Misa del domingo

Tomamos nuestros apuntes del libro Jesús de Nazareth de Joseph Ratzinger / S.S. Benedicto XVI (Ed. Planeta, 2007):

«Mateo nos presenta a Jesús como el nuevo Moisés… El versículo introductorio (Mt 5,1) es mucho más que una ambientación más o menos casual: “Al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos; y Él se puso a hablar, enseñándoles…”. Jesús se sienta: un gesto propio de la autoridad del maestro; se sienta en la “cátedra” del monte. Más adelante hablará de los rabinos que se sientan en la cátedra de Moisés y, por ello, tienen autoridad; por eso sus enseñanzas deben ser escuchadas y acogidas, aunque su vida las contradiga (ver Mt23,2), y aunque ellos mismos no sean autoridad, sino que la reciben de otro. Jesús se sienta en la “cátedra” como maestro de Israel y como maestro de los hombres en general. Como veremos al examinar el texto, con la palabra “discípulos” Mateo no restringe el círculo de los destinatarios de la predicación, sino que lo amplía. Todo el que escucha y acoge la palabra puede ser “discípulo”».

»En el futuro, lo decisivo será la escucha y el seguimiento, no la procedencia. Cualquiera puede llegar a ser discípulo, todos están llamados a serlo: así, la actitud de ponerse a la escucha de la Palabra da lugar a un Israel más amplio, un Israel renovado que no excluye o anula al antiguo, sino que lo supera abriéndolo a lo universal».

»Jesús se sienta en la “cátedra” de Moisés, pero no como los maestros que se forman para ello en las escuelas; se sienta allí como el Moisés más grande, que extiende la Alianza a todos los pueblos. De este modo se aclara también el significado del monte. El Evangelista no nos dice de qué monte de Galilea se trata, pero como se refiere al lugar de la predicación de Jesús, es sencillamente “la montaña”, el nuevo Sinaí. “La montaña” es el lugar de la oración de Jesús, donde se encuentra cara a cara con el Padre; por eso es precisamente también el lugar en el que enseña su doctrina, que procede de su íntima relación con el Padre. “La montaña”, por tanto, muestra por sí misma que es el nuevo, el definitivo Sinaí» (pp. 92-93).

«Debería haber quedado claro que el “Sermón de la Montaña” es la nueva Torá que Jesús trae. Moisés sólo había podido traer su Torá sumiéndose en la oscuridad de Dios en la montaña; también para la Torá de Jesús se requiere previamente la inmersión en la comunión con el Padre, la elevación íntima de su vida, que se continúa en el descenso en la comunión de vida y sufrimiento con los hombres» (p. 95).

«Jesús no piensa abolir el Decálogo, sino que, por el contrario, lo refuerza» (p. 98).

«Pero entonces, ¿qué son las Bienaventuranzas? En primer lugar se insertan en una larga tradición de mensajes del Antiguo Testamento como los que encontramos, por ejemplo, en el Salmo 1 y en el texto paralelo de Jeremías 17,7s: “Dichoso el hombre que confía en el Señor…”. Son palabras de promesa que sirven al mismo tiempo como discernimiento de espíritus y que se convierten así en palabras orientadoras» (p. 98).

«A pesar de la situación concreta de amenaza inminente en que Jesús ve a los suyos [son pobres, están hambrientos, lloran, son odiados y perseguidos], ésta se convierte en promesa cuando se la mira con la luz que viene del Padre. Referidas a la comunidad de los discípulos de Jesús, las Bienaventuranzas son una paradoja: se invierten los criterios del mundo apenas se ven las cosas en la perspectiva correcta, esto es, desde la escala de valores de Dios, que es distinta de la del mundo. Precisamente los que según los criterios del mundo son considerados pobres y perdidos son los realmente felices, los bendecidos, y pueden alegrarse y regocijarse, no obstante de todos sus sufrimientos. Las Bienaventuranzas son promesas en las que resplandece la nueva imagen del mundo y del hombre que Jesús inaugura, y en las que “se invierten los valores”. Son promesas escatológicas, pero no debe entenderse como si el júbilo que anuncian deba trasladarse a un futuro infinitamente lejano o sólo al más allá. Cuando el hombre empieza a mirar y a vivir a través de Dios, cuando camina con Jesús, entonces vive con nuevos criterios y, por tanto, ya ahora algo del ésjaton, de lo que está por venir, está presente. Con Jesús, entra alegría en la tribulación» (p. 99).

«Quien lee atentamente el texto descubre que las Bienaventuranzas son como una velada biografía interior de Jesús, como un retrato de su figura. Él, que no tiene donde reclinar la cabeza (ver Mt 8,20), es el auténtico pobre; Él, que puede decir de sí mismo: Venid a mí, porque soy sencillo y humilde de corazón (ver Mt 11,29), es el realmente humilde; Él es verdaderamente puro de corazón y por eso contempla a Dios sin cesar. Es constructor de paz, es aquél que sufre por amor de Dios: en las Bienaventuranzas se manifiesta el misterio de Cristo mismo, y nos llaman a entrar en comunión con Él. Pero precisamente por su oculto carácter cristológico las Bienaventuranzas son señales que indican el camino también a la Iglesia, que debe reconocer en ellas su modelo; orientaciones para el seguimiento que afectan a cada fiel, si bien de modo diferente, según las diversas vocaciones» (pp. 101-102).

