Homilía – Lunes III de Tiempo Ordinario

El pasaje del evangelio de hoy nos trae dos enseñanzas principales: la necesaria unidad que debe reinar en nosotros y la gravedad del pecado de blasfemia contra el Espíritu Santo.

Al responder a las acusaciones de los escribas, Jesús les dice: «Un reino donde hay luchas internas no puede subsistir. Y una familia dividida tampoco puede subsistir.»

Y esta enseñanza que el Señor aplica en este pasaje al demonio, es válida en todos los órdenes de la tierra, y también en todas nuestras tareas en la Iglesia.

Con excesiva frecuencia vemos como muchas obras y actividades buenas: inquietudes apostólicas, grupos que se proponen alguna tarea, gente que se dispone a colaborar en una parroquia o en una capilla, al cabo de un tiempo, se interrumpen por diferencias de criterio u opinión de quienes se las propusieron.

El Señor nos predica la unidad. Existen muchos apostolados y tareas que solos no las podemos encarar. En los que es necesario el trabajo de un grupo. Pero para que ellos sean eficaces y perduren en el tiempo, es necesario que tengamos siempre bien presente que cualquier división o cualquier lucha interna, puede ser la semilla que haga fracasar todo propósito, por más bueno que sea. Debemos siempre saber escuchar y aceptar otros criterios u otras formas de hacer las cosas, impidiendo los conflictos que pueden malograr cualquier apostolado. La humildad y la mansedumbre enseñadas por el Señor, nos van a ayudar a aceptar otras opiniones, en beneficio de la unidad.

En la segunda parte del pasaje del Evangelio, San Marcos recoge palabras fuertes del Señor: «el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón jamás: es culpable de pecado para siempre.»

La blasfemia imperdonable contra el Espíritu Santo la constituye esta actitud de los fariseos de cerrarse a la gracia y tergiversar los hechos sobrenaturales, debido a que con ella se excluye la fuente misma del perdón.

Todo pecado, por grande que sea, puede ser perdonado, porque la misericordia de Dios es infinita; pero para que sea posible el perdón es necesario reconocer el pecado y creer en la misericordia de Dios.

La actitud de cerrarse es la que impide el perdón de Dios, ya que anula toda posibilidad de arrepentimiento.

El que peca así, voluntariamente se excluye del perdón divino, no porque Dios no pueda perdonar todos los pecados, sino porque el pecador, en su obcecación frente a Dios, rechaza a Jesucristo, a su doctrina y a sus milagros, y desprecia la gracia del Espíritu Santo.

Vamos a pedirle hoy al Señor que seamos auténticamente sinceros y humildes para reconocer nuestras faltas, y que nos mantengamos siempre abiertos a las inspiraciones de su Espíritu.

Y vamos a pedirle también que valoremos la unidad con nuestro prójimo en todas las tareas que realizamos.