Homilía – Viernes VI de Tiempo Ordinario

No basta creer en Jesús y adherirse a Él.

Hay que renunciar a nosotros mismos, cargar con nuestra propia cruz y así seguirlo.

Esta es la enseñanza que deja Jesús en este pasaje del Evangelio, no sólo a sus apóstoles, sino a todos los que queremos ser verdaderos discípulos suyos.

Son tres las condiciones…, las exigencias…, que el Señor pone a sus seguidores:

La primera, es renunciar a uno mismo. Es renunciar a toda ambición personal, es negarse a las exigencias del YO, para que se pueda construir y ver en nosotros a Cristo. Juan el Bautista reconoció que convenía que él disminuyera para que Cristo pudiera crecer en él. Por eso, el renunciar a uno mismo, es hacer más pequeño nuestro YO, pero con el objeto de elevar este YO a la identificación con Cristo.

La segunda exigencia de Jesús es cargar con nuestra propia cruz…. . Esto significa aceptar la voluntad de Dios, ser obedientes al Padre, como Jesús.

Cada día, debemos tomar la cruz sobre nuestros hombros. Cada día tiene su propia cruz. Cada día la cruz tiene sus aristas, y tenemos que aceptarla con renovada generosidad de entrega al amor del Señor.

La aceptación diaria de nuestra cruz será la renovación que hacemos de todos los días del amor… Será decirle al Señor, cada día: Señor, cuento contigo; Tú puedes contar conmigo.

La tercera exigencia de Jesús es seguirlo. Ser fieles al seguimiento de Cristo.

Perder la vida por Jesús es ganarla, mientras que querer guardarla para uno es perderla para siempre.

El camino del discípulo es el camino del Maestro y el mejor premio, mejor que todos los bienes, será el mismo Señor en su Gloria.

Los apóstoles eran incapaces de entender estas palabras, que eran el programa de Jesús.

Eran incapaces de entenderlas porque estaban en abierta contradicción a la concepción que tenían del Mesías, liberador de su pueblo.

También a nosotros nos cuesta entender las exigencias del Señor.

A pesar que somos discípulos de un maestro que murió en la Cruz, no queremos entender que perder la vida, arriesgarla por el Reino de Dios y el servicio de los hombres, es ganarla.

Hay ocasiones en que estamos dispuestos a dar la vida, pero toda junta, de una vez. En cambio se no nos hace imposible darla cada día y a cada hora.

Y esto es lo que nos exige precisamente la fidelidad en el seguimiento de Cristo.

Cada uno tiene que cargar por amor al Señor y a su cruz, la cruz de cada día. Aquella cruz que las circunstancias de la vida, nuestra vocación y nuestras tareas al servicio del Señor, vayan cargando nuestras espaldas.

Cristo ha cargado todas las cruces que nos atan. Las soportó todas. Su gracia no nos faltará para aliviarnos; no nos va a sacar la cruz diaria, pero esa cruz, a su lado, no pesará.

Las cruces que nos aplastan, no son las de Cristo, sino las que nosotros nos imponemos.

Nos dice el Señor en el evangelio que el que por el mundo deja de seguir a Cristo, pierde la verdadera Vida.

Vamos a pedirle a María, a ella que siguió siempre al Señor y fue dócil como nadie a la voluntad del Padre, que nos ayude a saber seguir al Señor y a cargar por amor a Él, nuestra propia cruz de cada día.