¿Buscamos ser felices o vivir saciados?

Podemos ponernos ante el evangelio de esta fiesta diciendo “¡Bah! Las bienaventuranzas otra vez” o leerlo como si no lo conociéramos, como si fuera la primera vez que llega a nuestras manos. Os invito a hacer esto y, posiblemente nos asombre su temática, su alegría y desenfado. Su lenguaje es directo, concreto y positivo.

Nuestro asombro crecerá aún más si somos capaces de recordar el contexto en el que se escribió. Recordemos a esas primeras comunidades cristianas que son excluidas, silenciadas, que no tienen ninguna relevancia social ni religiosa e incluso son perseguidas.

¿Cómo es posible que estos hermanos y hermanas logren transmitirnos su testimonio de alegría, de sentirse afortunados, dichosos? Es más, ¿cómo nos explicamos que esta sea su experiencia más profunda? Posiblemente es difícil para nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, que ponemos tantas condiciones y necesitamos tantas seguridades para sentirnos felices.

Nos asombrará si miramos un momento sus palabras, cargadas de intención en Mateo. Jesús “sube” al monte como un nuevo Moisés a proclamar la nueva Ley, con autoridad “se sienta”, viene algo serio no cualquier recado, se le “acercan” los que le siguen y Él “viendo a esa muchedumbre” lo que se le ocurre es llamarlos DICHOSOS, BIENAVENTURADOS.

No les dice lo que deben hacer para serlo, que hubiera “enganchado” con los oyentes. Proclama, grita, que “son dichosos”. Y para que no quede duda, añade dos cosas que nos pueden desconcertar aún más: son dichosos AHORA, en presente. Es distinto a “llegarán a serlo”; tampoco les dice eso de “aguanten que luego…”

Y lo son porque son pobres, hambrientos, tienen lágrimas en los ojos…  esta es su situación y, en esta situación Jesús manifiesta que son felices. ¿Cómo mira Jesús la realidad de los que le rodean? ¿En qué descubre que suyo es el Reino de Dios? ¿Con qué fuerza lo dice para que los que le escuchan sientan que está expresando su experiencia más honda?

¡La dicha es estar con Él! Sentirse de los suyos, confiar en su amor, sentir su cercanía…  ¿No hemos tenido cada uno de nosotros experiencias similares? ¿No nos hemos sentido dichosos y dichosas en medio de dificultades, críticas, incomprensiones, enfermedades propias o sufrimientos por personas muy queridas? ¿No hemos sentido que más allá de todo eso hay una persona, un amor, una confianza sin medida?

Esta es la fe que nuestros primeros hermanos quieren transmitirnos. Creer en Jesús, confiar en su salvación y su amor, es  fuente de dicha y felicidad, es experimentar ya otro tipo de amor, de relaciones con Dios y con los hermanos.

Y, por si aún nos quedan dudas, Mateo, muy didáctico, añade lo que en ningún caso son signos de estar en el camino de la felicidad que da el Reino, de la dicha que da el seguir a Jesús: sentirse saciados, pasarlo siempre bien, que todos hablen bien de nosotros… Al contrario es ser perseguidos, que hablen mal de nosotros…

Es como si nos dijera: ¡Cuidado con buscar el camino que os prometían ayer los entendidos de la Ley, o la publicidad barata y facilona hoy! Si os sentís saciados, si reís, si no aspiráis a nada más que lo logrado, si todos hablan bien de vosotros… ¡Lloraréis y lo pasaréis mal!

La dicha del Reino no consiste en estar saciados, sino en buscar más: más paz, más justicia, más alegría para todos… ¡porque sabemos que es posible! No consiste en que “lo pasemos bien”, al contrario, lloramos y sufrimos por muchos y por muchas personas y situaciones… La dicha del Reino no se expresa en que todos hablen bien de nosotros, al contrario, apenas nos entenderán, nos pasarán por delante, se burlarán de nosotros, nos excluirán porque con nuestra forma de pensar –la de Jesús– somos una amenaza…

Pero, sin saber muy bien cómo, sin que sea una empresa a conquistar o unas virtudes a conseguir, ahí, en la realidad que vivimos AHORA somos dichosos, y nada ni nadie nos quitará esta alegría, porque sus claves no están en lo que pasa, ni en lo que nos pasa.

La clave es la persona de Jesús, nuestra fe en él, nuestra vinculación con él. Todo lo demás, se nos dará por añadidura. Y se nos dará hoy, ahora… ¿nos lo creemos? ¿Desbordamos y contagiamos alegría?

El evangelio de hoy no nos trae un programa moral, ni una explicación teórica sobre la felicidad, nos acerca la experiencia de los primeros cristianos que han encontrado en Jesús su alegría y nos recuerdan que estamos invitados a vivir su misma experiencia. Experiencia a la que también llamamos santidad. La santidad que hoy celebramos. Los santos, los que tienen nombre y los que no. “Los santos de la puerta de al lado”, como dice el Papa Francisco, tantos hombres y mujeres que nos rodean, puede que no los percibamos como perfectos, no lo son. Pero son felices, porque han encontrado en Jesús la alegría, la felicidad. Ese es el camino. ¿Nos atrevemos?

Mª Guadalupe Labrador, fmmdp

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El amor transforma

El relato del encuentro de Jesús con Zaqueo contiene una extraordinaria riqueza, que se manifiesta incluso en los detalles aparentemente más insignificantes, cuando se leen en clave simbólica, en la que, con seguridad, fue escrito. En el texto cabe distinguir, al menos, cinco escenas: la situación de Zaqueo, su actitud, la actitud de la gente, la actitud de Jesús y el resultado final.

Zaqueo era “jefe de publicanos y rico”, pero al mismo tiempo, por su profesión, objeto de desprecio manifiesto por parte, no solo de la gente más religiosa, sino de la mayor parte del pueblo. Desprecio que lo condenaba a la marginación social.

Sin embargo, aun en esa situación, algo le impulsa a buscar, llegando al extremo de un comportamiento manifiestamente ridículo -subirse a una higuera- para un hombre de su rango económico.

Jesús lo ve, le habla y se invita a su casa, afrontando las murmuraciones de la gente, para quienes alguien se contaminaba por el hecho de entrar en la casa de un pecador. Pero Jesús es libre frente a críticas y prejuicios. Él es un hombre que “ve” a Zaqueo en su corazón -el que era un “hijo del demonio” para la gente, es visto por Jesús como un “hijo de Abraham”-, toma la iniciativa y hace posible el encuentro con aquel con quien nadie quería encontrarse.

