En la antigua ciudad de Lutzelburg (hoy Luxemburgo) nació, a fines del siglo X, Cunegunda, hija del conde Sigfrido, cuyo nombre significa «luchadora atrevida»
La leyenda le ha dado el nombre de «la santa de las tres coronas»: la reina, por haberse casado con Enrique II de Alemania; la corona imperial y la corona de espinas que rodeó las sienes de esta emperatriz consagrada a Dios.
Cunegunda, que había sido aleccionada en la más estricta doctrina cristiana, se casó con Enrique II en el año 1002 y ambos, doce años más tarde, recibieron en Roma la corona imperial de manos del papa Benedictino VIII.
La pareja recorría el territorio, fundando escuelas y hospitales. Los desdichados eran oídos, protegidos los huérfanos. Parecía que todo el dolor de la humanidad podía ser aliviado por este hombre y esta mujer, a quienes la nación adoraba.
Tristes días llegaron para ambos. Los celos de Enrique II angustiaron a Cunegunda. La calumnia enloqueció de dolor a la esposa, quien rogaba a Dios: «Tú solo puedes esclarecer el alma de este hombre, que es mi esposo, a quien respeto y amo después de ti. Vuelve, Dios mío, a sus ojos y a su corazón, ahora extraviados, la verdad que nos devolverá la paz.
Cunegunda exigió, para probar su inocencia, un «juicio de Dios»: con los pies descalzos, logró pasar sobre una hilera de rejas candentes sin dañarse.
Así volvieron los días felices para los esposos, que tanto bien hacían al país. Cunegunda sobrevivió muchos años a Enrique II, muerto en 1024.
Una mañana -corría el año 1025- la emperatriz viuda se presentó en la iglesia benedictina en Kaufungen, Se oficiaba la misa. Al concluir el evangelio, se vio a Cunegunda acercarse al altar mayor y despojarse de sus resplandecientes joyas y atavíos imperiales. En manos del arzobispo de Maguncia depositó la corona.
Los asistentes al oficio religioso vieron con asombro que la emperatriz recibía otras ropas: un rudo sayal tejido por ella durante el primer año de viudez; era el hábito negro de las benedictinas, y un velo también negro cubrió su cabeza, coronando la frente una simbólica corona de espinas.
Recordó aquel lejano día de san Lorenzo del año 1002 cuando el pueblo exclamaba: «¡Viva la novia! ¡Viva Cunegunda, nuestra reina y bienhechora!» Pero ahora las palabras novia y reina habían sido reemplazadas y le decían: «santa bendita».
Falleció en el convento de Kaufungen, el 3 de marzo del año 1040. Después de su muerte Dios la honró con numerosos milagros.