Era muy frío aquel diciembre del año 999. Gruesas copos de nieve caían sobre la ciudad de Colonia. Era el día de nochebuena.
La procesión se puso en marcha. Comerciantes, jurisconsultos, maestros, estudiantes, religiosos, monaguillos, ricos ciudadanos, obreros, obispos con báculos y mitras.
Desembarcó el nuevo prelado: un hombrecillo descalzo. Raídas traía las ropas. Las manos ateridas bendijeron a los que serían sus futuros feligreses.
Así llegó Heriberto a la ciudad de Colonia. ¿Qué edad tenía en aquel entonces? Treinta años. Había nacido en Worms. Sus padres, nobles, se preocuparon por la formación humanística y filosófica del hijo. Pero el joven se inclinó por el estudio de la teología y fue sacerdote. Según la costumbre de aquel tiempo, ocupó cargos civiles. El joven emperador Otón III reconoció sus aptitudes y lo nombró archicanciller del Imperio.
Su sencillez, su bondad, su don de profundizar los hechos, de un modo simple, presentando la verdad Divina, ganaron el corazón de la gente de su diócesis. Heriberto ejercía la caridad, visitando a los pobres y socorriéndolos.
Los enfermos fueron muchas veces atendidos por el arzobispo, que llegaba a los humildes hogares, llevando remedios, alimentos y ropas. También su palabra paternal obraba como medicina en los enfermos del alma: «Dios lo ve», «Dios lo sabe»… «Dios te recompensará».
Los ricos se acordaron de los pobres, pues ésta fue la prédica del arzobispo: «Siempre hay algo de más en vuestras bodegas y en vuestros palacios y castillos». Así, muebles y vestidos fueron repartidos entre los necesitados.
Heriberto (cuyo nombre significa «distinguido por su ejército») creó los comedores de los pobres. Colonia se pobló de hospitales, asilos de ancianos y orfelinatos. Rezaba: «Muchos templos para orar y muchas casas para estar».
Su fama como obispo de la caridad se difundió por toda Europa. Él pregonaba: «La Iglesia de Cristo es universal, Cristo es amor. No socorrer al necesitado es no corresponder al amor de Cristo; es, entonces, desamor».
Los años envejecieron al poderoso pastor de almas. «¡Qué no pasen necesidad los pobres! -pedía-. Nada me resta que hacer en este mundo. Dios se apiade de mí».
Heriberto murió el 16 de marzo del año 1041. Es un espejo del buen ministro de Dios. Practicó siempre la caridad. Fue humilde, y como humilde llegó al reino de los cielos.