La liturgia no acaba nunca. Terminó el domingo pasado el año litúrgico y ya estamos hoy de nuevo comenzándolo. Y es que la liturgia de la Iglesia en la tierra es un reflejo de esa liturgia celestial que nos describe el Apocalipsis, en la que la Iglesia de los santos canta eternamente las alabanzas de Dios.
De nuevo, pues, comenzando el año litúrgico; es decir, expectación de la venida del Señor. La Iglesia se prepara. Alegría apenas contenida, y penitencia. ¡Ven, Señor! Ornamentos morados, clamor de júbilo: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu Salvación” (aleluya de la misa).
Estamos entrando en uno de los períodos de más acusada personalidad en la vida orante de la Iglesia: el Adviento. Cuatro semanas que nos preparan a un acontecimiento que ya empieza a percibirse hasta en sus repercusiones, diríamos, “profanas”: publicidad, escaparates…. Ese acontecimiento es el nacimiento de Cristo: la Navidad.
“Excita potentiam tuam, et veni”: Despliega, Señor, tu poder, pon en marcha tu Omnipotencia y ven a nosotros (oración de la Misa). Con esta súplica vibrante en los labios, se acerca hoy la Iglesia a nuestro Padre Dios. Y esas palabras son como el preludio de la gran sinfonía que sonará durante todo el Adviento. El tema ya está anunciado —¡Ven, Señor!—, y los tres domingos siguientes lo repetirán con gran variedad de tonos.
Los sentimientos que cruzan esta liturgia entrecortada de Adviento son los del pueblo elegido, importunando a Yahvé para que acelere los tiempos. ¡Que rebrote por fin la raíz de Jessé (Is 11, 10)! ¡Que aparezca ya la Estrella de la mañana (Eccli 50, 6)!
Pero la Iglesia, en esta época, se siente también representante de los anhelos de la Humanidad toda, que vive ansiosa de Redención, y no sabe cómo alcanzarla ni por dónde le viene. Y hasta la creación inferior —la materia, tierra y cielo— nos dice San Pablo que gime esperando la liberación definitiva (Rom 8, 21), impaciente por verse transformada en “cielos nuevos y tierra nueva” (2 Petr 3, 13).
Este inmenso panorama de Redención no se verificará sino en la medida en que los cristianos reformen su propia vida. En efecto, toda la liturgia de este primer domingo de Adviento es una fuerte sacudida para que rectifiquemos nuestra forma de vivir: es decir, para que nos dirijamos en línea recta a nuestro fin que es Cristo.
Ya se otea en el horizonte la figura del Redentor: hemos, por tanto, de prepararle un recibimiento adecuado. “Hermanos —escribe San Pablo a los fieles de Roma (Rom 13, 11)— : ¡ya es hora de despertar del sueño que padecemos!” (Epístola de la misa). La Iglesia nos pide una actitud de vigilia: que no transijamos con ese lastre que lleva “todo hombre que viene a este mundo” y que trata de pegarle a la tierra, de sumergirle en ese sueño denunciado por el Apóstol de las Gentes.
Despertarnos y extender la mirada. No deja de ser significativo que el Evangelio de hoy nos describa nuevamente la segunda venida de Cristo. Y es que nuestra suerte en aquella ocasión estará en función de nuestra actitud de ahora, cuando año tras año Jesucristo vuelve a nacer para cada cristiano.
Despertar. “Abrid vuestros ojos y alzad vuestras cabezas porque se acerca vuestra Redención (evangelio). “La noche ya ha pasado y se acerca el día” (epístola). Y concluye el Apóstol: “desechemos las obras de las tinieblas y vistámonos las armas de la luz” (Rom 13, 12). He aquí el sentido de este tiempo que comienza.
Pedro Rodríguez