Lectio Divina – Viernes VI de Tiempo Ordinario

“El que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”

Invocación al Espíritu Santo:

Ven, Espíritu Santo. Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento. Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero. Amén.

Lectura. Marcos capítulo 8 versículos 34 al 9, 1:

Jesús llamó a la multitud y a sus discípulos y les dijo: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará.

¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar uno a cambio para recobrarla? Si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras ante esta gente, idólatra y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él, cuando venga con la gloria de su Padre, entre los santos ángeles”.

Y añadió: “Yo les aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto primero que el Reino de Dios hallegado ya con todo su poder”.

Palabra del Señor. Gloria a ti, Señor Jesús.

(Se lee el texto dos o más veces, hasta que se comprenda).

Indicaciones para la lectura:

El camino doloroso de Jesús es también el camino del discípulo. Entre las exigencias que conlleva sobresalen tres:

La entrega y la solidaridad en el amor como camino indispensable para alcanzar la gloria de Dios; la renuncia a todo aquello que nos aparte de Jesús, especialmente nuestro egoísmo, para poder seguirlo y cumplir nuestra misión; y la fe en el poder divino de la salvación, incluso cuando esto nos ocasione todo tipo de persecuciones.

La auténtica renuncia cristiana no consiste en anular la propia personalidad ni en ignorar los dones que tenemos, sino en darle una dirección a nuestra vida, igual que Jesús se la dio a la suya.

Meditación:

¿Quién puede soportar estas palabras? ¿Seremos capaces realmente de seguir esta doctrina que se nos presenta hoy? ¿Podremos vivir el significado cristiano de la palabra abnegación?

Son algunas preguntas que se me presentan al leer este pasaje. Cristo es claro: seguirle significa dolor, sufrimiento y abnegación. Sí, significa todo esto más la salvación eterna. Pero ¿qué quiere decir eso de salvación eterna? Muy fácil, es la plenitud de la propia felicidad, es el cielo, vivido con Jesús y María, y todas las demás potestades.

Ya los antiguos, tenían la certeza que existía un mundo después de esta vida, por eso no tiene que extrañarnos que Jesucristo nos quiera dar como premio la vida eterna.

Con una motivación tan fuerte, el sacrificio propio queda transformado como un medio para llegar a tener la felicidad que anhelamos. Ofrezcamos los pequeños sacrificios de nuestra vida diaria, para que Dios los convierta en gracias de salvación.

Oración:

Te bendecimos Padre, porque Cristo nos enseñó el camino que por la muerte lleva a la vida. Con su ejemplo nos mostró la ruta del seguimiento, siendo el primero en la opción total por el Reino y adelantándose en entregar la vida para ganarla. Caminando con él, Cristo nos quiere libres para amar. Ayúdanos a hacer nuestros sus criterios y actitudes para liberarnos de nuestro egoísmo y pereza. Por su palabra y ejemplo entendemos que la medida de nuestra libertad es la capacidad de amar y de ascesis evangélica. Ayúdanos, Señor, con tu gracia. Amén.

Contemplación:

Catecismo de la Iglesia Católica numeral 618: La cruz es el único sacrificio de Cristo “único mediador entre Dios y los hombres”. Pero, porque en su Persona divina encarnada, se ha unido en cierto modo con todo hombre, él ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma por Dios solo conocida se asocien a este misterio pascual. Él llama a sus discípulos a tomar su cruz y a seguirle porque él sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas. Él quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios […].

Catecismo de la Iglesia Católica numeral 908: Por su obediencia hasta la muerte, Cristo ha comunicado a sus discípulos el don de la libertad regia, “para que vencieran en sí mismos, con la propia renuncia y una vida santa, al reino del pecado”.

Oración final:

Gracias, Señor, por tu compañía, por las ocasiones que me das para amarte en la lucha y en el sacrificio, en el trabajo y en las dificultades. Que sepa, Señor, colmar mi vida de tu gracia para poder permanecer fiel al Evangelio en vez de vivir centrado en mí mismo, en mis intereses y gustos. Por la cruz y desde la cruz me enseñas el camino a la felicidad.

Propósito:

Que las dificultades de este día sean ocasiones para crecer en el amor y confianza en Dios.

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Homilía – Viernes VI de Tiempo Ordinario

No basta creer en Jesús y adherirse a Él.

