Muerte y vida

Lc 20, 27-38

Ante el hecho de la muerte, se dan diferentes posturas: unos piensan que constituye el final de todo; otros imaginan una continuidad con la existencia presente, liberada del sufrimiento; hay quienes guardan silencio y hay quienes se han liberado del miedo a la muerte, porque han cesado de identificarse con el yo.

Los saduceos del relato -que constituían la élite religiosa, económica y política del pueblo judío- están convencidos de que todo acaba con la muerte, con el argumento (religioso) de que la resurrección no aparece en los grandes libros de la Biblia (el Pentateuco). Desde esa perspectiva, tratan de ridiculizar la creencia en la resurrección, imaginándola como un calco de la existencia que conocemos, idea que las propias religiones han fomentado.

En realidad, ante la perspectiva de lo que se nombra como “el más allá”, la humanidad ha dado cuatro respuestas: la negación completa, la reencarnación, la inmortalidad y la resurrección. Dependiendo del momento histórico y del ámbito sociocultural, ha predominado una creencia u otra. Con todo, me parece importante reconocer que se trata solo de eso, de creencias.

Una creencia es una construcción mental. En el caso de estas tres que acabo de mencionar, se trata de tres “mapas” que apuntan en una dirección común: la vida no muere. Aunque cada uno de ellos lo exprese, interprete e imagine de un modo particular.

Investigaciones recientes sobre experiencias cercanas a la muerte (ECM) parecen apuntar en aquella dirección, si bien las interpretaciones que se hacen de las mismas son deudoras -no puede ser de otro modo- de los esquemas mentales de quien las ha vivido.

Desde la sabiduría, todo se apoya en la comprensión. Comprensión que nos hace reconocer que no somos el yo -cuerpo, mente, psiquismo- con el que nuestra mente tiende a identificarnos, sino la consciencia una, la vida o, sencillamente, lo no-nacido. Al cesar la identificación con el yo, desaparecen el miedo a la muerte y la misma pregunta por el más allá. Tanto el miedo como la pregunta nacen del yo, inquieto o atemorizado por su destino. De ahí que, cuando cae aquella identificación, se produce lo que repite la sabiduría sufí: “Quien muera antes de morir [quien ha comprendido que no es el yo], cuando le llegue la muerte, no morirá”.

Parece claro que todo lo que nace habrá de morir y que lo único que no muere es lo no-nacido. Con lo cual, el hecho de la muerte constituye un desafío para nuestra propia autocomprensión: ¿qué soy yo?

¿Cómo vivo la muerte?

Enrique Martínez Lozano

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¿Y tras la muerte…?

Lc 20, 27-39

«Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, porque todos son vivos para Él»

El libro de J. Gaarder, “El mundo de Sofía”, comienza con una pregunta inquietante: “¿Quién eres?”, y ante ella, su protagonista, Sofía, se plantea esta sencilla reflexión: «Estamos aquí y ahora rodeados de personas animales y cosas, somos conscientes de ello y es fantástico vivir. Luego desaparecemos de este mundo ¿No es injusto que se nos dé algo para arrebatárnoslo después?» …

¿Qué nos espera tras la muerte? No lo sabemos; y no lo sabemos porque no sabemos quiénes somos. Mejor dicho, cada uno tiene su propia concepción de sí mismo, pero, en general, sus dudas al respecto son más fuertes que sus certezas. Para unos, somos mera contingencia caduca condenada a desaparecer. Para otros, la minúscula porción de un Cosmos sacralizado al que identifican con Dios; es decir somos nada menos que “existencia de Dios”. Hay quien piensa que somos mera ilusión, y quien cree que somos los hijos amados con locura por un Dios personal que nos espera al otro lado de la muerte.

¿Quiénes somos?… Aparentemente somos cuerpo que se deteriora con la edad y acaba muriendo y descomponiéndose. Es evidente que no podemos contar con él si soñamos con más vida tras la muerte. Pero no importa, también somos mente; pensamiento. Los eleáticos —incluidos Parménides, Platón, Aristóteles o Descartes— identifican el ser con el pensar, es decir, creen que la mente es lo único que determina nuestra existencia: «Pienso, luego existo». Pero el cerebro, soporte del pensamiento, también muere. Entonces, ¿qué nos queda?

Todo lo que tengo, incluido mi cuerpo y mi cerebro, se me escapará un día de las manos. Solo me quedará lo que soy. Me gusta pensar que soy ese “soplo de Dios” del que nos habla el Génesis, es decir, que soy amor, libertad, tolerancia y compasión; que el cuerpo, el cerebro, e incluso el conocimiento y la experiencia, son pertenencias caducas que no forman parte de mí. Pero ¿cuál es el bagaje que me acompañará al otro lado de la muerte?… ¿Me acompañará el sentimiento de identidad personal?… ¿O soy como la ola que tras romper en las rocas queda diluida en el mar?… ¿Cómo influirá mi vida aquí, en este mundo, en mi vida tras la muerte?… No lo sé. Son preguntas para las que no tengo respuesta racional.

Pero donde falla la razón surge la esperanza. Esperanza en que la muerte no sea el fracaso definitivo e inapelable, el absurdo por excelencia, el sinsentido mayor que cabe concebir… Pero esta esperanza no es gratuita, sino que hunde sus raíces en la fe, y por eso envidio sinceramente a quienes creen “de verdad” en el Dios de Jesús; a quienes confían plenamente en lo que Abbá tenga preparado para nosotros en el momento de la muerte… A quienes le creen a Pablo cuando dijo a los cristianos de Corinto que “ni ojo vio, ni oído oyó, ni inteligencia humana puede siquiera concebir lo que Dios tiene preparado para sus hijos”.

