Lectio Divina – Viernes III de Tiempo Ordinario

El grano que crece solo y el grano de mostaza

Invocación al Espíritu Santo:

Espíritu Santo, perfecciona la obra que Jesús comenzó en mí. Apura para mí el tiempo de una vida llena de tu Espíritu. Mortifica en mí la presunción natural. Quiero ser sencillo, lleno de amor de Dios y constantemente generoso.

Que ninguna fuerza humana me impida hacer honor a mi vocación cristiana. Que ningún interés, por descuido mío, vaya contra la justicia. Que ningún egoísmo reduzca en mí los espacios infinitos del amor.

Todo sea grande en mí. También el culto a la verdad y la prontitud en mi deber hasta la muerte. Que la efusión de tu Espíritu de amor venga sobre mí, sobre la Iglesia y sobre el mundo entero.

Lectura. Marcos capítulo 4, versículos 26 al 34:

Jesús dijo a la multitud: “El Reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto: primero los tallos, luego las espigas y después los granos en las espigas. Y cuando ya están maduros los granos, el hombre echa mano de la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha”.

Les dijo también: “¿Con qué compararemos el Reino de Dios? ¿Con qué parábola lo podremos representar? Es como una semilla de mostaza que, cuando se siembra, es la más pequeña de las semillas; pero una vez sembrada, crece y se convierte en el mayor de los arbustos y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden anidar a su sombra”.

Y con otras muchas parábolas semejantes les estuvo exponiendo su mensaje, de acuerdo con lo que ellos podían entender. Y no les hablaba sino en parábolas; pero a sus discípulos les explicaba todo en privado.

(Se lee el texto dos o más veces, hasta que se comprenda).

Palabra del Señor. Gloria a ti, Señor Jesús.

(Se lee el texto dos o más veces, hasta que se comprenda).

Indicaciones para la lectura:

El evangelio de hoy está formado por dos parábolas muy breves: la de la semilla que germina y crece por sí, y la del grano de mostaza.

A través de estas imágenes tomadas del mundo rural, Jesús presenta la eficacia de la palabra de Dios y las exigencias de su Reino, mostrando las razones de nuestra esperanza y de nuestro empeño en la historia.

Meditación:

Las parábolas de hoy nos recuerdan una verdad irrefutable: El Reino de Dios, es de Dios. Vale la pena esta repetición o redundancia para precisar que es un ofrecimiento gratuito que supera las posibilidades humanas y abre un horizonte, el cual, el ser humano no puede alcanzar sólo con sus propias fuerzas.

Por eso, la frase «que pasan las noches y los días» (v. 27) refuerza la sorpresa del campesino que, sin explicarse cómo se dio el desarrollo, lo percibe; no es que la semilla crezca a pesar de sus descuidos, sino que la semilla tiene una dinámica que, por sí misma, funciona; así es el Reino de Dios: crece por sí mismo, más allá de lo que podemos hacer los seres humanos, incluso mucho más allá de lo que merecemos.

Pero, además, el Reino es grande porque es modesto; no se basa en la espectacularidad sino en la significatividad; la segunda parábola (4, 30ss) enfatiza que el Reino de Dios es pequeño, como un grano de mostaza, pero sólo cuando se siembra; porque después es grande, no en tamaño, sino en alcance, pues les sirve de protección y cobijo a los pajaritos, es decir, en la mentalidad antigua, a la gente más pobre y sencilla.

¿En qué nos hace reflexionar el hecho de que el Reino de Dios sea de Dios? ¿Esta certeza nos debería dar esperanza o una falsa tranquilidad? ¿En qué nos alienta la modestia del Reino de Dios? ¿A qué nos compromete todo esto?

Oración:

Si hoy logro entender lo que significa el hacer que el establecimiento de una comunión personal y secreta con Dios sea mi mayor interés, la verdadera vida espiritual entonces florecerá. “Si la raíz es santa también lo serán las ramas”. Si mi primer tiempo hoy es para el Señor el día con todas las tareas tendrán otro tinte y tendrán otro color. Hoy quiero que mis raíces estén profundamente cimentadas en la roca eterna de los siglos y bebiendo del agua clara del manantial del río de mi Dios.