Hay que renunciar a nosotros mismos, cargar con nuestra propia cruz y así seguirlo.

Esta es la enseñanza que deja Jesús en este pasaje del Evangelio, no sólo a sus apóstoles, sino a todos los que queremos ser verdaderos discípulos suyos.

Son tres las condiciones…, las exigencias…, que el Señor pone a sus seguidores:

La primera, es renunciar a uno mismo. Es renunciar a toda ambición personal, es negarse a las exigencias del YO, para que se pueda construir y ver en nosotros a Cristo. Juan el Bautista reconoció que convenía que él disminuyera para que Cristo pudiera crecer en él. Por eso, el renunciar a uno mismo, es hacer más pequeño nuestro YO, pero con el objeto de elevar este YO a la identificación con Cristo.

La segunda exigencia de Jesús es cargar con nuestra propia cruz…. . Esto significa aceptar la voluntad de Dios, ser obedientes al Padre, como Jesús.

Cada día, debemos tomar la cruz sobre nuestros hombros. Cada día tiene su propia cruz. Cada día la cruz tiene sus aristas, y tenemos que aceptarla con renovada generosidad de entrega al amor del Señor.

La aceptación diaria de nuestra cruz será la renovación que hacemos de todos los días del amor… Será decirle al Señor, cada día: Señor, cuento contigo; Tú puedes contar conmigo.

La tercera exigencia de Jesús es seguirlo. Ser fieles al seguimiento de Cristo.

Perder la vida por Jesús es ganarla, mientras que querer guardarla para uno es perderla para siempre.

El camino del discípulo es el camino del Maestro y el mejor premio, mejor que todos los bienes, será el mismo Señor en su Gloria.

Los apóstoles eran incapaces de entender estas palabras, que eran el programa de Jesús.

Eran incapaces de entenderlas porque estaban en abierta contradicción a la concepción que tenían del Mesías, liberador de su pueblo.

También a nosotros nos cuesta entender las exigencias del Señor.

A pesar que somos discípulos de un maestro que murió en la Cruz, no queremos entender que perder la vida, arriesgarla por el Reino de Dios y el servicio de los hombres, es ganarla.

Hay ocasiones en que estamos dispuestos a dar la vida, pero toda junta, de una vez. En cambio se no nos hace imposible darla cada día y a cada hora.

Y esto es lo que nos exige precisamente la fidelidad en el seguimiento de Cristo.

Cada uno tiene que cargar por amor al Señor y a su cruz, la cruz de cada día. Aquella cruz que las circunstancias de la vida, nuestra vocación y nuestras tareas al servicio del Señor, vayan cargando nuestras espaldas.

Cristo ha cargado todas las cruces que nos atan. Las soportó todas. Su gracia no nos faltará para aliviarnos; no nos va a sacar la cruz diaria, pero esa cruz, a su lado, no pesará.

Las cruces que nos aplastan, no son las de Cristo, sino las que nosotros nos imponemos.

Nos dice el Señor en el evangelio que el que por el mundo deja de seguir a Cristo, pierde la verdadera Vida.

Vamos a pedirle a María, a ella que siguió siempre al Señor y fue dócil como nadie a la voluntad del Padre, que nos ayude a saber seguir al Señor y a cargar por amor a Él, nuestra propia cruz de cada día.

Comentario – Viernes VI de Tiempo Ordinario

­Marcos 8, 34-36

a) Seguir a Cristo comporta consecuencias. Por ejemplo, tomar la cruz e ir tras él. Después de la reprimenda que Jesús tuvo que dirigir a Pedro, como leíamos ayer, porque no entendía el programa mesiánico de la solidaridad total, hasta el dolor y la muerte, hoy anuncia Jesús con claridad, para que nadie se lleve a engaño, que el que quiera seguirle tiene que negarse a sí mismo y tomar la cruz, que debe estar dispuesto a «perder su vida» y que no tiene que avergonzarse de él ante este mundo.

Es una opción radical la que pide el ser discípulos de Jesús. Creer en él es algo más que saber cosas o responder a las preguntas del catecismo o de la teología. Es seguirle existencialmente. Jesús no nos promete éxitos ni seguridades. Nos advierte que su Reino exigirá un estilo de vida difícil, con renuncias, con cruz. Igual que él no busca el prestigio social o las riquezas o el propio gusto, sino la solidaridad con la humanidad para salvarla, lo que le llevará a la cruz, del mismo modo tendrán que programar su vida los que le sigan.

b) Estamos avisados y además ya lo hemos podido experimentar más de una vez en nuestra vida. Seguir a Jesús es profundamente gozoso y es el ideal más noble que podemos abrazar. Pero es exigente. Le hemos de seguir no sólo como Mesías, sino como Mesías que va a la cruz para salvar a la humanidad.

Si uno intenta seguirle con cálculos humanos y comerciales («el que quiera salvar su vida… ganar el mundo entero») se llevará un desengaño. Porque los valores que nos ofrece Jesús son como el tesoro escondido, por el que vale la pena venderlo todo para adquirirlo. Pero es un tesoro que no es de este mundo.

Las actitudes que nos anuncia Jesús como verdaderamente sabias y productivas a la larga son más bien paradójicas: «que se niegue a sí mismo… que cargue con su cruz… que pierda su vida». No es el dolor por el dolor o la renuncia por masoquismo: sino por amor, por coherencia, por solidaridad con él y con la humanidad a la que queremos ayudar a salvar. Es la respuesta de Jesús a la actitud de Pedro -y de los demás, seguramente- cuando se da cuenta de que sí están dispuestos a seguirle en los momentos de gloria y aplausos, pero no a la cruz.

¿Entraríamos nosotros, los que creemos en Jesús y hemos tomado partido por él, entre los que alguna vez, ante el acoso del mundo o las tentaciones de nuestro ambiente o la fatiga que podamos sentir en el seguimiento de Cristo, «nos avergonzamos de él» y dejamos de dar testimonio de su evangelio? ¿o ponemos «condiciones» a nuestro seguimiento’?

«Toda la tierra hablaba una sola lengua» (1ª lectura, I)

«El Señor modeló cada corazón y comprende todas sus acciones» (salmo, II)

«La fe, si no tiene obras, está muerta por dentro» (1ª lectura, II)

«Dichoso el que se apiada y presta, y administra rectamente sus asuntos» (salmo, II)

«El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (evangelio)

J. ALDAZABAL
Enséñame tus caminos 4

¡Date tiempo… y verás!

Date tiempo para amar,
para soñar,
para crear,
para trabajar,
para cambiar,
para acompañar… como Él

Y quizá así…
descubras el centro, eje y motor de la vida,
lleves tu carreta atada a las estrellas,
te sientas libre de normas y cadenas,
no esperes recompensa por tus obras buenas
y goces por estar hecho a su imagen y manera.

Date tiempo para estar,
para mirar acá y allá,
para reír,
para compartir,
para perdonar,
para amar como Él.

Y quizá así…
disfrutes de su presencia,
valores el ocio y la fiesta,
aprecies el regalo de la creación entera,
disfrutes de rostros y sonrisas,
y veas que no te falta nada .

Date tiempo para la amistad,
para abrazar,
para acariciar,
para buscar,
para rezar,
para sembrarte… como Él.

Y quizá así…
tejas tapices perennes de hermosos colores,
crezca la paz y la ternura en tu corazón,
sepas por qué tienes entrañas, dedos y piel,
te sorprendas de las maravillas que no brillan,
y crezca la cosecha que necesitas.

Date tiempo para recibir,
para regalar,
para vivir,
para darte,
para hablar… como Él.

Y quizá así…
entres en el reino de la gratuidad,
construyas una gran fraternidad,
llegues a ser como él te quiere,
te enriquezcas hasta desbordar,
y percibas que Él siempre está dentro de ti.

¡Date tiempo, …y verás!

Florentino Ulibarri

La misa del domingo

“Ojo por ojo, diente por diente”. Así rezaba la conocida “ley del talión”, vigente entonces no sólo para el pueblo judío, sino en todo Oriente. Por este principio jurídico se imponía una pena idéntica o proporcionada a quien cometía un crimen. Esta ley, aunque pueda parecer en primera instancia cruel, era un primer intento por establecer una proporcionalidad entre daño recibido y el castigo aplicado, y evitar una escalada de violencia típica de la venganza. Es a estos excesos comunes a los que se quería poner un límite que obligara a todos.

Esta ley se aplicaba ya en culturas tan antiguas como la Babilonia, mediante el Código de Hammurabi (1760 a. C.), uno de los conjuntos de leyes mas antiguos que se conocen y que se basa en la aplicación de la Ley del Talión a casos concretos.

Se entiende que para aplacar la ira de una persona que ha recibido un daño lo mínimo que se puede ofrecer es resarcir el daño recibido con un daño igual. Pero para que la justicia no dé pie a la venganza descontrolada, era necesario establecer una ley que limitase la retribución a la equivalencia del daño recibido. La ley buscaba, pues, prevenir los excesos que son típicos de la ira, y que en vez de resarcir el daño recibido, generaban una escalada de violencia difícil de contener.

A cambio del daño recibido, la Ley de Moisés admitía también la sustitución del castigo idéntico por una compensación en especie o dinero (Éx 21,26-35).

A partir de este principio jurídico por entonces vigente y ampliamente aceptado, el Señor Jesús proclama para sus discípulos otro principio, el de la caridad suprema: «No hagan frente al que los agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas».

Este principio enseñado por Cristo no anula aquel principio de la justa retribución por el daño recibido, sino que introduce el espíritu generoso de caridad que han de tener sus discípulos en la práctica misma de sus derechos de justicia.

Frente al principio del “Ojo por ojo, diente por diente”, que no es sino un esfuerzo de las leyes humanas para limitar la venganza y el odio, el Señor propone la purificación del corazón de todo odio y resentimiento y, en consecuencia, la erradicación total de toda reacción de venganza, de devolver el mal con otro mal. Por ello propone: «No hagan frente al que los agravia», o según la traducción literal: «no resistan al mal», es decir, al hombre malo, al que les hace mal. El discípulo no debe dar lugar a la cólera, no debe tomar la venganza por su cuenta, debe vencer el mal con el bien (ver Rom 12,17-21)

Para proclamar su enseñanza el Señor hace uso de la forma oriental, de estilo extremista y paradójico. Así, descendiendo a lo concreto, propone cuatro casos para ilustrar el principio de no resistencia al mal, de no responder al mal con cólera, odio, ira, de vencer el mal con el bien, toda forma de egoísmo con la generosidad: «si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas».

La doctrina de Cristo contenida en esos ejemplos es la siguiente: la caridad del cristiano debe ser tal que, incluso en los casos de ofensa o abuso de los que es víctima, y en los que tiene la justicia a su favor, su respuesta jamás debe estar movida por la cólera sino que su ánimo debe estar siempre dispuesto al perdón de quien lo agravia y a la generosidad con su prójimo. La expresión del Señor de poner la otra mejilla para recibir otra bofetada debe ser entendida en ese sentido y no de modo literal, pues tampoco se trata de provocar una nueva injuria sobre uno. De lo contrario, el mismo Señor habría presentado la otra mejilla al ser abofeteado por uno de los guardias del Sumo Sacerdote (ver Jn 18,22-23). Quiere expresar esta forma paradójica de hablar que el cristiano no sólo debe perdonar una primera injuria, sino estar preparado para perdonar nuevas ofensas. Su perdón o paciencia ante quien le ofende o causa algún daño no debe tener límite.

Prosigue el Señor diciendo: «Han oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo” y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, les digo: Amen a sus enemigos, y recen por los que los persiguen…». El amor al prójimo era un precepto de la Ley (Lev 19,18). Por prójimo, sin embargo, se entendía principalmente el judío (ver Éx 23,4,Prov 25,21s), a veces el “peregrino” (Lev 19,18), en realidad, un extranjero establecido habitualmente entre el pueblo judío e incorporado a él. Los no judíos estaban excluidos del precepto de amar al prójimo, es más, debían ser odiados positivamente y en casos exterminados sin piedad los enemigos de Dios y de su pueblo (ver Sal 139,21s). En la época de Jesús, por ejemplo, los samaritanos estaban excluidos absolutamente de la categoría de “prójimos”. Éstos eran considerados como enemigos, dignos de ser aborrecidos. Entre judíos y samaritanos había un odio y rivalidad muy fuerte: no se podían ni tratar (ver Jn4,9). Por tanto, contra ellos se podía ejercer la venganza y el odio (ver Lc 9,53s).

La enseñanza del Señor, que busca perfeccionar la Ley, da un paso inesperado: ya no sólo deben mostrar amor al prójimo, sino también a los enemigos, es decir, a todos los no judíos, a todos los hombres sin exclusión. El Señor pide —y de eso es ejemplo Él mismo en la Cruz— rezar por quienes los persiguen y buscarán dar muerte.

Quien así obra, dice el Señor, será verdaderamente hijo de su mismo Padre que está en el Cielo, cuya bondad se manifiesta tanto con los buenos como con los malos. Por otro lado, nada tiene de virtuoso o de superior amar a quienes lo aman a uno. La caridad cristiana debe superar ese amor natural y elevarse a un amor divino, el mismo amor que vive el Padre, que no excluye de su misericordia a ningún ser humano sino que busca la salvación de todos. Por tanto, al discípulo de Cristo le toca ser perfecto «como su Padre celestial es perfecto», es decir, amar a todos los hombres con la misma benevolencia y caridad del Padre. El cristiano, como el Padre celestial y como Cristo mismo, debe aspirar a vivir la perfección en la caridad.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Día a día vemos cómo la ira, el odio, el deseo de venganza, el deseo de tomar la justicia por las propias manos, lleva a la agresión verbal o física entre las personas, a riñas y peleas, venganzas, asesinatos, luchas fratricidas, guerras, conflictos interminables, escaladas de violencia que parecen nunca acabar. ¿No ha causado esa violencia, ese odio, ese rencor, ese deseo de venganza, más muertes que cualquier desastre natural? ¿No parece ser el hombre el peor y más cruel enemigo del hombre? ¡No pocas veces la paz se hace tan esquiva, tan difícil de alcanzar! Pareciera imposible que el buen entendimiento y la pacífica convivencia entre los seres humanos perdure.

Sin necesidad de tener que ver los noticieros o leer los periódicos para encontrarnos con esa agresiva realidad, descubrimos que la ira —y las reacciones agresivas que produce— está presente en nosotros mismos, en las personas que forman parte de mi familia, en las personas que comparten mi día a día. ¿Cuántas veces no ocasiona la ira pleitos entre esposos, riñas y rencillas entre hermanos, discusiones acaloradas en las que nos faltamos el respeto los unos a los otros, en las que nos decimos palabras o expresiones que como dagas punzantes son capaces de causar heridas sicológicas o emocionales que perduran por años, muy difíciles de olvidar y reconciliar, o llegamos finalmente a la agresión física?

¿No se enciende la cólera en mí cuando alguien me hace algún daño o me siento agredido, cuando experimento que se me hace una injusticia? ¿No me mueve la ira a responder agresivamente, o a querer devolver el mal recibido causando un mal semejante o mayor a quien me ha injuriado o hecho daño, “para que pague por lo que me hizo”, “para que sufra él mismo lo que me hizo sufrir”? ¿Cuántas veces, llevado por la ira, no he pensado para mis adentros: “Voy a devolverle el mal que me hizo” (ver Prov 20,22)? ¿No se manifiesta mi ira en actitudes de impaciencia, de arrebato, de violencia, de furor, deseo de venganza? ¿No me alegro en lo secreto cuando me entero que a mi enemigo le sucede un mal y exclamo: “¡bien hecho, se lo merecía!”?

Por otro lado, ¿no se transforma esa ira en odio cuando es continua? ¿Cuántas veces he pensado o dicho: “No lo puedo perdonar, me ha hecho sufrir demasiado”? ¿Cuántas veces guardo, acumulo y/o alimento el resentimiento en mi corazón contra la persona que me hizo daño? ¿Cuántas veces castigo con mi indiferencia a quien me ofende, o lo hiero donde sé que más le duele? ¿Cuántas veces insultamos, gritamos más fuerte, proferimos amenazas, en vez de ser pacientes, de perdonar, de ceder? ¿Cuántas veces “perdonamos” pero no olvidamos? ¿Cuántas veces volvemos a echar en cara al esposo todo lo que nos hizo, aunque haya pedido perdón, aunque haya cambiado?

En fin, larga es la lista de actitudes que reflejan en nuestra vida una falta de dominio sobre la pasión de la ira, la facilidad con que nos dejamos llevar por la cólera sin oponerle resistencia alguna. Y ante lo que parece normal, nuevamente nos podemos preguntar: ¿por qué el Señor nos pide reaccionar ante el mal no con la cólera o la ira, sino con una caridad extrema, incluso con los enemigos? ¿Por qué nos pide una perfección tan alta que parece inalcanzable: «sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto»?