Miguel Ángel Munárriz Casajús

Comentario – Domingo XXXII de Tiempo Ordinario

(Lc 20, 27-38)

Los saduceos eran uno de los grupos del judaísmo de la época de Jesús, permanentemente enfrentados con los fariseos. Ellos se atenían sólo a lo que enseñaban los primeros cinco libros de la Biblia y rechazaban todos los demás. Además, despreciaban todas las tradiciones populares que se comunicaban de manera oral, que iban pasando de padres a hijos, de generación en generación.

Por eso, ellos rechazaban muchas creencias populares defendidas por los fariseos. Por ejemplo, negaban que hubiera una vida después de la muerte, que hubiera una resurrección.

Ellos seguían con una doctrina muy antigua que sostenía que el hombre era premiado o castigado en esta vida, y por eso los ricos eran los bendecidos por Dios. Y su interés por esta doctrina se explica porque ellos mismos pertenecían a las familias más ricas de Jerusalén.

En este texto ellos intentan ridiculizar la fe en una vida después de la muerte poniendo el caso de una mujer que se casó siete veces, y se imaginaban a los siete esposos en la vida eterna peleando por la mujer. De allí concluían diciendo que no hay una vida después de la muerte.

Pero Jesús, que era tan duro con los defectos de los fariseos, esta vez se pone de parte de ellos y defiende la fe en la vida eterna que ellos predicaban. Hace ver a los saduceos que en la vida eterna nadie necesita poseer nada ni tener una mujer como propia, porque allí vivimos completamente liberados de todo dominio, ya que por el poder de Dios recibimos todo lo que necesitamos para ser felices. La vida eterna no solamente es gozo, también es plena libertad.

Y Jesús defiende la fe en la vida eterna a partir de la verdadera imagen de Dios: él es un Dios de vivos que comunica la vida permanentemente, y por eso él puede regalar a sus hijos amados una vida que nunca se acaba.

Oración:

«Te adoro a ti Señor, tú que eres un Dios de vivos, lleno de vitalidad y poder, que te gozas comunicando la vida a tus hijos y no los abandonas en poder de la muerte. Concédenos que sepamos valorar ese llamado a la vida eterna».

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

Cristianos en medio el mundo

Evangelio dominical meditado y escrito para la prensa hace (casi) cincuenta años, en la época de Juan XXIII. Hoy es un testimonio de la continuidad de la liturgia y de la meditación del Evangelio en el tránsito del Misal de San Pío V al de Pablo VI. La fecha que se hace constar es la del domingo en que se publicó en los periódicos.

DOMINGO XXIV DESPUÉS DE PENTECOSTÉS (Domingo V después de Epifanía)

San Mateo 13, 24-30:

Les propuso otra parábola:

—El Reino de los Cielos es como un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras dormían los hombres, vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue. Cuando brotó la hierba y echó espiga, entonces apareció también la cizaña. Los siervos del amo de la casa fueron a decirle: “Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?” Él les dijo: “Algún enemigo lo habrá hecho”. Le respondieron los siervos: “¿Quieres que vayamos a arrancarla?” Pero él les respondió: “No, no vaya a ser que, al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo. Dejad que crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega les diré a los segadores: “Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla; el trigo, en cambio, almacenadlo en mi granero”.

Cristianos en medio del mundo (7-II-1960)

Este domingo y el próximo toman sus textos de los domingos 5º y 6º después de Epifanía, que no entraron en aquel tiempo. La Iglesia, que lleva cuatro domingos seguidos con el Evangelio de San Mateo, ya no lo dejará de las manos hasta acabar el año litúrgico. Ahora entra en el capítulo 13, en las llamadas “parábolas del Reino”: es la célebre predicación de Jesús desde la barca. Hoy es la parábola de la cizaña y el domingo que viene la del grano de mostaza.

Nosotros, junto a los Apóstoles, no queremos despegarnos de la barca del Señor. Y tampoco la Iglesia, que tiene ahora su mirada fija en Jesús, que nos habla sentado en la barca de Pedro. Aquella multitud, que agolpándose sobre la playa escuchaba ávidamente al Maestro, representa al mundo, a la humanidad, que busca la palabra de salvación.

La parábola es la del trigo y la cizaña. Arriba queda escrita. Como en la parábola del sembrador (Mt 13, 3-9; 18-23) tenemos la fortuna de que sea el mismo Jesús quien, al terminar su discurso y despedir a la muchedumbre, nos interprete la parábola… “Entró en casa”, dice el Evangelio. Y con él entramos también nosotros junto a los Apóstoles (es decir, la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, que escucha con amor la voz de la Cabeza), y rodeamos al Maestro, y le decimos: “Señor, explícanos la parábola”. Y Jesús (vers. 38-43) comienza: “El que siembra la buena simiente es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena simiente son los hijos del Reino…”. Hay que leer el texto despacio estos seis versículos, porque la Iglesia no los ha incluido en el pasaje de hoy.

El mensaje es claro: Cristo ha situado a sus fieles en medio del mundo. Los cristianos, por vocación —por especial llamada del Señor— estamos mezclados con los demás hombres en el tráfago de la sociedad. Lo sembrado son “los hijos del Reino”. En la parábola del sembrador (que precede a esta de la cizaña), lo sembrado es la “palabra del Reino”. Es Jesús mismo quien nos ha sembrado en toda la faz de la tierra: ¡somos su palabra! Hay que meditarlo…

“Ager autem est mundus”. El campo es el mundo: la sociedad, la cultura, las civilizaciones son el campo en el que debe prender la semilla, la palabra que portan los hijos del Reino. Pero en ese campo hay ambivalencia. Es decir, es susceptible de que en ella crezca tanto la buena simiente como la cizaña que siembra “inimicus homo”, el hombre enemigo. Si es cierto que Dios ha dejado el mundo —el campo— a las disputas de los hombres (Eccl 3, 11), el mundo pertenecerá al que, de hecho, se lo gane.

Ahora se comprende el alcance de la parábola. Cristo quiere reinar en el mundo, quiere ser puesto en la cumbre de todas las actividades humanas (cfr. Jn 12, 32). Y ha confiado a los hijos del Reino, a los cristianos, esta enorme empresa histórica. Los cristianos somos hombres: tenemos, por tanto, el derecho y el deber de participar en las “disputas” de los hombres, porque tenemos el compromiso de llevarlos a Dios. No podemos olvidar que el Padre ha dado a Cristo el mundo en herencia: “Dabo tibi gentes hereditatem tuam” (Ps. 2, 8). El éxito final es seguro: no en vano vamos conducidos por el Hombre (“ecce homo”, Jn 19, 5). A nosotros sólo toca aprestarnos humilde y esforzadamente a la tarea.

Y empujados por el amor de Dios, que se traduce en el amor a los hermanos, pediremos al Señor un milagro que supera a la parábola: que al final no haga gavillas con la cizaña sino que ahora, en la tierra, con su gracia y nuestro ejemplo, la vaya convirtiendo en buen trigo, “ut sit Deus omnia in omnibus” (1 Cor 15, 28): para que en el tiempo de la siega, Dios sea todo en todos.

Pedro Rodríguez

Lectio Divina – Domingo XXXII de Tiempo Ordinario

No es Dios de muertos, sino de vivos…

INTRODUCCIÓN

El tema de este domingo encaja muy bien en el comienzo del mes de noviembre dedicado a los difuntos. El evangelio de hoy nos habla del Dios de la vida. Y nos preguntamos ¿De qué vida se trata?  Porque nosotros distinguimos varias clases de vida: a) “vida vegetativa”. ¿Acaso seremos un vegetal?  NO. b) también tenemos “vida sensitiva”  propia de los animales. ¿Acaso seremos un caballo, un delfín, un águila? NO. c) ¿seguiremos teniendo “vida humana” encarnándonos en otra persona? Hay gente que así lo cree.   Nosotros decimos que NO. Entonces ¿llevaremos vida angelical, ya que el mismo texto del evangelio de  hoy nos dice que seremos como ángeles? ¿Dejaremos de ser hombres y mujeres? Decimos que NO. El evangelio dice “como ángeles” para significar que ellos están muy cerca de Dios y gozan ya de un amor exquisito, al cual estamos también llamados nosotros; pero no como “ángeles” sino como “seres humanos” que han sido redimidos por Cristo, “el Hombre perfecto”, que está por encima de los ángeles.

LECTURAS BÍBLICAS

1ª lectura: 2Macabeos 7,1-2.9-14.      2ª lectura: 2Tesalonicenses 2-16-3,5

EVANGELIO

Lucas 20,27-38.

En aquel tiempo, se acercaron algunos saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y preguntaron a Jesús: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, que tome la mujer como esposa y de descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos. El segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por último, también murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron como mujer». Jesús les dijo: «En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección. Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».

MEDITACIÓN-REFLEXION

1.- A Jesús le hacen preguntas superficiales,  incluso capciosas,  a las que no responde. Pero sí responde a las que deberían hacerle. A Jesús se le pregunta por la vida futura. ¿Qué pasará después de la muerte? Y los maridos que hayan tenido varias mujeres… ¿de cuál de ellas será marido?Esto es lo anecdótico. Jesús va a decir que no creamos que la otra vida vaya a ser una continuidad de ésta. Será algo nuevo y distinto. Lo que a Jesús le interesa decir con claridad es esto: “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos”. A Dios no le va la muerte. A Dios le va la vida. Y apela a la Escritura admitida por todos ellos: “Es el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos». Ante todo, Dios es nuestro Padre y la muerte no puede ir dejando a este Padre sin hijos.

2.- La gran pregunta existencial: ¿Y qué será de mí cuando yo me muera? Nos equivocamos siempre, como se equivocó Marta, la hermana de Lázaro, cuando nuestra mirada se dirige al cadáver: “huele mal”. La mirada de Jesús la dirige al cielo donde está Dios, nuestro Padre, “que nos ha amado tanto” (2ª lectura).  En cierta ocasión, los apóstoles estaban muy tristes porque Jesús les había dicho que lo iban a matar. Y Jesús les dice: “No perdáis la calma, me voy a prepararos sitio para que donde yo esté estéis también vosotros (Jn. 14,2-4). De hecho, Jesús murió abandonándose a las manos de Dios, su Padre: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc. 23,46). Remedando al poeta Rilke podemos decir: “En esta vida todo cae: cae la lluvia, cae la tarde; caen los copos de nieve en invierno y las hojas secas en otoño; y nosotros también caemos. Pero hay Alguien que sostiene nuestras caídas: las manos anchas de nuestro Padre Dios”.  Impresionan las palabras del cuarto hijo de los Macabeos que aparecen en la primera lectura: “vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará”.

3.- Es muy difícil creer en el “más allá” si de alguna manera, ese más allá, no se hace presente en el “más acá”. El cristianismo nació en “Pascua” en ese “paso de la muerte a la vida”. Los primeros testigos de la Resurrección lo tuvieron muy claro. El Cristo Resucitado llevaba las señales del Cristo Crucificado. Para el apóstol San Juan no hubo crisis de identificación del Resucitado: “Nosotros hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos” (1Juan 3,14). Siempre que cumplimos el testamento de Jesús de “amarnos como Él nos ha amado” hacemos experiencia de la Resurrección. Los cielos nuevos y la nueva tierra irrumpen en una experiencia de amarnos en el Señor. La  misma Constitución de Liturgia, en el nº 8 nos dice:” En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte de aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios”. San Juan de la Cruz le pide a Dios: “Rompe la tela de este dulce encuentro” (Llama). Entre el cielo y la tierra hay una “tela transparente” donde ya se vislumbran los perfiles y contornos, aunque no se vea todavía el rostro de Dios. En este mundo no podemos ver a Dios, pero sí “transparentarlo”.

PREGUNTAS

1.- Dios es el Dios de la vida, de toda vida. ¿Sé agradecer a Dios este gran don? ¿Lo empleo en beneficio de los demás? ¿Me preocupa una vida malograda, estropeada por mi culpa?

2.- ¿Vivo la realidad de la muerte con miedo, con agobio, o me fío de mi Padre Dios?

3.- ¿Tengo experiencias fuertes de Dios que me facilitan mi fe en el más allá?

Este evangelio, en verso, suena así:

La certeza de morir

nos abre tristes heridas,

porque pensamos que todo,

con la muerte, se termina.

Mas nos llena de consuelo,

felicidad y alegría,

el que Jesús afirmara

la existencia de «otra vida».

Esta vida que vivimos

es un «punto de partida»

para llegar a la «otra»:

distinta y definitiva.

Nuestro Dios es Dios de vivos

y su amor es garantía

de vivir siempre felices

en su grata compañía.

Allí no habrá ya más luto,

ni dolor, ni muerte fría:

Todos juntos con el Padre

viviremos en familia.

Lo importante es que sembremos

«aquí» las buenas semillas

para recoger alegres,

en el cielo, las gavillas.

Danos, Señor, hoy, a todos

el Pan de la Eucaristía:

Quien lo come, ya no muere,

vive una vida divina.

Existencia eterna

1.- Hay días, mis queridos jóvenes lectores, que al empezar me pongo a pensar qué os contaré, sin que de entrada se me ocurra algo concreto. Otros, en cambio, el problema está en cómo resumiré lo mucho que os quisiera explicar. Hoy me ocurre lo segundo. Las dos lecturas de las que os quiero hablar se refieren a la existencia eterna, pero las dos lo hacen de manera muy diversa. Estoy pensando en la primera, del libro de los Macabeos, y en la tercera, una historieta cómica, que aparece en el evangelio. Uno, si no profundiza, diría que son muy dispares, pero ambas apuntan a un mismo destino. Comento primero y al final me referiré a la diana a la que se dirigen ambas.

Quisiera poneros en antecedentes. Las insurrecciones políticas acaban casi siempre en corrupción del poder. Es el final de las grandes acciones impulsadas por valores de categoría media. Las insurrecciones estimuladas por motivos religiosos sinceros, sin amalgamas de intereses bastardas, llegan a su fin sin degradarse.

2.- Israel en aquellos tiempos sufría una situación de ocupación militar injusta, opresora, humillante y degradante. Hay que situarse siglo y medio antes de Jesucristo. Los Macabeos se habían sublevado, además de hombres de vida turbulenta, se habían unido y les seguían, gentes sencillas y piadosas, imbuidas de la Fe religiosa que atribuía el don de aquellas tierras en las que vivían, a Dios. Estaban dispuestas a todo lo que se presentara, con tal de que el destino salvador del Señor se cumpliese. Yo os recomendaría, mis queridos jóvenes lectores, que en vuestra casa, tomaseis vuestra Biblia y leyeseis el relato entero, que la liturgia de este domingo ha debido fraccionar. Observad como la madre y los hijos tienen una jerarquía de valores bien estructurada. Sabían que los estadios intermedios: vida, salud, alimentación, cargos de gobierno, se han de sacrificar, cuando está en juego el valor supremo de la Fe. Tal vez debería deciros el valor supremo de la existencia eterna, de la que la Fe judía y cristiana son prenda segura. Si ellos aceptan morir allí, en aquel momento, en aquel lugar, es porque valoran más, y no quieren perderse, el existir supremo. Observad, mis queridos jóvenes lectores, que no hablo de otra vida, de reencarnación, de revivir o renacer. Os estoy hablando de existencia eterna. En aquella existencia no serán necesarias ni la lengua, ni los brazos, ni siquiera el cuerpo. Todo esto han sido instrumentos para crecer y conseguir amor. Se pueden perder las herramientas, con tal que quede aquello que persiste y satisface totalmente, que no está mediatizado por el tiempo. Amar a un hijo, el que sentía la madre de los siete hermanos, es un aprendizaje del amor que subsistirá, sin que se pierda, de alguna manera, una cierta memoria de él. De la filiación también subsistirá algo, lo esencial, sin mediatizaciones atenazadas a las circunstancias.