Señor, Gracias por ser la fuente de mi existencia y gracias por ser mi Padre. Hoy quiero tener mis raíces sanas y bien cimentadas en ti. Si mis raíces están bien cimentadas, el fruto de mi vida no solo será bueno sino abundante. Señor con profundidad lo haces a través de tu Santo Espíritu en mí. Ayúdame hoy a examinar mis raíces y asegurarme que ellas están plantadas en tu palabra y alimentadas por el fuego de tu amor que lo recibo en la diaria comunión de la oración. Gracias Señor porque hoy sé que el fruto de mi vida no es algo que yo hago, sino algo que nace de la relación real contigo. Amén.

Contemplación:

En estas parábolas Jesús nos cuenta de cuán discreto e inadvertido puede ser nuestro crecimiento en la vida cristiana. Por esa razón, Jesús nunca deja de recordarnos que debemos escuchar, y hacer nuestros, todos los signos de su amor en nuestras propias vidas, en las vidas de nuestra familia y amistades, como también en todas las cosas que vemos como regalos.

Oración final:

Jesús, ayúdame a cumplir mi misión de vivir un cristianismo activo al servicio de tu Iglesia. Ayúdame a ser el instrumento para que otras personas encuentren a Dios.

Propósito:

Como rama viva de la Iglesia, buscaré sostener a otros con mi oración y testimonio de vida cristiana coherente.

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Homilía – Viernes III de Tiempo Ordinario

La parábola de la misa de hoy nos muestra que Jesús se sirve de las cosas pequeñas para actuar en el mundo y en las almas de los hombres. El Señor eligió a unos pocos hombres para instaurar su reinado en el mundo. Los apóstoles eran en su mayoría, humildes pescadores con escasa cultura, llenos de defectos y sin medios materiales. Desde el punto de vista humano es incomprensible que estos hombres llegaran a difundir la doctrina de Cristo por toda la tierra en tan corto tiempo.

San Juan Crisóstomo dice que con la parábola del grano de mostaza, Jesús mueve a sus apóstoles a la fe y les hace ver que la predicación del Evangelio se propagará a pesar de todo.

Somos también nosotros, como granos de mostaza frente a la tarea que nos encomienda el Señor en medio del mundo. No debemos olvidar la desproporción entre los medios a nuestro alcance y nuestros escasos talentos, frente a la magnitud del apostolado que vamos a realizar; pero tampoco debemos dejar de tener presente que tendremos siempre la ayuda del Señor.

Si confiamos en la ayuda de la gracia sin perder de vista nuestras limitaciones, nos mantendremos siempre firmes y fieles a lo que el Señor espera de cada uno de nosotros. Con el Señor lo podemos todo.

No nos deben desanimar los obstáculos del medio que nos rodea. El Señor cuenta con nosotros para transformar el lugar donde se desenvuelve nuestro vivir cotidiano. No dejemos de llevar a cabo aquello que está en nuestras manos, aunque nos parezca poca cosa -tan poca cosa como unos insignificantes granos de mostaza- porque el Señor mismo hará crecer nuestro empeño, y la oración y el sacrificio que hayamos puesto dará sus frutos.

El Reino de Dios, incluye en sí mismo un principio de desarrollo, una fuerza secreta, que lo llevará hasta su total perfección; pero ese desarrollo del Reino, no es algo que deba realizarse prescindiendo de nosotros, sino que somos nosotros los que debemos poner las condiciones necesarias, para que el Reino llegue a su total desarrollo en nosotros y en los demás.

Habrá muchos fracasos, habrá luchas, pero el crecimiento del reino de Dios, tiene el éxito asegurado.

Por eso hoy vamos a pedirle al Señor, que pongamos nuestro esfuerzo, pequeño, insignificante, al servicio de su Reino. Sólo siendo dóciles a la acción del Espíritu Santo, y siguiendo sus inspiraciones, el Señor podrá ir haciendo de cada uno de nosotros el fermento para que en el mundo pueda implantarse su Reino.

Y pidamos a María, Madre de los apóstoles, que nos ayude a perseverar en nuestras tareas apostólicas, para que crezcan como la planta nacida de la semilla de mostaza.

Comentario – Viernes III de Tiempo Ordinario

Marcos 4, 26-34

a) Otras dos parábolas tomadas de la vida del campo y, de nuevo, con el protagonismo de la semilla, que es el Reino de Dios.

La primera es la de la semilla que crece sola, sin que el labrador sepa cómo. El Reino de Dios, su Palabra, tiene dentro una fuerza misteriosa, que a pesar de los obstáculos que pueda encontrar, logra germinar y dar fruto. Se supone que el campesino realiza todos los trabajos que se esperan de él, arando, limpiando, regando. Pero aquí Jesús quiere subrayar la fuerza intrínseca de la gracia y de la intervención de Dios. El protagonista de la parábola no es el labrador ni el terreno bueno o malo, sino la semilla.

