Jesús nunca pretendió ser rey de nadie

Toda la liturgia del año tiene como principio y como fin al mismo Jesús. Comienza en Adviento con la preparación a su nacimiento, y termina con la fiesta que estamos celebrando como culminación más allá de su vida terrena. Como todo ser humano, nació como un proyecto que se fue realizando durante toda su vida y que culminó con una muerte que expresó sin equívocos la plenitud de ser. Pero Jesús respondió a Pilato que su Reino no era de este mundo. A pesar de ello, le proclamamos Rey del Universo. Claro, nosotros sabemos mucho mejor que él lo que es y lo que no es Jesús.

Con el evangelio en la mano, ¿podemos seguir hablando de “Jesús rey del universo”? Un Jesús que luchó contra toda clase de poder; que rechazó como tentación la oferta de poseer todos los reinos del mundo. Un Jesús que dijo: Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de Dios. Un Jesús que invitó a sus seguidores a no someterse a nadie. Un Jesús que dijo que no venía a ser servido, sino a servir. Un Jesús que dijo a los Zebedeo: “El que quiera ser grande que sea el servidor, y el que quiera ser primero que sea el último. Un Jesús que, cuando querían hacerlo rey, se escabulló y se marchó a la montaña. Podíamos hacer más referencias, pero creo que está claro lo que quiero decir.

La palabra Rey, Padre, Hijo, Mesías, Pastor, tienen gran riqueza de significados simbólicos en la escritura. Todas están relacionadas entre sí y no se puede entender separando unas de otras. La idea de un “rey”, en Israel, fue más bien tardía. Mientras fueron un pueblo nómada no tenía sentido pensar en un rey. Cuando se establecieron en  las ciudades de Canaán, sintieron la necesidad de copiar sus estructuras sociales y le pidieron a Dios un rey. Esa petición fue interpretada por los profetas como una apostasía, porque para el pueblo judío, el único rey debía ser Yahvé.

Encontraron la solución convirtiendo al rey en un representante de Dios. Para erigir a una persona como rey, se le ungía. Es lo que significa exactamente Mesías (Ungido, Cristo). La unción le capacitaba para una misión: conducir al pueblo en nombre de Dios. De ahí que desde ese momento se le llamara hijo de Dios. Lo propio de un hijo es actuar como el padre, en lugar del padre. También se le llamaba padre del pueblo y pastor del pueblo. Lo mismo que Dios era padre y pastor para ellos, el que era elegido como rey era ungido, hijo, pastor y padre. Los primeros cristianos utilizaron todas estas palabras para referirse a Jesús y nosotros podemos seguir utilizándolas, pero como símbolos.

El letrero que Pilato puso sobre la cruz era una manera de mofarse de Jesús y de las autoridades. Es curioso que nosotros hayamos ampliado el ámbito de su realeza a todo el universo. ¿Para escarnio de quien? Los soldados también le colocaron una corona y un cetro para reírse de él. ¿Creéis que Jesús se hubiera encontrado más cómodo con una corona de oro y brillantes y con un cetro cuajado de piedras preciosas? Podemos seguir empleando el título, con tal que no le demos un sentido literal. Todo lenguaje sobre Dios es analógico. También el aplicado a Jesús una vez que terminó su trayectoria humana.

Las autoridades, el pueblo, uno de los ladrones le piden que se salve; pero Jesús no bajó de la cruz. Desde el bautismo hasta la cruz, le acompaña la tentación de poder. Jesús se salvó de esa tentación, pero no como esperaban los que estaban a su alrededor. Hoy seguimos esperando, para él y para nosotros, la salvación que se negó a realizar. Nos negamos a admitir que nuestra salvación pueda consistir en dejarnos aniquilar por los que nos odian. Si seguimos esperando la salvación externa, seguridad, poder o gloria, quedaremos decepcionados como ellos. Jesús será Rey del Universo, cuando la paz y el amor reinen en toda la tierra. Cuando todos seamos testigos de la verdad.

El centro de la predicación de Jesús fue “el Reino de Dios”. Nunca se predicó a sí mismo ni revindicó nada para él. Todo lo que hizo, y todo lo que dijo, hacía siempre referencia a Dios. El Reino de Dios es una realidad que no hace referencia a un rey. Ese “de” no es posesivo sino epexegético. No es que Dios posea un reino. Dios es el Reino. Jesús se identificó de tal manera con ese Reino. De Jesús terreno carecería de sentido hablar de su reino. Podemos hablar del Reino de Cristo como una gran metáfora, como el ámbito en el que se hace presente lo crístico, es decir, un ambiente donde reina el amor. Entendido de ese modo y no literalmente, puede tener pleno sentido hablar del Cristo Rey.

Los cristianos descubrieron esta identificación, y pronto pasaron de aceptar la predicación de Jesús a predicarle a él. Surge entonces la magia de un nombre, Jesucristo (Jesús el Cristo, el Ungido). El soporte humano de esta nueva figura queda determinado por la cualidad de Ungido, Mesías. El adjetivo (ungido) queda sustantivado, (Cristo). Lo determinante y esencial es que es “Ungido”. Lo que Jesús manifiesta de Dios, es más importante que el sustrato humano en el que se manifiesta lo divino. Pero debemos tener siempre muy claro que los dos aspectos son inseparables. No puede haber un Jesús que no sea Ungido, pero tampoco puede haber un “Ungido” sin el ser humano, Jesús.

Cristo no es exactamente Jesús de Nazaret, sino la impronta de Dios en ese Jesús. El Reino, que es Dios, es el Reino que se manifiesta en Jesús. Para poder aplicar a Jesús el título de rey, debemos despojarlo de toda connotación de poder, fuerza o dominación. Jesús condenó toda clase de poder. Pero no solo condenó al que somete; condenó con la misma rotundidad al que se deja someter. Este aspecto lo olvidamos y nos conformamos con acusar a los que dominan. No hay opresor sin oprimido. El reinado de Cristo es un reino sin rey, donde todos sirven y todos son servidos. Cuando decimos: reina la paz, no queremos decir que la paz tenga un reino sino que la paz se hace presente en ese ámbito.

Jesús quiere seres humanos completos, que sean reyes, es decir, libres. Jesús quiere seres humanos ungidos por el Espíritu de Dios, que sean capaces de manifestar lo divino. Tanto el que esclaviza como el que se deja esclavizar, deja de ser humano y se aleja de lo divino. El que se deja esclavizar es siempre opresor en potencia, no se sometería si no estuviera dispuesto a someter. La opresión religiosa es la más inhuma porque es capaz de llegar a lo más profundo del ser y oprimirle radicalmente. Entender literalmente términos militares, como “guerrilleros de Cristo”, “cruzados de Cristo”, para designar personas o asociaciones vinculadas a Jesús, es muestra de la más burda tergiversación del evangelio.

En el padrenuestro, decimos: “Venga tu Reino”, expresando el deseo de que cada uno de nosotros hagamos presente a Dios como lo hizo Jesús. Y todos sabemos cómo actuó Jesús: desde el amor, la comprensión, la tolerancia, el servicio. Todo lo demás es palabrería. Ni programaciones ni doctrina, ni ritos, sirven para nada si no entramos en la dinámica del Reino. Cuando responde a Pilato, no dice “soy el rey”, sino soy rey. Quiere demostrar que no es el único, que cualquiera lo es en su verdadero ser.

Fray Marcos

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Un rey desnudo

La ejecución de Jesús viene relatada bajo el reconocimiento de su realeza, tal como proclamaba el supuesto letrero colocado en la cruz: INRI (Jesús Nazareno Rey de los Judíos). Con ello, sin duda, los autores de los textos evangélicos perseguían un objetivo teológico: mostrar a su Maestro como el Mesías Rey esperado.

La realidad, sin embargo, más allá de ese objetivo, proclamaba a gritos la paradoja presente en ese “rey”: despreciado, condenado, ejecutado…, absolutamente desnudo. Desnudo de cualquier cosa a la que poder aferrarse.

De ese modo, el texto nos introduce en la comprensión de lo que es la “realeza”, nuestra verdadera identidad: aquello que realmente somos es lo que queda cuando hemos sido “desnudados” de todo lo demás.

Desde esta clave, Jesús aparece como el hombre sabio que ha sabido vivir “desnudo” hasta el final. Desnudo de apetencias de tener, poder o aparentar. Pero desnudo, sobre todo, de la identificación con el yo. Y ello fue posible porque vivió en la comprensión de ser -tal como se recoge en el evangelio de Juan- “uno con el Padre”, o “todas las cosas” -como se lee en el evangelio de Tomás-.

Es precisamente esa comprensión la que le otorga autoridad para asegurar vida y decirle al compañero de suplicio: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”.

El camino de la sabiduría -el camino de la vida- es un camino de desnudez, de soltar todo lo que no somos para vivir en conexión consciente con lo que realmente somos. Porque, con frecuencia, solemos funcionar justo al revés: nos tomamos por lo que no somos, ignorando lo que somos. No es extraño que, como consecuencia, nos veamos perdidos en la confusión y atascados en el sufrimiento.

La liberación viene de la mano de la comprensión. Y en ese camino incluso el sufrimiento puede ser un “aliado” para desnudar nuestras falsas creencias y, a través del silencio de la mente, llevarnos a saborear nuestra genuina “realeza”.

¿Vivo la existencia como un proceso de desnudez?

Enrique Martínez Lozano

Solemnidad de Cristo Rey

Inicialmente esta fiesta se celebraba el domingo anterior a la de Todos los Santos (1 de noviembre). La reforma del Concilio Vaticano II decidió cerrar el año litúrgico con esta solemnidad para subrayar la victoria final de Jesús.

David, el rey salvador (2 Samuel 5, 1-3)

La primera lectura solo se comprende recordando los acontecimientos previos. Años atrás, el primer rey israelita, Saúl, ha muerto luchando contra los filisteos. Le ha sucedido un hijo bastante inútil, Isbaal, y el poder se concentra en las manos del general Abner. Pero tensiones internas y externas llevarán al asesinato de Abner y, más tarde, de Isbaal. Las tribus del norte, sin rey ni general, se sienten desconcertadas. Y consideran que la única solución es ofrecerle el trono a David, que ya es rey de Judá desde hace siete años. Y se dirigen a la que entonces era capital de Judá, Hebrón (Jerusalén todavía no había sido conquistada).

Nosotros leemos estas palabras sin darle especial importancia. Pero el que los del norte vengan a buscar la salvación en el rey del sur era entonces algo inaudito, que sólo se explica por la necesidad urgente de un rey que los salve.

Jesús, ¿un rey incapaz de salvar? (Lucas 23, 35-43)

Los contemporáneos de Jesús también esperaban un rey con capacidad de salvar. La lectura del evangelio de hoy lo deja muy claro. Las autoridades, los soldados, uno de los malhechores crucificado con Jesús, lo repiten hasta la saciedad. Pronuncian los mayores títulos: Mesías de Dios, Elegido, rey de los judíos, Mesías. Pero sólo están dispuestos a aplicárselos a Jesús si se salva a sí mismo, o, como dice el otro crucificado, «sálvate a ti mismo y a nosotros». La sorpresa aparece al final, en la petición del buen ladrón, cuando reconoce que el reino de Jesús no se realiza en este mundo, no es aquí donde lleva a cabo obras portentosas para que la gente lo acepte como rey. Su reino se encuentra en una dimensión distinta, en la que entrará a través de la muerte. Por eso, el buen ladrón no pide que lo salve. Sólo pide un recuerdo: «acuérdate de mí».

A lo largo de su vida, Jesús escuchó muchas peticiones: de leprosos que deseaban ser curados, de ciegos y cojos, de padres de niños difuntos, de discípulos asustados por la tormenta… Pero esta es la petición más bella y más sencilla: «Jesús, acuérdate de mí». El buen ladrón pide muy poco. Pero hace falta una fe profundísima para creer que ese ajusticiado, al que todos rechazan y del que todos se burlan, dentro de poco será rey, y que un simple recuerdo suyo puede traer la felicidad. Así ocurre en la promesa que Jesús le hace: «hoy estarás conmigo en el paraíso».

«Acuérdate de mí» y «estarás conmigo» son las dos caras de una misma moneda, de la intimidad plena entre el rey y su súbdito, más satisfactoria que todas las prebendas y beneficios mundanos que regalan otros reyes.