3.- Por eso creemos que este gozo es personal y perdurable aunque depurado, sublimado, perfeccionado. Esta concepción de lo eterno difiere de la que se imaginan desde ciertas religiosidades, donde parece que el individuo, gota humana imperceptible, se sumerge en el inmenso mar de goce, perdiéndose disueltas y despersonalizadas, en él. Persona y Dios. Persona y comunidad. Persona y comunión. Persona y encuentro. No desaparece todo est aun llegada la muerte. Sumergidos en esta esperanza son la mujer y los hijos macabeos capaces de aceptar horribles sufrimientos. Aunque no sea este el mensaje de hoy, es lícito ahora que os preguntéis ¿sería yo capaz de un tal heroísmo? ¿Podría resistir tales suplicios? No olvidéis que en el momento de la prueba, en el de la opción sublime, allí mismo, en aquel instante decisivo, está Dios. Su ayuda aporta coraje, capacidad de aguante, visión de futuro, que de otra manera sería difícil conseguir.

4.- En el evangelio del presente domingo se le propone a Jesús una historieta chusca. Por si tuvierais ocasión de verla, os recomiendo una bella película, situada la acción en los principios del siglo XX, donde se plantea la cuestión del levirato, el deber de la viuda joven de casarse con un cuñado menor, como drama personal contemporáneo. Esta norma judía, se había establecido para conservar tradiciones y patrimonios ancestrales. (El film se titula «Rosa, te amo». Os he dicho vivencia dramática, pero os añado que la historia que se cuenta, está repleta de poesía. Verla os ayudaría a conocer estas costumbres). Centrémonos en el fragmento de la lectura de hoy, que por muy estrambótica que resulte, no se puede negar que podría haber llegado a producirse. Tendía el ejemplo de los judíos, a rebatir la esperanza en la resurrección, Jesús, no niega la posibilidad de perduración del amor humano después de la muerte. En este caso, la escuela de capacitación para la Caridad eterna, sería el matrimonio. Lo que Jesús afirma es que en la existencia definitiva, la trascendente, la que nunca acaba, donde todo lo que es temporal y sometido al tiempo, no se da, en ella, no se precisa de la procreación humana. Recordemos que en aquel bello canto del Amor, San Pablo afirma, que lo único que atraviesa la barrera de la muerte es la caridad. Todo amor humano está mediatizado, teñido de condicionantes. Amamos con familiaridad, con amistad, con enamoramiento, con conmiseración etc. Son particularidades que nos preparan a un Amor eterno no mediatizado, pero sin que lo esencial del Amor histórico desaparezca.

5.- La Fe, afirma el Señor, no es una noción admitida, una teoría, un cúmulo de conocimientos a los que nos adherimos, guardados en una especie de enciclopedia espiritual que hemos almacenado en el cerebro. La culminación de la Fe es el Amor, que no es teoría. Es un Amor de persona a Persona. De Ser por esencia a individuo histórico. Si Dios ama a Abraham, es que Abraham existe como realidad personal, salvada. No es, el Dios de Israel, un Dios de muertos inexistentes. Es un Dios de realidades vivas. Más que acumular ideas, que es lo que algunos creen es la Fe, es preciso dejarse amar de Dios, ser consciente de este amor, para responder, no con tesis doctorales, sino con afecto, al amor que recibimos. Somos entonces conscientes de ser amados, no podremos, por ende, dejar de creer en Dios y en la eternidad de la existencia, tan eterna e inconmensurable como el sentimiento que anida en nuestro corazón.

Pedrojosé Ynaraja

«Seremos con ángeles»

1.- Vamos recorriendo el camino hacia el final de año litúrgico. Y en estas fechas los textos se convierten en más “finalistas”, más “buscadoras” del llamado “tiempo futuro”. Con dos domingos más nos “enfrentaremos” al principio del Adviento y, por tanto, al principio de un nuevo periodo litúrgico, y un nuevo ciclo, el A. Despediremos, pues el ciclo C y con él tres años de recorrido de importantes enseñanzas. Estas cosas parecen muy técnicas y, si se quiere, un poco para curas y súperexpertos. Y, sin embargo, no es así. La liturgia, con las reformas que va experimentando a lo largos de los años, sigue un camino de “uso y disfrute” de la Palabra de Dios. A lo largo de los domingos de cada ciclo, por supuesto. Pero también a través de las lecturas de las misas diarias, se nos va ofreciendo una enseñanza organizada y coherente cuya única plataforma es la palabra de Dios.

Hoy nos enfrentamos a uno de los pasajes más conocidos del relato evangélico. Es aquel que ha dado nombre a una figura del “mal uso” retórico o político: la trampa saducea. Escuchamos adjudicar esa actitud tramposa a muchas actividades actuales. La trampa saducea no es otra cosa que plantear un problema que solo tiene la solución que buscan quienes la hacen. Como se ve en el relato de Lucas, unos saduceos, que no creían en la resurrección, plantean a Jesús una historia sin solución posible. Como se sabe, la ley judía obligaba a los hermanos a casarse con la viuda de otro hermano, si la pareja no había obtenido descendencia. Y claro aquí no hay escapatoria, mueren todos los hermanos sin tener hijos y se plantea exigir la pertenencia de la esposa: ¿de quién es la viuda? Visto con ojos más modernos ese sentido de la propiedad patrimonial del marido sobre la mujer no tiene, naturalmente, mucho sentido hoy, pero tampoco está muy alejado de posiciones actuales.