La otra comparación es la de la mostaza, la más pequeña de las simientes, pero que llega a ser un arbusto notable. De nuevo, la desproporción entre los medios humanos y la fuerza de Dios.

b) El evangelio de hoy nos ayuda a entender cómo conduce Dios nuestra historia. Si olvidamos su protagonismo y la fuerza intrínseca que tienen su Evangelio, sus Sacramentos y su Gracia, nos pueden pasar dos cosas: si nos va bien, pensamos que es mérito nuestro, y si mal, nos hundimos.

No tendríamos que enorgullecernos nunca, como si el mundo se salvara por nuestras técnicas y esfuerzos. San Pablo dijo que él sembraba, que Apolo regaba, pero era Dios el que hacía crecer. Dios a veces se dedica a darnos la lección de que los medios más pequeños producen frutos inesperados, no proporcionados ni a nuestra organización ni a nuestros métodos e instrumentos. La semilla no germina porque lo digan los sabios botánicos, ni la primavera espera a que los calendarios señalen su inicio. Así, la fuerza de la Palabra de Dios viene del mismo Dios, no de nuestras técnicas.

Por otra parte, tampoco tendríamos que desanimarnos cuando no conseguimos a corto plazo los efectos que deseábamos. El protagonismo lo tiene Dios. Por malas que nos parezcan las circunstancias de la vida de la Iglesia o de la sociedad o de una comunidad, la semilla de Dios se abrirá paso y producirá su fruto. Aunque no sepamos cómo ni cuándo. La semilla tiene su ritmo. Hay que tener paciencia, como la tiene el labrador.

Cuando en nuestra vida hay una fuerza interior (el amor, la ilusión, el interés), la eficacia del trabajo crece notablemente. Pero cuando esa fuerza interior es el amor que Dios nos tiene, o su Espíritu, o la gracia salvadora de Cristo Resucitado, entonces el Reino germina y crece poderosamente.

Nosotros lo que debemos hacer es colaborar con nuestra libertad. Pero el protagonista es Dios. El Reino crece desde dentro, por la energía del Espíritu.

No es que seamos invitados a no hacer nada, pero si a trabajar con la mirada puesta en Dios, sin impaciencia, sin exigir frutos a corto plazo, sin absolutizar nuestros méritos y sin demasiado miedo al fracaso. Cristo nos dijo: «Sin mí no podéis hacer nada». Sí, tenemos que trabajar. Pero nuestro trabajo no es lo principal.

«No renunciéis a vuestra valentía, que tendrá una gran recompensa» (1ª lectura, I)

«Encomienda tu camino al Señor, confía en él y él actuará» (salmo, I)

«Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa» (salmo, II)

«Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa» (salmo, II)

«La semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo» (evangelio)

J. ALDAZABAL
Enséñame tus caminos 4

Un programa para seguir y no para ver

1. En los domingos pasados contemplábamos todavía las imágenes de la Navidad; un niño que nacía en medio de pañales, adorado por pastores, reverenciado por reyes y bautizado –como punto de salida- en el Jordán.

Los cristianos, cuando nos reunimos los domingos en el nombre del Señor, es porque queremos conocer y llevar a la práctica el programa de Jesús. El mensaje de las bienaventuranzas supone no quedarnos delante del monitor de la fe absortos, perdidos en las escenas o como meros espectadores en el patio de butacas en el que, muchas veces, se convierte los bancos de nuestras iglesias. Cada domingo, al sintonizar con el programa de Jesús, intentamos asumir unos valores que, gráfica y sintéticamente, nos presenta en las bienaventuranzas.

Era fácil (aunque no para todos porque muchos ni se enteraron) doblar la rodilla ante el recién nacido, cantarle villancicos, celebrar su llegada con luces, árboles, pesebres y dulces. Pero, Jesús, no ha bajado para eso. Trae bajo su brazo una propuesta de salvación: la felicidad que Dios quiere para nosotros se alcanza viviendo consecuentemente como hijos de Dios.

Ahora, cuando vemos cómo Jesús crece, que ya no llora, sino que habla y se sienta enseñando como un Maestro comprendemos que esto va en serio. Que la vida de un cristiano no queda reducida a un figurar como acompañantes de Jesús (ni tan siquiera imitadores) sino conscientes de lo que dice y de los efectos que produce el “pertenecer” a esa gran audiencia del programa de Jesús.

