Misa del domingo

En el Antiguo Testamento es frecuente designar al pueblo de Israel como “siervo de Dios” y a sus miembros como “siervos de Dios”. Israel ha sido liberado por Dios de la servidumbre y esclavitud y ha sido invitado a servirlo libremente: «si no os parece bien servir a Dios, elegid hoy a quién habéis de servir, o a los dioses a quienes servían vuestros padres más allá del Río, o a los dioses de los amorreos en cuyo país habitáis ahora» (Jos 24,15). De este modo increpa Josué a los israelitas una vez que entran finalmente en la tierra prometida, luego de haber sido liberados de la esclavitud de Egipto y marchar cuarenta años por el desierto. Hacerse siervo de Dios implicaba ser fiel a la Alianza sellada por Dios con Israel, ser fiel a la Ley dada por Dios a Moisés, aceptar libre y amorosamente su divino Plan.

El profeta Isaías (1ª. lectura) se reconoce a sí mismo como siervo de Dios. Ésa es su identidad más profunda, una realidad grabada por Dios en lo más profundo de su ser en el momento mismo de su concepción: «desde el vientre me formó siervo suyo». Identidad y vocación (del latín “vocare”, que se traduce como “llamado”) van de la mano. El haber sido hecho por Dios para ser su siervo implica un llamado por parte de Dios para cumplir una misión. El elegido es libre de aceptar o rechazar ese llamado, para bien de muchos o para perdición del pueblo. Ese llamado Isaías lo aceptó con docilidad y generosidad: «Percibí la voz del Señor que decía: “¿A quién enviaré? ¿Y quién irá de parte nuestra”? Dije: “Heme aquí: envíame”» (Is 6,8). De la aceptación y fiel cumplimiento de su misión depende la reconciliación del Israel con Dios. Más aún, de la fidelidad a su vocación —que no es otra cosa que la fidelidad a su propia y más profunda identidad— y a su misión depende también que la salvación de Dios «alcance hasta el último extremo de la tierra».

En este importante pasaje aparece clara una teología de la vocación: cada cual nace con una vocación, sellada por Dios en lo más profundo de su ser. Esta vocación, este “estar hecho por Dios para algo”, implica una misión y tarea que cumplir en el mundo. Su aceptación trae la realización humana al llamado y la salvación para todos lo que dependen de su fiel respuesta al Plan de Dios. En cambio, la rebeldía y rechazo de la propia vocación y misión dada por Dios traen al llamado un profundo desgarro interior, falta de paz, sufrimiento, así como un vacío que nadie podrá llenar en el mundo.

Además del llamado particular que Dios hace a cada uno, existe un llamado universal: todo ser humano es el llamado a ser santo (2ª. lectura). La santidad es realizar en sí mismo el amoroso proyecto divino que es cada cual. Dios crea al ser humano en vistas a su propia realización, que se da en la participación de su comunión divina de amor. Mas cada cual debe responder desde su libertad si acepta o no esta invitación de Dios, si confía en Él o prefiere confiar en ídolos vacíos, si lo sirve a Él y su amoroso Plan de Reconciliación o si prefiere servir a los ídolos del poder, del placer y del tener. Estos ídolos, aunque prometen la felicidad al ser humano, no hacen sino llevarlo al fracaso existencial, a la propia destrucción. La santidad es respuesta afirmativa a Dios y a su amor, es un “sí” dado por la criatura al Creador, pero también y ante todo es un don recibido por Cristo: quienes están llamados a ser santos han sido también «santificados en Cristo Jesús». Es a ese don al que cada cristiano deberá responder desde la propia libertad rectamente ejercida.

También el Señor Jesús tiene una vocación y misión que cumplir en el mundo. Él está llamado a realizar plenamente aquello que Dios revela a Isaías: «No basta que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el último extremo de la tierra». Él, el Hijo del Padre, es el Siervo de Dios por excelencia que proclama con toda su vida y su ser: «Aquí estoy… para hacer tu voluntad» (Salmo), para cumplir tu Plan, para llevar a cumplimiento tus amorosos designios reconciliadores.