Jesús, mucho más que rey (Colosenses 1,12-20)

Si los presentes junto a la cruz negaban la realeza de Jesús, Pablo, sin llamarlo “rey”, habla de su reino y coloca a Jesús por encima de todo lo imaginable en cielo y tierra. La lectura podemos dividirla en dos secciones.

En la primera, se da gracias a Dios por un regalo inimaginable. Imaginemos que somos ciudadanos de un país pobre, miserable, sin futuro; de repente, nos conceden la ciudadanía de un país maravilloso, el pasaporte para entrar en él, incluso nos llevan en avión en primera clase. Eso es lo que ha hecho Dios con nosotros: del mundo de las sombras y del pecado nos ha trasladado al reino de su Hijo querido.

La segunda parte resulta difícil entender si no se conoce la situación de los cristianos de Colosas (en la actual Turquía). ¿Era Jesús superior a los semidioses tan venerados por el pueblo: tronos, dominaciones, principados, potestades? ¿Se extendía su dominio a los seres visibles e invisibles, al pasado y al futuro, al ámbito de los muertos? Preguntas que pueden parecernos trasnochadas pero esenciales para ellos. Pablo responde situando a Jesús por encima de todo lo imaginables en cielo y tierra, pero sin olvidar la realidad de su muerte en cruz.

Nota sobre el sentido originario de la fiesta

Cuando Achille Ratti fue elegido Papa en febrero de 1922 y tomó el nombre de Pío XI, tenía la experiencia reciente de la Primera Guerra Mundial y de la Revolución rusa. Pocos meses después, en octubre, Mussolini organizaba la marcha sobre Roma, que llevaría al triunfo del fascismo. Un año más tarde (8 de noviembre de 1923) Hitler intenta un golpe de estado en Múnich. Pío XI, alarmado por las tensiones crecientes en Europa y en todo el mundo, piensa que la única y verdadera solución a los problemas de tipo social, político, económico, es atenerse al mensaje del evangelio. Si Cristo fuese el rey de este mundo, muy distintas serían las cosas. Entonces instituyó esta fiesta, aprovechando que en 1925 se cumplían mil seiscientos años del concilio de Nicea, que proclamó la realeza de Cristo al añadir al credo apostólico las palabras: “y su reino no tendrán fin”.

Ha pasado casi un siglo. El lenguaje, como tantas cosas, ha cambiado; las verdades profundas, no. No creo que muchos católicos se animen a decir hoy día que la solución a los problemas que afectan al mundo actual sea Cristo Rey. Pero sí debemos estar dispuestos a defender los valores evangélicos del amor al prójimo, especialmente al más necesitado, de reconocernos todos como hermanos, hijos del mismo Padre, de la compasión, la justicia, la paz.

José Luis Sicre

Comentario – Jesucristo, Rey del Universo

(Lc 23, 35-43)

Los jefes del pueblo se burlan de Jesús crucificado. Finalmente han podido liberarse del hombre que los cuestionaba y les robaba la admiración y el respeto de la gente. Y le piden irónicamente que demuestre que es el Mesías salvándose a sí mismo, liberándose de su propia muerte.

Uno de los criminales, que estaba crucificado a su lado, no aparece burlándose ni expresando revancha, pero sí reclamando desesperadamente una intervención, como una especie de ilusión que no brota de la fe y de la confianza sino de la angustia. Es el caso de los que no creen en nada, pero cuando les llega al agua al cuello son capaces de acudir a lo que sea con tal de liberarse de la angustia.

Pero había otro crucificado a su lado, que no sólo reconoce la inocencia de Jesús, sino que reconoce la realeza de Jesús, lo acepta como Mesías, y le pide humildemente: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino». Él no se considera digno de ser liberado de la muerte y reconoce sus culpas (v. 41), pero confía en Jesús percibiendo en él no solamente la bondad y la misericordia, sino también el poder para rescatarlo después de la muerte.

Y Jesús responde diciéndole que no falta mucho para ese rescate: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43).

Es importante advertir que la promesa de Jesús no es sólo la de regalarle una felicidad celestial, sino «estar con él» (Flp 1, 23). Porque entre Jesús y el criminal, en medio del dolor y la angustia, ha nacido un encuentro de amor llamado a perpetuarse por toda la eternidad.

Cuando él pidió a Jesús «acuérdate de mí», ya había sido tocado por el amor del Señor. Por eso «estar con él» es la promesa más hermosa que podía escuchar el criminal perdonado; y en el peor momento de su vida recibía lo que más necesitaba, lo que siempre había necesitado y no había encontrado jamás en su vida desorientada y pecadora: alguien que aceptara estar a su lado con amor.

Oración:

«También yo, en medio de mis angustias y de mis pecados, quiero pedirte que te acuerdes de mí, porque reconozco que estoy hecho para ti, y que mi felicidad consiste en estar contigo, siempre contigo».

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

¿Cristo… Rey?

No. Cristo no reina en el mundo. Reina el dinero, la avaricia, la insolidaridad, el deseo, el derroche, la ciencia mercantilizada, la economía deshumanizada, la expoliación de nuestro hábitat, la explotación de personas para exprimirlas como un limón, el vilipendio de las actitudes y los valores que nos hacen humanos, la sacralización de lo que nos animaliza, el desprecio de la concordia, la exaltación del conflicto, la ley del más fuerte, la guerra…

Y me dirán que no todo es así —lo cual es cierto—, pero lo que reina en el mundo sí que es así. Lo que reina en el mundo es lo que lo está llevando a una situación límite donde está en riesgo la propia civilización. Es lo que está cambiando el clima, destruyendo los fondos marinos, produciendo sequías y pérdida de cosechas, provocando a la larga tal escasez de productos esenciales para la vida, que traerá migraciones masivas, conflictos generalizados por obtenerlos… e infinidad de calamidades más.

