San Simeón Estilita

Simeón había nacido en Sisán, un pueblo de los confines de Siria, hacia el año 399; era árabe. Un día, en el pueblo, antes de llegar a su casa, al pasar por una iglesia, la puerta abierta pareció invitarlo a entrar. Así lo hizo, quedando vivamente impresionado por el recogimiento del templo con sus luces y el sonido de los cantos litúrgicos que elevaba el pueblo fiel en esos instantes. Entonces el sacerdote comenzó a leer el evangelio y Simeón se iba acercando al ambón, deseoso de ubicarse cerca del ministro. Y oyó estas palabras que habrían de sellar su vocación: «Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados; bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios…»

En ese momento recordó las oraciones que en la infancia le había enseñado su madre, que era cristiana, y rezó.

En su conciencia se hizo la luz y comenzó un proceso de conversión que había de durar muchos años.

En su tiempo, eran muchos los hombres y mujeres cristianos que dejaban las ciudades para llevar una vida de adoración y de intimidad con Dios en lugares más apartados y propicios a la búsqueda de la verdad interior. Sabiéndolo pronto por sus hermanos en la comunidad cristiana de su tierra natal, Simeón decidió practicar también él la vida de los monjes.

Por espacio de diez años, llevó una vida austera de penitencia y sacrificios. Deseaba compartir los sufrimientos de Cristo, que quiso compartir la debilidad de nuestra naturaleza humana para abrirnos el camino del reino de los cielos en su propia carne.

Pronto Simeón, buscando un aislamiento más perfecto, se retiró a un espeso bosque, y más tarde encontró morada en una abrupta peña.

En su afán juvenil, llegó a atarse con cadenas a una piedra, buscando compartir más plenamente la suerte de aquel que por nosotros se presentó con aspecto de esclavo; pero pronto san Melecio, obispo de Antioquía, visitándolo al conocer de su duro ascetismo, lo disuadió de aquella práctica poco digna de la condición de un hijo de Dios a quien Cristo ha hecho plenamente libre.

La fama del solitario se extendió mucho y la gente comenzaba a llegar a su retiro. Simeón, en un intento de poner cierta distancia entre los inoportunos y su aspiración a la soledad consagrada al Señor, construyó para sí mismo una especie de columna sobre la que subió. Tenía entonces treinta y tres años y comenzó a recibir pronto el apodo de «estilita», o sea, el hombre de la columna.

La Iglesia no ha dejado de reconocer esta vocación a la soledad, o vacación eremítica, que marcó toda la vida adulta de Simeón. En ella no entiende para nada ningún tipo de desprecio a los justos valores de la vida secular y social, pero ve en cambio un signo de la consagración, o separación, que es propia de todo cristiano. El Señor nos ha tomado y nos ha puesto un signo en la frente: somos sólo suyos.

Pero el eremita no es misántropo, sino que busca la soledad del desierto por amor a Dios: ningún misántropo lograría vivir apartado tanto tiempo sin amargarse. El eremita, como Simeón lo ejemplifica a la perfección, está en cambio siempre abierto al servicio de los hombres, en paz y alegría. Los peregrinos que acudían a visitar a Simeón descubrían en él a un hombre totalmente entregado a Dios, que curaba a los enfermos con sus propias manos y que con sus consejos devolvía la confianza y la fe a los que la habían perdido. Sus palabras se referían siempre a la necesidad de practicar las enseñanzas de Cristo, de volver a Dios y abandonar el pecado. Era en su comarca un factor de concordia social y un promotor incansable de la justicia.

Murió el 5 de enero del año 459, a los sesenta años de edad.

Cuando se esparció la noticia, los amigos y vecinos bajaron sus despojos de la torre-claustro que el ermitaño había ido construyendo con el paso de los años, y lo inhumaron con honores litúrgicos.

Escribió sobre su vida Teodoreto, obispo de Ciro, que lo conoció bien, pues ambos fueron monjes, y lo visitó varias veces en su refugio. Un siglo más tarde el historiador Evagrio, de Antioquía, también se ocupó de él. Su influjo fue poderoso y su ejemplo llamó a la vida consagrada a numerosos cristianos, como lo testimonian las ruinas de cuatro basílicas y un monasterio que rodean los restos de su ermita.

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