expresa confiando más en él que en uno mismo, y contradice el amor al prójimo, que se expresa teniendo compasión y mirando al hermano con buenos ojos.

El publicano, que reconocía su miseria humildemente ante Dios, volvió a su casa en paz con Dios a pesar de sus pecados. Su actitud humilde agradó a Dios por encima de sus pecados. San Juan Crisóstomo ponía el ejemplo de los dos carros: «Denme dos carros, uno tirado por un hombre perfecto, pero sin humildad, y otro tirado por un hombre pecador, pero humilde. Verán que el carro tirado por el hombre orgulloso termina atascándose y frenándose a causa del orgullo, mientras el carro del hombre humilde, aligerado por la humildad, comienza a avanzar y pasa adelante».

Cuando el publicano pide perdón, reconoce sinceramente la misericordia de Dios; el centro de su plegaria no es tanto él mismo y su pecado, sino la súplica de misericordia: «Ten piedad de mí». Esta oración implica arrepentimiento, que es el dolor por no haber sido fiel al amor de Dios y el deseo de responderle mejor. Arrepentimiento que impulsa al cambio.

Pero el fariseo, que sólo contemplaba su propia perfección, y se gozaba mirando con desprecio al pecador, no volvió a su casa en paz con Dios, aunque no hubiera cometido pecados externos, aunque cumpliera toda la ley de Dios, aunque ayunara y pagara el diezmo. Es lo que expresó San Pablo en el himno al amor: «aunque repartiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve (1 Cor 13, 3).

Así, en la humildad y en el amor compasivo con el hermano podemos descubrir las dos grandes claves para crecer en la vida de la gracia o para disponernos a esa vida.

Oración:

«Libérame Señor de esa tonta vanidad que me lleva a poner mi seguridad en las obras externas y a despreciar a los demás por sus imperfecciones. Ayúdame a reconocer mi propia miseria y la grosera fealdad del orgullo».

 

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

Otra vez los talentos

«Os aseguro: éste último bajó a su casa justificado, y el otro no»

Corremos el riesgo de interpretar esta parábola con nuestra mentalidad de cristianos del siglo veintiuno y llegar a conclusiones que quizá no coincidan con la intención del autor. Por ejemplo, podemos pensar que no quedó justificado porque con su conducta escrupulosa solo pretendía hacerse “acreedor” a la vida eterna, pero, por una parte, esto no se desprende del texto, y por otra, ésa es una creencia legítima que aún hoy es compartida por muchos.

Tampoco podemos afirmar que no quedó justificado por su prepotencia; por su falta de humildad al considerarse mejor que los otros hombres, porque si leemos el pasaje con rigor y detenimiento, veremos que no se está arrogando mérito alguno, sino que le está dando gracias a Dios por lo recibido. Menos aún nos podemos apoyar en la última frase del texto de hoy —«el que se ensalce será humillado y quien se humille será ensalzado»— porque, según los especialistas, este epílogo es un simple añadido parenético que además resulta poco apropiado al texto.

Nos encontramos pues ante la paradoja de un hombre justo, que dedica su vida a ser grato a los ojos de Dios, que se dirige a Dios en actitud de acción de gracias, y que, según el evangelio, no queda justificado… y la pregunta es… ¿por qué?…

Probablemente, para entenderlo sea preciso partir de la parábola de los Talentos, pues, al parecer, el fariseo había recibido mucho y lo había invertido todo en su propia perfección. Al igual que el fariseo de la parábola, cada uno de nosotros ha recibido muchos talentos en forma de inteligencia, iniciativa, habilidad, simpatía, liderazgo … pero no los hemos recibido para que nos sirvamos de ellos, sino para que den fruto. Y esto debe hacernos reflexionar, y quizá por ello, Ruiz de Galarreta decía: «No me preocupan nada mis pecados; me preocupan mis virtudes» … mis talentos.

Y volvemos a un mensaje recurrente en el evangelio: lo importante son los frutos; «Por sus frutos les conoceréis» … «Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro…». De nada les sirve al sacerdote y al levita que bajaban a Jericó su condición sagrada, porque Jesús pone de ejemplo al odiado samaritano que se conmueve ante la desgracia ajena y socorre a la víctima. De nada le sirve al fariseo de la parábola de hoy su fe en Dios, su conocimiento de la Ley y el cumplimiento con largueza de la misma, porque lo que Dios espera de nosotros es otra cosa; es amor, compasión, servicio… frutos.