Pero no hace falta apelar al futuro para ver su infausto legado. Hoy mucha gente muere de hambre y falta de medicinas básicas mientras otros tiramos el treinta por ciento de los alimentos a la basura. Hoy, dentro de toda ciudad desarrollada, convive la miseria con el derroche, y la inhumanidad campa por sus respetos. Una persona puede estar muriéndose en una acera concurrida mientras los demás pasamos indiferentes, o ser víctima una agresión brutal en plena calle y a pleno día sin que movamos un dedo por auxiliarle…

Necesitamos que en el mundo reinen otros valores, porque es evidente que con estos nos encaminamos al desastre a una velocidad de vértigo. Necesitamos sacudirnos la esclavitud a la que nos somete el dinero, sofocar el deseo irracional de cosas que no necesitamos, aprender a vivir con poco, descubrir que el prójimo también tiene anhelos y necesidades, recuperar la capacidad de compadecer, preferir dar que recibir, desterrar la violencia, acostumbrarnos a decir la verdad, trabajar por la paz y la justicia…

Necesitamos reconciliarnos con la Naturaleza, porque no es posible garantizar el bien del género humano sin ampliar nuestro desvelo al entorno que lo acoge. Necesitamos poner coto al crecimiento del mundo artificial porque si no, acabará engullendo al mundo natural…

Solo cuando esto se logre podremos decir que Cristo reina en el mundo. Pero esto no es algo que vaya a ocurrir de manera espontánea, ni solo por la fuerza del Espíritu, sino porque haya personas que trabajen en ello. Jesús creía que era posible, y su última voluntad fue encargarnos a nosotros, sus seguidores, la tarea de hacerlo. Hasta nos dijo cómo: «Que los hombres vean en vuestras buenas obras el amor del Padre».

Miguel Ángel Munárriz Casajús

Lectio Divina – Jesucristo, Rey del Universo

Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino

INTRODUCCIÓN

El último domingo del año litúrgico se centra en Jesucristo-Rey.  Toda la liturgia tiene como principio y como fin al mismo Jesús. Le recordamos Niño en Belén y nuestro corazón se llena de ternura. Nos admira y emociona en su vida oculta de Nazaret, viviendo como un obrero más, como un paisano cualquiera, sin dar ninguna señal extraordinaria. Le recordamos con cariño en su vida pública, recorriendo pueblos y ciudades, predicando la Buena Noticia y sanando toda dolencia y enfermedad. Por fin lo hacemos presente en Jerusalén, entregando su vida por nosotros en la Cruz. Naturalmente que una vida así no podía encerrarse en una estrecha sepultura. A los tres días salió del sepulcro y este triunfo final de su Resurrección llenó el mundo de alegría y de esperanza. Es lo que celebramos en este último Domingo del Año Litúrgico.

LECTURAS BÍBLICAS

1ª lectura: 2 Samuel 5,1-3.           2ª lectura: Colosenses 1,12-20.

EVANGELIO

Lucas (23,35-43):

En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido”. Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo» Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».

REFLEXIÓN

1.- YO SOY REY. PERO NO DE ESTE MUNDO. Los reyes de este mundo viven en Palacios, tienen esclavos que les sirvan y soldados que les defiendan. Les gustan los honores, las dignidades, las grandezas. La primera lectura habla de la unción de David como rey de Israel. Hay que tener en cuenta su elección a través de Samuel:” Fue a casa de Jesé y éste le mostró sus hijos más fuertes y robustos.  Y ninguno le agradó. ¿No tienes más hijos? Sí, “el más pequeño” que está pastoreando el rebaño.  Buscadlo, ése es el elegido. Dice Dios: “Vosotros os fijáis en las apariencias, pero yo miro el corazón” (1Sam. 16, 7-12). Jesús es rey, pero pasó por la vida como “el pequeño, el siervo, el humilde”. Cuando, después de la multiplicación de los panes, le quieren hacer rey, se esconde (Jn.6,15). Si los reyes de este mundo buscan un camino de “ascenso” Jesús siempre busca el camino de “descenso”, hasta lavar los pies a sus discípulos.

2.- YO SOY REY. PERO MI CORONA NO ES DE ORO NI PERLAS PRECIOSAS SINO DE ESPINAS. De la cabeza de este gran rey han salido ideas geniales, proyectos maravillosos, sueños sublimes. Él ha querido reinar desde el amor y ha pasado por la vida “haciendo el bien a todos”. Ha predicado la igualdad, la fraternidad, el perdón. Y no sólo lo ha predicado, sino que lo ha vivido, lo ha realizado. Ha muerto perdonando a los que se estaban mofando de él.  “Los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido”. Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Esa cabeza que sólo ha pensado en hacer el bien ha sido “coronada de espinas”. Es la paga que le han dado a este rey. Ha muerto perdonando también al ladrón que tenía a su lado. Solamente teniendo a Jesús al lado, uno puede soportar el dolor, el sufrimiento y la muerte. La gran lección de esta fiesta es: sólo desde el amor se puede reinar.

3.- YO SOY REY. PERO NO PARA QUE ME SIRVAN SINO PARA SERVIR.  Frente al afán de dominar, propio de los que tienen poder en el mundo, Jesús ejerce su dominio “sirviendo a los demás”. Dios hizo a nuestros padres en el paraíso “virreyes” y les dio el dominio sobre todas las cosas (Gn. 1,28).  Pero no quisieron ser “virreyes”. Quisieron ser “reyes” y tener el poder y el dominio de Dios. Según la carta de Pablo en este día, “Él es el primero en todo y tiene toda la plenitud”. Nosotros podemos participar de esa plenitud de Cristo dominándonos a nosotros mismos, sin ser esclavos de nada y de nadie. Al contrario, debemos servirnos los unos a los otros por amor. Un servicio hecho sin amor, esclaviza; pero un servicio hecho por amor, nos hace libres. Con este servicio hecho por amor, Jesús nos ha enseñado a reinar. Cuando a los primeros cristianos de Roma se les exigía que dieran culto al Emperador, ellos decían: Nosotros no reconocemos a otro Señor que a Jesucristo, que ha muerto y ha resucitado por nosotros. Nuestros primeros cristianos se pueden considerar como“mártires de la libertad”.  Nadie más hombre que un cristiano; nadie más libre que un cristiano, nadie más feliz que un cristiano, pero un cristiano de verdad.

PREGUNTAS

1.- ¿Se parece en algo el reino de Jesús al de este mundo? Y a mí, ¿cómo me gustaría reinar?