El efecto es sorprendente: Zaqueo “se pone en pie” -es decir, recupera su dignidad humana- y libera, a la vez, su anhelo de justicia y su capacidad de amar. Y ello fue posible porque se sintió “visto” en su corazón.

Y el relato culmina con una frase que, según el autor del evangelio, sintetiza toda la existencia de Jesús y constituye el “programa” de vida de toda persona sabia: “buscar y salvar lo que estaba perdido”, es decir, ayudar a pasar de la ignorancia y del sufrimiento a la comprensión y a la vida plena.

¿Qué evoca en mí cada una de las cinco escenas?

Enrique Martínez Lozano

Zaqueo

Lc 19, 1-10

«Al ver esto, todos murmuraban»

Hay escenas del evangelio que se prestan especialmente a la contemplación, y ésta es una de ellas. Su mensaje de fondo es que Jesús no considera al pecador un ser malvado, sino necesitado, y ésa es una de las mejores noticias que podíamos recibir. Pero, aparte del mensaje, este pasaje nos invita a disfrutar contemplando un suceso que muestra fielmente su independencia de juicio y su libertad de acción.

Imaginemos Jericó en tiempos de Jesús; un vergel de palmeras y pinos silvestres en las cercanías del Jordán. La benignidad de su clima y la belleza de su paisaje hacían de esta población un lugar idóneo para residir, y no eran pocos los personajes notables de Jerusalén que la habían adoptado como lugar de residencia. Bien es cierto que el fenómeno de masas surgido en Galilea en torno a Jesús no tenía demasiado eco en Judea, pero su fama de líder poderoso le había convertido en un personaje conocido por muchos judíos.

No es extraño, por tanto, que cuando sus habitantes le vieron acercarse rodeado de un amplio séquito de galileos camino de Jerusalén, saliesen para recibirle en la puerta del Este. Como ocurre en estas ocasiones, los notables de la ciudad se esforzaban por no pasar inadvertidos, y es de suponer que se disputaban el honor de hospedar al profeta y sus amigos más íntimos en sus casas.

Entró pues Jesús en la ciudad rodeado de personas importantes que le estrujaban y le agobiaban con mil atenciones superfluas. De pronto, y ante el asombro de todos, detuvo su marcha, miró a un hombre que se hallaba subido a un árbol para verle mejor, y le dijo: «Zaqueo … hoy me hospedaré en tu casa».

Zaqueo era el jefe de los publicanos de Jericó; un hombre, por tanto, muy rico, aunque proscrito y odiado por causa de su profesión. Por eso, cuando la gente importante que acompañaba a Jesús se vio preterida por un pecador público, quedó atónita y escandalizada. Ya no le aclamaban ni le apretujaban, y una oleada de murmullos de desaprobación llenó la escena. El espectáculo había terminado de la forma más inesperada,

No conocían a Jesús. Ignoraban que para él los importantes no eran los sabios, los ricos o los poderosos, sino los necesitados —aunque en este caso la necesidad no fuese de índole económica—. Tampoco sabían que nunca le detenían los prejuicios o el qué dirán, y que no tenía ningún reparo en que le viesen en compañía de personas aborrecidas por todos.

Y es que, con su actitud, Jesús quería mostrarles que lo importante son las personas; que los tenidos por pecadores son en realidad los más necesitados de ayuda, y que él no los despreciaba, sino que, por el contrario, les prestaba el apoyo que necesitaban. Y lo hacía a su manera; liberándoles de la vergüenza, la humillación y el sentido de culpa que con tanto ahínco fomentaban en ellos los tenidos por buenos.

Miguel Ángel Munárriz Casajús

Comentario – Domingo XXXI de Tiempo Ordinario

(Mc 19, 1-10)

Zaqueo era jefe de recaudadores de impuestos, que se enriquecían cobrando impuestos para el imperio romano. Su gran riqueza se debía a que los romanos permitían que los recaudadores cobraran un plus, con tal que entregaran para el imperio la suma que ellos les reclamaban. Y al ser jefe de recaudadores, Zaqueo tenía más posibilidades de acumular dinero.

Llama la atención ver a un hombre rico trepado a un árbol. Pero la baja estatura se lo exigía. Y quizás esa misma estatura pequeña lo había llevado a acumular bienes para compensar su complejo de inferioridad.

Zaqueo quería ver a Jesús, y su interés lo lleva a treparse al árbol sin vergüenza. Hay que advertir que su actitud contrasta con la de los fariseos, que no tenían interés en ver a Jesús o en escucharlo, sino simplemente en hacerlo desaparecer. Y la apertura de Zaqueo, que había sido tocado en su parte buena por el atractivo de Jesús, le permitió encontrar a Jesús no como un enemigo peligroso, sino como un verdadero liberador.

Jesús se dirige a Zaqueo reconociendo su candidez interior, ese resquicio receptivo de su corazón, e invitándolo a bajar rápidamente. Y la reacción de Zaqueo fue inmediata y feliz, espontánea y alegre.

Que Jesús lo mirara, se acercara exclusivamente a él y se hospedara en su casa, fue para Zaqueo lo que él necesitaba para superar su apego al dinero. El modo como Jesús lo trató, bastó para hacerle descubrir su propio valor y no dejarse ya dominar por el afán desenfrenado de dinero.

La respuesta de Zaqueo al amor de Jesús fue devolver cuatro veces más de lo robado (2 Sam 12, 6) e ir más allá de lo exigido por la Ley repartiendo la mitad de sus bienes. Jesús no le pide nada más, no le exige el desprendimiento total que era propio de un llamado especial. La respuesta de Zaqueo bastaba para mostrar que a su corazón había llegado la salvación.

Oración:

«Señor Jesús, tú conoces mi miseria y mi dificultad para cambiar Pero te ruego que toques esa parte buena que hay en mí para que pueda vencer mis desconfianzas y mis apegos, para que me atreva a ponerme ante ti y puedas terminar la obra que empezaste en mi vida».

 

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

De «él» salía una fuerza que curaba a todos

El Evangelio de hoy nos presenta a Jesús en camino. Jesús se pone en marcha ante el ruego de un padre lleno de dolor: “Señor, mi hija acaba de morir: pero ven, impón tu mano sobre ella y vivirá”. Jesús, rodeado de sus discípulos, se dirige a casa de Jairo.