Para los fariseos lo primero es la Ley. Para Jesús lo primero son las personas, y si la Ley no sirve a las personas, es que no sirve para nada. De esta radical diferencia a la hora de concebir la religión vino el permanente enfrentamiento entre ellos; y de ella también su desenlace.

Miguel Ángel Munárriz Casajús

Lectio Divina – Domingo XXX de Tiempo Ordinario

Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido»

INTRODUCCION

“El quid de la historia nos la ofrece el narrador ya desde el principio:  Se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás ¿No es la tentación sutil que a veces nos ronda? ¿No nos comparamos y creemos un pelín mejores? De ahí brotan todas las competencias y susceptibilidades. Pero adentrémonos más despacio en este relato que cuenta Jesús acerca de dos hombres orantes cuyos cuerpos ya suponen una revelación. La plegaria del erguido fariseo es autorreferencial: oímos el “yo” “yo” “yo” por todas partes. La alabanza que le brota surge de compararse con los otros, que son esto y lo de más allá, mientras que él sale mejor parado, practica lo correcto y establecido, y, más que agradecer lo que Dios hace en él, se contempla a sí mismo complacido por sus obras y logros. Se siente especial y distinto de los demás. En cambio, el publicano, con su cuerpo inclinado, deja su yo de lado, se reconoce necesitado igual que todos, y hace converger en Dios su vida: que tú mires, que tú hagas, que tú tengas misericordia”. (Mariola López Villanueva).

LECTURAS BÍBLICAS

1ª lectura: Eclesiástico 35,12-14.16-19ª.      2ª lectura: 2Timoteo 4,6-8.16-18.

EVANGELIO

Lucas 18, 9-14:

En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

MEDITACIÓN-REFLEXIÓN

1.- Un fariseo y un publicano sin nombres propios. Cuando en la biblia no se nombran los personajes, la intención del autor es que sirvan de modelo para las generaciones futuras. Ese fariseo y ese publicano podemos ser tú y yo en el siglo XXI. ¿Cómo era el fariseo? Lo describe muy bien el mismo autor: “seguro de sí mismo”, “se creía justo”, “despreciaba a los demás”. Veamos “Seguro de sí mismo” Lo propio del hombre es sentirse débil, frágil, inseguro. ¿No dice la primera página de la Biblia que el hombre salió del barro? (Gn. 2,7) No nos hizo Dios de oro o de bronce sino de arcilla. Por eso nos caemos y nos rompemos con tanta facilidad. Y en el terreno religioso, lo mismo. “El que crea que está firme, tenga cuidado no se caiga” (1Cor. 10,12). Y el mismo Jesús nos advierte. “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn. 15, 5). “Se creía justo”. Él cumplía la Ley, iba al Templo, y era devoto: ayunaba, rezaba, y daba limosnas. Los malos eran “los demás”. Y no es que estas obras piadosas fueran malas, el malo era él que con su “soberbia” lo estropeaba todo. “Y despreciaba a los demás” Esto era lo peor. En cambio, el “publicano” con su cuerpo inclinado en señal de esclavo, se sentía pecador y así lo manifestaba.

2.- El fariseo y el publicano eran creyentes; pero el Dios en quien creían era distinto. Fariseo significa “separado”. Los fariseos eran un grupo que se preparaba para la venida del Mesías a través del estudio de la Ley y de prácticas piadosas. Se separaban de los demás porque se creían los buenos y no podían contaminarse con los malos. Dios era para ellos como un “buen patrón a quien le compraban el cielo por sus obras buenas”. Por eso se recreaban en las obras de sus manos. A Jesús no le podían tolerar que “comiese con pecadores”, menos si eran publicanos, es decir, “pecadores públicos”. Tampoco le toleraban que curase en sábado. Si la gente sufría, pasaba hambre, estaba enferma o se sentía sola y abandonada, eso no les interesaba para nada. Lo importante era que se cumpliera la Ley tal y como ellos la interpretaban. El publicano (probablemente recaudador de los tributos de Roma) se sentía pecador, era odiado por los judíos y se creía que Dios ya lo había marginado. Cuando Jesús le dice que ha salido “justificado”, es decir, que Dios le ha perdonado y lo ha hecho justo, no se lo cree. Ya toda su vida la pasará para dar gracias a un Dios tan bueno que ni le ha tenido en cuenta su pecado. Tan sólo se ha fijado en su humildad.