2.- Cuando veo a Jesús “coronado de espinas”, ¿todavía me quedan ganas de coronarme de rosas?

3.- ¿He descubierto el gozo de la libertad interior?  ¿A qué cadenas me siento todavía amarrado? ¿Para cuándo espero soltarme?

Este evangelio, en verso, suena así

En lo alto de la cruz,
en tres idiomas escrito,
hay un letrero que dice:
«JESÚS REY DE LOS JUDÍOS».
Su Reino no es de este mundo:
Jesús es un Rey distinto:
No es Rey al estilo humano.
«Es Rey a estilo divino».
Por trono tiene una cruz,
su corona es flor de espino
y la piel rasgada a tiras
es su sencillo vestido.
Él no declara la guerra
ni mata a los enemigos,
porque todos sus soldados
tienen» corazón de niño».
Jesús es un Rey de Amor,
porque «amar es su ejercicio»:
Vino al mundo para dar
la vida por sus amigos.
Jesús es un Rey de Paz
que se pasea entre olivos.
Al que lo mira con fe
le promete el «paraíso».
Señor, a Jesús por Rey,
en esta fiesta elegimos.
Él será para nosotros
«VIDA, VERDAD Y CAMINO».

(Estos versos los compuso José Javier Pérez Benedí)

En torno a nuestro Cristo Rey

1.- Vaya por delante, mis queridos jóvenes lectores, que cuando hablamos de la realeza de Jesús, en nada se parece a la de este mundo. Ni es rey como lo fue Herodes, o cualquiera de los de su tiempo, ni se asemeja a los actuales que ocupan un lugar muy diferente, sea en la esfera de lo político, de lo económico o de la prensa rosa. Observad que no le atribuimos al Señor ningún territorio concreto. Decimos que es Rey del Universo, por utilizar una expresión convencional, como podríamos decir que es la clave de la creación en la que estamos sumergidos o el sentido y causa de la materia-energía en la que trascurre nuestra existencia, actual y eterna. Serían estas, por más exactas que pareciesen, frases complicadas.

Aunque el contenido de la festividad de hoy esté expresado mejor en el fragmento evangélico, permitidme que me detenga un poco en la primera lectura, que es, como casi siempre, una introducción a la tercera. La escena transcurre en una población llamada Hebrón. Esta ciudad existe todavía, está emplazada a 40 km. al sur de Jerusalén. La he visitado unas cuantas veces. Según se cree, es la ciudad más antigua que ha sido habitada siempre. El núcleo es encantador. La presencia palestina es casi total allí. A las afueras, se levantan algunos asentamientos judíos, que no son otra cosa que edificaciones rápidas, apresuradas, de cemento. La presencia cristiana, que yo sepa, se reduce a un monasterio ortodoxo, que recuerda el episodio de Mambré, muy próximo. Domina el paisaje urbano un gran edificio, herodiano primero, cruzado después, en la actualidad: musulmán.

En él, de acuerdo con la tradición, están enterrados los patriarcas y las matriarcas. Dada la mentalidad imperante en el lugar, ni se pueden hacer estudios en las tumbas, no se puede turbar el reposo de los muertos, ni excavaciones arqueológicas en su entorno. A pesar de todo esto, la presencia espiritual de Abrahán es evidente. Y de él nos sentimos descendientes judíos, cristianos y musulmanes. No obstante, en el lugar no se respira paz, cosa muy lamentable. Aquí fue donde empezó a gobernar a las tribus israelitas del sur, un joven atractivo y bien dotado para la música y la poesía, acertado en sus disparos de honda, hijo de pastores y pastor él mismo. Su nombre era David, hijo de Jesé. Ungido rey por el profeta Samuel, aceptado por los suyos, los del sur, pero no por las tribus del Norte, que obedecían a Saúl. A su muerte, momento que recoge la lectura, también aquellas diez tribus lo aceptaron. David es figura del futuro Mesías-Rey, de aquí que su entronización sea una anticipación, una imagen simbólica, de la realeza de Jesús que celebramos hoy.

3.- Al leer el evangelio del presente domingo, nos choca la situación de Jesús, que en la cruz donde está clavado, resulta patética. Contrasta la fiesta de Hebrón con la estampa del Calvario. Seguramente ninguno de vosotros, mis queridos jóvenes lectores, ha visto una cámara de ejecución, ni falta que hace, diréis acertadamente. Pero yo sí que me encontré, sin buscarlo, en una. Gracias a Dios, en aquel entonces y aun ahora, ya está en desuso. Veía el instrumento para dar muerte al reo y, próxima a aquel recinto, la pequeña estancia donde se alojaba al condenado, esperando su próxima ejecución, incapaz de escaparse y casi de moverse. Como el Señor en la cruz. La gente se mofaba y le increpaba. Incluso uno de los que a su lado sufría el mismo tormento, también le insultaba, el otro no. El otro, aquel que la tradición ha llamado Dimas, le dirige una sincera oración. Reconoce que está próxima la llegada de su misterioso Compañero a su reino, desconocido para Él, pero del que algo habría oído hablar. Alcanzará, sin duda, el triunfo. Allí donde los demás, gente sabia y poderosa, no saben ver más que un derrotado, víctima de sus envidias, de las envidias de los poderosos y sabios, él, pobre crucificado, en vez de insultar, reza. Reza sin saber que lo está haciendo. ¡Señor! Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. Y escucha, consolándole: hoy estarás conmigo en el Paraíso.

4.- Jesús ni en los momentos de más atroz dolor, es capaz de olvidarse de los demás. De apartar de su mente el encargo del Padre. Con sus palabras de consuelo, empieza la redención de este buen ladrón. Empieza la redención del género humano. Es un misterio, como tantos otros, el porqué de no se lo diga ni a su Madre, ni a Juan, ni a las otras mujeres. La súplica del buen ladrón se ha convertido para mí en oración cuando rezo en el Calvario. Le digo al Señor: acuérdate de mí ahora que estás en tu Reino. Y luego le repito muchas veces, pronunciando los nombres de los que amo: acuérdate de él, de ella, de aquellos, ahora que estás en tu Reino. Y como es muy de cuando en cuando que puedo hacerlo en Jerusalén, se ha convertido ya en mi oración de Viernes Santo, cuando adoramos la Cruz redentora. Posteriormente, he descubierto que cualquier día, en cualquier lugar, es bueno repetírselo a Jesús: acuérdate.