Y camino de la casa de Jairo, entre los apretones de la muchedumbre que se agolpa en torno a Jesús, una mujer del pueblo consigue acercase a Cristo. Aquel encuentro será definitivo en su alma y en su cuerpo: en su vida…. Es la escena que hoy atrae nuestra atención: una mujer del pueblo que encuentra a Jesucristo, y en Él encuentra la vida.

Como siempre, también hoy cada palabra del Evangelio tiene algo que decirnos a cada uno de nosotros personalmente. Hemos de limitarnos, sin embargo, a unos puntos concretos.

“Loquente Jesu ad turbas”. Es el gran amor de Jesús: el hablar a la muchedumbre. No nos es difícil remontar el tiempo y situarnos entre aquellas gentes de Galilea que rodean a Jesús y contemplar las distintas actitudes con que escuchan al Maestro. Son muy variadas. En muchos no hay más que simple curiosidad: han oído hablar de Jesús y van con la esperanza de verle obrar algún prodigio; son superficiales. También están allí los escribas y fariseos, adulando al Maestro y con el odio escondido en el corazón. Cerca de Jesús, los discípulos, los que han penetrado ya en la misión del Señor y en el sentido sobrenatural de su mensaje. Y allá, entre la multitud, hombres y mujeres que sienten abrirse sus ojos al oír la palabra de Jesús, y comienzan a verle en su misterio: Entre ellos están Jairo y la mujer que padecía un flujo de sangre.

Siempre me ha impresionado, al leer este pasaje evangélico, el deseo de aquella mujer: tocar la orla del vestido de Jesús. Enferma desde hacía muchos años —había gastado toda su fortuna en médicos, nos cuenta San Lucas (8, 43)—, al oír la palabra del Señor advierte dos cosas muy claras: por una parte, su dolor, su enfermedad, la necesidad que tiene de ser curada; y por otra, el poder de Jesús, la potencia que irradia su Persona y su Palabra. En la misma medida que su enfermedad la encaminaba a la muerte, la hemorroisa, con la gracia de Dios, se da cuenta de que Jesucristo es la Vida. La conclusión, inmediata marca el temple de su fe: “Si logro tocar tan sólo la orla de su vestido, quedaré sana”. Y es que ese deseo tan humilde —que inmediatamente se traduce en obras— revela una fe profunda, esencial y a la vez directa, inmediata, en la Persona de Cristo: una fe que llena con creces la medida señalada por el Maestro —el grano de mostaza— para trasladar montañas —en este caso, un flujo de sangre. Para aquella mujer, Cristo apareció de pronto como la fuente de la Vida: bastaría acercarse, rozarle, tocar la orla del vestido para sanar y vivir y mirar al cielo y redescubrir la aventura gozosa de la vida cotidiana.

Para muchos de la concurrencia, decíamos, Cristo es un hombre extraordinario, un gran Maestro, un taumaturgo; pero no pasan de ahí, no dan el salto a lo sobrenatural. Para la hemorroisa, en cambio, Cristo es la vida y esto lo sabe por la fe. Por eso el Señor se volvió a ella, y “mirándola” (¡la mirada de Jesús!), le dijo: “Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado”. Palabras de Cristo, seguidas del comentario del evangelista: “y desde aquel momento, quedó sana la mujer”.

Sabemos que las curaciones físicas del Evangelio son el símbolo —el signo— de la curación interior del hombre, que es la verdadera salud a los ojos de Dios (que, en definitiva, es lo que importa). Y Cristo es el que da la salud —la santidad— a las almas. Esta es la lección del Evangelio de hoy. Cristo salva, porque Cristo es la Vida. “Yo soy la Vida”, decía en otra ocasión el Señor a la multitud de los judíos (Jn 14, 6). Nosotros, los cristianos del siglo XX, caemos a veces en una vieja tentación: la de ver en Cristo sólo un modelo, y en el cristianismo una doctrina moral, excelsa, sí, pero ideas y criterios, sin más. En definitiva, algo que está fuera de nosotros, y a lo que nosotros, con mayor o menor éxito, tratamos de adaptarnos. Y esto es mutilar el misterio de Jesús y el sentido del vivir cristiano, porque seguir a Cristo no es sólo procurar cumplir unas reglas de conducta, sino “sacar” de Cristo mismo la energía que necesitamos para llevar a la práctica esas normas de vida. “Virtus de illo exibat quae sanabat omnes”: de Él salía una energía, nos dice San Lucas, que curaba a todos (Lc 6, 19). Y para ello, basta acercarse a la Persona de Jesucristo —que vive hoy y ayer y siempre (Heb 13, 8)—, aunque sólo sea para rozarle la orla de su vestido. Jesucristo es Vida para el alma. Si nosotros sabemos injertar nuestra vida en la Vida misma, como nos enseña el evangelio de hoy, podremos también exclamar con San Pablo (Filip 1, 21): “Mihi vivere Christus est, et mori lucrum”: para mí, vivir es Cristo, y morir, ¡ganancia!.

Creo que el problema está claro: Se trata de acercarse a Cristo y rozar siquiera la orla de su vestido. Pero acercarse desde la fe, con espíritu de fe, de esa fe que surge desde el fondo de nuestra indigencia. Fe que exige como condición imprescindible saberse incapaz de autorredención. En este clima es donde puede surgir el don de Dios. Porque la fe, ante todo, es eso: un don de Dios: “nadie puede venir a Mí si mi Padre no le atrae” (Jn 6, 44). Y un don de Dios, lo que hemos de hacer nosotros es pedirlo. “Adauge nobis fidem!” (Lc 17, 5) ¡Qué buena oración es ésta de los Apóstoles!: “Señor, auméntanos la fe”.

Acercarse a Cristo. Como Jairo. Como la hemorroisa. Porque Cristo vive. Vive hoy, ahora. Entre nosotros. Cristo sigue recorriendo los caminos de esta Galilea que es la Iglesia de Dios. Y extiende su brazo y alza su voz y, sobre todo, mira con mirada de amor. Sólo se trata de acercarse: para que nos toque, para que nos hable, para que nos mire. De su mirada sale la fuerza.

Acercarse con fe para que Cristo nos cure. Esta es la doctrina del domingo XXIII después de Pentecostés. Y no importa repetirlo al terminar: Cristo vive hoy —como hace veinte siglos en Galilea— en cada Sagrario de la tierra. Sólo se trata de acercarse.