2.- Pero Jesús no iba a ir por ahí. En otras ocasiones, el Maestro de Galilea ha optado por el ingenio derrotando a sus enemigos, superponiendo a la pregunta de sus adversarios, otra. Pero hoy da un mensaje de vida eterna que va a sorprender a todos, y, claro, muy especialmente, a los saduceos, entonces. “Seremos como ángeles” y los viejos compromisos adquiridos en la tierra no tendrán validez alguna. La resurrección gloriosa tiene mucho de angélica, de espiritual, aunque, obviamente, en esa resurrección participará toda la persona humana, no solamente una parte. Cuerpo y alma seguirán unidos para mantener hasta la eternidad esa diferenciación de cada ser humano, esa identidad diferente, personal, no transferible. “Seremos como ángeles”.

En el Antiguo Testamento se contemplaba en parte la Resurrección. Es decir resucitarían los justos, los buenos, y los otros no saldrían del polvo de la fosa. Jesús, desde el primer día, habla de la resurrección de todos, independientemente de su premio o castigo. Y de los dos grandes partidos de la religión oficial judía, los saduceos negaban la resurrección y, por supuesto, la vida futura. Y no creían en ángeles, ni en ningún ser que residiera en un “más allá”. Y eso contrasta con los fariseos que si aceptaban la resurrección de los buenos y, por supuesto, aceptaban a los ángeles como servidores inmediatos de Dios y mensajeros de la relación divina con la humanidad. Lo más sorprendente es que, en tiempos de Jesús, los Sumos Sacerdotes, pertenecían al clan de los saduceos de donde se desprende que poco ejemplo de transcendencia y espiritualidad podrían dar a sus fieles. En realidad, eran unos eficaces administradores de la gestión del Templo. Y la estructura del Templo de Jerusalén gobernaba, por ejemplo, gobernaba la ciudad y se encargaba de sus obras públicas y de su administración. El Templo era pues una especie de Administración pública, más que un recinto de espiritualidad. Por supuesto, los fariseos estaban en el otro lado de la frontera. Y luchaban con uñas y dientes para aplicar una moralidad rampante y una serie ritos y costumbres que ahogaban a los fieles. Pero tanto saduceos, como fariseos, consideraban el dinero del Templo, el Tesoro, como sagrado. Ahí ni discutían.

3.- El enfrentamiento de saduceos y fariseos puede ser para nosotros, hoy, episódico y si más importancia que el valor histórico y arqueológico que le queramos dar. Pero Jesús de Nazaret define cual será nuestro papel tras morir. Y, como ya se decía al principio de este comentario, la promesa de ser como ángeles marca nuestro proyecto y nos prepara para el futuro. La vida que vayamos a vivir tras la Resurrección será distinta y se reflejará en esa tierra y en esos cielos nuevos que esperemos. Jesús, además, hace referencia a la enseñanza de la ley y de los profetas. Y por eso menciona al Dios de vivos mediante uno de los más antiguos testimonios de Moisés. El paralelismo de los siete mártires del libro de los Macabeos, tal como hemos escuchado en la primera lectura, con los siete hermanos de la trampa saducea tiene, asimismo, un alto contenido didáctico y una invocación clara de vuelta a la vida, a una vida mejor. Merece la pena, asimismo, glosar el versículo responsorial del salmo 16 que hemos leído hoy. “Al despertar me saciaré de tu semblante…” Es, sin duda, una bellísima promesa para la Resurrección que esperamos.

4.- Seguimos con la lectura de la Segunda Carta del Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses. Como ya decíamos la semana pasada esta epístola llenará nuestras segundas lecturas hasta la llegada del Adviento. Pablo de Tarso enseña que Jesús es el gran consuelo para todos los momentos y, por supuesto, la fuerza que nos ayude a seguir el camino que Él mismo nos ha marcado. Comunica Pablo los ingredientes de una vida mejor, de una vida plena, inspirada en el ejemplo de Jesús de Nazaret.

En fin, que hoy debemos de meditar y contemplar esas palabras que Jesús pronunció hace más de dos mil años ante un grupo de saduceos tramposos. No podemos ver las cosas del la Vida Futura con recetas de nuestro tiempo, con cuestiones antropológicas y antropomórficas. “Seremos como ángeles”. Merece, pues, la pena pensar en ello y pedir a nuestros compañeros de camino, a nuestros ángeles custodios inspiración y fuerzas para estar siempre en ese camino hacia el mundo angélico en que se constituye nuestro futuro.

Ángel Gómez Escorial

La resurrección de la carne

El martes pasado estuvimos celebrando la solemnidad de Todos los Santos y el miércoles la conmemoración de todos los Fieles Difuntos. Son días en los que se tiene especialmente presentes a los seres queridos que han muerto, pero muchos viven estos días como un simple recuerdo: se les echa en falta, pero resulta difícil creer en algo “más allá” de las fronteras de esta vida. Con la muerte termina todo e incluso el recuerdo, por muy querido que sea, se irá borrando con el tiempo.

La Palabra de Dios de este domingo, en la 1ª lectura y en el Evangelio, nos ayuda a profundizar en lo que es un elemento esencial de la fe cristiana: creer en la resurrección de los muertos. Así, en la 1ª lectura hemos escuchado parte del martirio de unos hermanos macabeos, que hacen repetidamente una clara afirmación de su fe en la resurrección. Y en el Evangelio algunos saduceos intentan ridiculizar lo que Jesús dice respecto a la resurrección, proponiéndole el ejemplo absurdo de la mujer que estuvo casada con siete hermanos. Con esta Palabra, el Señor nos invita hoy a que revisemos nuestra fe en la resurrección, y en el Catecismo de la Iglesia Católica (988ss) encontramos las indicaciones al respecto.

Como rezamos todos los domingos, el Credo cristiano culmina con la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna. Nosotros creemos que, del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos, unidos a Él por el Bautismo, después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día.

