En Orleáns, ciudad de Francia, nació un niño, de padres nobles y piadosos. Llevado a la iglesia, lo bautizó Ausberto, obispo de Autum, y le puso por nombre Euquerio, que significa «hábil, diestro».
Creció el niño en inteligencia y amor a Dios. Todos sabían de su gran vocación religiosa. En el año 714 ingresó en el monasterio de Jumiégues, de la diócesis de Ruán.
Recibió la ordenación sacerdotal y fue venerado como monje, como varón de vida austera y gran fe.
Desde lejos llegaban los fieles en busca de consejo: era el confesor que trasmitía paz.
Al morir su tío, obispo de Orleáns, el pueblo y el clero pidieron a Carlos Martel, padre de Carlomagno, que nombrase obispo a Euquerio.
Triste fue el día cuando los monjes dieron el adiós al compresivo y sabio Euquerio. Orleáns, su ciudad, lo recibió como obispo entre himnos litúrgicos, procesión de antorchas y fiestas en las calles y cánticos en la catedral.
Transcurrió el tiempo. El suyo era un obispado de amor, de sacrificio, de ayuda espiritual al poderoso y ayuda material al indigente. Su modo de ser, bondadoso y caritativo, le granjeó el cariño de todo el pueblo.
Hacía ya tiempo que Carlos Martel utilizaba las rentas de la Iglesia como si fueran propias y Euquerio se opuso a eso y defendió la vida de sus feligreses que soportaban en esos tiempos grandes cargas impositivas.
Padeció el destierro en el año 732 y pasó sus últimos años en la observancia de la vida monástica, sirviendo al Señor y a los hombres con su oración y su palabra