Lectio Divina – Viernes I de Cuaresma

Los cristianos, como hermanos de un mismo padre, estamos llamados a vivir la fraternidad sin discordias

Invocación al Espíritu Santo:

Espíritu Santo, tú que llenas de fuego el corazón de los que buscan a Jesús, Tu que iluminas la mente de los pobres que escuchan la palabra, buscando la voluntad del padre. Reafirma nuestros corazones la certeza del amor del Padre, la segu- ridad de ser hijos suyos. Confírmanos en tu luz y tu amor, infunde en nosotros tu aliento. Amén.

Lectura. Mateo capítulo 5, versículos 20 al 26:

Jesús dijo a sus discípulos: “Les aseguro que, si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, ciertamente no entrarán ustedes en el Reino de los cielos.

Han oído ustedes que se dijo a los antiguos: No matarás y el que mate será llevado ante el tribunal. Pero yo les digo: Todo el que se enoje con su hermano, será llevado también ante el tribunal; el que insulte a su hermano, será llevado ante el tribunal supremo, y el que lo desprecie, será llevado al fuego del lugar de castigo.

Por lo tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda junto al altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve luego a presentar tu ofrenda.

Arréglate pronto con tu adversario, mientras vas con él por el camino; no sea que te entregue al juez, el juez al policía y te metan a la cárcel. Te aseguro que no saldrás de ahí hasta que hayas pagado el último centavo”.

Palabra del Señor. Gloria a ti, Señor Jesús.

(Se lee el texto dos o más veces, hasta que se comprenda).

Indicaciones para la lectura:

Las enseñanzas de Jesús no pretenden abolir la ley, sino llevarla a sus consecuencias más radicales. Según la doctrina de los fariseos. El hombre debía practicar las obras buenas que lo hacen justo ante Dios.

Meditación:

Cristo nos plantea un punto de partida: “Si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no podrán entrar en el reino de los cielos”. Nos pone este punto, porque sabía que ellos no estaban del todo mal, pues intentaban seguir a la perfección los preceptos de la ley; solo que olvidaban una cosa, lo que Dios había dicho: “Misericordia quiero y no sacri- ficios”.

Esto era lo que no entendían ellos, e incluso hoy en día, muchas veces nos cuesta entender que el primer medio de alabanza a Dios pasa por medio del perdón, de la reconciliación y del amor. Nosotros, como cristianos, estamos llamados a ser transmisores del amor que Dios ha tenido a la humanidad.

Cuando vayas de camino con tu adversario arréglate pronto, no sea que te entregue. Con el paso del tiempo, nos acerca- mos cada vez más al final de nuestra vida, y, querámoslo o no, tendremos que presentar cuentas a nuestro Juez. ¿Por qué no nos esforzamos desde ahora por arreglarnos con la persona que nos ha hecho -o a la que le hemos hecho- mal, que no nos cae muy bien y a la que solemos criticar? Y en vez de presentarnos con un enemigo aquel día, ganemos amigos que sean nuestros abogados, para la hora de este momento.

El mensaje de este evangelio es un mensaje de paz y de amor. ¡Cuánta paz alcanza un hombre que no está enemistado con otro! Paz que no es ausencia de guerra, sino que es presencia de Dios, presencia de Amor.

La luz de un nuevo día, las flores que despiertan, el murmullo del viento que roza nuestra ventana, nos enseña cuán grande y bello es el creador de todo. Y lo hizo para mí. Y lo hizo para mi hermano. Y lo hizo, también, para aquel con el que estoy enemistado. Y lo habría hecho igual, aunque solo fuera yo el único habitante de este mundo, aunque fuera el otro el único habitante de este mundo. Si Dios, que es Padre, nos da esto, cuanto más nosotros debemos dar lo mejor de nosotros mismos a los demás, aun siendo el otro.

Jesús da un nuevo sentido a la ley rabínica, un nuevo sentido a nuestro modo de pensar; no matarás decía la antigua ley, Cristo dice: no te enfades con tu hermano, perdona. A veces es difícil perdonar, pero tenemos el ejemplo de Cristo que nos perdona todo, si se lo pedimos; que perdona a cualquier pecador si, en su corazón, se arrepiente.

Hoy podemos aprender una nueva cosa: amar. Amar nunca se aprende totalmente. “El amor que no se practica se seca”, dicen. Hoy es el día oportuno para volver a regar esa planta del amor. Esa planta que es la rosa más preciosa del Jardín de Dios.

Oración:

Señor te pedimos perdón por aquellas veces que no hemos tratado con respeto al hermano, concédenos humildad para saber reconocer nuestros errores, apaga nuestro egoísmo que nos hace creer que somos superiores a los demás y nos hace creer que tenemos derecho de juzgar y de insultar a los demás.

Contemplación:

El catecismo de la Iglesia Católica nos dice en el numeral 1033: No podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos. Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanentemente en Él.

El documento de Aparecida nos dice en el numeral 7: La fe en Dios amor y la tradición católica en la vida y cultura de nuestros pueblos son sus mayores riquezas. Se manifiestan en la fe madura de muchos bautizados y en la piedad popular que expresa el amor a Cristo sufriente, el Dios de la compasión, del perdón y la reconciliación.

Oración final:

Jesús, Tú me conoces muy bien y sabes cuánto quiero agradarte, pero también conoces cuán débil soy y que tengo muchas caídas a pesar de mis luchas. Ayúdame, por eso, Señor, a esforzarme por agradarte más, sirviendo a los hombres, quienes son tus hijos y mis hermanos. Quiero practicar cada día más la caridad, virtud principal de tu corazón. Ayúdame como cristiano a ser faro del amor. Pues solo así seré reconocido como discípulo tuyo.

Propósito:

Rezar un Ave María por aquellas personas que nos han ofendido y pedir a Dios la gracia de perdonar de corazón.

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Homilía – Viernes I de Cuaresma

Este evangelio es un llamado de atención para todos los que interpretan que la verdadera religión es sólo cumplir con ciertas formalidades.

En nuestros días hay quienes piensan que asistir a misa frecuentemente y cumplir con el culto a Dios es compatible con la murmuración, la crítica, el odio o el rencor contra el prójimo.

Jesús nos enseñó que el distintivo del cristiano es el amor. El verdadero cristiano no debe fomentar en sí mismo ningún sentimiento de odio, o de mala voluntad hacia nadie.

Esto no significa que no podamos experimentar esos sentimientos de antipatía o mala voluntad hacia alguien que nos ha hecho algún mal, lo que no podemos es consentir en eso que sentimos.

Lo que realmente ofende a Dios es lo que consentimos, no lo que sentimos.

Por eso, nuestro camino de acercamiento a Dios, es esforzarnos por no fomentar en nosotros sentimientos que lo ofenden.

Ese esfuerzo diario por no consentir en nosotros sentimientos de antipatía, de rencor, de odio, irá cambiando nuestro temperamento, lograremos ser más comprensivos, más bondadosos, más humildes.

En el evangelio Jesús nos ordena hacer primero las paces con la persona que hemos ofendido antes de ofrecer una ofrenda a Dios.

No hay ofrenda que pueda agradar a Dios, si esa ofrenda no nace de un corazón reconciliado.

El Señor nos invita hoy a que nos miremos sinceramente y pensemos si alguien sufre por nuestra culpa, y si es así, entonces seamos nosotros en dar el primer paso hacia la reconciliación.

Por eso en este tiempo de cuaresma, vamos a tratar de practicar el perdón, vamos a proponernos pedir perdón cuando ofendemos a alguien, aunque no lo digamos con palabras, demostremos con nuestras actitudes que queremos a esa persona, y vamos a proponernos también perdonar, perdonar con una sonrisa en los labios.

Jesús vino a decirnos, sean santos. Lo que distingue realmente a un cristiano de un no cristiano es la caridad, es el amor. Esa es la virtud cristiana por excelencia, y el Señor nos pide en este tiempo que pongamos nuestro esfuerzo en estar en paz, en tener un corazón donde no tenga cabida ni el odio, ni el rencor, ni el resentimiento.

Solos es difícil pero el Señor nos da la fuerza que necesitamos para pedir perdón y para perdonar.

Busquemos en los sacramentos que Jesús nos dejó para ayudarnos en nuestro esfuerzo por la santidad a la que estamos llamados.

Vamos a pedirle a María que este tiempo de cuaresma nos mueva a una verdadera conversión y que nos ayude a abrir nuestro corazón a Dios, en una buena confesión para llegar a la Pascua reconciliados con Dios y con nuestros hermanos.

