Homilía – Viernes V de Tiempo Ordinario

Este pasaje del Evangelio nos relata la curación de un sordomudo. El Señor lo llevó aparte, metió los dedos en sus orejas y con saliva tocó su lengua. Después Jesús miró al cielo y le dijo: Effetá, que significa ábrete. Al instante se le abrieron sus oídos y hablaba correctamente.

Los dedos significan una acción divina poderosa, y a la saliva se le atribuía cierta eficacia para aliviar las heridas. Aunque son las palabras del Señor las que curan, Él quiso, como en otras ocasiones, utilizar elementos materiales visibles, los que de alguna manera expresaran la acción más profunda que los sacramentos iban a efectuar en las almas.

Desde el comienzo, la Iglesia empleó en el momento del Bautismo estos mismos gestos de Jesús, mientras que el sacerdote oraba sobre el bautizado: «El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda a su tiempo escuchar su Palabra y proclamar la fe.»

En esta curación que realiza el Señor podemos ver una imagen de su actuación en las almas: libra al hombre del pecado, abre su oído para escuchar su Palabra y suelta su lengua para alabar y proclamar el Reino de Dios.

Los cristianos no debemos permanecer mudos cuando es necesario hablar de Dios y de su mensaje. No podemos quedarnos callados ante las muchas oportunidades que el Señor nos pone delante, para que mostremos a todos el camino que nos lleva a Dios.

Incluso los acontecimientos corrientes de la vida se prestan muchas veces para hacer un comentario o una reflexión que muestre nuestra fe, y lleve a los que nos rodean la buena doctrina de Jesús.

En el Bautismo recibimos la responsabilidad de no dejar que nadie pierda su fe, ante la avalancha de ideas y de errores doctrinales y morales a los que frecuentemente estamos sometidos.

Cada cristiano debe ser testimonio de buena doctrina, testigo -no solo con el ejemplo: también con la palabra- del mensaje evangélico. Y debemos aprovechar cualquier oportunidad que se nos presente, con nuestros familiares, con nuestros amigos, compañeros y vecinos. También con aquellas personas con quienes por casualidad compartimos un viaje o un encuentro circunstancial.

Nuestra vida no puede ser una vida de ocasiones perdidas de hacer apostolado, porque el Señor quiere que nuestras palabras se hagan eco de sus enseñanzas.

Pidamos a María que, por la gracia del Bautismo, nos inspire para que si nuestros oídos permanecen abiertos y podemos hablar correctamente, con frecuencia durante nuestra vida nos convirtamos en verdaderos apóstoles del Señor.