Es paradójico: un Señor, un Maestro, un Redentor, un Rey, recibe gesto de pleitesía, en un patíbulo. Solo a la portentosa imaginación de Dios se le podía ocurrir tal cosa.

Pedrojosé Ynaraja

Jesús, el Rey de nuestras vidas

1.- La palabra rey está alojada muy dentro del alma humana. No es simplemente un título político o administrativo. Una madre, llena de gozo, va a zarandear cariñosamente a su hijo, diciéndole, casi a grito pelado, “¡Mi rey, mi rey!” No siempre, por tanto, indica poder o majestad. No hay nada más débil e inerme que un bebé que “se deja” zarandear, feliz, por su madre. Es posible que este ejemplo se ajuste mejor a la idea que, hoy, nosotros queremos dar en nuestro comentario sobre la realeza de Cristo. De todos modos, el grito de “¡Viva Cristo Rey!” era el de los mártires españoles de la guerra civil que proclamaban en el momento de morir ejecutados. No era ese grito –sin duda—político. Contenía un enorme sentido de paz, de amor. Recordaba, de manera total, aquello que Jesús le dijo el gobernador romano, Poncio Pilato, pocas horas antes de morir: “Mi Reino no de este mundo”. Reino de paz y de amor, no de poder y de riquezas. Fue el Papa Pío XI quien instituyó esta solemnidad el 11 de diciembre de 1925. A partir del Concilio Vaticano II fue situada como broche final del Tiempo Ordinario, cuando se abre el Adviento. Y así lo celebramos ahora.

2.- Pero no debemos creer que es, solamente, un eufemismo, o un piropo como el de la madre a su hijo pequeño, aunque como prueba de amor, nos resulte muy válido. Y es que si Jesús de Nazaret no es el Rey total de nuestras vidas, y si compartimos su poder amoroso sobre nosotros, con otros poderes “fuertes” que llenan nuestro mundo, es señal de que no vamos bien, de que no somos cristianos de verdad. Por eso es bueno que, al menos, una vez al año proclamemos a Jesús como Rey de todo y todos. Y debemos de hacerlo con entrega y alegría, calando hondo en nuestros corazones. Digamos, por otro lado, que la Solemnidad de Cristo Rey se ajusta a las características de su ciclo. Es decir, ahora que terminamos el ciclo “C” se ha proclamado el Evangelio de Lucas que describe la crucifixión con el relato del “Buen Ladrón”. En el “A” se lee el fragmento de Mateo en el que el Hijo del Hombre hace justicia y en el “B” se presenta el evangelio de Juan con la conversación entre Pilato y Jesús, en la que el Señor reconoce que es Rey, aunque no de este mundo.

3.- Entonces, bajo mi punto de vista, es este domingo último del Ciclo C donde se nos presenta el auténtico y único trono de Jesús de Nazaret, la Cruz y desde la que, ante los ruegos de un pecador arrepentido, el Buen Ladrón, se produce la primera beatificación de la historia. Sin duda, esa tarde, Jesús y el ladrón arrepentido mirarían desde la felicidad sabia de la Gloria todo lo que había ocurrido allí. Y San Pablo en el fragmento de la Carta a los Colosenses pronuncia unas palabras que son de las más bellas de todo el Nuevo Testamento y que demuestran cual es el Reino de Jesús y para que nos sirve. Esas palabras del Apóstol de los Gentiles forman parte de un himno litúrgico que la Iglesia, llena de gozo, repite muchas veces, casi todos los días. Y es que ha sido Dios Padre quien nos ha traslado al Reino de su Hijo querido… San Pablo además, nos ayuda, de manera magistral, a entender quien en Jesús y como se establece la relación entre Padre e Hijo, junto con el Espíritu Santo. Y, asimismo, en la primera lectura, del capítulo quinto del Libro Segundo de Samuel, hemos escuchado todo el rito del Ungido, del Cristo. Y eso es lo que significa Cristo, el ungido por Dios para ser Rey de Israel. David es pues ungido ante el pueblo y todos puestos en presencia de Dios.

4.- Dicen que ningún cristiano puede llegar a sentirse como tal, si no ha tenido su propia presencia de Cruz, si no se ha enfrentado con el hecho terrible y maravilloso de cómo y por qué Jesús murió por uno mismo –por ti y por mi– y resucitó por cada uno, tambien. No es fácil, desde luego, mirar la Cruz de Jesús de frente. No es fácil. Y no lo es porque, a la postre, cuesta trabajo entender que el sacrificio de Jesús fuese necesario. Y sin embargo, la enorme grandeza de ese sacrificio, asumido desde la totalidad de la naturaleza divina, es lo que hace inconmensurable el perdón de Dios y nuestra salvación. No es suficiente recorrer, en los días de Semana Santa, ese camino del calvario. Hay que, un día, en la soledad absoluta de un momento de oración, enfrentarse al hecho de la Cruz y sentirlo en uno mismo. No se trata, en ninguno de los casos, de buscar el dolor. Se trata de asumir lo más posible el dolor de Jesús, porque el nuestro, si llegase, apenas tendría parangón posible con el sufrimiento de Jesús de Nazaret en la Cruz.

Y es lo que ha dado sentido a los mártires en su tránsito hacia la vida total. O fue la Cruz del Señor lo que ayudó a comprender a muchos, en momentos muy difíciles, aquel súmmum de la maldad humana que fue la atrocidad nazi o las purgas de Stalin. Pero la Cruz es esperanza, porque junto a ella está la Resurrección. Y después del Viernes Santo se llaga a la luz del Domingo, al amanecer de la Pascua. El trono del Rey que perdona desde la cruz se convierte en felicidad eterna desde el amanecer de la Resurrección. Todo ello es, pues, el contenido del Reino de Cristo. Y en el deberemos estar, según las palabras de San Pablo, “en el Reino de su Hijo querido”, al que nos ha traslado el Padre.