Comentario – Viernes I de Cuaresma

Mateo 5, 20-26

Es un programa exigente el que Jesús nos propone para la conversión pascual: que nuestra santidad sea más perfecta que la de los fariseos y letrados, que era más bien de apariencias y superficial.

«Oísteis… pero yo os digo». No podemos contentarnos con «no matar», sino que hemos de llegar a «no estar peleado con el hermano» y a no insultarle. La conversión de las actitudes interiores, además de los hechos exteriores: los juicios, las intenciones, las envidias y rencores.

No sólo reconciliarse con Dios, sino también con el hermano. Y, si es el caso, dar prioridad a este entendimiento con el hermano, más incluso que a la ofrenda de sacrificios a Dios en el altar.

Ambas lecturas nos pueden hacen pensar un poco en nuestro camino de Cuaresma hacia la nueva vida pascual.

Nos urgen a convertirnos. Porque todos somos débiles y el polvo del camino se va pegando a nuestras sandalias. Convertirnos significa volvernos a Dios.

El peligro que señalaba Ezequiel también nos puede acechar a nosotros. ¿Tenemos la tendencia a echar la culpa de nuestra flojera a los demás: a la sociedad neopagana en que vivimos, a la Iglesia que es débil y pecadora, a las estructuras, al mal ejemplo de los demás? Es verdad que todo eso influye en nosotros. Pero no hacemos bien en buscar ahí un «alibi» para nuestros males. Debemos asumir el «mea culpa», dándonos claramente golpes en nuestro pecho (no en el del vecino). Sí, existe el pecado colectivo y las estructuras de pecado de las que habla Juan Pablo II en sus encíclicas sociales. Pero cada uno de nosotros es pecador y tenemos nuestra parte de culpa y debemos volvernos hacia Dios en el camino de la Pascua.

En concreto, lo que más nos puede costar es precisamente lo que señala Jesús en el evangelio: el amor al prójimo. No estar peleado con él y, si lo estamos, reconciliarnos en esta Cuaresma. ¿Cómo podremos celebrar con Cristo la Pascua, el paso a la nueva vida, si continuamos con los viejos rencores con los hermanos? «Ve primero a reconciliarte con tu hermano». No esperes a que venga él: da tú el primer paso. Cuaresma no sólo es reconciliarse con Dios, sino también con las personas con las que convivimos. En preparación a la Pascua deberíamos tomar más en serio lo que se nos dice antes de la comunión en cada Misa: «daos fraternalmente la paz».

Hoy sería bueno que rezáramos por nuestra cuenta, despacio, el salmo 129: «desde lo hondo a ti grito, Señor…», diciéndolo desde nuestra existencia pecadora, sintiéndonos débiles, pero confiando en la misericordia de Dios, y preparando nuestra confesión pascual.

«Señor, ensancha mi corazón oprimido y sácame de mis tribulaciones» (entrada)

«¿Acaso quiero yo la muerte del malvado y no, que se convierta de su camino y que viva?» (1ª lectura)

«Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa» (salmo)

«Vete primero a reconciliarte con tu hermano y entonces vuelve a presentar tu ofrenda» (evangelio)

J. ALDAZABAL
Enséñame tus caminos 2

Lugares de encuentro, tabores gratuitos

Las personas con espíritu,
y las que sufren y lloran por el camino.
Los niños que viven, sonríen y besan,
y los que tienen un cruel destino.

Los horizontes limpios y abiertos,
y los bosques con penumbra y espesos.
Los rincones con duende
y el centro de las ciudades.

Manantiales, ríos y fuentes,
y los desiertos y oasis de siempre.
Las altas cumbres no holladas
y las sendas que van y vienen.

Los mares que acarician y mecen,
y los bravíos que se enfurecen.
Las oscuras tormentas de verano
y los olores que dejan a su paso.

Las alboradas frescas y claras.
y los rojos y serenos atardeceres.
El silencio de la noche que se expande,
y el murmullo de las criaturas vivientes.

Los frutos de los árboles de secano,
y el aceite de oliva virgen.
Las blancas salinas que reverberan,
y las playas y calas serenas.

El frescor y la paz de las iglesias,
y sus obras de arte siempre a la vista.
La luna y las estrellas lejanas,
y la terraza de nuestra casa.

La sonrisa clara de quienes aman,
y la despedida de quienes se marchan.
Los hijos que se tienen y crecen,
y los padres y madres que ejercen.

Los besos gratuitos y los furtivos,
dados, recibidos, compartidos.
El lenguaje con que nos comunicamos,
y las manos con que nos acariciamos.

Las cosas sencillas de siempre
sin dogmas, sin comentarios y sin moniciones,
y las sorpresas que nos deparan
a lo largo de toda la jornada.

Este cuerpo que nos has dado
para comunicarnos y gozarnos,
y los miedos y sorpresas que se cuelan
todos los días en nuestras venas.

A veces el sagrario, a veces las ermitas,
a veces las nobles catedrales,
a veces, hasta el agua bendita…
¡Siempre, tu rostro hermano en la calle!

Tabores cotidianos,
Tabores gratuitos,
Tabores evangélicos,
Tabores muy humanos.

Son tantos y tantos los Tabores
para encontrarte y encontrarnos en el camino,
que hoy me siento envuelto en tu misterio
con el corazón y el rostro resplandecidos.

Florentino Ulibarri

Misa del domingo – Domingo II de Cuaresma

«Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta» (Mt 17,1).

San Mateo establece un vínculo entre el episodio de la transfiguración del Señor en el monte y otro ocurrido seis días antes. Lo sucedido en aquella ocasión sin duda causó un impacto muy fuerte en los discípulos, y quedó profundamente grabado en sus memorias. Se trata del diálogo que el Señor sostuvo con sus discípulos, referido a su identidad y a su misión. Jesús les había preguntado: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» (Mt 16,13) En un segundo momento la pregunta se tornaría más personal: «Y ustedes ¿quién dicen que soy yo?» (Mt 16,15) Pedro entonces tomaba la palabra para responder: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

Pedro reconocía de este modo en Él al Cristo, el Mesías prometido por Dios a su Pueblo. El Señor no hizo sino admitirlo, y de inmediato «mandó a sus discípulos que no dijesen a nadie que él era el Cristo» (Mt 16,20). ¿Por qué? La razón por la que pide este silencio es que muchos en Israel —incluido los apóstoles— suponían que el Mesías sería un caudillo glorioso, que con el poder de Dios liberaría a Israel de toda dominación extranjera e instauraría el Reino de Dios de un modo inmediato. Entonces todas las naciones quedarían sometidas definitivamente al poder de este Reino. Pero los planes de Dios eran otros: el Señor les anuncia que el Mesías enviado por Dios sería rechazado por los suyos, condenado y ejecutado. Mas, al tercer día, resucitaría.

Finalmente el Señor advertía en aquella ocasión: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24). No prometía el Señor la gloria humana a sus seguidores, sino participar con Él del destino de un condenado. En efecto, en aquellas épocas era común ver a los condenados a muerte cargar en procesión con sus propias cruces, a fin de ser ejecutados en ellas. La participación en su propia cruz, anuncia el Señor a sus discípulos, es el camino obligado a la verdadera gloria, a la gloria imperecedera que sólo Dios puede ofrecer al ser humano.

«Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta» (Mt 17,1), donde “se transfiguró” delante de ellos. El Señor Jesús hace visible de este modo su identidad más profunda, oculta tras el velo de su humanidad.

Por esta transfiguración «su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz». La imagen del rostro brillante de Dios era para los hebreos un signo de la benevolencia divina para con el ser humano: «El Señor haga brillar su rostro sobre ti y te sea propicio» (Núm 6,25), rezaban los hijos de Israel para implorar la bendición divina sobre una persona. Y para implorar el perdón de Dios rezaban de este modo: «Dios tenga piedad de nosotros y nos bendiga; haga brillar su rostro sobre nosotros» (Sal 67,2; ver también Sal 119,135). Así, en Cristo es Dios mismo quien responde a estas súplicas haciendo resplandecer su rostro sobre el hombre.

Mas no sólo su rostro resplandecía como el sol, también sus vestiduras se pusieron tan blancas como la luz. ¿No está Dios «vestido de esplendor y majestad, revestido de luz como de un manto» (Sal 104,1-2)? Jesús, el Cristo, hace brillar así su divinidad ante los asombrados apóstoles: el Mesías no es sólo un hombre, sino Dios mismo que se ha hecho hombre.

Luego «se les aparecieron Moisés y Elías conversando con Él». La escena tiene al Señor Jesús como centro: Él está por encima de la Ley y los Profetas, representados por Moisés y por Elías respectivamente. Él, el Hijo de Dios, que con el Padre comparte su misma naturaleza divina, ha venido a llevar a plenitud la Ley y los Profetas (ver Mt 5,17). En cuanto al contenido del diálogo, San Lucas es el único que lo especifica: «hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén» (Lc 9,31).

En este momento Pedro ofrece al Señor construir «tres carpas», una para Jesús y las otras para sus ilustres acompañantes. Se consideraba que una de las características de los tiempos mesiánicos era que los justos morarían en carpas. La manifestación de la gloria de Jesús es interpretada por Pedro como el signo de que ha llegado el tiempo mesiánico.

En el momento en que Pedro se halla aún hablando «una nube luminosa los cubrió con su sombra». La nube «es el signo de la presencia de Dios mismo, la shekiná. La nube sobre la tienda del encuentro indicaba la presencia de Dios. Jesús es la tienda sagrada sobre la que está la nube de la presencia de Dios y desde la cual cubre ahora “con su sombra” también a los demás» (Ratzinger / S.S. Papa Benedicto XVI, Jesús de Nazaret).

De esta nube salía una voz que decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escúchenlo» (Mt 17,5). Es la voz de Dios, es el Padre quien presenta a su Hijo e invita a escucharlo, a creer en Él, a vivir como Él enseña: hasta entonces Dios había hablado a su Pueblo por medio de Moisés y los Profetas, en su Hijo amado ha llegado la plenitud de la revelación: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos. El cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» (Heb 1,1-3).

La transfiguración del Señor en el monte es una manifestación de su identidad: Él, el Cristo, es el Hijo de Dios, y su misión es la de reconciliar a la humanidad entera por su muerte en Cruz, una muerte terrible que dará paso a la gloria por su Resurrección. Para todo aquél que quiera seguir al Señor, la Cruz será también para él el camino que conduce a la gloriosa transfiguración de su propia existencia (ver Catecismo de la Iglesia Católica, 556).

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

¿Puede haber acaso un cristianismo sin cruz? ¿Puede uno ser discípulo de Cristo sin asumir las diarias exigencias de la vida cristiana, sin morir a los propios vicios y pecados para renacer diariamente a la vida en Cristo, sin abrazar con paciencia el dolor y el sufrimiento que también nosotros encontramos en nuestro caminar? ¡No! El Señor nos ha enseñado claramente: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24).

Cristo cargó su Cruz y por nosotros murió en ella. Nuestra vida, para que se asemeje plenamente a la del Señor Jesús, debe pasar por la experiencia de la cruz. Al seguir a Cristo no se nos promete: “¡todo te va a ir bien!” Todo lo contrario, se nos advierte de pruebas y tribulaciones, y se nos dice: «Hijo, si te llegas a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba» (Eclo 2,1; ver Mt 10,22; 24,9; Jn 15,18; 17,14). La vida cristiana no es fácil, no está exenta de pruebas a veces muy duras. ¡Cuántos sucumben a las pruebas apenas el camino se torna “cuesta arriba”, apenas experimentan oposición, apenas se les exigen ciertas renuncias! El cristianismo no es para aquellos que buscan un refugio.

Pero, ¿quién en su debilidad y fragilidad será capaz de resistir la prueba, alcanzar la paciencia en el sufrimiento y en la adversidad, soportar el peso de la cruz y dejarse crucificar en ella, si no tiene una esperanza que lo sostenga e incluso un premio que lo estimule? Por ello, antes de cargar con su propia Cruz hasta el Calvario, antes de dejarse crucificar Él mismo para nuestra reconciliación, el Señor quiso mostrar un breve destello de su gloria a tres de sus apóstoles para hacernos entender que si bien no hay cristianismo sin cruz, la cruz es el camino a la luz, es decir, a la plena y gozosa participación de su misma gloria.

Así, pues, cada vez que las cosas se tornen difíciles en tu vida cristiana, cada vez que experimentes la prueba, la dificultad, la tribulación o cualquier sufrimiento, mira el horizonte luminoso que se halla detrás de la tiniebla pasajera y recuerda lo que decía San Pablo: «estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros» (Rom 8,18).

Y si experimentas un sufrimiento demasiado intenso, si tu alma se desgarra y se hunde bajo el peso de una cruz que te resulta excesivamente pesada para cargar, no desesperes, no te rebeles, mira al Señor Jesús en el monte de la transfiguración y míralo también en aquél otro monte, en Getsemaní. Allí Él te ha dado ejemplo para que también tú en esos momentos que te ponen al borde de la desesperación aprendas a rezar desde lo más profundo de tu angustiado corazón: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14,36). Pídele al Señor en esos momentos un corazón valiente como el Suyo, pídele la fuerza interior necesaria para cargar tu propia cruz y abrázate a ella con paciencia, con amor incluso y con mucha esperanza. Mira la Cruz del Señor, a la que Él se abrazó por amor a ti, donde Él soportó el sufrimiento para reconciliarte con Dios. Pero mira también más allá de la Cruz, mira al Señor que se alza victorioso, glorioso, transfigurado por su Resurrección, para que te experimentes alentado a cargar tu propia cruz y seguirlo sin vacilación hasta participar tú también con Él de su misma gloria.

Comentario al evangelio – Viernes I de Cuaresma

Dios toma en serio nuestra vida y nuestra libertad. Tanto que no puede ser indiferente lo que hagamos o no con ella. Muchas veces decimos no creer en un dios juez, castigador-premiador, ligado a los criterios objetivos de un árbitro imparcial y aséptico. Decimos que el Dios de Jesús en quien creemos es un Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos, que su misericordia y bondad superan toda justicia, que no hay razón para temer. Y sin embargo, llegamos a la vida diaria, y seguimos encontrándonos aplastados y apesadumbrados por enormes culpas que a menudo no somos capaces de convertir en una vida nueva. Otras veces nos vemos envueltos en “piedras” con las que tropezamos una y otra vez; sabemos que nos hace daño o dañamos a otros, pero refugiados en nuestra propia pereza y una supuesta “manga ancha” de Dios, nos decimos a nosotros mismos que no es tan importante, que somos limitados, que no es para tanto, que hay que vivir… Y al final, la vida real y cotidiana se nos impone. La maldad lleva consigo su propio pago, porque engendra mal. Nadie nos castiga. Sufrimos las consecuencias, sin más. E igual con el bien que hacemos: se torna bendición para nosotros y para los demás.

Por eso, sigue siendo nueva la invitación de Jesús a ser “mejores que los escribas y fariseos”, a no contentarnos con lo mínimo, con lo que está mandado, con lo cumplido. Estamos llamados a ir más allá. A adelantarnos al bien, a aborrecer el mal, más allá de la retribución que recibamos o del reconocimiento que se nos haga. Estamos llamados, en último término, a encarnar en nuestra vida lo que decimos creer: que la misericordia y la ternura de Dios adelantan en mucho a la justicia estricta. Que merece la pena vivir un poco más allá, dando más de lo imprescindible, exigiéndonos más de lo que sería necesario para “seguir tirando”.

Seguramente ninguno de nosotros somos malas personas. No sé si muchos seremos buenos. Y más dudas aún, si se trata de ser “cristianos”= otros Cristos para los demás. La vida y el bien del otro nos preceden: no lleguemos tarde a la cita. Y menos aún, poniendo como excusa el que ya cumplimos lo mandado. Ni siquiera cuando se trata de la ley de Dios.

Rosa Ruiz

Meditación – Viernes I de Cuaresma

Hoy es viernes I de Cuaresma.

La lectura de hoy es del evangelio de Mateo (Mt 5, 20-26):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.
Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”, y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano “imbécil” tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama “necio”, merece la condena de la “gehena” del fuego.
Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda.
Con el que te pone pleito procura arreglarte enseguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. En verdad te digo que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo».

Si nuestra justicia no es mayor que la que imponen los que presumen de justos y cumplidores fieles de la ley, ¡cuidado!, puede que estemos cayendo en una posición farisaica de intransigencia y dureza en la aplicación de una ley que puede no venir de Dios, sino del propio ego fundamentalista y, seguramente, equivocado. Seamos, pues, “no-jueces” para nuestros prójimos. No nos arroguemos la facultad de juzgar, y mucho menos condenar, al hermano.

Y sigue un inevitable “pero”: Debemos ser jueces para nosotros mismos. Jesús da un fuerte golpe a la ley del talión. El ojo por ojo pierde toda eficacia para dar paso al absoluto respeto al prójimo. Un simple insulto lleva aparejado un castigo; imbécil y necio, dos adjetivos que aplicamos con tanta frecuencia, llevan aparejados fuertes castigos. Pero lo más notable de este discurso de Jesús está en la imposibilidad de presentar una ofrenda sobre el altar si tu hermano tiene algo contra ti. No se trata de que le hayas ofendido, sino de que él tenga algo contra ti. Si tu hermano está molesto contra ti, no prosigas con tu ofrenda, que no será admitida por Dios. Primero es necesario ponerte a bien con el hermano, seas o no culpable, y después proseguir con la ofrenda.

Si esto lo trasladamos a nuestras vidas, tendríamos muchos problemas para que Dios acepte nuestras oraciones, nuestros sacrificios, nuestras propias limosnas, si seguimos teniendo en la mente y el corazón una sombra de rencor contra un hermano. Es frecuente escuchar: “yo perdono, pero no olvido”, dando a entender que el perdón no se ha completado, que queda algo pendiente de liquidar entre ambos y, en estas condiciones, no estamos preparados para que Dios nos escuche.

Nos lo pone difícil Jesús, porque en el fondo del alma, tal vez perdido en la sentina, puede que tengamos un pequeño granito de arena rencorosa. Y tenemos que esforzarnos en limpiar completamente los sótanos de nuestro barco, para poder acercarnos a Dios.

¿Estaremos lo suficiente limpios para poder presentarnos ante Dios?

Menos mal que Dios no lleva cuenta de los delitos y solo podemos esperar de él la redención copiosa.

D. Félix García O.P.

Liturgia – Viernes I de Cuaresma

VIERNES DE LA I SEMANA DE CUARESMA, feria

Misa de la feria (morado)

Misal: Antífonas y oraciones propias. Prefacio Cuaresma.

Leccionario: Vol. II

            La Cuaresma: Reconciliación con Dios y con los hermanos.

  • Ez 18, 21-28. ¿Acaso quiero yo la muerte del malvado, y no que se convierta de su conducta y viva?
  • Sal 129. Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?
  • Mt 5, 20-26. Vete primero a reconciliarte con tu hermano.

Antífona de entrada          Sal 24, 17-18
Señor, ensancha mi corazón oprimido y sácame de mis tribulaciones. Mira mis trabajos y mis penas y perdona todos mis pecados.

Monición de entrada y acto penitencial
Con frecuencia echamos la culpa a la comunidad y al “sistema” por los males de la sociedad y por los pecados que cometemos. Ese encogerse de hombros y no darle importancia a nuestra responsabilidad personal es un vicio escapista de siempre. Jesucristo lo abordó; y también Ezequiel antes que él. Ezequiel nos dice: Ustedes son personalmente responsables por sus pecados y tienen que arrepentirse. Si así lo hacen, Dios los acogerá de nuevo en su amor. Y Jesús nos dice: Lo que cuenta no es la ley, sino la actitud personal y la intención de ustedes. El verdadero culto a Dios no consiste en prácticas religiosas privadas y centradas en sí mismo, sino en estar comprometido y entregado como Cristo a la tarea de reconciliación y de servicio a los hermanos.

  • Señor, ten misericordia de nosotros.
    — Porque hemos pecado contra Ti.
  • Muéstranos, Señor, tu misericordia.
    — Y danos tu salvación.

Oración colecta
SEÑOR,
concede a tus fieles,
prepararse de modo conveniente a las fiestas de Pascua,
para que, aceptada la penitencia corporal según la costumbre,
sea útil a todos para el bien de las almas.
Por nuestro Señor Jesucristo.

Reflexión
Jesús afirma que, para ser parte de la verdadera y nueva «justicia» que Él nos exige, es necesario trascender la de los escribas y fariseos. Para entrar en el Reino de Dios es indispensable una más plena probidad. El mandamiento: «No matarás», viene confirmado e interiorizado por medio de la condena de la ira y el deber de la reconciliación antes de acercarnos al altar. Como cristianos hemos de buscar conformar siempre a la Ley de Dios nuestra vida exterior, pero sobre todo nuestros pensamientos, sentimientos y deseos más íntimos.

Oración de los fieles
Oremos al Señor, nuestro Dios. De él nos viene la misericordia, la redención copiosa.

1.- Por la Iglesia y todos sus miembros, para que seamos una Comunidad misericordiosa que tomemos en serio nuestra misión de reconciliación, y continuemos perdonando con bondad y paciencia a nuestros hermanos que yerran, roguemos al Señor.

2.- Por todos nosotros, para que tengamos el valor de dar el primer paso para perdonar, cuando otros nos han herido y ofendido, roguemos al Señor.

3.- Por nuestras comunidades cristianas, para que la eucaristía nos mueva a perdonarnos sinceramente unos a otros y a preocuparnos por nuestros hermanos descarriados, roguemos al Señor.

Desde lo hondo te gritamos a ti, Señor, escucha nuestra voz; sálvanos, pues queremos convertirnos a ti. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Oración sobre las ofrendas
Acepta, Señor, estas ofrendas 
con las que has querido reconciliarte con los hombres 
y por las que nos devuelves, 
con amor eficaz, la salvación eterna. 
Por Jesucristo, nuestro Señor.

Prefacio de Cuaresma

Antífona de comunión          Ez 33, 11
Por mi vida -dice el Señor-, no me complazco en la muerte del pecador, sino en que cambie de conducta y viva.

Oración después de la comunión
LA comunión de tu sacramentos, Señor,
nos restaure y, purificados del antiguo pecado,
nos conduzca a la unidad del misterio que nos salva.
Por Jesucristo, nuestro Señor.

Oración sobre el pueblo
Mira, Señor,
con bondad a tu pueblo,
para que se cumpla en su interior
lo que su observancia manifiesta externamente.
Por Jesucristo, nuestro Señor.

San Casimiro

Casimiro, cuyo nombre significa «el que enseña paz», acababa de cumplir quince años de edad y ya era diestro jinete; aprendía historia y estudiaba lenguas clásicas. Y aunque también fue en busca de la filosofía y gustó en especial de la poesía, sobre todo sentía devoción por Cristo crucificado.

Polonia amaba a su príncipe, que comprendía los sufrimientos de su pueblo, otorgaba limosnas y consolaba a los afligidos. Protector de huérfanos, sabio en el don de restañar las enfermedades del espíritu, lo llamaban «el padre de los pobres».

Así fue la vida de este príncipe hasta cumplir los veinticuatro años de edad. Pero un día desapareció de las iglesias, de las calles, de los asilos, de las cárceles. En el castillo Casimiro moría. Las mujeres rezaban. «Te han robado la alegría y nos la has robado», decía una de las plegarias que oraban por él.

Casimiro, príncipe de Polonia, duque de Lituania y rey electo de Hungría, sólo ansió un reino: el celestial. Su breve principado tuvo un fin: transmitir la fe; instruir en la doctrina de Cristo a todos sus hermanos polacos.

Murió el 4 de marzo de 1484 en Gardinas (actual Grodno), pero su cuerpo fue enterrado en Vilna, capital de Lituania. Fue canonizado por el papa León X en 1512 y, desde entonces, se lo reconoce como patrono de Lituania y de Polonia.

Se lo representa con una corona, un cetro a los pies y un lirio en la mano.

A través de los años y bajo la opresión política de diversas naciones, los polacos y los lituanos han emigrado a otros países, llevando consigo y extendiendo el culto de san Casimiro.

En 1943, Pio XII lo proclamó patrono de la juventud lituana «en cualquier parte del mundo en que ésta se encuentre».

En 1953, la catedral de Vilna fue transformada en museo. Los restos del santo se encuentran actualmente en una parroquia de los suburbios de la capital.

Felices las épocas en las que en los palacios y en las clases gobernantes florece un santo. Los libros piadosos predican: «Nadie puede excusarse con razón diciendo que por su condición y oficio no puede santificarse y servir al Señor. No busquéis los santos en los monasterios; los encontraréis en los palacios, en las cárceles, en los cuarteles, en los talleres y en los más insólitos lugares. Sed humildes y vuestros propósitos de enmienda os conducirán a la santidad».