«Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta» (Mt 17,1).
San Mateo establece un vínculo entre el episodio de la transfiguración del Señor en el monte y otro ocurrido seis días antes. Lo sucedido en aquella ocasión sin duda causó un impacto muy fuerte en los discípulos, y quedó profundamente grabado en sus memorias. Se trata del diálogo que el Señor sostuvo con sus discípulos, referido a su identidad y a su misión. Jesús les había preguntado: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» (Mt 16,13) En un segundo momento la pregunta se tornaría más personal: «Y ustedes ¿quién dicen que soy yo?» (Mt 16,15) Pedro entonces tomaba la palabra para responder: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».
Pedro reconocía de este modo en Él al Cristo, el Mesías prometido por Dios a su Pueblo. El Señor no hizo sino admitirlo, y de inmediato «mandó a sus discípulos que no dijesen a nadie que él era el Cristo» (Mt 16,20). ¿Por qué? La razón por la que pide este silencio es que muchos en Israel —incluido los apóstoles— suponían que el Mesías sería un caudillo glorioso, que con el poder de Dios liberaría a Israel de toda dominación extranjera e instauraría el Reino de Dios de un modo inmediato. Entonces todas las naciones quedarían sometidas definitivamente al poder de este Reino. Pero los planes de Dios eran otros: el Señor les anuncia que el Mesías enviado por Dios sería rechazado por los suyos, condenado y ejecutado. Mas, al tercer día, resucitaría.
Finalmente el Señor advertía en aquella ocasión: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24). No prometía el Señor la gloria humana a sus seguidores, sino participar con Él del destino de un condenado. En efecto, en aquellas épocas era común ver a los condenados a muerte cargar en procesión con sus propias cruces, a fin de ser ejecutados en ellas. La participación en su propia cruz, anuncia el Señor a sus discípulos, es el camino obligado a la verdadera gloria, a la gloria imperecedera que sólo Dios puede ofrecer al ser humano.
«Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta» (Mt 17,1), donde “se transfiguró” delante de ellos. El Señor Jesús hace visible de este modo su identidad más profunda, oculta tras el velo de su humanidad.
Por esta transfiguración «su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz». La imagen del rostro brillante de Dios era para los hebreos un signo de la benevolencia divina para con el ser humano: «El Señor haga brillar su rostro sobre ti y te sea propicio» (Núm 6,25), rezaban los hijos de Israel para implorar la bendición divina sobre una persona. Y para implorar el perdón de Dios rezaban de este modo: «Dios tenga piedad de nosotros y nos bendiga; haga brillar su rostro sobre nosotros» (Sal 67,2; ver también Sal 119,135). Así, en Cristo es Dios mismo quien responde a estas súplicas haciendo resplandecer su rostro sobre el hombre.
Mas no sólo su rostro resplandecía como el sol, también sus vestiduras se pusieron tan blancas como la luz. ¿No está Dios «vestido de esplendor y majestad, revestido de luz como de un manto» (Sal 104,1-2)? Jesús, el Cristo, hace brillar así su divinidad ante los asombrados apóstoles: el Mesías no es sólo un hombre, sino Dios mismo que se ha hecho hombre.
Luego «se les aparecieron Moisés y Elías conversando con Él». La escena tiene al Señor Jesús como centro: Él está por encima de la Ley y los Profetas, representados por Moisés y por Elías respectivamente. Él, el Hijo de Dios, que con el Padre comparte su misma naturaleza divina, ha venido a llevar a plenitud la Ley y los Profetas (ver Mt 5,17). En cuanto al contenido del diálogo, San Lucas es el único que lo especifica: «hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén» (Lc 9,31).
En este momento Pedro ofrece al Señor construir «tres carpas», una para Jesús y las otras para sus ilustres acompañantes. Se consideraba que una de las características de los tiempos mesiánicos era que los justos morarían en carpas. La manifestación de la gloria de Jesús es interpretada por Pedro como el signo de que ha llegado el tiempo mesiánico.
En el momento en que Pedro se halla aún hablando «una nube luminosa los cubrió con su sombra». La nube «es el signo de la presencia de Dios mismo, la shekiná. La nube sobre la tienda del encuentro indicaba la presencia de Dios. Jesús es la tienda sagrada sobre la que está la nube de la presencia de Dios y desde la cual cubre ahora “con su sombra” también a los demás» (Ratzinger / S.S. Papa Benedicto XVI, Jesús de Nazaret).