En primer lugar, si nos pide aspirar a esa perfección es porque es posible, porque al menos podemos acercarnos cada día más a ella, con su ayuda y con nuestro empeño. En segundo lugar, si nos pide dominar nuestra cólera, refrenar la ira, no reaccionar devolviendo el mal con mal, purificar el corazón de toda amargura, resentimiento y odio mediante el perdón, es porque es esencial para nuestra propia paz interior y felicidad. ¿Conoces a alguna persona amargada que experimente la paz en su corazón, la alegría y felicidad? La amargura, el odio, excluyen del propio corazón esa paz y alegría. No pueden convivir en un mismo corazón. En cambio, quien ofrece el perdón, recibe a cambio la paz del propio corazón, así como la alegría y serenidad que vienen junto con ella. El Señor sabe bien que quien consiente la ira, la amargura, la falta de perdón, quien sólo piensa en vengarse para compensar su pérdida, su dolor, puede sentirse “mejor” en el momento en que ve sufrir o morir ejecutado a su enemigo, pero jamás podrá ser feliz. La amargura es un veneno que termina volviéndose siempre contra uno mismo. Cree uno que con su odio le hace daño al otro, y puede que de verdad lo haga o puede que no, pero mayor daño se hace uno a sí mismo, puesto que se incapacita para amar y para ser amado. ¡Y es esencial al ser humano amar, ser amado, para ser feliz! Por tanto, si el Señor pide una exigencia tan alta, vivir un amor que va más allá del amor a quienes te aman, es porque ése es el camino que conduce a tu propia felicidad: es necesario expulsar de tu corazón toda raíz de odio, de resentimiento, de amargura, para poder amar más, para amar hasta el extremo, para amar como Dios mismo, y participar así finalmente de su mismo Amor, por toda la eternidad.

Domina, pues, tu cólera. Purifica tu corazón de todo resentimiento. Perdona, perdona a quien te ha ofendido o causado un daño irreparable. Y si se te hace difícil perdonar, mira a Cristo en la Cruz, en medio de tanto sufrimiento, dolor, rechazo, odio de quienes lo crucifican: Él no se deja vencer por el odio, no devuelve un insulto con otro, no profiere amenazas o palabras llenas de violencia y amargura. En cambio, desde la Cruz reza por quienes lo han crucificado: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Y no saben lo que hacen porque el pecado los vuelve ciegos, estúpidos, lerdos para comprender el daño terrible que están causándole y causándose a sí mismos. Así, al mirar al Señor cada vez que experimentes que eres crucificado, crucificada, con palabras hirientes, con expresiones duras, con algún daño, injuria o injusticia en tu contra, no te dejes vencer por la cólera, no devuelvas mal por mal, abrázate a la Cruz del Señor y con Él reza por quien te ofende: “Padre, perdónalo, perdónala…”. Implora la fuerza de lo Alto para que el Señor te conceda la fuerza y grandeza de alma para que puedas perdonar tú también en lo profundo de tu corazón a quien te injuria o causa algún daño. De ese modo podrás asemejarte cada vez más al divino Modelo, el Señor Jesús, y con la gracia de Dios llegarás a ser perfecto, como el Padre Celestial es perfecto.

Comentario al evangelio – Viernes VI de Tiempo Ordinario

Las palabras que Jesús nos dice hoy de salvar y perder la vida no hacen otra cosa que infundir ansiedad en nuestra mente si no pensamos más que en el dolor y la pérdida. Pero eso no es todo. El seguimiento de Jesús tiene exigencias concretas y radicales. Seguirlo no es una cuestión fácil. Tampoco es “una moda”. Seguir a Jesús, es asumir su causa, integrar su proyecto, es estar dispuesto a ir en contra de las “buenas propuestas” de este mundo de consumo, exclusión y marginación.

Las palabras de Jesús tenían que oírse como el restallido de un latigazo en quienes le escuchaban. La cruz era el emblema abominado y abominable tanto para romanos como judíos. Para los unos era el símbolo mismo de la ignominia que sólo podían merecer los esclavos rebeldes; para los otros, el espanto de una muerte atroz y la señal de la garra implacable del águila imperial de Roma. Jesús toma ese signo detestable, casi repugnante, y lo asocia con la vida de sus discípulos. ¿Por qué?

Porque trata de mostrar que el evangelio conlleva pérdidas y no de cualquier orden: pérdidas radicales. Esto es algo que podía no ser obvio a quienes veían cómo este profeta maravilloso, este Jesús de Nazaret sanaba toda clase de enfermedades y expulsaba todo tipo de demonios. Nada parecía quedarle grande y nada parecía costar demasiado trabajo. Todo parecía ganancia y no se veían las pérdidas. Pues bien, este profeta portentoso en obras nos quiere bien despiertos con sus palabras. Y nos advierte que no todo es ganancia; que hay un precio, y es tan alto como la propia vida.

No se trata de que estemos «comprando» la salvación sino de que la condición misma de salvados es algo dinámico, algo que ha de realizarse más de una vez, o por mejor decir, de un modo continuo. La vida «salvada» es una vida de continuo «ofrecida,» y ello entraña una actitud de permanente gracia, gratuidad y gratitud. El discípulo no es el que disfruta de una vida sin problemas sino el que puede hacer de su vida y de sus problemas algo nuevo y fecundo, algo significativo y hermoso, algo entrañable y cargado de amor y sentido.

El gran problema del cristianismo, de todos los tiempos, es bajar la intensidad a la exigencia del seguimiento de Jesús, volviéndolo una realidad intelectual o una cuestión de carácter espiritual. Seguir a Jesús, es “negarse a sí mismo” y “cargar con su cruz”. Lo más complicado del asunto es que los cristianos, por lo general, nos acercamos a la vida de oración con la intención que Dios nos libre de todas las cruces. Y Jesús dice totalmente lo contrario. Pide asumir “la causa” con todas sus consecuencias.

¿Estamos dispuestos a vivir la radicalidad del seguimiento de Jesús? ¿Somos conscientes que la experiencia de adhesión a la persona de Jesús tiene implicaciones existenciales profundas? Ser cristiano no consiste en librarnos de problemas, sino en asumir un problema mayor.

Ciudad Redonda

Meditación – Viernes VI de Tiempo Ordinario

Hoy es viernes VI de Tiempo Ordinario.

La lectura de hoy es del evangelio de Marcos (Mc 8, 34 – 9, 1):

Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará.

¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida?

¿Y qué podrá dar el hombre a cambio de su vida?

Porque si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con sus santos ángeles.»

Y les decía: «Les aseguro que algunos de los que están aquí presentes no morirán antes de haber visto que el Reino de Dios ha llegado con poder.»

Hoy no es fácil conocer el sentido de la misión de Jesús y el camino que hay que recorrer. ¿Somos de los que proclaman y defienden la fe en Cristo y desconocen o huyen del camino que lleva a Él?

Tras las huellas del crucificado. Primera instrucción: Jesús ha enseñado en parábolas. También con signos o milagros. Marcos relata ahora la enseñanza explícita del Maestro. A los tres anuncios de la Pasión siguen otras tantas instrucciones. Son catequesis de Jesús a los que quieren seguirle. También la gente está presente. Las condiciones para seguir a Jesús se dicen en público. Todo el mundo las oye.

Negarse y cargar con la cruz son, en el fondo, el anverso y reverso de una misma decisión: aceptar perder la vida por Jesús y por el Evangelio. Sólo así la salvaremos. Enseñanza desconcertante, pero constante: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere queda infecundo; pero si muere da mucho fruto. Es doctrina segura: Si morimos con Él, viviremos con Él”.

El ambiente tenso de la persecución romana pudiera flotar detrás de estas palabras exigentes. Ser discípulo de Cristo, para los oyentes de Marcos, puede entrañar el riesgo de morir mártir por Cristo.

Este Jesús, que tiene exigencias tan radicales, es el Hijo del Hombre a quien el Padre, su Padre, ha dado poder para juzgar a todos los hombres. He aquí una fórmula de fe antigua y precisa. Porque tiene un poder tan extraordinario, Jesús terminará siendo reconocido como Hijo de Dios.

¿Somos de los que proclaman y defienden la fe en Cristo y desconocen o huyen del camino que lleva a Él?

Dña. Montserrat Palet Dalmases

Liturgia – Viernes VI de Tiempo Ordinario

VIERNES DE LA VI SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO, feria

Misa de la feria (verde)

Misal: cualquier formulario permitido. Prefacio común.

