El deseo de felicidad es quizá la aspiración más honda y persistente del ser humano. Ningún hombre se sustrae a él. Todos nuestros pensamientos, deseos y acciones están impregnados de este anhelo. Por eso encentran resonancia en nuestro corazón palabras como las que hemos escuchado: Dichosos vosotros los que ahora tenéis hambre… o cuando os excluyan.
Por eso somos tan fácilmente engañables; porque cualquier oferta (aún aparente o irreal) de felicidad nos atrae y nos seduce. Por eso sufrimos tantas decepciones en la vida. ¡Y cuántas ofertas de felicidad en esta sociedad de consumo! Pero la mayoría de las veces son «ofertas de placer», no de felicidad; porque con frecuencia se confunde la felicidad con el placer. El placer sacia momentáneamente al hombre, pero acrecienta su apetito y provoca una sensación de infelicidad que puede acabar produciendo hastío, el sentimiento del sin-sentido, la náusea de la que hablaron nuestros filósofos existencialistas.
En realidad, tras el apetito sensible (visual, gustativo, táctil) se esconde un apetito de trascendencia (de vida, de amor) que nada de lo que vemos, gustamos, oímos o tocamos puede saciar por sí mismo.
La oferta de felicidad que hace Jesús es de otro género. Es compatible con las carencias que implican la pobreza, el hambre, el llanto y la exclusión. Vive del presente que otorga la confianza en Dios; pero se sustenta en el futuro al que nos abre la promesa del Señor y del que se espera la saciedad, la posesión incomparable del Reino, el consuelo, la recompensa celeste.
Las bienaventuranzas de Jesús (en parte, realidad dichosa; en parte promesa de dicha; porque si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos tan desgraciados como los demás hombres), ya habían sido anticipadas en cierto modo en Jeremías, por ejemplo, cuando dice: Bendito (=dichoso) quien confía en el Señor… será como un árbol plantado junto al agua… en año de sequía no deja de dar fruto; pues la confianza en el Señor le mantendrá fructífero. Y su contrario: Maldito quien confía en el hombre… apartando su corazón del Señor. Será como un cardo en la estepa… habitará la aridez del desierto.
Jesús proclamaba: Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios. Dichosos los pobres, dichosos incluso en vuestra carencia de pan, de techo, de vestido, de cultura, de salud, etc., porque el Reino ha comenzado a ser vuestro (vuestros, los dones de Dios en el que habéis puesto vuestra confianza) y un día será enteramente vuestro. Es la gran recompensa del cielo que esperan a los odiados, excluidos, proscritos por causa del Hijo del hombre. Por eso, porque les espera esta recompensa deben alegrarse y saltar de gozo ese día, a saber, el día de la exclusión o de la persecución.
El que espera vive ya, en el presente, un anticipo de la realidad futura, esto es, de la libertad, de la felicidad, de la vida que se espera. Por eso, dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Pero ¡ay de vosotros, los que estáis saciados, o los que ahora reís, porque tendréis hambre y porque lloraréis! Tras esta imprecación se esconde una promesa de infelicidad (o malaventuranza) que tendría que generar alarma si somos sensibles a las palabras de Jesús. A nosotros, los saciados de pan se nos encomienda la tarea de saciar el hambre de muchos hambrientos, anticipando así en el presente la bienaventuranza de Jesús: porque quedaréis saciados. A los pobres les podemos negar el dinero, amparándonos en el mal uso que pudieran hacer de él; lo que no podemos es negarles el pan (la comida) que a nosotros nos sobra.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística