San Severino

El cristiano es responsable ante la historia y no puede desentenderse de los procesos sociales y políticos en que se encuadra su vida. El mismo Jesucristo dijo de sus discípulos que debían ser sal y luz del mundo.

Los desarrollos que alcanza la humanidad gozan de autonomía frente a la fe, pero necesitan la iluminación del evangelio, a causa del pecado del hombre y de la voluntad de salvación de Dios. Por eso la Iglesia procura en todos los tiempos disponer de máxima libertad para predicar, llamando a la conversión, el mensaje que le ha sido confiado por su fundador.

 El siglo V de nuestra era estuvo signado en Europa por dos de estos procesos: por un lado, se producía la decadencia final de las estructuras generadas durante casi un milenio por el Imperio Romano; por otro proseguía el avance hacia Occidente de nuevos pueblos provenientes del este.

El encuentro entre estas dos culturas alcanzó en aquellas décadas gran violencia, pero continuaron advirtiéndose asimismo signos de la síntesis que engendraría la edad media, a medida que el resto del poder de Roma, ya completamente cristianizada, extendía a los nuevos pueblos la fe de Cristo.

Severino llevó a cabo su misión en estas circunstancias; entendió pronto que aquellos hombres rudos y belicosos, que Roma apellidaba «bárbaros», estaban también llamados a la fe y logró ganarse su confianza, luego su respeto y finalmente su devoción.

Hombre perspicaz y de aguda inteligencia, supo prever el resultado de las acciones de los hombres que lo rodeaban y de las omisiones de las instituciones romanas, ya definitivamente debilitadas.

Predijo así a Odoacro, jefe de los hérulos, que un día llegaría a repartir «los despojos del mundo». Un lustro más tarde, éste le hizo saber que era rey de Italia, donde había penetrado con los suyos, entre quienes había repartido los restos del Imperio Romano.

Echó las bases de lo que con los siglos sería la Iglesia en Baviera, aunque no fue obispo. Fundó en aquella región dos conventos, uno en Boetro (actualmente Innstadt) y otro en Faviena, que aún existe, convertido en basílica donde se venera la celda del santo.

Murió el 8 de enero del 482, pronunciando los últimos versículos del salterio: «Que todo ser que alienta alabe al Señor».

Sus restos fueron trasladados más tarde desde Austria a Brascano, ciudad próxima a Nápoles, y más tarde se los depositó en el monasterio benedictino que lleva su nombre, el cual se deriva de la palabra «severo».