Merecerá, pues, la pena que nos ejercitemos hoy, tras la lectura repetida, en casa o en nuestro mejor momento de soledad bien asumida, del Evangelio de Lucas de hoy. Y sepamos ver en su texto la expresión más clara de la Majestad de Jesús de Nazaret. También podemos asumir el ruego del Buen Ladrón. Y ya, después, no esperar nada más.

Ángel Gómez Escorial

En la misma condena

La semana pasada decíamos que, desde que comenzó el siglo XXI, parece que no levantamos cabeza y las cosas van de mal en peor. Los males que ya aquejaban a nuestro mundo se han agravado y han surgido otros nuevos, como la pandemia del coronavirus, la guerra en Ucrania, la sequía y el cambio climático, la crisis de refugiados… que han empeorado más la situación. A estos males generales hay que sumar los personales: enfermedades, paro laboral, problemas múltiples en lo personal, familiar y social… Y surge la pregunta: ¿Dónde está Dios? ¿Por qué no actúa?

Hoy llegamos al final del año litúrgico, la semana que viene comenzaremos un nuevo ciclo con el tiempo de Adviento. Y en este último domingo, como colofón de todo lo que hemos vivido y reflexionado estos meses atrás, celebramos a Jesucristo glorioso como Rey del Universo.

Pero lo contemplamos desde nuestra situación actual, personal y de toda la humanidad, afectados por la cruz, de múltiples formas: “en una enfermedad grave, en el dolor, en los desengaños, fracasos y golpes del destino, en la desgracias, en las catástrofes…” (Catecismo alemán para adultos). Y es muy probable y muy lógico que, tanto en no cristianos como en cristianos, surja la pregunta: ¿Dónde está este Rey del Universo? ¿Por qué no actúa?

En el fondo es lo mismo que diferentes personajes reprochaban a Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio: Los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo: …que se salve a sí mismo, si Él es el Mesías de Dios… Se burlaban también los soldados diciendo: Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo… Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: ¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros. No debemos juzgar ni condenar a estos personajes, porque también nosotros, quizá no de palabra pero sí con el pensamiento, decimos lo mismo, a menudo con dolor, rabia o desesperación.

Y la respuesta nos la da también el otro malhechor: ¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Dios en su Hijo hecho hombre por nosotros y por nuestra salvación está en la misma condena que todo ser humano sufriente. Jesús, el Rey del Universo, se ha hecho solidario con todos porque también participó Jesús de nuestra carne y sangre (Hb 2, 14), y porque los amó hasta el extremo (Jn 13, 1) experimenta la oscuridad del dolor y de la muerte de cruz e incluso la experiencia del alejamiento de Dios: clamó con voz potente: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15, 34)

Pero aun en esa situación, mantiene la confianza en el plan de Dios y por eso promete al buen ladrón: hoy estarás conmigo en el paraíso. Gracias a esta solidaridad de Jesús con todos, podemos vivir la cruz y el dolor con esperanza en Dios, porque “ha sido justamente el abajamiento de Dios a la miseria extrema del sufrimiento y de la muerte del ser humano lo que nos ha unido con Él en su victoria” (Catecismo alemán). El Rey del Universo está en la misma condena que nosotros y así, como Él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella (Hb 2, 18).

¿Me he preguntado alguna vez dónde está Dios, o por qué no actúa? ¿Me identifico con esos personajes del Evangelio? ¿Le digo a Jesús “sálvate a ti mismo y a nosotros”? ¿He experimentado que Jesús está en la misma condena que nosotros? ¿Lo siento unido a mí en mi dolor o sufrimiento?

Nuestra época se siente más cercana del Cristo que cuelga del madero de la cruz que del Cristo glorioso como Rey del Universo. Pero el Rey a quien hoy celebramos, crucificado en la misma condena que nosotros, pero Resucitado por el Padre, es la garantía de esperanza para todos los que sufren por cualquier cruz, para todos los humillados, agraviados, oprimidos, hambrientos, perseguidos, para todos los que viven con angustia y no encuentran sentido a su vida.

Y ver a nuestro Rey del Universo en la cruz, en la misma condena que nosotros, “es una llamada a llevar la carga del prójimo y a luchar, siempre que sea posible, por evitar o disminuir el sufrimiento. No obstante, siempre habrá mucho dolor que nos será imposible aliviar” (Catecismo alemán). Y nos volveremos a preguntar dónde está Dios y por qué no actúa. Pero entonces, recordar y contemplar a Jesús en la misma condena nos confortará. Seguir a Jesús, el Rey del Universo, es seguirle cargando con la cruz. Sólo por el camino de la cruz alcanzaremos la victoria de la cruz, porque su promesa sigue vigente: Hoy estarás conmigo en el paraíso.

Comentario al evangelio – Jesucristo, Rey del Universo

Para superar el abismo

La primera y la segunda lectura presentan respectivamente dos géneros de vida diametralmente opuestos. El primero de ellos, denunciado por el profeta Amós, bien podría ser calificado de un “consumismo avant la lettre”. Completamente centrado en el disfrute personal y sin medida, su pecado más grave no consiste, en realidad, en ese mismo disfrute, sino sobre todo en el olvido y el desprecio hacia la suerte de los que sufren. Es una suerte que reclama la atención y la ayuda de los que tienen los medios para aliviarla en todo o en parte, pero que deciden que el sufrimiento ajeno no va con ellos (aunque es más que probable que la excesiva riqueza de estos sea la causa directa de la excesiva pobreza de aquellos). Por eso, advierte el profeta, los que así actúan acabarán padeciendo una suerte similar a la de los que han despreciado. Y es que las riquezas de este mundo son efímeras, y quien se entrega a ellas como a un absoluto está labrando su propia perdición. El segundo género de vida camina en dirección contraria: Pablo exhorta a su discípulo Timoteo a comportarse como un “hombre de Dios”, y enumera las cualidades que deben adornarlo: justicia, piedad, fe, amor, paciencia, delicadeza. No hay que ver aquí una sucesión jerárquica. Son cualidades propias de quien no vive en la disolución, sino en la tensión de un combate, el combate de la fe, que significa el testimonio de vida de quien cree en Jesucristo. Jesucristo es el camino que nos lleva a una vida plena, a una vida de total comunión con Dios y con los hermanos. Pero esa comunión empieza ya en esta vida: quien cree en Jesucristo no puede estar ocioso ni ocuparse sólo de su propia satisfacción, física o espiritual: ha de ser alguien que se dedica a tender puentes de comunión, y que, en consecuencia, se duele “del desastre de José”, esto es, que no permanece impasible ante el sufrimiento de los demás y trata de superar los abismos que separan a los seres humanos y que son la causa de esos sufrimientos.