2.- La gran bienaventuranza que Jesús nos desea es precisamente el ser felices siguiendo estos puntos que, en más de una ocasión, acarrean incomprensión, crucifixión y soledad.

No resulta cómodo salir a la gran pantalla del mundo proponiendo recetas que resultan incomprensibles, chocantes y amenazantes a una realidad acostumbrada a la dureza y a la soberbia, a la violencia o a la apatía general.

Puede ser, que para más de uno, lo que para nosotros sea una bienaventuranza sea todo lo contrario.

Por lo menos, y hoy más que nunca, intentaremos con la “contraprogramación evangélica” ofrecer un poco de originalidad y de salvación a muchas personas que lloran, sufren, son perseguidas por sus nobles ideas, pregonan la paz según Dios o simplemente van en otra dirección muy distinta a los que intentan programar la vida de los demás con el “todo vale y todo cuela”.

Javier Leoz

Misa del domingo

Tomamos nuestros apuntes del libro Jesús de Nazareth de Joseph Ratzinger / S.S. Benedicto XVI (Ed. Planeta, 2007):

«Mateo nos presenta a Jesús como el nuevo Moisés… El versículo introductorio (Mt 5,1) es mucho más que una ambientación más o menos casual: “Al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos; y Él se puso a hablar, enseñándoles…”. Jesús se sienta: un gesto propio de la autoridad del maestro; se sienta en la “cátedra” del monte. Más adelante hablará de los rabinos que se sientan en la cátedra de Moisés y, por ello, tienen autoridad; por eso sus enseñanzas deben ser escuchadas y acogidas, aunque su vida las contradiga (ver Mt23,2), y aunque ellos mismos no sean autoridad, sino que la reciben de otro. Jesús se sienta en la “cátedra” como maestro de Israel y como maestro de los hombres en general. Como veremos al examinar el texto, con la palabra “discípulos” Mateo no restringe el círculo de los destinatarios de la predicación, sino que lo amplía. Todo el que escucha y acoge la palabra puede ser “discípulo”».

»En el futuro, lo decisivo será la escucha y el seguimiento, no la procedencia. Cualquiera puede llegar a ser discípulo, todos están llamados a serlo: así, la actitud de ponerse a la escucha de la Palabra da lugar a un Israel más amplio, un Israel renovado que no excluye o anula al antiguo, sino que lo supera abriéndolo a lo universal».

»Jesús se sienta en la “cátedra” de Moisés, pero no como los maestros que se forman para ello en las escuelas; se sienta allí como el Moisés más grande, que extiende la Alianza a todos los pueblos. De este modo se aclara también el significado del monte. El Evangelista no nos dice de qué monte de Galilea se trata, pero como se refiere al lugar de la predicación de Jesús, es sencillamente “la montaña”, el nuevo Sinaí. “La montaña” es el lugar de la oración de Jesús, donde se encuentra cara a cara con el Padre; por eso es precisamente también el lugar en el que enseña su doctrina, que procede de su íntima relación con el Padre. “La montaña”, por tanto, muestra por sí misma que es el nuevo, el definitivo Sinaí» (pp. 92-93).

«Debería haber quedado claro que el “Sermón de la Montaña” es la nueva Torá que Jesús trae. Moisés sólo había podido traer su Torá sumiéndose en la oscuridad de Dios en la montaña; también para la Torá de Jesús se requiere previamente la inmersión en la comunión con el Padre, la elevación íntima de su vida, que se continúa en el descenso en la comunión de vida y sufrimiento con los hombres» (p. 95).

«Jesús no piensa abolir el Decálogo, sino que, por el contrario, lo refuerza» (p. 98).

«Pero entonces, ¿qué son las Bienaventuranzas? En primer lugar se insertan en una larga tradición de mensajes del Antiguo Testamento como los que encontramos, por ejemplo, en el Salmo 1 y en el texto paralelo de Jeremías 17,7s: “Dichoso el hombre que confía en el Señor…”. Son palabras de promesa que sirven al mismo tiempo como discernimiento de espíritus y que se convierten así en palabras orientadoras» (p. 98).