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Si te pregunto: ¿quieres ser feliz?, me dirás: ¡claro que sí! Si te pregunto: ¿cuánto?, sin duda me responderás: ¡es lo que más quiero, y lo quiero para siempre! Y si te sigo preguntando: ¿Quisieras que en vez de la pena, o vacío, o soledad que a veces ensombrece tu corazón, tan solo hubiese en ti una alegría imperturbable, un gozo interior desbordante, que nada ni nadie pudiese arrebatarte jamás?, me responderías indefectiblemente: ¡claro que sí, lo quiero para mí y también para aquellos a los que más amo, quiero o estimo!

¿Quién de nosotros no desea acaso experimentar la paz del corazón en vez de tantas angustias, tensiones interiores, amarguras, sufrimientos, frustraciones que día a día o de un momento para otro desgarran tu espíritu? ¿Qué ser humano no anhela y aspira a la dicha y felicidad? ¿Quién de nosotros, al saborear un poco esa felicidad, no se dice a sí mismo: “esto es lo que quiero para mí, y lo quiero para siempre”? ¿Quién de nosotros no la busca, cuando de ella carece? ¿Quién de nosotros no teme perderla cuando la halla? ¿Quién de nosotros no desespera, cuando la pierde?

¡Cuántos hombres y mujeres andan tan vacíos y sedientos de felicidad! ¡Pobres aquellos que, seducidos continuamente por los fugaces destellos de una vana alegría y gozo, insisten en buscarla donde jamás podrán hallarla! ¡Pobres aquellos que se han cansado de buscar esa felicidad, pues al no buscar donde verdaderamente se encuentra, nunca la hallaron, y porque nunca la hallaron, creen y proclaman que no existe!

¿Dónde hallar la felicidad? El mundo te promete esa felicidad a la que aspira todo tu ser y se aprovecha de ese anhelo profundo que hay en ti para ofrecerte sus mil y un “productos”, invenciones cada vez más sofisticadas y elaboradas para paliar esa hambre de infinito. También ofrece sin cesar formas cada vez mas variadas y sofisticadas de diversión, deportes extremos o espectáculos que producen un disfrute inmediato, que seducen y hacen olvidar de momento el hambre que sólo puede ser saciado con algo infinito. Los anuncios publicitarios, o las personas que viven olvidadas de Dios, continuamente te repiten: “Serás feliz mientras más dinero poseas, mientras más comodidades tengas, mientras más cosas puedas comprar, mientras más famoso seas, mientras más extravagante seas, mientras más llames la atención, mientras más éxito tengas en la vida, mientras más sexy seas, mientras más placeres sensuales o sexuales experimentes. Serás feliz cuando tengas todo bajo control, cuando tengas el poder en tus manos. Serás feliz mientras más endurezcas tu corazón, mientras menos vulnerable te muestres y más autosuficiente seas, porque así nadie se aprovechará de ti ni te hará daño. Serás feliz si evades el sufrimiento, si ‘anestesias’ todo dolor buscando alguna droga, ya sea en sentido literal o figurado”.

¿Pero has encontrado la felicidad en algo de eso? ¿No descubres en ti, una vez que te encuentras solo contigo mismo, un vacío inmenso?

Ante la desilusión, el desengaño y el escepticismo que genera el fracaso en la búsqueda de la felicidad el Señor afirma que la felicidad para el ser humano sí existe y que es para el ser humano. En efecto, si el ser humano aspira con vehemencia a la felicidad y está en continua búsqueda de esa felicidad es porque Dios mismo «ha puesto [tal deseo] en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1718). El Señor conoce bien esa realidad que lacera el alma humana, esta hambre de infinito que lo lanza continua y desesperadamente en busca de su propia felicidad, y el Señor no sólo conoce bien el corazón humano y sus aspiraciones sino que conoce también el camino que lleva a la felicidad y se lo muestra. En realidad, Él mismo, en quien se realiza cada una de las Bienaventuranzas, es el Camino a la plenitud de la Vida y a la Vida verdaderamente plena (ver Jn 14,6). Quien sigue el camino que Cristo señala, quien recorre el Camino que es Él mismo, quien en respuesta a la Gracia procura en su vida asemejarse a Él, encontrará la única felicidad que sacia el anhelo humano porque sólo Dios puede responder verdadera y plenamente a ese deseo de felicidad humana. El Señor Jesús la promete a aquellos que creen en Él y a aquellos que aman como Él (ver Jn 15,11; 16, 22). El estado de dicha perfecta es una realidad que Dios anuncia y promete al hombre, realidad cuyos destellos se perciben ya en esta vida pero que alcanzará su realización plena en la resurrección (ver Mt 25,21; Jn 15,11; Hech 2,28; Rom 14,7; 1Cor 2,9; 1Jn 3,1-3; Ap 21,3-5).