Leccionario: Vol. III-impar

  • Gen 11, 1-9. Bajemos y confundamos allí su lengua.
  • Sal 32. Dichoso el pueblo que Dios se escogió como heredad.
  • Mc 8, 34 – 9, 1. El que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará.

Antífona de entrada Cf. Gál 6, 14
Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo: en él está nuestra salvación, vida y resurrección, por él somos salvados y liberados.

Monición de entrada y acto penitencial
Ser discípulo de Jesús implica caminar con Jesús por el camino de la cruz. Los cristianos, seguidores de Cristo, son personas marcadas con la cruz. Hacemos la señal de la cruz no meramente como gesto simbólico cuando rezamos, sino también, nos guste o no,  aceptamos la cruz en la vida real. Tenemos que aprender a aceptar la cruz con Jesús.

            Yo confieso…

Oración colecta
OH, Dios,
que para salvar al género humano
has querido que tu Unigénito soportara la cruz,
concede, a quienes hemos conocido en la tierra este misterio,
alcanzar en el cielo los premios de su redención.
Por nuestro Señor Jesucristo.

Reflexión
Jesús acaba de anunciar el destino del «Mesías doliente» y pasa ahora a delinear más explícitamente el camino que ha de seguir quien quiera ser, de verdad, su discípulo. Este esforzado camino pasa necesariamente a través de la cruz, de la renuncia y de la muerte. No hay otra manera de aspirar a alcanzar una felicidad plena. Este principio, por cierto, no se basa en un razonamiento abstracto, sino en el destino concreto experimentado por el mismo Jesús. Solo Él –con su forma de vivir– ha de ser la definitiva norma del cristiano.

Oración de los fieles
Imploremos, hermanos, la misericordia de Dios Padre todopoderoso, y oremos para que escuche las peticiones de quienes tienen en él toda su esperanza.

1.- Por la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios, para que por medio de ella Cristo se haga más visible, gracias a su compromiso de servir a Dios y al pueblo, por su preocupación bondadosa por los pobres y por su continua conversión al evangelio, roguemos al Señor.

2.- Por todos los cristianos que afirman seguir a Cristo, para que vivan y cumplan las exigencias del evangelio y den testimonio de Cristo crucificado, roguemos al Señor.

3.- Por todos los que sufren en su cuerpo y en su corazón, para que se percaten de que son uno con el Señor en su pasión y muerte, roguemos al Señor.

Ayuda, Dios de bondad, a tu Iglesia, con tu constante misericordia, para que, en medio de las dificultades de este mundo, se alegre con tus beneficios en la tierra y alcance los dones del reino futuro. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Oración sobre las ofrendas
SEÑOR,
que nos limpie de toda culpa esta oblación,
la misma que en el ara de la cruz
quitó el pecado del mundo entero
Por Jesucristo, nuestro Señor.

Antífona de comunión          Cf. Jn 12, 32
Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí, dice el Señor.

Oración después de la comunión
ALIMENTADOS en tu sagrado banquete,
te pedimos, Señor Jesucristo,
que lleves a la gloria de la resurrección
a los que has redimido mediante el leño de la cruz vivificadora.
Por Jesucristo, nuestro Señor.

Los siete fundadores de los servitas

El día 15 de agosto de 1233, siete jóvenes mercaderes de Florencia, se unían, a la caída de la tarde, con la intención de formar una asociación mariana para alabar las muchas glorias de nuestra Señora.

Y dicen que la Madre del Cielo se les apareció con grito dolorido, vestida de luto, como una Dolorosa. Y les pidió que hicieran penitencia porque el Amor no era amado y la caridad estaba perdida.

Los siete se retiraron a hacer penitencia en el monte Senario, cerca de la ciudad, y formaron la Orden mendicante de los Siervos de la Bienaventurada Virgen María, o de los servitas.

Quisieron honrar a María como Reina de la Paz, en una sociedad florentina amargada por las luchas banderizas de güelfos y gibelinos. Devoción bien moderna, como puede verse, en un mundo donde no acababan nunca las situaciones de guerra.

El primer superior de la comunidad se llamaba Bonfiglio Monaldi. Gobernó la Orden durante 16 años, y luego se retiró a una vida de oración intensa. El más joven de todos era Alesio Falconieri, que se dedicaba a recoger limosnas y llevar a cabo las tareas más oscuras. Fueron canonizados en 1888.