«A pesar de la situación concreta de amenaza inminente en que Jesús ve a los suyos [son pobres, están hambrientos, lloran, son odiados y perseguidos], ésta se convierte en promesa cuando se la mira con la luz que viene del Padre. Referidas a la comunidad de los discípulos de Jesús, las Bienaventuranzas son una paradoja: se invierten los criterios del mundo apenas se ven las cosas en la perspectiva correcta, esto es, desde la escala de valores de Dios, que es distinta de la del mundo. Precisamente los que según los criterios del mundo son considerados pobres y perdidos son los realmente felices, los bendecidos, y pueden alegrarse y regocijarse, no obstante de todos sus sufrimientos. Las Bienaventuranzas son promesas en las que resplandece la nueva imagen del mundo y del hombre que Jesús inaugura, y en las que “se invierten los valores”. Son promesas escatológicas, pero no debe entenderse como si el júbilo que anuncian deba trasladarse a un futuro infinitamente lejano o sólo al más allá. Cuando el hombre empieza a mirar y a vivir a través de Dios, cuando camina con Jesús, entonces vive con nuevos criterios y, por tanto, ya ahora algo del ésjaton, de lo que está por venir, está presente. Con Jesús, entra alegría en la tribulación» (p. 99).

«Quien lee atentamente el texto descubre que las Bienaventuranzas son como una velada biografía interior de Jesús, como un retrato de su figura. Él, que no tiene donde reclinar la cabeza (ver Mt 8,20), es el auténtico pobre; Él, que puede decir de sí mismo: Venid a mí, porque soy sencillo y humilde de corazón (ver Mt 11,29), es el realmente humilde; Él es verdaderamente puro de corazón y por eso contempla a Dios sin cesar. Es constructor de paz, es aquél que sufre por amor de Dios: en las Bienaventuranzas se manifiesta el misterio de Cristo mismo, y nos llaman a entrar en comunión con Él. Pero precisamente por su oculto carácter cristológico las Bienaventuranzas son señales que indican el camino también a la Iglesia, que debe reconocer en ellas su modelo; orientaciones para el seguimiento que afectan a cada fiel, si bien de modo diferente, según las diversas vocaciones» (pp. 101-102).

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Si te pregunto: ¿quieres ser feliz?, me dirás: ¡claro que sí! Si te pregunto: ¿cuánto?, sin duda me responderás: ¡es lo que más quiero, y lo quiero para siempre! Y si te sigo preguntando: ¿Quisieras que en vez de la pena, o vacío, o soledad que a veces ensombrece tu corazón, tan solo hubiese en ti una alegría imperturbable, un gozo interior desbordante, que nada ni nadie pudiese arrebatarte jamás?, me responderías indefectiblemente: ¡claro que sí, lo quiero para mí y también para aquellos a los que más amo, quiero o estimo!

¿Quién de nosotros no desea acaso experimentar la paz del corazón en vez de tantas angustias, tensiones interiores, amarguras, sufrimientos, frustraciones que día a día o de un momento para otro desgarran tu espíritu? ¿Qué ser humano no anhela y aspira a la dicha y felicidad? ¿Quién de nosotros, al saborear un poco esa felicidad, no se dice a sí mismo: “esto es lo que quiero para mí, y lo quiero para siempre”? ¿Quién de nosotros no la busca, cuando de ella carece? ¿Quién de nosotros no teme perderla cuando la halla? ¿Quién de nosotros no desespera, cuando la pierde?

¡Cuántos hombres y mujeres andan tan vacíos y sedientos de felicidad! ¡Pobres aquellos que, seducidos continuamente por los fugaces destellos de una vana alegría y gozo, insisten en buscarla donde jamás podrán hallarla! ¡Pobres aquellos que se han cansado de buscar esa felicidad, pues al no buscar donde verdaderamente se encuentra, nunca la hallaron, y porque nunca la hallaron, creen y proclaman que no existe!

¿Dónde hallar la felicidad? El mundo te promete esa felicidad a la que aspira todo tu ser y se aprovecha de ese anhelo profundo que hay en ti para ofrecerte sus mil y un “productos”, invenciones cada vez más sofisticadas y elaboradas para paliar esa hambre de infinito. También ofrece sin cesar formas cada vez mas variadas y sofisticadas de diversión, deportes extremos o espectáculos que producen un disfrute inmediato, que seducen y hacen olvidar de momento el hambre que sólo puede ser saciado con algo infinito. Los anuncios publicitarios, o las personas que viven olvidadas de Dios, continuamente te repiten: “Serás feliz mientras más dinero poseas, mientras más comodidades tengas, mientras más cosas puedas comprar, mientras más famoso seas, mientras más extravagante seas, mientras más llames la atención, mientras más éxito tengas en la vida, mientras más sexy seas, mientras más placeres sensuales o sexuales experimentes. Serás feliz cuando tengas todo bajo control, cuando tengas el poder en tus manos. Serás feliz mientras más endurezcas tu corazón, mientras menos vulnerable te muestres y más autosuficiente seas, porque así nadie se aprovechará de ti ni te hará daño. Serás feliz si evades el sufrimiento, si ‘anestesias’ todo dolor buscando alguna droga, ya sea en sentido literal o figurado”.