En el Credo afirmamos “creo en la resurrección de la carne”. El término “carne” designa al ser humano en su condición de debilidad y de mortalidad. La “resurrección de la carne” significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros “cuerpos mortales” volverán a tener vida. En la 1ª lectura, los mártires macabeos confiesan: Cuando hayamos muerto por su ley, el Rey del universo nos resucitará para una vida eterna… Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará. La fe en el Dios creador del ser humano todo entero, alma y cuerpo, fundamenta la esperanza en la resurrección corporal.

Pero desde el principio, la fe en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones, como hemos escuchado en el Evangelio. Se acepta que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo mortal pueda resucitar a la vida eterna? Quizá es que no nos hacemos una idea clara de qué es resucitar.

Cristo resucitó con su propio cuerpo, pero Él no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en Cristo todos resucitarán y su cuerpo será transfigurado en cuerpo de gloria, en “cuerpo espiritual”. En la muerte, el cuerpo cae en la corrupción, mientras que el alma va al encuentro con Dios y Él, en su omnipotencia, dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.

Y no debemos olvidar que la resurrección sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento, y que no es accesible más que desde la fe en Cristo Resucitado. El cristiano fundamenta su esperanza en la resurrección de Jesucristo: por la fe y el Bautismo queda unido a Jesucristo, muerto y resucitado, y espera seguir unido a Él después de la muerte, compartiendo la resurrección.

Todos nos preguntamos qué ocurre después de la muerte. La vida del ser humano discurre entre alegrías y penas; trabajos, proyectos y fatigas. ¿Vale la pena amar, trabajar y luchar? ¿Podemos esperar algo después de la muerte? Es el gran interrogante de la vida humana.

Creer en la resurrección de la carne no es demostrable, pero es razonable. Jesús fundamenta la resurrección de los muertos afirmando que Dios no es Dios de muertos sino de vivos, porque para Él todos están vivos. Es verdad que Cristo nos resucitará en “el último día” pero gracias al Espíritu Santo que hemos recibido, la vida cristiana en la tierra es una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo, y podemos empezar a vivir, ya desde ahora, como hijos de la resurrección.

Comentario al evangelio – Lunes XXXII de Tiempo Ordinario

Corrección fraterna

«Nombrar y avergonzar» es uno de los métodos preferidos en la moneda. Nos encanta anunciar públicamente los errores de los demás con el fin de avergonzarlos. Sin embargo, ¿es esto un acto redentor? ¿O es uno destinado a hacernos sentir bien y a satisfacer nuestra sed de sangre? Jesús no lo aprobaría. Porque, él es bastante directo y claro en su declaración en cuanto a cómo tratar con un hermano o hermana errante: Si te ofende, díselo directamente y en privado, es decir, no te permitas avergonzarlo en público. Cuando se arrepientan, perdónalos, ¡hasta siete veces al día!

Esto no significa que no les hagamos responsables del daño que han hecho o que no queramos que reparen el mismo. Sólo significa que no les privamos de su derecho a la dignidad humana básica, sino que actuamos con compasión, incluso cuando les pedimos cuentas.

Paulson Veliyannoor, CMF

Comentario al evangelio – Domingo XXXII de Tiempo Ordinario

AL OTRO LADO DE LA MUERTE


             La cultura occidental se ha ocupado a menudo del tema de la muerte. Muchos grandes filósofos anduvieron a vueltas con algún género de supervivencia más allá de la misma. Generalmente rechazaban «la nada» como destino final de la siempre demasiado breve peregrinación del hombre por esta tierra. Por lo que sabemos, hasta el ancestral hombre del Neanderthal  contaba ya con una vida más allá de la tumba. Podemos recordar también los esfuerzos del antiguo Egipto por «momificar» a sus difuntos y prepararlos para el largo viaje que venía después. O la afirmación de Heráclito: “A los hombres, tras la muerte, les aguardan cosas que ni esperan ni imaginan”. Y Platón aseguraba que no todo lo nuestro perece: perdura el alma inmortal. En tiempos más recientes decía Kant: «Un mundo que niega la felicidad a seres dignos de ella y se la concede a los que no la merecen no puede ser la máxima expresión de lo que nos cabe esperar. Es lícito, obligado incluso, soñar con escenarios más justos».

Los defensores de la esperanza comprendieron que por mucho que mejoremos este mundo, nunca  conseguiremos hacer justicia a los muertos; las mejoras que podamos conseguir aquí nunca las disfrutarán los que ya se fueron. Difícilmente podríamos contar la cantidad de seres humanos que llegaron al final de sus días sin haber podido gozar de una vida medianamente digna.

Con otras palabras: ¿Es razonable o aceptable un mundo en el que tantos perdieron su vida en las cámaras de gas, o en un atentado terrorista, o por una bomba atómica, o por la irracionalidad de otro ser humano? ¿Tiene sentido un mundo en el que a unos pocos les va muy bien, mientras tantos se mueren de hambre o por todo tipo de epidemias causadas por su pobreza extrema? ¿Es lo mismo haber vivido entregados a aliviar el sufrimiento de otros hombres o a luchar por la justicia y la paz, que haber vivido centrados en sí mismos, disfutando lo que puedan (como aquel rico de la parábola de Jesús ante el Lázaro de su puerta)?. ¿Es comprensible un mundo en el que algunos pasan su vida prisioneros de enfermedades, limitaciones y sufrimientos, mientras otros tienen la «suerte» de morir ancianos, rodeados y atendidos maravillosamente por los suyos?