3.- Dos maneras distintas de orar. El fariseo y el publicano suben al Templo a orar. El fariseo ora “erguido” es decir, con soberbia. Da gracias a Dios no porque le haya colmado de favores sino porque “no es como los demás”. ¿Habrá en la vida cosa más hermosa que ser como los demás? Ni más que los demás, es decir, sin complejo de superioridad; ni menos que los demás, sin complejo de inferioridad. Ser como los demás es ponerse en actitud de crear igualdad, crear fraternidad.  Jesús, en el capítulo 23 de San Mateo nos invita a todos los cristianos a no llamar a nadie “padre” porque sólo Dios es nuestro Padre. Ni llamar a nadie “maestro” porque sólo Jesús es nuestro Maestro. Ni llamar a nadie “señor” porque sólo Jesús que ha dado su vida por nosotros es nuestro Señor. Y da la clave de este comportamiento: “Vosotros sois hermanos”. Sin igualdad no puede haber fraternidad. Jesús, que es el Hijo de Dios, ha pasado entre nosotros “como uno más, como uno de tantos” (Fil. 2,7). Él es nuestro hermano mayor. El fariseo, tiene otro gran defecto: “tiene el yo muy subido”. “Yo ayuno, yo hago limosnas”. Una cosa queda clara: a Dios podemos ir por las malas o por las buenas. Podemos ir por las malas, en plan de exigencia, como el fariseo. O podemos ir por las buenas, en plan de indigencia, como el publicanoLa oración no es cuestión de puños cerrados, sino de manos abiertas.

PREGUNTAS

1.- ¿Caigo en la cuenta de que yo también puedo ser un fariseo? ¿Cuándo? ¿Cómo?

2.- ¿En qué Dios estoy creyendo? ¿En un Dios que me exige, me controla, o en un Dios que me ama, me perdona y me salva?

 3.- ¿A qué voy a la oración? ¿A contarle a Dios lo malos que   son los demás ¿O a confesarle humildemente mis pecados para que me perdone y me abrace?

ESTE EVANGELIO, EN VERSO, SUENA ASÍ:

La oración del fariseo
es reflejo de la nuestra.
Somos, Señor, grandes «globos»
hinchados por la soberbia.
Te rezamos arrogantes,
llenos de «autosuficiencia».
Al darte gracias, buscamos
vanidosas «complacencias».
Nos creemos «justos» buenos,
por guardar las «apariencias».
Despreciamos a los otros
con desdén e indiferencia.
Mientras, Señor, mantengamos
esta actitud altanera,
no alegrarás nuestra vida
con la paz de tu presencia.
Tú «resistes al soberbio»,
seguro de su riqueza
y «enalteces al humilde»,
vencido por su pobreza.
A Ti te agrada el humilde
que, lejos, desde la puerta,
te pide con fe perdón,
sin levantar la cabeza.
Señor, como el «publicano»,
te rezamos, rostro en tierra:
«Ten compasión de nosotros,
perdona nuestras ofensas».

(Compuso estos versos José Javier Pérez Benedí)

De fariseos y publicanos

El Evangelio juzga con severidad a los fariseos, grupo de judíos nacionalistas, rigoristas, tradicionales y legalistas. No sienten la necesidad de conversión. Aferrados a sus opiniones y creencias personales, desprecian a los humildes. La soberbia les impidió conocer a Jesús como enviado de Dios.

El fariseísmo, también hoy, como sistema de pensamiento y de conducta, se formula como una religión formalista y exterior, sin interiorización personal. Está más atento a la letra, a las fórmulas celebrativas que al espíritu, exagera los actos de los hombres frente a Dios, es soberbio e hipócrita. Es, además, guardián celoso de la pureza legal, ritualista, tiquismiquis. ¿Quién no se ha topado en la Iglesia, en la escuela, con este modelo representativo de algún obispo, sacerdote, religioso/a, maestro/a? ¿Tal vez yo mismo/a?

Hoy se advierte en ciertos ámbitos de la sociedad una moral farisea, anacrónica, a saber, la de quienes manifiestan públicamente unas normas determinadas y a escondidas se guían por otras (especialmente en lo que a la moral sexual se refiere, léase, los abusos de pederastia, la manipulación de las conciencias, la discriminación por razón de género, sexo, estado, etc.); aquellos que se escandalizan de actos humanos de escasa importancia y se acogen a derechos y privilegios que se justifican sólo por la herencia, por su posición, apelando a la tradición, por el ejercicio del poder. Defienden la ley cuando les conviene y en otros momentos proclaman la primacía de su conciencia.