¿Pero has encontrado la felicidad en algo de eso? ¿No descubres en ti, una vez que te encuentras solo contigo mismo, un vacío inmenso?

Ante la desilusión, el desengaño y el escepticismo que genera el fracaso en la búsqueda de la felicidad el Señor afirma que la felicidad para el ser humano sí existe y que es para el ser humano. En efecto, si el ser humano aspira con vehemencia a la felicidad y está en continua búsqueda de esa felicidad es porque Dios mismo «ha puesto [tal deseo] en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1718). El Señor conoce bien esa realidad que lacera el alma humana, esta hambre de infinito que lo lanza continua y desesperadamente en busca de su propia felicidad, y el Señor no sólo conoce bien el corazón humano y sus aspiraciones sino que conoce también el camino que lleva a la felicidad y se lo muestra. En realidad, Él mismo, en quien se realiza cada una de las Bienaventuranzas, es el Camino a la plenitud de la Vida y a la Vida verdaderamente plena (ver Jn 14,6). Quien sigue el camino que Cristo señala, quien recorre el Camino que es Él mismo, quien en respuesta a la Gracia procura en su vida asemejarse a Él, encontrará la única felicidad que sacia el anhelo humano porque sólo Dios puede responder verdadera y plenamente a ese deseo de felicidad humana. El Señor Jesús la promete a aquellos que creen en Él y a aquellos que aman como Él (ver Jn 15,11; 16, 22). El estado de dicha perfecta es una realidad que Dios anuncia y promete al hombre, realidad cuyos destellos se perciben ya en esta vida pero que alcanzará su realización plena en la resurrección (ver Mt 25,21; Jn 15,11; Hech 2,28; Rom 14,7; 1Cor 2,9; 1Jn 3,1-3; Ap 21,3-5).

Oración de Ana: Aquí estoy, Señor

Aquí estoy, Señor,
en el umbral de tu tiempo,
estremecida, aturdida, vigilante,
expectante… enamorada,
percibiendo cómo avivas en mi pobre corazón
los rescoldos del deseo de otros tiempos.

Aquí estoy, Señor,
en el umbral de tu tiempo,
sintiendo cómo despiertas, con un toque de nostalgia,
mi esperanza que se despereza y abre los ojos,
entre asustada y confiada,
deslumbrada por el agradecimiento.

Aquí estoy, Señor,
en el umbral de tu casa,
enfrentada a las paradojas de esperar lo inesperable,
de amar lo caduco y débil,
de confiar en quien se hace humilde,
de enriquecerse entregándose.

Aquí estoy, Señor,
en el umbral de tu casa,
con la mirada clavada en tus ojos que me miran
con el anhelo encendido y el deseo en ascuas,
luchando contra mis miedos,
queriendo entrar en tus estancias.

Aquí estoy, Señor,
en el umbral de tu tiempo y casa,
medio cautiva, medio avergonzada,
a veces pienso que enamorada,
queriendo despojarme de tanto peso, inercia y susto…
para entrar descalza en este espacio y tiempo de gracia.

Aquí estoy, Señor,
en el umbral de tu tiempo y casa,
intentando traspasar la niebla que nos separa,
rogándote que enjugues tú mis lágrimas,
queriendo responder a tu llamada con alegría
y salir de mí misma hacia el alba.

Aquí estoy, Señor,
orientando el cuerpo y el espíritu
hacia el lugar de la promesa que no veo,
aguardando lo que no siempre quiero,
lo que desconozco,
lo que, sin embargo, es mi mayor certeza y anhelo.

Aquí estoy, Señor,
¡Tú sabes cómo, mejor que nadie!
¡No te canses de venir!
¡No te canses de llegar!
¡No te canses de entrar
en nuestras vidas y en nuestras historias!

Yo continuaré aquí, confiando en tu promesa
y anunciando tu presencia.

