1.- La pintura religiosa del Renacimiento creó muchas piezas interesantes en las que se reflejaba el momento en que Jesús de Nazaret llamaba a uno de sus futuros discípulos para que le siguiera. Casi siempre el pintor intentaba poner rostro de sorpresa al llamado, y actitud de paso, de no parar, al Maestro. Ya había llamado a su discípulo y seguía caminando hacia delante, sin apenas volver el rostro. ¿Y que era lo que producía esa obediencia inmediata, que provocaba el dejarlo todo para seguirle? Pues probablemente su mirada. Y sobre esa mirada también se ha escrito mucho. Si leemos con atención del Evangelio de hoy nos damos cuenta que Mateo –que también fue llamado de la misma forma y mientras estaba en el mostrador de los impuestos—no marca pausa. El Maestro no para. Sigue. Se encuentra a otros dos los mira, les dice: “sígueme” y continúa su camino. Tal vez, cuando los tiene reunidos a Pedro y Andrés, a Santiago y Juan, les marca una misión: “Venid y seguidme y os haré pescadores de hombres”. La frase guarda concordancia con lo que el evangelista dice de los llamados: eran pescadores.
¿Y como sería esa mirada? Ya he dicho que se ha escrito muchas veces sobre la mirada de Jesús de Nazaret, que lo decía todo, sin pronunciar palabra alguna. Todo creyente ha querido imaginarse el rostro de Jesús, sus ojos, su voz, sus manos con las que bendecía habitualmente el pan o tocaba a los enfermos para curarlos. Pero la voz también. Se ha querido, asimismo, suponer como sería la voz del Maestro. Es indudable que todo creyente, adorando, sin duda, la divinidad de Jesús, busca comprender y contemplar su humanidad, aquello que le hace igual a nosotros, de nuestra especie, de la raza humana. Y esa humanidad es la que, en definitiva, ha terminando convirtiendo a muchos. Ese es el caso, por ejemplo, de Teresa de Jesús. Imaginar el aspecto físico de Jesús es algo que subyuga, impresiona, paraliza. Y eso que no hemos visto nada. Tal vez, algún místico sí. Pero no lo sabemos.
2.- Y como puede apreciarse, la humanidad de Jesús me ha movilizado, especialmente a mi otra vez, a la hora de escribir el presente texto, porque, en realidad, el comentario al fragmento del evangelio de Mateo de hoy debería ir por la primera parte del mismo. Donde se nos dice que tras el arresto de Juan, Jesús se retiro a Galilea y se instalo en Cafarnaún. Realmente, el fragmento que habla del llamado de los cuatro apóstoles aparece en el leccionario entre corchetes rojos y puede omitirse. Y si se omite por parte del sacerdote que proclama el evangelio, el comentario huelga. Pero es difícil que se omita ante su belleza. Pero hay que concretar: la realidad que busca mostrar la liturgia de hoy es que Jesús comenzó a predicar en Galilea y que allí, según la profecía Isaías, aparecería esa luz grande del Mesías. Y en los tiempos de Cristo, para los habitantes de Judea, todavía Galilea y los galileos tenían algo de gentiles, de infieles. Seguía siendo, casi, la Galilea de los Gentiles de la que hablaba el profeta. En definitiva, Mateo –cuyo evangelio vamos a leer continuadamente durante este ciclo A—lo que pretende es mostrar la condición de Mesías de Jesús y marcar el inicio de su predicación con la proclamación del Reino de Dios. Y, claro, en el inicio de su actividad procede a convocar a sus primeros discípulos.
3.- Hemos escuchado a Pablo de Tarso decir en su Primera Carta a los Corintios como ya se iniciaban las “pertenencias” y las “capillitas”. Parece como si los movimientos contrarios a la unidad y la búsqueda de una misma identidad hayan aquejado a los cristianos desde el primer momento. Ser de Apolo, de Pablo, de Pedro, de Cristo pretendían los fieles de Corintio buscando y proclamando diferencias. Hemos terminado el pasado día 25, festividad de la conversión de San Pablo, el octavario para la unión de los cristianos. Y esa falta de unidad nos aqueja y rezamos para que desaparezca. Pero ahí está. El mismo Pablo dice: “poneos de acuerdo y no andéis divididos”. Pero no nos ponemos de acuerdo y es el pecado de soberbia el que nos tiene a cada uno por un lado. Personalmente, siempre que se reflexiona sobre la desunión de los cristianos, a mi me gusta decir que cualquier movimiento de unidad habría de comenzarlo por la unión verdadera de los católicos, la cual, a veces, es puramente nominal.
Jesús iniciaba su ministerio en Galilea y reclutaba a sus primeros colaboradores. Proclama el Reino de Dios que no es otra cosa que un reino de justicia, de amor, de fraternidad. Hemos dicho que la fuerza de su mirada, la atracción que producía su humanidad llevaba a muchos a seguirle sin decir nada, sin pronunciar palabra. Está claro que ya en esos primeros momentos, Jesús de Nazaret les encarga una misión: ser pescadores de hombres. Atraer a hombres y mujeres al Reino de Dios, que, sin duda, es un gran ideal, aunque posible. No es una utopía imposible, aunque nos cueste mucho trabajo construir el espacio de ese Reino. Pablo ya nos advierte sobre las divisiones. Y esas divisiones, esa fragmentación del único rebaño de Cristo, ha traído mucha desgracia, mucha sangre… Hoy parece que el ecumenismo acerca a las diferentes confesiones cristianas y que, entre ellas, se ven muestras de amistad y de diálogo, aunque parezca lejana la vuelta a la Unidad. Pero, probablemente, no sea el peor momento. Hemos de seguir orando al Padre para que disuelva con su amor el pecado de la desunión, de la soberbia de creerse los mejores o los únicos. El Salmo nos ha dado una gran pista: “el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?
Ángel Gómez Escorial