El espíritu fariseo se manifiesta en todos los tiempos, nos atañe a todos; es radicalmente opuesto al espíritu cristiano. De hecho, es una amenaza constante del cristianismo, ya que tiende a reducirlo a una secta de rígidas reglas y cumplimientos legales, sin universalidad y sin perdón. También los cristianos tenemos zonas de fariseísmo; son aquellos ámbitos personales que se resisten a la conversión.

En el Evangelio de hoy, vemos que la única oración que Dios acepta es la del publicano. Aquellos subalternos judíos, encargados por Roma de cobrar impuestos. Por su oficio y, con frecuencia, por su proceder tramposo se los tenía por pecadores. Sin embargo, Jesús acogía a todos y comía con ellos (Mc 2,15-16). Los maestros de la ley y los fariseos criticaban este proceder (Lc 15,1-2). En los evangelios Jesús aparece en continuas disputas con este grupo. Su mensaje se basa en la compasión y en la gracia. Pero ellos no están dispuestos a cambiar su ideal de perfección y exigencia, del premio y del mérito.

Esta parábola desmonta dos actitudes frecuentes que pueden pasarnos por alto: la indiferencia y la religiosidad basada en el enaltecimiento, en la “medalla”; religiosidad en la que paradójicamente fuimos formados durante años y que tan bien refleja la parábola de “los trabajadores de la viña” (Mt 20,1-16), que rompe nuestros esquemas y nos hace exigir nuestra recompensa. En realidad, ambas actitudes no son más que manifestaciones de nuestro ego en el modo de situarnos ante la vida y en lo religioso. El ego es incapaz de compasión; vive aferrado a sus seguridades, a sus necesidades, a sus miedos, para que nadie venga a arrebatarle lo que tanto trabajo le costó alcanzar. Asimismo, es incapaz de vivir la gracia, la gratuidad; su vida está planteada, calculada, para que todas sus acciones tengan recompensa, y en lo religioso necesita ser salvado, situarse por encima de “los otros” porque es fiel cumplidor y espera que Dios le recompense adecuadamente todos sus esfuerzos y sacrificios.

Es la tentación del triunfalismo que todos podemos sentir y que Pablo expresa magníficamente en su Carta a los Corintios (2 Cor 12,7b-10). La clave es justamente el agradecimiento a Dios por nuestras debilidades: limitaciones, dificultades físicas, ofensas recibidas, falta de empatía con personas concretas, críticas duras… porque todo ello es motivo de conversión gozosa, no de juicios, sino de cambio interior profundo, de humanización permanente, de ofrecer valores en lugar de imponer normas.

En esta parábola se denuncia precisamente esa religiosidad basada en el mérito. De hecho, “Jesús la dice por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás”. Es una religiosidad que coloca a la persona en un plano de superioridad (con derecho a juzgar a los demás, en actitud de constante comparación e incluso desprecio hacia el/a diferente, personas que abusan de las libertades por las que otros han luchado, personas en el fondo “no reconciliadas” consigo mismas. Aquello que condenamos en los otros, está también oculto y reprimido en nosotros. Cuando juzgamos o desacreditamos, conscientes o no, nos mostramos a nosotros mismos. Por el contrario, al reconocer nuestra propia debilidad, desaparecen los juicios, las descalificaciones y entramos en el ámbito de la compasión, de la gracia.

Es significativo también el lenguaje de gestos. El fariseo erguido, orgulloso, en lugar destacado. El publicano situado detrás, sin atreverse “a levantar los ojos al cielo”. El primero pregonando sus méritos, el segundo admitiendo su debilidad, susurraba: “Ten compasión de este pobre pecador”.

Respecto a la indiferencia como apuntaba más arriba, nos duele, y mucho, la reciente muerte de una joven kurda, Mahsa Amini, tras ser detenida en Teherán por la policía de la moralidad, encargada de hacer cumplir las reglas de indumentaria impuestas a las mujeres iraníes (o el burka de las mujeres afganas), pero nos dejan indiferentes las arbitrarias interpretaciones bíblicas, teológicas, el soporte jurídico del CIC[1], especialmente antievangélico, y el comportamiento de una parte de la jerarquía empeñada en ignorar y silenciar la voz de las mujeres en la Iglesia durante décadas[2].

En ese sentido y desde el Evangelio de Jesús, ¿somos fariseos o publicanos?