Florentino Ulibarri

Comentario al evangelio – Viernes III de Tiempo Ordinario

¿Cómo era la vida de las primeras comunidades cristianas que habían recibido la fe de los labios de los mismos apóstoles y discípulos de Jesús? Han pasado tantos años y tantas calamidades que fácilmente tendemos a imaginar  que aquellos hermanos en la fe vivían como ángeles. La lectura de la carta a los Hebreos de este día nos quita la venda de los ojos y nos hace oír los insultos y tormentos públicos que tuvieron que soportar. Y añade: “compartisteis el sufrimiento de los encarcelados, aceptasteis con alegría que os confiscaran los bienes”.

¿Cuál era el secreto de su fortaleza en tantas y tan duras pruebas? Su secreto era que vivían de una fe auténtica y verdadera. Y no se asustaban tan fácilmente. Eran valientes como en el mismo texto bíblico se reconoce: “nosotros no somos gente que se arredra para su perdición, sino hombres de fe para salvar el alma”.
Gracias a Dios sobre la fe de estos hermanos se apoya la nuestra, por eso les pedimos que nos cuiden, porque también ahora nos toca vivir tiempos difíciles.

El tema de evangelio de hoy es una enseñanza sobre cómo se desarrolla el reinado de Dios en esta tierra. Jesús, nuestro divino Maestro, nos explica con gran sabiduría que: “El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra… y la tierra va produciendo la cosecha ella sola”. Aquí se resalta la fuerza vital de la semilla, es decir, de la Palabra de Dios: crece progresivamente en el silencio, más allá de los éxitos y fracasos humanos, pues es Dios mismo quien la hace crecer. Pero esto no niega el esfuerzo humano, pues en la parábola se habla de la siembra y de la cosecha, que es el trabajo concreto que Dios ha confiado al agricultor.  Aunque nos parezca mentira, Dios nos necesita, pues no le parece bueno hacer Él solito todo el trabajo y quiere que nosotros le colaboremos con entusiasmo. ¡Qué honor tan grande, hermanos, ser colaboradores del Señor en la obra de la evangelización!

La segunda parábola también hace referencia a una semilla, la mostaza, y Jesús se fija en su pequeñez, pero hay que ver cuánto puede crecer.  Así es el Reinado de Dios: aparentemente se trata de algo insignificante; pero una vez en movimiento, no tiene fronteras, está abierto a todos los pueblos y naciones de la tierra.
Estas dos parábolas son un mensaje de ánimo y de esperanza, no sólo para los discípulos de aquel entonces, sino también para nosotros, los discípulos de ahora. Es una invitación a trabajar en los asuntos del reino, confiando no en nuestras fuerzas, sino en el poder de Dios. En una de sus cartas escribió S. Pablo: “Ni el que planta ni el que riega es importante, sino Dios que hace crecer la semilla”.

Carlos Latorre, cmf

Meditación – Viernes III de Tiempo Ordinario

Hoy es viernes III de Tiempo Ordinario.

La lectura de hoy es del evangelio de Marcos (Mc 4, 26-34):

Jesús decía a la multitud:

«El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga. Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha.»

También decía: «¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo? Se parece a un grano de mostaza. Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra, pero, una vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas, y extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra.»

Y con muchas parábolas como estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían comprender. No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos, en privado, les explicaba todo.

Dos hermosas parábolas nos regala hoy la Liturgia: la del sembrador que ve crecer su cosecha sin entender bien cómo y la del grano de mostaza. Dos ejemplos de como hasta lo más pequeño es importante en los planes de Dios. Lo que para nosotros puede parecer insignificante a los ojos del Padre es grande.

Un grano de trigo cae en la tierra, el sol y el agua harán que se rompa y de él brotará una espiga que dará a su vez muchos nuevos granos. El sacrificio de uno da la vida a muchos. Son muchos los significados que podemos extraer de esta parábola. Yo me quedo con ese porque nos habla de solidaridad, de renuncia personal, de vida que brota tras una aparente muerte ¿Y qué decir de un grano de mostaza? La más pequeña de las semillas, la más humilde, se llega a convertir en un arbusto tan alto y frondoso que hasta los pájaros anidan en él.