De esta nube salía una voz que decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escúchenlo» (Mt 17,5). Es la voz de Dios, es el Padre quien presenta a su Hijo e invita a escucharlo, a creer en Él, a vivir como Él enseña: hasta entonces Dios había hablado a su Pueblo por medio de Moisés y los Profetas, en su Hijo amado ha llegado la plenitud de la revelación: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos. El cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» (Heb 1,1-3).
La transfiguración del Señor en el monte es una manifestación de su identidad: Él, el Cristo, es el Hijo de Dios, y su misión es la de reconciliar a la humanidad entera por su muerte en Cruz, una muerte terrible que dará paso a la gloria por su Resurrección. Para todo aquél que quiera seguir al Señor, la Cruz será también para él el camino que conduce a la gloriosa transfiguración de su propia existencia (ver Catecismo de la Iglesia Católica, 556).
LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
¿Puede haber acaso un cristianismo sin cruz? ¿Puede uno ser discípulo de Cristo sin asumir las diarias exigencias de la vida cristiana, sin morir a los propios vicios y pecados para renacer diariamente a la vida en Cristo, sin abrazar con paciencia el dolor y el sufrimiento que también nosotros encontramos en nuestro caminar? ¡No! El Señor nos ha enseñado claramente: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24).
Cristo cargó su Cruz y por nosotros murió en ella. Nuestra vida, para que se asemeje plenamente a la del Señor Jesús, debe pasar por la experiencia de la cruz. Al seguir a Cristo no se nos promete: “¡todo te va a ir bien!” Todo lo contrario, se nos advierte de pruebas y tribulaciones, y se nos dice: «Hijo, si te llegas a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba» (Eclo 2,1; ver Mt 10,22; 24,9; Jn 15,18; 17,14). La vida cristiana no es fácil, no está exenta de pruebas a veces muy duras. ¡Cuántos sucumben a las pruebas apenas el camino se torna “cuesta arriba”, apenas experimentan oposición, apenas se les exigen ciertas renuncias! El cristianismo no es para aquellos que buscan un refugio.
Pero, ¿quién en su debilidad y fragilidad será capaz de resistir la prueba, alcanzar la paciencia en el sufrimiento y en la adversidad, soportar el peso de la cruz y dejarse crucificar en ella, si no tiene una esperanza que lo sostenga e incluso un premio que lo estimule? Por ello, antes de cargar con su propia Cruz hasta el Calvario, antes de dejarse crucificar Él mismo para nuestra reconciliación, el Señor quiso mostrar un breve destello de su gloria a tres de sus apóstoles para hacernos entender que si bien no hay cristianismo sin cruz, la cruz es el camino a la luz, es decir, a la plena y gozosa participación de su misma gloria.
Así, pues, cada vez que las cosas se tornen difíciles en tu vida cristiana, cada vez que experimentes la prueba, la dificultad, la tribulación o cualquier sufrimiento, mira el horizonte luminoso que se halla detrás de la tiniebla pasajera y recuerda lo que decía San Pablo: «estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros» (Rom 8,18).
Y si experimentas un sufrimiento demasiado intenso, si tu alma se desgarra y se hunde bajo el peso de una cruz que te resulta excesivamente pesada para cargar, no desesperes, no te rebeles, mira al Señor Jesús en el monte de la transfiguración y míralo también en aquél otro monte, en Getsemaní. Allí Él te ha dado ejemplo para que también tú en esos momentos que te ponen al borde de la desesperación aprendas a rezar desde lo más profundo de tu angustiado corazón: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14,36). Pídele al Señor en esos momentos un corazón valiente como el Suyo, pídele la fuerza interior necesaria para cargar tu propia cruz y abrázate a ella con paciencia, con amor incluso y con mucha esperanza. Mira la Cruz del Señor, a la que Él se abrazó por amor a ti, donde Él soportó el sufrimiento para reconciliarte con Dios. Pero mira también más allá de la Cruz, mira al Señor que se alza victorioso, glorioso, transfigurado por su Resurrección, para que te experimentes alentado a cargar tu propia cruz y seguirlo sin vacilación hasta participar tú también con Él de su misma gloria.