Pedro Rodríguez

Lectio Divina – Domingo XXXI de Tiempo Ordinario

El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido

INTRODUCCIÓN

“Publicano” llamaban los judíos al pecador público, al colaboracionista con los enemigos, los romanos; al que se prestaba a recaudar dinero para Roma. Normalmente cobraban más de lo que Roma exigía y los judíos los odiaban. Eran considerados como la escoria del pueblo. Nadie les saludaba, con nadie tenían amistad, todo el mundo los despreciaba. Zaqueo tenía dinero, pero sólo tenía dinero: No tenía dignidad, ni amigos, ni vida social. Con todo tenía algo bueno: Quería ver a Jesús. Y lo deseaba de corazón. No era nada fácil para él porque, al pasar entre la gente, todos le insultaban. Y, al ser pequeño de estatura, tuvo que subirse a un árbol para verlo. Imaginemos las risas de la gente. Y los insultos: enano, pequeñajo, más te valdría dejar el cargo que tienes…Él no estaba contento con la vida que llevaba, no le llenaba, no le satisfacía…Por eso buscaba a Jesús.

LECTURAS BÍBLICAS

1ª lectura: Sabiduría. 11,22-12,2       2ª lectura: 2Tesalonicenses 1,11-2,2.

EVANGELIO

San Lucas, 19,1-10:

En aquel tiempo, Jesús entró en Jericó e iba atravesando la ciudad.
En esto, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de ver quién era Jesús, pero no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura. Corriendo más adelante, se subió a un sicomoro para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y le dijo: «Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa». Él se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban diciendo: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador». Pero Zaqueo, de pie, dijo al Señor: «Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más». Jesús le dijo: «Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».

MEDITACIÓN-REFLEXIÓN

1.- GESTOS DE JESUS A ZAQUEO.

  1. Jesús le mira. Antes de que Zaqueo mirara a Jesús, Zaqueo se sintió mirado… Y, como dice San Juan de la Cruz, “el mirar de Dios es amar”. Se sintió amado por Jesús antes de que Zaqueo lo viera. Jesús siempre nos sorprende y nos lleva la delantera. Pero el más sorprendido fue Zaqueo. Cuando nadie le quería ver, Jesús le miró con cariño
  2. Le llamó por su nombre: Zaqueo baja. Qué impresión le debió de dar. Hacía mucho tiempo que nadie le llamaba por su nombre. Le decían de todo: ladrón, corrupto, sinvergüenza, malvado… Para Jesús ese hombre tiene un nombre: Zaqueo. Y, al llamarlo por su nombre, le restituye su dignidad.
  3. Se invitó a comer en su casa. Hoy debo hospedarme en tu casa. El invitar a uno a comer era signo de amistad, pero el invitarse a comer, sólo se hacía cuando había una enorme amistad. Zaqueo bajó loco de alegría…Notemos que Jesús, al invitarse a comer, sabía que se exponía a las críticas de los fariseos que tenían prohibido comer en casa de pecadores. Perdía su prestigio de profeta, pero se ganaba a una persona. 

Notemos que Jesús no le ha dicho nada de su situación: no le ha echado en cara su pecado, no le ha exigido como condición devolver el dinero robado.  Simplemente se ha dedicado a amarle y darle toda su confianza… Lo demás vendrá solo.

2.- RESPUESTA DE ZAQUEO A LOS GESTOS DE JESÚS.

  1. Se pone en pie. Hacía mucho tiempo que iba encorvado, con la cabeza baja, se sentía una piltrafa de hombre. Se levanta el hombre con sus derechos, su dignidad, sus posibilidades de ser persona. Jesús siempre levanta, dignifica, rehabilita, nos hace ir por la vida con la cabeza alta, vivir sin complejos. El, el “amigo de la vida” quiere que vivamos en plenitud. Jesús es ese que, al hacerme libre, me hace disfrutar de todo.
  2. La mitad de lo que tengo lo doy a los pobres. Y doy cuatro veces más de lo que he defraudado. Se ha dicho que, cuando Dios entra por la puerta, los dineros salen por la ventana. Zaqueo no podía desprenderse del dinero antes de conocer a Jesús como la suprema riqueza de su vida.
  3. Se sintió feliz. Lo contrario del joven rico. Con Jesús había descubierto que la riqueza no da la felicidad. La felicidad no está fuera de nosotros sino dentro del corazón. No hay mayor riqueza que un corazón lleno de Dios. Hay que insistir en que Jesús nos trae la verdadera alegría, pero no sólo para el otro mundo sino también para éste. “Nadie tan feliz como un cristiano auténtico” (Pascal).

3.- HOY HA LLEGADO LA SALVACIÓN A ESTA CASA.

La salvación es la salud total, de alma y cuerpo. El Hijo del hombre ha venido a buscar lo que se daba por perdido. Jesús no da nunca nada por perdido. A lo largo de la vida vamos perdiendo fuerzas, alegría, ilusión por vivir. En Jesús todo lo podemos recuperar. Y, sobre todo, podemos recuperar a las personas que creíamos perdidas. Los padres: nunca deben dar a ningún hijo por perdido. No cortar el diálogo con ellos. Los maestros: No deben decir: con este alumno no se puede hacer nada… Los sacerdotes: No dar por perdidos a los feligreses que no vienen a Misa. A ninguna persona, sea de la religión que sea, del partido político que sea, de la Nación que sea, se le puede negar el derecho de ser hijo amado de Dios

PREGUNTAS:

1.- ¿Tengo prejuicios sobre las personas? ¿Las juzgo y las condeno sin haberlas conocido? ¿Me fijo en la cizaña que hay en el campo del hermano sin caer en la cuenta del trigo que alberga todavía su corazón? 

2.- ¿Me importa que las personas se realicen como personas? ¿Caigo en la cuenta de que nadie es nada si no es amada por alguien? ¿Sé cambiar las leyes por amor?

3..- ¿A qué personas con quienes tengo trato ya las doy por perdidas?