¡Shalom!

Mª Luisa Paret


[1] CIC Código de Derecho Canónico

[2] http://www.redescristianas.net/la-revuelta-de-mujeres-en-la-iglesia-hasta-que-la-igualdad-se-haga-costumbre-manifiesto/

https://www.feadulta.com/es/buscadoravanzado/item/14259-la-revuelta-de-las-mujeres-en-la-iglesia.html

Al César lo que es del César

La cuestión que un grupo de fariseos plantean hoy al Señor dio lugar, por parte del Maestro, a una lacónica respuesta, cuyo impacto perdura hoy incluso fuera de los ambientes cristianos.

Los fariseos hablaban con Jesús del famoso problema del tributo al César. De tiempo atrás —dice San Marcos (3, 6)—, estos hombres “habían llegado a un acuerdo contra él para ver cómo perderle”. Y San Mateo explica que “habían celebrado consejo”, tratando de encontrar una fórmula eficaz que sirviera a sus propósitos. Y, en principio, el resultado de esa intriga se concreta en algo que parece hundirá al Maestro: tratarán de mezclarle en las luchas políticas del país.

La astucia siempre se disfraza de adulación y falsa humildad : “Maestro, sabemos que eres sincero y que con verdad enseñas el camino de Dios, y que no te da cuidado de nadie y que no tienes acepción de personas”. Y tras la adulación, la trampa: “dinos, pues, tu parecer: ¿Es lícito pagar tributo al César o no?

Aquellos hombres saben perfectamente que la doctrina del Señor es espiritual, que a Él le interesa la salvación de las almas, no una determinada organización fiscal. Sin embargo, buscando perder a Jesús, no vacilan en ponerle ante una situación contingente y discutida, para obligarle a tomar partido y, en cualquiera de los casos, poderle presentar como un agitador político.

La historia se repite. “No es el discípulo mayor que el Maestro”, había dicho el mismo Jesús (Mt 10, 24). Por eso, la Iglesia ha suscitado siempre en cada época las mismas reacciones que Jesucristo entre sus contemporáneos. A lo largo de su historia, dos veces milenaria, la Iglesia ha podido contemplar muchas veces los intentos de hacerla aparecer como identificada con determinadas posiciones políticas, económicas o sociales. No debe, por tanto, extrañarnos que, en nuestro mundo contemporáneo, los enemigos de Cristo —con el ataque o la adulación— persigan los mismos objetivos.

“¡Hipócritas! Mostradme la moneda del tributo”. Un cristiano no puede consentir que calumnien a su Madre le Iglesia, y debe —con sencillez pero con energía— dar a conocer la verdad. “Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”. Esta es la respuesta de Cristo. Concisa, sencilla, tajante, que desconcertó a sus enemigos: “Al oírle se asombraron y se marcharon”, dice el versículo 22, con el que acaba el pasaje. Aquí está el sustrato de todo el derecho público cristiano. El profundo planteamiento de las relaciones entre la Iglesia y el Estado —Dios y el César—, que han propuesto los últimos Romanos Pontífices, no es sino una paráfrasis de aquella respuesta lapidaria de Jesucristo.

El Señor no quiso tomar partido ante el problema del tributo al César: cada uno es libre de enfocarlo como le parezca oportuno. Cristo, al rechazar cualquier tipo de etiqueta que quisieran ponerle sus enemigos, nos recuerda hoy, por medio de la liturgia, que la Iglesia —“su” Iglesia— rechaza igualmente toda denominación.

Y sin embargo, los cristianos —como hombres y como ciudadanos que son— deben estar presentes en el terreno del César y librar allí su personal batalla, bajo la propia e intransferible responsabilidad, en el pleno ejercicio de su libertad dentro de la moral y la fe de la Iglesia, persuadidos todos de que en medio de la diferencia de opiniones, una cosa les une: la fidelidad a Dios y la fidelidad al César. Y ese factor común se traducirá en una conducta práctica encaminada a empapar la tierra de César del espíritu de Cristo, porque aquella tierra no agota en sí misma el sentido de la vida: en definitiva, la tierra de César es también la tierra de Dios, del Dios que creó el cielo y la tierra.

