1.- El encuentro con la divinidad. El segundo domingo de Cuaresma nos presenta la Transfiguración del Señor. Superada la prueba del desierto, Jesús asciende a lo alto de la montaña para orar. Es éste un lugar donde se produce el encuentro con la divinidad. El rostro iluminado y los vestidos que “brillan de blancos” reflejan la presencia de Dios. Algunos rostros ofrecen a veces signos de esta iluminación, son como un reflejo de Dios. Se nota su presencia en ciertas personas llenas de espiritualidad, que llevan a Dios dentro de sí y lo reflejan en los demás.
2.- Tabor y Getsemaní. Jesús no subió al solo. Le acompañan Pedro, Juan y Santiago, los mismos que están con El en la agonía de Getsemaní. Es una premonición de que sólo aceptando la humillación de la cruz se puede llegar a la glorificación. En las dos ocasiones los apóstoles están “se caían de sueño”. El sueño es signo de nuestra pobre condición humana, aferrada a las cosas terrenas, e incapaz de ver nuestra condición gloriosa. Estamos ciegos ante la grandeza y bondad de Dios, no nos damos cuenta de la inmensidad de su amor. Tenemos que despertar para poder ver la gloria de Dios.
3.- ¡Escuchadlo! Junto a Jesús aparecen Moisés y Elías, representantes de la Ley y los Profetas. Este detalle quiere mostrarnos que Jesús está en continuidad con ellos, pero superándolos y dándoles la plenitud que ellos mismos desconocen, pues Jesús es el Hijo, el amado, el predilecto. ¿Cuál debe ser nuestra actitud ante esta manifestación de la divinidad de Jesús? La voz que sale de la nube nos lo dice: ¡Escuchadlo! Abraham escuchó la voz de Dios y salió de su tierra en busca de la tierra prometida por Dios. Por su confianza en Dios y su obediencia será bendecido con un gran pueblo. Hoy debo preguntarme, ¿mi confianza en Dios es tal que estoy dispuesto a salir de mi mismo, de mi tierra, de mis seguridades, para ponerme en camino y dejarme guiar por Dios?
4.- Creer, aceptar y vivir lo que Dios nos propone es lo que debe hacer todo seguidor de Jesucristo. La gran tentación es quedarse quieto, porque “en la montaña se está muy bien”. Hay que bajar al llano, a la vida diaria, de lo contrario la experiencia de Dios no es auténtica. No podemos refugiarnos en un puro espiritualismo que se desentiende de la vida concreta. Nos cuesta escuchar –que es algo más que oír- la Palabra de Dios. Necesitamos hacerla vida en nosotros, encarnarla en nuestra realidad y en la situación de nuestro mundo. San Pablo recordaba a Timoteo que debía tomar parte en los duros trabajos del Evangelio, con la ayuda de Dios. Somos ciudadanos del cielo, pero ahora vivimos en la tierra y es aquí donde debemos demostrar que Dios transforma nuestro cuerpo humilde y nos hace vivir como hombres y mujeres renovados. ¿Cómo vivo mi fe, soy coherente, soy capaz de encarnar mi fe en la vida concreta?
José María Martín OSA