El rico Epulón, que banqueteaba espléndidamente cada día, es la figura que en la parábola de Jesús encarna a los disolutos de Amós. Como ya se ha dicho, su mayor pecado no es la gula (o la lujuria que iría muy posiblemente aparejada), sino su insensibilidad, su ceguera para ver la necesidad del que, a la puerta de su casa, ansiaba saciarse con las migas de su mesa, pero que no fue objeto de su compasión, y fue tratado peor que los perros que merodeaban por allí. Frecuentemente la gula, la lujuria, el exceso de sensaciones referidas a uno mismo, nos hacen egoístas, nos ciegan para percibir las necesidades de los otros: su hambre y sed, su desnudez y enfermedad, su falta de afecto y autoestima.

La situación descrita es clara y sencilla. No es Dios el responsable del hambre y los sufrimientos del pobre Lázaro. Los abismos que median entre ricos y pobres, entre víctimas y verdugos, entre poderosos y débiles, no están escritos en las estrellas, ni son el producto de un destino inevitable, ni son, por tanto, insuperables. Los hemos creado nosotros. Y podemos y debemos superarlos nosotros y, precisamente, en esta vida, en este mundo, en este tiempo en que vivimos. Después ya será demasiado tarde. No hay aquí absolutamente nada de justificación de la injusticia en nombre de una futura recompensa en el más allá. Al contrario, percibimos aquí toda la seriedad de la denuncia contra toda forma de injusticia, y de la llamada a tomar medidas reparadoras en esta vida, pues después será demasiado tarde.  

Precisamente porque la vida es una cosa seria, no hay que tomársela a broma, ni podemos pasarla banqueteando (o, más probablemente, trabajando sólo para poder banquetear). Esta vida limitada en el espacio y el tiempo es el tiempo de nuestra responsabilidad, en el que decidimos nuestro destino, nuestro “tipo” (el del disoluto, o el del hombre de Dios) y, en cierta medida, la fortuna de los que están cerca de nosotros. Lo que hagamos en este tiempo y espacio, que Dios nos ha cedido por completo, quedará así para siempre. Esos abismos que hemos de superar construyendo puentes de justicia, misericordia, ayuda y compasión, se harán insuperables una vez concluido nuestro periplo vital. Insisto, la vida es cosa seria. Hay cosas con las que no se debe jugar. La verdadera fe religiosa es una llamada a esa seriedad de la vida, a la libertad responsable, al testimonio de fe, con el que vamos construyendo ese camino que nos vincula con los demás y nos conduce a la vida eterna, a la vida plena.

Pero, ¿no es esta responsabilidad excesiva para nuestras pobres espaldas? Pues somos débiles y limitados en el conocimiento y en la voluntad. ¿No es demasiado para nosotros exigirnos que decidamos nuestro destino definitivo en los avatares cambiantes de la historia?

En realidad, Dios no nos ha dejado solos. En nuestra conciencia y también en la Revelación encontramos múltiples indicadores que nos ayudan a tomar la decisión correcta, el modo de superar los abismos, de encontrar el camino que nos lleva “la casa del Padre”. Es cierto que  hay situaciones conflictivas y difíciles en las que no es tan sencillo acertar con la solución correcta. Pero nadie nos pide imposibles. Si tenemos buena voluntad, lo importante es que tratemos de hacer las cosas lo mejor que podamos. Además, estamos en proceso y también se puede aprender de los errores. No se nos pide ser perfectos, sino adoptar una orientación fundamental que deseche la de la primera lectura y adopte la de la segunda.

Pero podría objetarse, ¿por qué Dios no nos da esas indicaciones de modo más claro y explícito, por medio de signos maravillosos que obliguen nuestro asentimiento? Eso es lo que significa “que resuciten los muertos”: un “milagrón” al que no podamos oponer la menor duda. Se podría replicar que si Dios nos hablara así, nos avasallaría con su fuerza y podríamos sentir que el espacio de nuestra libertad quedaba indebidamente invadido. Su palabra no sería un diálogo respetuoso con el espacio de nuestra libertad, ni daría oportunidad a una respuesta basada en la fe, es decir, en la confianza. Ahí, claro, está el riesgo de nuestro posible “no” a su oferta. Pero ese riesgo es inherente al respeto de la libertad. Además, el “milagrón” no tendría efecto, pues lo importante aquí es un corazón bien dispuesto. Eso es lo que quiere decir Jesús con eso de que “si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto”. Los que se dedican a banquetear, a vivir en la superficialidad, a ocuparse sólo de sí mismos, no suelen estar para milagros de ningún género: si no ven al pobre tirado en su puerta, menos van a ver a un muerto resucitado.

Para ver a uno y a otro hacen falta otras actitudes, precisamente las que enumera Pablo en su carta a Timoteo: voluntad de justicia, piedad (para con Dios y para con los hombres), fe y amor, también esas virtudes menores, pero tan necesarias en la vida, que aquí se resumen en la delicadeza. Sólo así se clarifica nuestra mirada para ver al pobre que sufre y al muerto que resucita: uno y otro son Jesucristo, que sufre en los pobres y con-padece con todos los que padecen (y, ¿quién no padece de un modo u otro?), y que por ese sufrimiento llegó al extremo de la muerte, cancelando así todos los abismos y conquistando para nosotros la vida eterna.

A la luz de la parábola que Jesús nos ha contado hoy, podemos volver ahora a las dos primeras lecturas para examinar a qué género de vida se asemeja más la nuestra, y para tomar decisiones que nos ayuden a superar abismos en vez de a crearlos y ahondarlos. La voz de la ley y los profetas que nos ayuda en esta tarea es la voz de la Iglesia, por medio de la cual nos está hablando cada día el mismo Dios. Escuchémoslo.

José María Vegas, cmf