Pedro Rodríguez

De confianza

Muchas veces llaman a la parroquia para preguntar si conocemos a alguna persona para el cuidado de ancianos o niños, o para realizar tareas domésticas. Y, normalmente, a su petición añaden: “Que sea de confianza”. Es lógico, porque se va a depositar en manos de esa persona a un ser querido, y va a tener acceso al propio domicilio y a nuestros bienes y nuestra intimidad, y nos da miedo dejar todo eso a cargo de alguien desconocido. Por eso, necesitamos una garantía fundamentada en que va a ser responsable, de que realmente es “de confianza”.

La Palabra de Dios de este domingo nos habla precisamente de confianza, que es uno de los pilares básicos que necesitamos para poder vivir. Y, como siempre, Dios toma la iniciativa y se nos presenta como alguien “de confianza”, en Quien podemos depositar nuestra vida entera, sea cual sea nuestra situación y nuestras circunstancias personales, familiares, laborales… porque, como hemos escuchado en la 1ª lectura, para Él no cuenta el prestigio de las personas.

Más aún, cuando más complicadas son las circunstancias de nuestra vida, cuando más agobiados nos veamos, con mayor motivo debemos recurrir a Él, porque es “de confianza”, porque escucha la oración del oprimido, no desdeña la súplica del huérfano ni a la viuda cuando se desahoga en su lamento.

Incluso cuando peor nos sentimos y desesperamos de nosotros mismos, cuando más somos conscientes de nuestro pecado, como el publicano de la parábola que hemos escuchado en el Evangelio, Dios se nos sigue mostrando como Aquél “de confianza” al que recurrir. Por eso, el publicano, que no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, seguía confiando en Dios diciéndole: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Y por eso éste bajó a su casa justificado.

También san Pablo ha experimentado en su propia vida que Dios es “de confianza”. Pablo reconoce que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí. (1Tim 1, 13) Y es esa experiencia la que lo convirtió en el gran evangelizador: se fió de mí y me confió este ministerio.

El ejemplo de san Pablo nos recuerda que el hecho de que Dios sea para nosotros “de confianza”, requiere como respuesta que también nosotros seamos “de confianza” para Él, porque nos confía, como a Pablo, la misión de anunciar el Evangelio.

Hoy celebramos la Jornada del Domund, este año con el lema “Seréis mis testigos”. Como nos recuerda el Papa Francisco en su Mensaje: “Cada cristiano está llamado a ser misionero y testigo de Cristo”. Como esas personas que buscan a alguien que cuide de sus seres queridos o de su hogar, Dios pone en nuestras manos lo más valioso que tiene: “Es Cristo, Cristo resucitado, a quien debemos testimoniar”.

Y, para llevar adelante esta misión, como cristianos también debemos ser “de confianza”, porque “los misioneros de Cristo no son enviados a comunicarse a sí mismos, a mostrar sus cualidades o capacidades persuasivas o sus dotes de gestión, sino que tienen el altísimo honor de ofrecer a Cristo en palabras y acciones, anunciando a todos la Buena Noticia de su salvación con alegría y franqueza, como los primeros apóstoles”.

Por eso, “a los discípulos se les pide vivir su vida personal en clave de misión. Jesús los envía al mundo no sólo para realizar la misión, sino también y sobre todo para vivir la misión que se les confía; no sólo para dar testimonio, sino también y sobre todo para ser sus testigos”, como los misioneros a quienes hoy tenemos muy presentes.

¿Qué personas “de confianza” conozco? ¿Soy yo “de confianza”? ¿Confío en que Dios escucha la oración del pobre, del oprimido, de la viuda…? ¿Tengo la actitud del publicano, reconozco mi pecado pero sigo poniendo mi confianza en Dios? ¿Me siento enviado a la misión evangelizadora?

Dios escucha a tantos “pobres” en lo material, en lo humano y en lo espiritual que, en todo el mundo, elevan sus oraciones, súplicas y lamentos porque Él es “de confianza”. Como decía la 1ª lectura: La oración del humilde atraviesa las nubes y no se detiene hasta que alcanza su destino.

Y la respuesta de Dios es el envío misionero: “Seréis mis testigos”. Y seremos testigos creíbles si, como el publicano, como san Pablo, hemos experimentado en nuestra propia vida que Dios es “de confianza” y le queramos responder siendo “de confianza” para Él en el desempeño de la misión evangelizadora. Como dice el Papa, “ojalá todos nosotros fuéramos en la Iglesia lo que ya somos en virtud del bautismo: profetas, testigos y misioneros del Señor. Con la fuerza del Espíritu Santo y hasta los confines de la tierra”.