Juan el Bautista da testimonio de Jesús y lo presenta ante el pueblo de Israel como Aquel que es el Cordero de Dios que ha venido a quitar el pecado del mundo. Juan revela de este modo Su identidad y misión. Al señalar al Señor Jesús como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo trae a la memoria aquel macho cabrío que luego de ser “cargado” con los pecados de Israel debía ser enviado a morir al desierto, expiando de ese modo los pecados del pueblo (ver Lev 16,21-22). También hace referencia a los corderos que eran continuamente ofrecidos como expiación por los pecados cometidos por los israelitas contra la Ley de Dios (ver Lev 4,27ss).

Por otro lado es interesante notar que la palabra hebrea usada para designar a un cordero puede significar también “siervo”. El Cordero de Dioses también el Siervo de Dios por excelencia, y justamente en la medida en que como Siervo responde a su vocación y cumple amorosamente con la misión confiada por su Padre llega a ser el Cordero que se inmola a sí mismo en el Altar de la Cruz para quitar el pecado del mundo, para reconciliar a la humanidad entera con Dios (ver 2Cor 5,19). De este modo la salvación de Dios alcanza «hasta el último extremo de la tierra», a los hombres y mujeres de todos los pueblos y tiempos.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Ha pasado ya el tiempo intenso de Navidad. Empezamos un nuevo tiempo litúrgico llamado “tiempo ordinario”. El cambio en el color de la casulla que utiliza el sacerdote lo indica visiblemente. La casulla blanca usada en el tiempo de Navidad quiere simbolizar la luz radiante que brota del Niño, «Luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9). En el “tiempo ordinario” se utiliza la casulla verde, color que significa esperanza y vida, porque las enseñanzas del Señor que escucharemos Domingo a Domingo son justamente fuente de esperanza y vida eterna para nosotros.

Al decir tiempo ordinario no hay que entender que se trata de un tiempo común y corriente, sino de un tiempo en el que Domingo a Domingo se va avanzando ordenadamente en la lectura del Evangelio correspondiente (este año es el de San Mateo) para meditar en las enseñanzas y obras del Señor Jesús a lo largo su ministerio público. Quien va acompañando al Señor en su predicación y lo escucha para procurar poner en práctica sus enseñanzas en la vida cotidiana, descubrirá en Él la fuente de una profunda esperanza y de la vida verdadera, vida que se prolongará por toda la eternidad: «el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna» (Jn 4,14).

Este Domingo escuchamos a Juan dar testimonio del Señor Jesús, que luego de ser bautizado se dispone a iniciar su ministerio público. El Bautista presenta al Señor Jesús como el Mesías prometido por Dios para que sea acogido y escuchado por todos aquellos que anhelantes esperaban su venida.

También a mí en el hoy de mi historia y en las circunstancias concretas de mi vida Juan el Bautista me señala al Señor Jesús como el Enviado del Padre, Aquel que Dios ha enviado para perdonar mis pecados y reconciliarme con Él, conmigo mismo, con mis hermanos humanos y con toda la creación. El Señor Jesús no es un profeta más, un gran sabio como otros: Él es el Hijo del Padre, Dios de Dios, Dios que por nosotros se hizo hombre para reconciliarnos y elevarnos a nuestra verdadera grandeza humana. En Él el ser humano se comprende a sí mismo, su misterio, su grandioso origen y su glorioso destino. Es, por tanto, a Él a quien hay que conocer y escuchar, a Él a quien hay que amar y seguir confiada y decididamente.

El Señor nunca tendrá un lugar central en mi vida si no lo amo con todo mi ser, incluso más que a mi propia vida y más que a los que más amo (ver Dt 6,5; Mt 10,37). Este amor al Señor se nutre, crece y madura en el trato diario con Él, en la oración perseverante, y se expresa en los sacrificios que estoy dispuesto a asumir por Él.

Por otro lado, nadie ama a quien no conoce. Para amar al Señor es necesario conocerlo, y para ello la Iglesia «recomienda insistentemente a todos sus fieles… la lectura asidua de la Escritura para que adquieran “la ciencia suprema de Jesucristo” (Flp 3,8)» (Catecismo de la Iglesia Católica,2653). No podemos olvidar que «ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo» (San Jerónimo).

Quien conoce y ama a Jesucristo verdaderamente, quien lo escucha, quien le cree y confía en Él, quien se abre a la fuerza transformante de su Espíritu, buscará en lo cotidiano hacer lo que Él le diga (ver Jn 2,5), buscará ser siervo o sierva de Dios, buscará responder a su llamado a la santidad, buscará responder a su vocación particular cumpliendo la misión que Dios le encomienda realizar en el mundo, para bien de muchos.

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