Muchas veces podemos pensar que somos insignificantes a los ojos de los demás, que valemos poco, que nuestras obras no tienen importancia. Intentamos transmitir el mensaje de Cristo y pensamos que no llega a nadie. Tanto esfuerzo nos parece en vano, pero a los ojos del Padre toda acción, por pequeña que sea, es grande y da fruto. Si creemos en la fuerza del Espíritu Santo, si nos ponemos en sus manos, nuestro trabajo en favor del Reino de Dios será como ese grano de trigo, como esa semilla de mostaza: dará fruto abundante en los corazones de quienes nos rodean. Somos hijos de una Iglesia misionera y no es necesario ir a lejanas tierras para predicar el Evangelio, para hablar de Jesús, de su muerte y resurrección, de su amor por todos nosotros. Lo he dicho muchas veces: podemos, y debemos, ser misioneros en lo cotidiano, en el día a día de nuestro entorno familiar y laboral. Sin miedo, con la valentía de los primeros cristianos y de la mano del Espíritu Santo seremos como el grano de trigo que se rompe en lo hondo de la tierra para hacer surgir la espiga abundante bajo la luz del sol.

D. Luis Maldonado Fernández de Tejada, OP

Liturgia – Viernes III de Tiempo Ordinario

VIERNES DE LA III SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO, feria

Misa de la feria (verde)

Misal: cualquier formulario permitido. Prefacio común.

Leccionario: Vol. III-impar

  • Heb 10, 32-39. Soportasteis múltiples combates. No renunciéis, pues, a la valentía.
  • Sal 36. El Señor es quien salva a los justos.
  • Mc 4, 26-34. Un hombre echa semilla y duerme, y la semilla va creciendo sin que él sepa cómo.

Antífona de entrada             Cf. Sal 77, 23-25
El Señor abrió las compuertas del cielo; hizo llover sobre ellos maná, les dio un pan del cielo; y el hombre comió pan de ángeles.

Monición de entrada y acto penitencial
Hermanos, comencemos la celebración de los sagrados misterios haciendo silencio en nuestro interior y pidámosle a Dios que perdone nuestros pecados y nos renueve con su gracia para que podamos celebrar dignamente esta Eucaristía.

• Tú que eres nuestra fuerza. Señor, ten piedad.
• Tú que eres nuestra esperanza. Cristo, ten piedad.
• Tú que nos das tu alegría y tu paz. Señor, ten piedad.

Oración colecta
OH Dios,
que has redimido a todos los hombres
con la Sangre preciosa de tu Unigénito,
conserva en nosotros la acción de tu misericordia
para que, celebrando siempre el misterio de nuestra salvación,
merezcamos alcanzar sus frutos.
Por nuestro Señor Jesucristo.

Reflexión
La parábola de la semilla que crece por sí misma –exclusiva de san Marcos– junto con la del granito de mostaza ponen en evidencia que el Reino de Dios tiene una íntima fuerza interior. Este dinamismo madurador ha de ser humilde y gozosamente reconocido por cada uno de nosotros. En los orígenes de nuestra salvación no es un proyecto nuestro lo que más cuenta, sino la insondable e imprescindible gracia de Dios, que normalmente alcanza sus metas valiéndose de medios pobres y, por lo mismo, absolutamente insuficientes.

Oración de los fieles
Elevemos ahora nuestras súplicas a Dios nuestro Señor, que siembra en nuestro mundo la simiente de su palabra.

1.- Por la Santa Iglesia; para que siembre siempre la Palabra de Dios en los corazones. Roguemos al Señor.

2.- Por las vocaciones sacerdotales; para que Dios nos conceda los sacerdotes necesarios. Roguemos al Señor.

3.- Por los pueblos de toda la tierra; para que vivan en concordia y paz verdadera. Roguemos al Señor.

4.- Por los trabajadores que están en paro; para que encuentren pronto un trabajo digno. Roguemos al Señor.

5.- Por nosotros mismos y nuestras familias; para que seamos tierra buena donde germine el Evangelio. Roguemos al Señor.

Padre de misericordia y de bondad; escucha las oraciones de tu pueblo y haz que tu palabra germine y fructifique en nosotros para nuestra salvación y la de todos los hombres. Por Jesucristo nuestro Señor.

Oración sobre las ofrendas
AL celebrar el memorial de nuestra salvación,
suplicamos, Señor, tu clemencia,
para que este sacramento de piedad sea para nosotros
signo de unidad y vínculo de caridad.
Por Jesucristo, nuestro Señor.

Antífona de comunión          Cf. Jn 6, 51-52
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, dice el Señor; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.

Oración después de la comunión
SACIADOS con el alimento y la bebida de la salvación,
te rogamos, Señor,
que derrames sobre nosotros
la Sangre de nuestro Salvador,
y ella sea, para nosotros,
la fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna.
Por Jesucristo, nuestro Señor.