Comentario al evangelio – Domingo XXX de Tiempo Ordinario

DOS ORANTES TAN DISTINTOS


El Señor no hace milagros con quien se cree justo, sino con quien se reconoce necesitado y está dispuesto a abrirle el corazón. (Papa Francisco en Twitter, ‘19)

          Si tratáramos de identificarnos con alguno de los dos protagonistas de este relato, poquísimos (probablemente nadie) se sentirían reconocidos ni en el fariseo ni en el publicano. Es decir, ni justos en todo ni pecadores en todo. La mayoría tenemos un poco de uno y un poco del otro. Aquí Jesús nos los presenta acudiendo al Templo, con dos maneras muy diferentes de presentarse ante Dios.

              §  Lo primero que salta a la vista es que los dos acuden al Templo a orar. Para ellos es una necesidad el encuentro con Dios; incluso aunque uno de ellos se reconozca «en deuda» con Dios, pecador, indigno. Su necesidad de orar no desaparece por ello. Si entendemos la fe como una experiencia de encuentro con Dios, como un intercambio de afectos y palabras entre Dios y yo… es imposible que haya fe si faltan estos momentos a solas con quien sabemos que nos ama, que decía Santa Teresa. Aún más: cuanto más va madurando la fe… más necesaria y frecuente se va haciendo la oración.  Como también lo contrario: cuanto más escasa y rutinaria es nuestra oración… más se va apagando la fe.
En cuanto al lugar de la oración... Ya sabemos que se puede orar en cualquier sitio y momento: En la naturaleza, por la calle, mientras viajamos en el coche o el tren, en el cuarto de estar de casa… Pero, la experiencia nos dice que necesitamos unos medios, unos símbolos, un silencio, un tiempo suficientemente prolongado sin distracciones, un recogimiento que favorezcan el encuentro con Dios. Y esto no se da igual en todas partes. No podemos hacer depender nuestros tiempos de oración a la posibilidad de acercarnos a una iglesia o capilla. El fariseo y el publicano con toda seguridad oraban en otros momentos y lugares, así eran las costumbres judías. Pero… también se acercan al Templo.

              § A quién dirige cada uno su oración.  Cada uno de ellos tiene una imagen, una idea de Dios, diferente, aunque ambos sean judíos. El fariseo aparentemente se está dirigiendo a Dios, pero realmente habla consigo mismo: él es el centro de su oración, lleva toda la iniciativa y Dios tiene que permanecer callado ¡Cuánta palabrería! ¡Cuánto empeño en poner a Dios al tanto de su vida, como si Dios no lo supiera!  Su oración (si es que se le puede llamar así) está centrada en lo superorgulloso que está de todo lo que ha conseguido, a base de muchos esfuerzos y sacrificios. Todo lo que cuenta es verdad, Jesús no le tacha de hipócrita o mentiroso. No hay por qué dudar de que tiene semejante lista de «méritos»: ayunos, limosnas, cumplimientos, asistencia al Templo, liturgias, etc etc. Pero a Dios parece que sólo le queda tomar nota, y agradecérselo. Ni una petición o ruego, ni una intercesión, ni un agradecimiento a Dios, ni…
El fariseo terminará su oración tan tranquilo, tan contento, igual que entró… sin que nada haya cambiado en él. Una oración en la que su vida diaria y social quedan excluidas, no hay nada que mejorar o corregir, nada ni nadie con quien comprometerse.
            Los otros están presentes sólo para descalificarlos después de juzgarlos, y al final despreciarlos. Y mira que tiene razón en su juicio: aquel de atrás al que mira de reojo y a distancia es un pecador público. Pero su encuentro con Dios no le hace sentir ninguna inquietud para acercarse a él, comprenderlo… Parece  no darse cuenta que es hijo del mismo Dios ante el que ora. Y da por hecho que Dios también lo rechaza.  Es decir: el fariseo tiene una idea de Dios al que se contenta con ritos y prácticas religiosas… a pesar de que la Escritura dice, por poner un ejemplo, «misericordia quiero y no sacrificios».