Este evangelio, en poesía, suena así

Vivir el Reino de Dios
es una fuerte «experiencia»:
exige estar en tensión
entre posturas opuestas.
Servir, compartir, amar»
abiertamente se enfrentan
a «poder, tener, saber»,
«dioses» de nuestra soberbia.
En este combate a muerte
DIOS está de parte nuestra.
Él es compañero fiel,
nuestro auxilio y nuestra fuerza.
Si un juez malo hace justicia
a una viuda sin defensa,
también Dios «hará justicia»,
si oramos con insistencia.
Mira, Señor, nuestro mundo,
ponle otra «cara más nueva»:
sin ricos explotadores,
sin pobres y sin miseria.
Es ese «Mundo Mejor»
que la Iglesia misionera
construye con fe y amor,
sin odios y sin fronteras.
También nosotros, Señor,
queremos «hacer Iglesia».
Que, cuando vuelvas, encuentres
«nuevos cielos, nueva tierra”

(Compuso estos versos José-Javier Pérez Benedí)

Zaqueo, el sin par equilibrista, y el sicomoro

1.- Cuando uno va a Jericó, mis queridos jóvenes lectores, lleva en su mente el curioso episodio del evangelio del presente domingo. Rectifico: lleva en su mente la imagen chocante de un adulto de buena posición, subido a un árbol, a un sicomoro, debido a que recuerda el texto del evangelio de hoy. Dado su clima, en esta población, hoy en día, abundan las frutas tropicales. Por exóticas que le resulten, al cristiano lo que le interesa es este árbol. La municipalidad tiene bien visible un ejemplar en un cruce de calles muy céntrico. Queda uno algo decepcionado al verlo por su aparente vulgaridad y piensa también, que no podía ser como este el ejemplar al que se encaramó el carente de respetos humanos, burgués capitalista y despreocupado por las intrigas que podían caer sobre él: Zaqueo.

El árbol del que os hablaba es esbelto como el que más, nutrido de hojas y de lisos troncos largos. Si dispone el visitante de tiempo, busca y encuentra. Se llega a la parroquia ortodoxa y, poco después de franquear la entrada y antes de meterse en la iglesia, ve a su izquierda un fornido árbol cargado de verrugas. Los frutos, semejantes a los higos, brotan del mismo tronco. Unos metros más adelante, conservan un viejo ejemplar ya muerto. Dicen que es al que subió nuestro protagonista. Consecuentemente puede uno, previo donativo, llevarse a casa un poco de su corteza. Piénsese lo que se quiera, al ver este ejemplar sabe lo que es un sicomoro.

2.- Los publicanos, resultaría largo explicaros en qué consistía su empleo, gozaban de buena situación política y económica. Por una parte tenían asegurada una cierta riqueza, ya que recaudaban dinero. Por otra, sufrían antipatía general. A nadie le gusta pagar a organismos públicos, máxime cuando, como en este caso, se trataba de caudales que iban a parar a un gobierno extranjero, el de la Ciudad de Roma, ocupante injusto de Israel. Se tenía que gozar de una cierta desvergüenza para escoger y practicar esta profesión. Estamos acostumbrados a considerar que gente de esta calaña deben ser individuos de sentimientos grises y cortos de entendederas. Debemos recordar que nadie lo es. Ciertamente que algunas personas arrastran una vida gris, esperando que alguien estimule su interioridad y salgan de ella. Algo así como el silencio del arpa, de la poesía de G. A. Bécquer. Y pasó por la población el Divino Arrancador de Buenos Sentimientos, el que creía que en todo hombre, por vulgar que fuera su vida, hay un rincón bueno, esperando que alguien se llegue a él y despierte sus adormecidas posibilidades.

3.- Zaqueo no estaba privado de curiosidad, quería ver a aquel del que tanto se hablaba por aquellos pagos. Si bien tenía mala fama, por otra parte carecía de vanidad. Era pequeño de estatura, gozaría sin duda de una cierta agilidad y, consecuentemente trepó al sicomoro. Y allí le descubrió Jesús. Sonreiría al verlo, se acercaría y miraría hacia arriba, para dirigirle la palabra. ¡Sorpresa! Oyó que le decía que se dejaría caer por su casa a la hora de comer, como si tal cosa. ¡Cuanta gente acude a ver a deportistas famosos, a artistas que desfilan por alfombras rojas, a gente poderosa que hoy dice una cosa para afirmar mañana otra! ¡Cuanta gente se fija en estos e ignora al que no tiene fama alguna! El Maestro en cambio, aprovecha cualquier circunstancia, por menuda que sea, cualquier fugaz encuentro, para tratar de enriquecer a la persona.

4.- Rodeado de los suyos, parapetado entre los de su gremio, escudado en los de su calaña, Zaqueo se siente protegido y espera satisfecho y tranquilo. Jesús acude sin armamento alguno. Su mirada, su palabra, su amabilidad, desarman y desnudan, al que se cubre de la más dura coraza. Llegado este momento, el Señor no lo aprovecha para achucharle, para reprocharle malas conductas. Consecuentemente, las barreras caen. Lógicamente, el interior de la persona cambia y se abre al espíritu amable y generoso del Maestro.

La riqueza siempre tiene un deje de injusticia. La de un publicano tenía muchos dejes. La nuestra, informados como estamos de la situación del Tercer Mundo, muchísimos más. Librarnos de la iniquidad de la abundancia, debe importarnos mucho. La generosidad es la única actitud capaz de devolvernos la libertad de espíritu y acercarnos a Dios. Zaqueo nos lo enseña y las palabras del Maestro lo confirman.

5.- Pero vosotros, mis queridos jóvenes lectores, si lo sois, es decir, si vuestra vida en el aspecto económico depende de vuestros padres, tal vez os corresponda aprender otra enseñanza del evangelio de hoy, sin olvidar la primera. Zaqueo es un hombre que cuando le interesa una persona, no teme hacer el ridículo. Hoy día, la gente se afana para conseguir cacharritos de última moda, que pronto dejarán de serlo. Se sacrifica para poder gozar de buena ropa o de bebidas. De las personas, dice que pasa. Allá ellas con sus manías. Es una pena. Un hombre, vale más que una idea. Un encuentro cordial, mucho más que el mejor curso de master. La amistad, es superior a la mayor fortuna. Ciertamente que los hombres, lo sabéis muy bien, pueden traicionar. Si queréis libraros de decepciones y fracasos y mantenéis distanciados a los otros, tal vez nunca en vuestra vida podáis tener junto a vosotros, pegado a vuestro corazón a Dios. Una tal existencia da pena.

