Homilía – Sábado I de Cuaresma

En el Antiguo Testamento, en el Libro del Levítico se mandaba al pueblo elegido «amar al prójimo». El «guardar rencor a los enemigos» no viene de la Ley de Moisés. Las palabras de Jesús aluden a una interpretación generalizada entre los rabinos de la época, los cuales solo consideraban como prójimo a los israelitas. Jesús enseña claramente en la parábola del buen samaritano que prójimo es todo hombre, sin distingo de condición alguna.

Este amor de que nos habla Jesús es un tema frecuente en el evangelio. El pasaje de hoy recapitula las enseñanzas anteriores del Señor. El amor al prójimo nace del amor que Dios nos tiene. Como el amor de Dios, nuestro amor debe ser siempre sin condiciones. Si somos conscientes de que Dios nos ama y nos perdona, ahora y siempre, debemos amar ahora y siempre a los demás, incluso a nuestros enemigos.

Amar a Dios es amar como hijo y amar como hijo de Dios es amar al otro como Dios me ama a mí.

Debemos comportarnos con el otro como Dios se comporta conmigo, rechazando la violencia, como nos lo enseña Jesús. Nuestro amor al hermano más necesitado, nos debe llevar a luchar por él y con él, por su dignidad y por sus derechos, por una vida mejor, por una verdadera justicia y paz.

El Señor nos enseña que los cristianos no debemos tener enemigos personales. El único enemigo para un cristiano es el mal,… el pecado,… pero no el pecador. Este precepto fue seguido por el mismo Cristo con los que lo crucificaron, y es el que sigue con los pecadores. Los santos han seguido el ejemplo del Señor. San Esteban, el primer mártir de la Iglesia oraba por los que estaban por matarlo. Amar y rezar por los que nos persiguen y nos atacan es la cúspide de la perfección cristiana. Este es el signo que debería distinguir a los hijos de Dios.

Por eso el Papa Juan Pablo II, nos invita a que cada de uno de nosotros nos preguntemos ¿Qué es lo que nos mueve, cuál es el motor de nuestra vida? ¿El amor?

El cristiano debe tener un corazón grande para respetar a todos, incluso a los que se manifiestan como enemigos. Es precisamente esa forma de actuar, que necesita de una intensa vida de oración, para poder lograrla.

Cuando en nuestro corazón, aparece ese amor magnánimo hacia el otro, podemos asemejarnos a Dios, porque Dios es precisamente amor.

Jesús nos dice: Sed perfectos, como el Padre celestial es perfecto. A eso estamos llamados cada uno de nosotros

Jesús nos propone al Padre, como norma de toda perfección.

Nos exige una vida donde nos esforcemos por imitarle en su santidad.

Vamos a pedirle hoy al Señor, unidos a María, que nos conceda un corazón grande, para que podamos acercar a Dios a quienes lo necesitan.

Para que nunca salga de nosotros ofensa o rechazo hacia los demás.

Para que en nuestra vida, se note, que somos hijos de un Dios que es Amor.

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