Lectio Divina – Sábado III de Tiempo Ordinario

La divinidad de Jesús transforma nuestras tempestades en calma

Invocación al Espíritu Santo:

Dios tú que has iluminado los corazones de tus fieles con la luz del Espíritu Santo, concédenos que, animados por este mismo Espíritu, conozcamos la verdad, y gocemos siempre de sus divinos consuelos. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

Lectura. Marcos capítulo 4, versículos 35 al 41:

Un día, al atardecer, Jesús dijo a sus discípulos: “Vamos a la otra orilla del lago”. Entonces los discípulos despidieron a la gente y condujeron a Jesús en la misma barca en que estaba. Iban además otras barcas.

De pronto se desató un fuerte viento y las olas se estrellaban contra la barca y la iban llenando de agua. Jesús dormía en la popa, reclinado sobre un cojín. Lo despertaron y le dijeron: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” Él se despertó, reprendió al viento y dijo al mar: “¡Cállate, enmudece!” Entonces el viento cesó y sobrevino una gran calma. Jesús les dijo: “¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?” Todos se quedaron espantados y se decían unos a otros: “¿Quién es éste, a quien hasta el viento y el mar obedecen?”

Palabra del Señor. Gloria a ti, Señor Jesús.

(Se lee el texto dos o más veces, hasta que se comprenda).

Indicaciones para la lectura:

Tengamos en cuenta que para Marcos es de vital importancia el enunciar los milagros de Jesús, que como manifestación del poder de Dios suscitan la fe en quien los presencia. En esta ocasión toca el turno a la demostración de que el poder de Dios no encuentra límites ante las fuerzas de la naturaleza, sino que estas se someten a la voz de su creador.

Meditación:

Han pasado más de dos mil años desde que Jesucristo fundó la Iglesia. Han pasado más de dos mil años de cristianismo y parece que todo se viene abajo; parece que las nuevas doctrinas religiosas están tomando el puesto de la Iglesia, pero no es así.

La Iglesia parece naufragar en la tempestad del mundo y en los problemas que se le presentan; pero cada vez que los hombres dudamos se alza una voz que parece despertar de un largo sueño: ¡No temáis, tened fe! Y el mar vuelve a la calma; la barca de Pedro sigue su rumbo a través de los años, los siglos y los milenios.

Cristo no está lejos de nosotros; duerme junto al timón, para que cuando nuestra fe desfallezca, cuando estemos tristes y desamparados, Él tome el timón de nuestra vida.

Además, en el mar de nuestra vida brilla una estrella; relampaguea en el cielo de nuestra alma la estrella de María, para que no perdamos el rumbo.

Oración:

Damos gracias a Dios Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la cruz. Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda creatura; pues por medio de él fueron creadas todas las cosas; celestes y terrestres, visibles e invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todas las cosas: haciendo la paz por la sangre de su cruz con todos los seres, así del cielo como de la tierra.

Contemplación:

Catecismo de la Iglesia Católica numeral 515: Desde los pañales de su natividad hasta los vinagres de su pasión y el sudario de su resurrección, todo en la vida de Jesús es un signo de su misterio. A través de sus gestos, sus milagros y sus palabras, se ha revelado que en él reside toda la plenitud de la Divinidad corporalmente. Su humanidad aparece, así como el sacramento, es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo: lo que había de visible en su vida terrena, conduce al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora.

Oración final:

Señor, la tormenta más grande que debo combatir diariamente es el pecado. Necesito esforzarme constantemente para no caer en la tentación y decidirme, con entusiasmo y confianza, a conquistar la santidad mediante la caridad. Por eso te pido me ayudes a ser perseverante en mis propósitos.

Propósito:

Ante las dificultades, preocupaciones y angustias, decir la jaculatoria: ¡Jesús, en ti confío!

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