             Cuando alguien bueno, cuando alguien que ha sido importante para nuestra vida y nuestra felicidad de aquí se nos va, o alguien muere injustamente… es normal «sentir» profundamente que una vida así no se puede perder para siempre. Todos tenemos sed de «eternidad» para nosotros y para los que nos han importado. Y no resulta suficiente ni consolador el simple «recuerdo» y la añoranza de los que les quisieron… porque tarde o temprano también ellos desaparecen.

No son pocos los que, ante estas preguntas y deseos, concluyen que el hombre es un ser absurdo, que aspira a cosas imposibles (vivir más allá), que se autoengaña: Que esto es lo que hay y nada más. El “más allá” no es científicamente verificable y, por tanto, refutable. Es esta una postura tan respetable y razonable como su contraria: que sí hay algo más y mejor que esto.

La liturgia de hoy nos acerca a la reflexión y las creencias del pueblo judío sobre estos temas. Nos presenta a dos parejas de hermanos:

– En aquellas días, arrestaron a 7 hermanos (1ª lectura)
Había 7 hermanos (Evangelio).

Con una diferencia: el texto del segundo libro de los Macabeos es una historia real, mientras que en el Evangelio es un caso ficticio, propuesto por un grupo de saduceos que intentan ridiculizar y burlarse de la creencia en la vida después de la muerte, que defendía el partido de los fariseos. Hay que tener en cuenta que una fe explícita en la vida eterna está ausente en casi todo el Antiguo Testamento.
Dios eligió un camino más bien largo, una maduración lenta, para conducir al pueblo a la plenitud de la revelación. El pueblo, poco a poco, fue llegando por sí mismo a la conclusión de que este Dios que se ha volcado con ellos, tiene que ser más poderoso que la muerte. Y este pueblo obedeció -si bien con sus consabidas debilidades- a la Ley de Dios «desinteresadamente», o sea, sin la perspectiva de una recompensa en el más allá.

En el episodio de los Macabeos, 7 hermanos, sostenidos por una «madre coraje», aceptan el martirio para no quebrantar «las leyes de Dios». Relativizan las torturas y la misma muerte, apoyándose en su fe en el «rey del universo», que «resucitará a una vida eterna» a aquellos que le han sido fieles. Es decir: que la reflexión judía llegará a plantearse cómo hablar de un Dios justo, y qué sentido tiene perder la propia vida por ser fieles a Dios… frente a los poderosos y corruptos que parecen salirse con la suya. Y por eso llegan a la convicción expresada por el cuarto de los hermanos: «Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará». Aunque los detalles del «cómo», y en qué consistiría esa resurrección son muy difusos. Probablemente pensaban en una especie de «revivir», una vuelta a este mundo tal como lo conocían. De ahí la «retorcida» y tramposa pregunta de los saduceos a Jesús: «¿con quién estará casado aquella mujer que tantos maridos perdió?»

            Podemos deducir de las palabras de Jesús el sinsentido que tiene elucubrar sobre lo que habrá después, teniendo como única referencia este mundo y esta historia que conocemos. Hablar de cómo será nuestro cuerpo resucitado, hablar de «esperar» la resurrección, hablar del «cielo» como si fuera un lugar de ensueño… no nos aclara nada de nada. Porque al otro lado de la vida no hay tiempo, ni espacio, ni podemos deducir o imaginar nada de nada. Por eso es normal tener dudas y miedo sobre ese momento inevitable. Grandes creyentes como el cardenal Newmann oraba así:  “Que mis creencias, Señor, soporten mis dudas”.

Pero sí podemos quedarnos con el mensaje de Jesús: Que el Dios en el que creemos y confiamos «no es un Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos». Nuestra vida está en sus manos. De él salimos, y a él regresaremos. Y habrá de ser bueno nuestro encuentro definitivo con Alguien que se nos ha revelado como «todo amor». Tendremos miedo a la muerte, claro, o a los momentos previos a la muerte si son dolorosos, o al dolor de que nos falte alguno de los nuestros. Claro. Si el propio Jesús vivió esa misma tristeza ante la muerte de Lázaro o la angustia ante la suya.

Pero quiero terminar con un sencillo relato:

Un médico visitaba a un paciente terminal y dejó a su perro fuera, esperando a la puerta. Al despedirse, ya con la mano en el pomo de la puerta, el enfermo le preguntó: – Doctor, dígame qué hay al otro lado de la muerte.
El médico respondió: – No lo sé.
El enfermo insistió:  – ¿Cómo es posible que usted, un hombre cristiano, creyente, no sepa lo que hay al otro lado?
En ese momento se oían gruñidos y arañazos del otro lado de la puerta. El doctor la abrió, y su perro entró moviendo la cola, haciendo fiestas y saltando hacia él.  El doctor le dijo al enfermo:  – Fíjese Vd. en mi perro. Él nunca había entrado en esta casa. No sabía nada de lo que se iba a encontrar al entrar en esta habitación. Sólo sabía que su amo estaba aquí dentro. Y por eso, al abrirse la puerta, entró sin temor a mi encuentro. Pues bien, yo apenas sé nada de lo que hay al otro lado de la muerte. Solo sé una cosa. Mi Señor está allí, y eso me basta».

(Citado por Juan Manuel MARTÍN-MORENO en Sal Terrae 1100)

Como dice ese conocido Salmo del Buen Pastor: «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo». Y también: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Él es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?».

Que la liturgia de hoy nos llene, por tanto, de confianza y de esperanza en el Dios que resucitó a Jesús y lo hará también con todos sus hijos amados. Amén.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imagen segunda José Luis Cortés