Pedrojosé Ynaraja

Y Zaqueo se buscó la vida

1.- Llevamos varias semanas –dentro de los fragmentos leídos del Evangelio de San Lucas—asistiendo a como Jesús utiliza sus enseñanzas para fustigar la soberbia de la clase dominante –política y religiosa—del Israel de aquellos años convulsos. Hemos asistido en semanas precedentes a los relatos del Buen Samaritano, del juez inicuo, del fariseo soberbio y del publicano arrepentido, etc. Y hoy, en la muy bella historia del jefe de recaudadores de Cafarnaún, Zaqueo, se nos sitúa, en digamos, el mismo problema. Jesús entra en Jericó como última etapa antes de su llegada a Jerusalén donde se acrecentará, más y más, su lucha contra los usurpadores de la realidad de Dios. Pero habrá que aclarar, antes de nada, que Jesús de Nazaret no está en un proceso político de “oposición el Régimen”, ni es eso lo que le motiva en su lucha contra la tremenda esclavitud que esas clases dominantes han infringido al pueblo y, sobre todo, haciendo utilizando mal –en vano—el santo nombre de Dios, de su Padre. Se ha dicho muchas veces –y es verdad—que fariseos, saduceos, escribas, juristas y otros habían metido a Dios en una jaula de oro, sin tenerle en cuenta y sin, por supuesto, enseñar y mostrar la verdadera naturaleza de Dios.

El contraste entre la predicación de Jesús y los largos y ampulosos discursos de fariseos y otros era grande. Ciertamente, Jesús de Nazaret enseñaba con autoridad, mediante un conocimiento de la Escritura –de la Ley y de los profetas–, pero además mostraba la imagen verdadera de Dios como la de un Padre que, a lo largo de la historia del pueblo judío, había acudido innumerables veces para su salvación. Para esos “oficiales” de la religión, Dios era, sin embargo, solo un justiciero, casi un verdugo, que justificaba la dureza de las mil normas, de cumplimiento obligatorio, que caían sobre los hombros del pueblo.

2.- La conversión de Zaqueo recuerda, un poco, al llamamiento de Mateo. Los dos eran recaudadores de impuestos a favor del invasor romano. La diferencia está en el desarrollo de la escena. Zaqueo, hombre de baja estatura, abandona de momento su poder. Cualquiera, por dinero, le habría dejado ver pasar al Maestro en primera línea. Y como ahora dicen los jóvenes –la frase parece muy adecuada a lo que queremos contar—“se busca la vida” y se sube a un sicomoro, a un ficus sicomoro, una higuera de gran tamaño, que llega a convertirse en un árbol alto y frondoso y abundaba por las tierras de Palestina. Desde allí asiste al paso de la muchedumbre que acompaña a Jesús en su entrada en la ciudad. Y hay un momento en que las miradas se cruzan… Y al “buscarse la vida”, Zaqueo encuentra su vida. Cuando Jesús le dice que va a comer en su casa, Zaqueo ya es otro hombre, ya se ha convertido. Su vida cambia y se dispone a reformar su existencia reparando todo el daño que ha hecho, devolviendo lo que había robado, abusando de su poder.

Es obvio que emocionan esas conversiones inmediatas. La de Pablo, las de los propios apóstoles, que tras una mirada y una palabra, abandonan todo y siguen, desde ya mismo, al Maestro, la que de Zaqueo… A todos nos gustaría llegar a un momento de esos, en los que cruzándose con la mirada de Jesús. “todo ya estuviera hecho”. Pero hay que decir que cualquier creyente, un día, se ha encontrado con la mirada de Jesús y que eso le ha llevado a creer, a convertirse. Luego, claro, hay que seguir. El mismo San Pablo, tras cambiar, se refugia en su Tarso natal, para meditar y de allí –ya lo sabemos– fue a sacarle Bernabé. Lo que si es muy importante es no hurtar jamás el influjo de la mirada de Jesús. Lo que vaya a venir después será cosa nuestra, con, sin duda, la ayuda permanente del Maestro.

3.- Vamos a comenzar este domingo a leer la segunda carta del Apóstol San Pablo a los habitantes de Tesalónica, la actual Salónica, segunda ciudad de Grecia, tras Atenas. Y leeremos diversos fragmentos de esta carta hasta el primer domingo de Adviento que celebraremos el próximo 2 de diciembre. Es una carta importante que, hace un conjunto importante de consideraciones sobre Cristo y sobre el futuro. Esta carta, junto con la primera a los Tesalonicenses no hay duda alguna sobre su autoría por parte de Pablo. Hay en ambas cartas –como decía– muchas aclaraciones sobre la vida futura, sobre la segunda venida del Señor. El pueblo fiel de Tesalónica, cumplidor y seguidor de Cristo, se inquieta con esas circunstancias escatológicas. Pablo les tranquiliza. Y sea como fuere Pablo les comunica que Jesús de Nazaret en la gloria para ellos, pero que además por su buen trabajo en la fe el Señor Jesús se sienta glorificado por ellos. Es muy interesante esa doble dirección de lo glorioso, que, sin duda, es un bello principio de fidelidad y de fe.

4.- La primera lectura, del capitulo 11 del Libro de la Sabiduría nos comunica la complacencia del Señor, Nuestro Dios, porque ama a todas sus criaturas, El Libro de la Sabiduría es uno de los más bellos y de fuerte expresión teológica del Antiguo Testamento. Merece ser leído con frecuencia. Y, por cierto, nuestro colaborador, don Antonio Pavía, lleva ya varios meses comentando en Betania –ver en el link “Orar con Jesucristo”– este precioso libro. Su lectura, siguiendo lo comentarios del Padre Pavía puede resultar muy interesante, yo diría emocionante.

5.- Este domingo, además de otras consideraciones, los contenidos de las lecturas litúrgicas nos llevan a considerar con fuerza la penitencia, el arrepentimiento, la conversión. Zaqueo se convierte y hace penitencia de anteriores comportamientos. El fragmento del Libro de la Sabiduría también entra en el camino de la conversión y de la penitencia. Y Pablo habla a los Tesalonicenses de serenidad ante el mundo futuro. En realidad se notas que nos vamos acercándonos al final del año litúrgico y comenzaremos a recorrer sendas de renovación y de esperanza ante lo que tiene que venir.

Ángel Gómez Escorial

Ver los toros desde la barrera

Solemos emplear la expresión “ver los toros desde la barrera” para referirnos a las personas que observan la realidad, los acontecimientos los problemas… pero a distancia, sin involucrarse personalmente, desde una posición de comodidad y una supuesta seguridad. Hay cierto interés, se opina mucho desde redes sociales, foros… pero a la hora de la verdad falta el compromiso personal, no se quiere mayor implicación y, por tanto, no se actúa de una forma verdaderamente efectiva.

Hoy en el Evangelio hemos escuchado el encuentro de Zaqueo con Jesús. Zaqueo había oído hablar de Él y por eso, cuando entró en Jericó e iba atravesando la ciudad, trataba de ver quién era. Zaqueo sólo quería “ver”, pero no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura, y se subió a un sicomoro para verlo. Zaqueo está “viendo los toros desde la barrera”: siente interés por Jesús, pero no piensa en acercarse más a Él. Seguramente también le influye el hecho de ser jefe de publicanos y rico, con toda la carga negativa que eso conllevaba de cara a sus conciudadanos, y por eso tampoco se atreve a un mayor acercamiento y prefiere quedarse en “la barrera” del sicomoro, que le mantiene a una prudente distancia y en una cierta seguridad.

Podemos vernos reflejados en Zaqueo: hemos oído hablar de Jesús, sentimos interés por Él, estamos por donde sabemos que “va a pasar”, venimos a la Eucaristía… pero sin asumir un verdadero compromiso consecuente con nuestra fe. Como ya se dijo en 2013 en el documento “Ser y Misión de la Acción Católica General”, “se constata un menor pulso vital de nuestras parroquias, comunidades y diócesis, un menor celo apostólico. En general no tenemos las ganas suficientes para transmitir la fe cristiana. Esta falta de intensidad hace que se impregne en nosotros un estilo vago y de escaso compromiso” y, en consecuencia, no cuidamos la espiritualidad ni participamos en los Equipos de Vida, ni en las diferentes áreas pastorales. “Vemos los toros desde la barrera”, nos quedamos subidos en nuestros “sicomoros” personales, en nuestra comodidad y presunta seguridad.

Pero Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo a Zaqueo algo inesperado: date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa. Jesús no quiere que Zaqueo se quede viendo los toros desde la barrera, quiere que baje y se implique personalmente, quiere contar con él, aunque Zaqueo no se crea digno de ello; más aún, le dice que es necesario. Y Zaqueo se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento. Y por su encuentro con Jesús, se convirtió en discípulo y actuó en consecuencia de un modo concreto y efectivo: la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más.

Jesús hoy nos dice lo mismo a cada uno de nosotros. No quiere que nos quedemos viendo los toros desde la barrera, porque como dijo Benedicto XVI en “Dios es Amor” (1): “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”. Ésa fue la experiencia que tuvo Zaqueo y que nosotros estamos llamados también a vivir. Hoy Jesús pasa por nuestra vida y nos repite: date prisa y baja de tus sicomoros personales, de tu comodidad, de tus excusas, de tu miedo. Sea cual sea tu pasado, tu presente, tu situación personal, laboral… es necesario que hoy me quede en tu casa. Es necesario dejar de ver los toros desde la barrera para convertirnos en discípulos y apóstoles y actuar en consecuencia, de un modo efectivo, como Zaqueo

¿En qué ocasiones “he visto los toros desde la barrera”? ¿Cuáles son mis “sicomoros” personales, en qué me escudo, me escondo o me refugio para no asumir compromisos? ¿A qué creo que se debe la falta de implicación en las tareas eclesiales, en general y en mi caso particular? ¿Me siento mirado y llamado por Jesús, personalmente, como Zaqueo? ¿Estoy dispuesto a “recibirle” de verdad en mi vida, con todo lo que eso significa? ¿Qué cambios concretos y efectivos debería asumir?

Muchas veces somos cristianos de un modo pasivo y cómodo, “desde la barrera”. Nos falta la experiencia de ser llamados por el Señor para bajar rápido de nuestros sicomoros y seguirle como discípulos y apóstoles. El Señor quiere nuestra salvación, como la de Zaqueo; ojalá también le recibamos muy contentos, para que transforme nuestra vida y nos lancemos a actuar de un modo concreto y efectivo en la misión evangelizadora.

Comentario al evangelio – Domingo XXXI de Tiempo Ordinario

El vil metal y el Reino de Dios

Al leer la primera lectura caemos en la cuenta de que la especulación, el fraude y la explotación del hombre por el hombre son cosas que vienen de antiguo. No hace falta esperar el advenimiento del capitalismo (comparecen suponer algunos) para encontrarnos con ese proceder injusto. Ni tampoco hay que esperar a que aparezcan los críticos del capitalismo y del neoliberalismo para encontrar la indignación y la protesta contra esos comportamientos inmorales. Quien piense que “la religión” se ha dedicado tradicionalmente a justificar la injusticia o la pasividad ante ella en este mundo en nombre de un futuro paraíso celeste, es que no ha leído nunca los textos del Antiguo Testamento, no digamos ya los del Nuevo. Sobre todo (aunque no sólo) los profetas descalifican la falsa religiosidad de los que elevan oraciones a Dios y le ofrecen sacrificios, mientras explotan a sus semejantes cometiendo todo género de injusticias en el campo social y económico. En múltiples textos proféticos se subraya con una fuerza inusitada que el ver­dadero sentido religioso requiere como condi­ción la justicia, el derecho, la atención de los necesitados. Sin esto, los sacrificios y todos los actos de culto le son aborreci­bles a Dios, que expresa por boca de sus profetas el hastío que le producen holo­caustos y sacrificios realizados por corazones tor­cidos, insensibles a los sufrimientos de los pobres. Al texto que leemos hoy, del profeta Amós, especialmente sensible en este campo, se podrían añadir muchos otros (cf. Am 5,22; Os 6,6; Zac 7,10; Is 1,11-17). Los deberes de justicia son tan sagrados, en sentido literal, como los deberes directamente relacionados con Dios, precisamente porque es en el hombre, imagen y semejanza de Dios, en donde encontramos el ámbito principal para mostrar la verdad de nuestras actitudes religiosas.

Pero, por otro lado, el cumplimiento de nuestros deberes de justicia no debe servirnos de excusa para distraernos de nuestra relación con Dios. Son dimensiones profundamente implicadas entre sí, pero cada una de ellas tiene su espacio propio. Precisamente, la parábola del administrador injusto del Evangelio nos ayuda a comprender esa mutua implicación y, al tiempo, la especificidad de cada uno de ellos. Esta parábola hace pie en un problema administrativo y de falta de honestidad para enseñarnos una verdad más profunda. El administrador infiel se encuentra en una situación de gran apuro, prácticamente sin salida: pillado en su deshonestidad, no encuentra alternativas válidas para poder “salvarse”, en el sentido más inmediato de la expresión: ni el trabajo físico ni la mendicidad son salidas válidas para él. De ahí que busque la salvación por medio de la astucia, haciendo que los deudores de su amo se conviertan en deudores suyos, y así poder ganarse su favor futuro.