163. Tu desarrollo espiritual se expresa ante todo creciendo en el amor fraterno, generoso, misericordioso. Lo decía san Pablo: «Que el Señor los haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con todos» (1 Ts 3,12). Ojalá vivas cada vez más ese “éxtasis” que es salir de ti mismo para buscar el bien de los demás, hasta dar la vida. (Christus Vivit, Papa Francisco)

              § Por su parte, el otro orante (el «único»), usa muy pocas palabras y sí un gesto de arrepentimiento.  No necesita largas explicaciones para con Dios.  Ni le da instrucciones. Sabe reconocer que su estilo de vida está lejos de lo que Dios espera de él. Así se lo han enseñado las autoridades religiosas: que cobrar impuestos al pueblo de Dios para pagarlos al opresor romano es un pecado gravísimo.  Y no es fácil salir de ese pecado, porque era su medio de vida y el de su familia… Ni siquiera manifiesta sus intenciones o promesas de cambiar. No se ha planteado si, en tal situación, es digno de dirigirse a Dios, o si tiene algún derecho a ser escuchado. Sólo confía y pide que Dios le escuche y tenga compasión. Esa es su esperanza.

          § Este segundo orante nos pone a tiro otro punto de reflexión: el pecado. Hoy parece que es un concepto confuso. A veces nos han insistido tanto en que nos consideremos pecadores, que hemos terminado por llamar «pecado» a demasiadas cosas… y no es raro, como reacción, marcharse al otro extremo, salvo en el caso de «pecados» muy gordos y evidentes y más bien poco frecuentes para la mayoría de los cristianos. Uno puede sentir que no corresponde al amor de Dios, o que no aprovecha bien sus talentos, o que no ama lo suficiente a los demás, o que no hace mucho por los pobres… Pero no parece que a eso lo podamos llamar propiamente «pecado» porque falta la voluntad, la conciencia, la intención de hacer el mal. Como también podemos reconocemos limitados, débiles, con fallos, etc. Pero Jesús no se refiere a todas estas cosas como pecados, aunque sí como urgentes llamadas a la conversión.

                En la misa hay numerosas referencias a nuestra condición pecadora… el Yo confieso, el perdónanos nuestras ofensas, el no soy digno de que entres en mi casa, el cordero de Dios… ten piedad de nosotros… Pero en el fondo no nos consideramos propiamente pecadores, lo decimos un poco «inconscientemente».
Probablemente nuestro pecado más frecuente sea el del fariseo: Creernos en paz con Dios.  Pensar que ya hacemos  incluso más que lo suficiente. Porque «cumplimos» con los mínimos religiosos, e incluso vamos más allá. Se trata del pecado de la «mediocridad» o la tibieza, al conformarnos con que «ya hago bastante». O reducir la relación con Dios, el camino de la fe y la vida espiritual a un asunto exclusivamente de cumplimientos religiosos, donde la vida diaria, el hermano, la justicia, la misericordia, la generosidad, el agradecimiento, el cuidado de la creación, la construcción de la comunidad… se queden fuera.

            § O, teniendo en cuenta que hoy celebramos el DOMUND, la llamada al humilde testimonio personal del que hablaba San Pablo: «el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, a través de mí, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todas las naciones».

            En definitiva: humildes ante Dios, reconociendo nuestra verdad siempre limitada, el deseo de que nuestra oración nos ayude a crecer en el amor y en compromiso fraterno porque , «la oración del humilde atraviesa las nubes, y no desiste hasta que el Altísimo lo atiende, juzga a los justos y les hace justicia» (1 lectura).

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imagen superior de Joseph Tissot. Imagen inferior de Ramiro Undabeytia

Meditación – Domingo XXX de Tiempo Ordinario

Hoy es Domingo XXX de Tiempo Ordinario.

La lectura de hoy es del evangelio de Lucas (Lc 18, 9-14):

En aquel tiempo, a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús les dijo esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano.

»El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias’.

»En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado».

Hoy, el Señor Jesús indica las etapas de la peregrinación mediante la cual es posible alcanzar esta meta: “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados (…). Porque seréis medidos con la medida que midáis” (Lc 6,37-38). 

Si no se quiere incurrir en el juicio de Dios, nadie puede convertirse en el juez del propio hermano. Los hombres ciertamente con sus juicios se detienen en la superficie, mientras el Padre mira el interior. ¡Cuánto mal hacen las palabras cuando están motivadas por sentimientos de celos y envidia! No juzgar y no condenar significa, en positivo, saber percibir lo que de bueno hay en cada persona y no permitir que deba sufrir por nuestro juicio parcial y por nuestra presunción de saberlo todo. 

—Jesús pide también perdonar y dar. Ser instrumentos del perdón, porque hemos sido los primeros en haberlo recibido de Dios. Ser generosos con todos sabiendo que también Dios dispensa sobre nosotros su benevolencia con magnanimidad.

REDACCIÓN evangeli.net