¿Debemos entender que Jesús alaba esa astucia deshonesta, en la que el fin justifica los medios, cualesquiera que estos sean? ¿No estaría esto en flagrante contradicción con lo que escuchamos en la primera lectura, en la que se condena sin paliativos el fraude y el engaño? La clave para entender la provocativa parábola de Jesús está en las palabras con que la concluye: “los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz”. Ese “con su gente”, que puede entenderse además como “en sus asuntos”, indica que también nosotros debemos ser astutos, sagaces, inteligentes, con nuestra gente, en el asunto que nos ocupa, si es que somos hijos de la luz. Así como hay que tener habilidad para “salvarse” de las situaciones apuradas en que nos pone la vida, así debemos saber cuáles son los medios para que nos reciban “en las moradas eternas”. Porque, en verdad, todos somos hijos de este mundo y todos estamos llamados a ser hijos de la luz. Y la cuestión está en que, con frecuencia, mostramos un interés, una sagacidad y una habilidad para resolver nuestros asuntos mundanos, que brilla por su ausencia en el asunto capital de la salvación religiosa, en la que se decide nuestro destino de manera definitiva.

¿En qué consiste esa habilidad, astucia y empeño para que nos reciban en las moradas eternas? Siguiendo con la lectura del Evangelio nos encontramos con una frase de Jesús todavía más enigmática que la anterior. ¿Qué significa hacerse amigos con el dinero injusto?Posiblemente no debamos entender aquí el adjetivo injusto como una cualidad que el dinero puede tener o no, sino como un adjetivo redundante, un pleonasmo que subraya una cualidad propia del objeto en cuestión; como cuando decimos “la fría nieve” o “el sol ardiente”. Jesús estaría usando una expresión coloquial, como cuando en español decimos “el vil metal”, aludiendo a las pasiones (la avaricia, la codicia, la ambición…) que suscita, sin que queramos decir que toda relación con el dinero haya de ser deshonesta.

Precisamente, el trato con el injusto dinero, con el vil metal o con los bienes y los asuntos pasajeros de este mundo (económicos, políticos, sociales, etc.) son parte esencial de nuestro camino hacia las moradas eternas. Es en el trato con estos bienes, reales, pero no definitivos, donde se pone a prueba si somos realmente hijos de la luz o sólo hijos de este mundo. Los que son sólo hijos de este mundo se entregan a estos asuntos en cuerpo y alma, y, por obtener este género de bienes, son capaces de vender su alma al diablo, de hacer todo tipo de pactos con el mal, de cometer todo género de injusticias. No sólo “usan” el dinero, sino que se inclinan ante él como si fuese Dios; no se sirven de él, sino que “lo sirven”: se hacen siervos del dinero y de los bienes que desean poseer.

Si somos hijos de la luz, entonces estamos llamados, no a inhibirnos de estas dimensiones de nuestra vida (también somos hijos de este mundo), sino a llevarlos a la luz, a iluminarlos con la sabiduría que proviene de Dios, a usarlos sin entregarles nuestro corazón ni hacernos servidores suyos. Hacerse amigos con el vil metal (y con todo lo que ello significa) quiere decir establecer también en este ámbito relaciones nuevas, no marcadas por el interés egoísta y la idolatría del dinero, sino por la justicia (aun a costa de perder a veces en los propios intereses), y más allá de la justicia, por la generosidad. No hace tanto (hace tres domingos) escuchábamos en el evangelio cómo Jesús nos exhortaba a invitar no a aquellos que pueden correspondernos, sino a los pobres, lisiados, cojos y ciegos, que no pueden pagarnos pues la paga será cuando resuciten los muertos (cf. Lc 14, 13-14). Con el vil metal o el injusto dinero es posible realizar obras de justicia, establecer relaciones nuevas y fraternas, acoger a los necesitados, en una palabra, hacerse verdaderos amigos (que no lo son por interés, si es que son verdaderos). En medio de los asuntos cotidianos que nos ocupan, preocupan y agobian, podemos vivir de tal manera que nos hagamos amigos de Jesús, que vive y sufre en los necesitados. La frase entera de Jesús es altamente significativa: “Ganaos amigos con el dinero injusto, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas”. No dice, “por si os falta”, sino “cuando os falte”; pues esos bienes, por los que nos afanamos a causa de las necesidades de la vida, nos han de faltar con seguridad: nadie puede llevarse a la tumba su fortuna. Pero los bienes que hayamos acumulado en honradez, justicia y generosidad (precisamente en el trato con esos otros bienes efímeros) serán los que nos abran el camino a las moradas eternas, pues serán el vínculo de la amistad con Jesús, ganada en el trato con sus pequeños hermanos (cf. Mt 25, 40).

Entendemos, pues, que los bienes de esta tierra, que nos ocupan y preocupan, y los bienes de allá arriba no son extraños entre sí. En los primeros se hacen ya patentes los valores del Reino de Dios, dependiendo de cómo nos relacionemos con ellos. Es en el trato con ellos como se pone a prueba si somos o no de fiar, si somos responsables, honestos, justos, generosos y desprendidos. Y es Jesús, amigo y maestro, el que nos enseña la justa jerarquía de todos los bienes.

Así vamos entendiendo la mutua implicación de los dos órdenes, mundano y religioso, que no tienen ni que mezclarse indebidamente, ni por qué estar en guerra o en conflicto (aunque lo estén con frecuencia). En esta clave podemos entender las palabras de Pablo en la carta a Timoteo, que no habla de economía, sino de política. La necesaria autonomía de estos órdenes (el más externo de la vida social, económica y política, regido por el derecho; y el más personal, ético y religioso, que atañe a la conciencia) pueden y deben tratar de coordinarse desde el mutuo respeto y la cooperación. Igual que en la economía, también en la política es posible ver las semillas del Reino de Dios, en la medida en que en ella ha de procurarse, por la vía jurídica, la justicia, la paz y el bien de la persona humana. Si nos parece que los “hijos de este mundo” tienen más habilidad para imponer en estos órdenes sus criterios, tratando con frecuencia de exiliar de ellos cualquier vestigio del Reino de Dios, nosotros, llamados a ser hijos de la luz e implicándonos sin temor en todos esos asuntos, hemos de tratar de iluminar el sentido trascendente de los bienes pasajeros de este mundo, de modo que podamos así dar a conocer a todos también la voluntad salvífica de Dios, del Dios que se ha encarnado en Jesucristo, y que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”.

José María Vegas, cmf