El ciego de nacimiento

1.- Muchos de vosotros, mis queridos jóvenes lectores, habréis pasado temporadas durante las que os parecía que todo el mundo os acechaba con malas intenciones. Tal vez entonces, alma cándidas os han dicho que sufríais manías persecutorias, u os lo habéis creído vosotros mismos. No os alarméis, Jesús pasó por situaciones semejantes, especialmente al final de su vida. Os voy a contar algunas. Había acabado el incidente aquel de la mujer encontrada en adulterio, que él no la había condenado, cuando se metió en otro berenjenal, que le ocasionaría nuevos problemas. Semejante situación es la que nos explica el evangelio de hoy.

El inicio de la narración lo sitúa el evangelista a la salida de la explanada del Templo y el otro punto de referencia es la piscina de Siloé. Piscina, en este contexto, significa gran depósito o cisterna, que en este caso se abastecía del celebre manantial del Guijón, mediante un túnel horadado en la roca viva. Esta particularidad la hacía notable y también el hecho de que de ella se sacase el agua en las fiestas de las cabañas, o sukot. El trayecto a pie entre uno y otro punto, no supera los diez minutos, lo he recorrido unas cuantas veces. El estado actual de aquel sumidero es lamentable, parece un charco sucio. Casi nadie lo visita, cosa esta que también tiene sus ventajas, ya que puede uno meditar el prodigio, sin que nada espectacular le distraiga.

2.- El hecho en sí es sencillo de explicar. Acordaos de que se trata del encuentro de Jesús con un ciego de nacimiento. Unas reflexiones al respecto. Le pone saliva y tierra en los ojos y le recomienda que se los lave en la susodicha piscina. Lo que se preguntaban los discípulos entonces es lo que todos, en un momento u otro, nos preguntamos ¿de donde viene el mal que sufre el hombre? ¿Quién es el culpable de sus desgracias? De antiguo se había oído explicar que el pueblo hebreo sufrió los 40 años del desierto como castigo por su infidelidad. Posteriormente se le había dicho que el mal del destierro en Babilonia, le había servido para purificar a la sociedad que se había alejado de los designios de Dios. Un ciego de nacimiento ¿a qué, o a quien, se debe atribuir su desgracia? Lo de que el mal sea un castigo estaba, y está, muy metido en las entrañas de la gente. Pero, en este caso, si el mal comportamiento había sido de sus padres, era una injusticia que él sufriera consecuencias adversas. Tampoco se podía afirmar que aquel hombre fuera el culpable, porque nadie es capaz de pecar antes de haber nacido. Se trata del misterio del mal del inocente, que tanto nos preocupa y que tan bien lo presentó Camus en una de sus novelas.

3.- Digámoslo con la valentía con que lo dijo Jesús. Aquella desgracia en la que había vivido aquel buen hombre, estaba preparando el prodigio del Señor. Y con ello, muchos empezarían a creer en Él. Aquel ciego, (hoy sabemos bastante de males hereditarios, entonces no), se curó y continuó viviendo, probablemente mucho mejor que cuado siendo invidente, pedía limosna. Aquel ciego curado sirvió en aquel momento para que muchos creyeran en Jesús, para que nosotros recordando el milagro, mejoremos nuestra vida, para que se manifestase la cobardía de unos y la estupidez de otros.

Aquel buen hombre había aceptado con simplicidad su desgracia. Había acatado con docilidad que le mojaran los ojos con tierra y saliva, había aceptado ir a lavarse a Siloé. No había puesto ningún pero. Confió en el Señor. No sabemos nada específico de él, ni siquiera su nombre, pero no debemos olvidarle, debemos sentirnos agradecidos a su modestia y aprender de él. Al llegar a la Eternidad la visión del episodio se nos presentará nítida, entenderemos el porqué del percance, todo el bien que se ha derivado a través de los tiempos, gracias a la deficiencia sufrida por él y él y nosotros nos sentiremos agradecidos a Dios.

4.- Fijémonos ahora en los fariseos. No son capaces de ver el gran acontecimiento, la curación de un ciego. Se fijan ellos en una insignificancia: en que se ha realizado en sábado. ¡Como si no fuera el día santo el más apropiado para hacer el bien! Son mezquinos, por ser envidiosos. Los padres son típico ejemplo de gente precavida, prudente, que nada quieren perder. Hombres que les falta valentía. Van a lo seguro y evitan, por encima de todo, el riesgo. Tratan como pueden de huir del conflicto y, además, no son agradecidos. No dan la cara, escurren el bulto. Solo en su cobardía se sienten seguros. Vuelve a entrar en escena el ciego, que se encuentra de nuevo con el Señor. Se comporta con sencillez y agradecimiento. Es consecuente, él que no es un hombre ilustrado, acierta en el gesto. Se había arriesgado a tratar con ironía a aquellos que le estaban juzgando. Prisionero de su ceguera, sospechoso para la autoridad, conserva la libertad interior que los demás no tienen.

5.- Es preciso, mis queridos jóvenes lectores, que ahora os hagáis un sincero examen y os preguntéis cada uno ¿yo a quien o quienes de estos, me parezco? Y también es preciso que observemos como en el actual ancho mundo, tantos inocentes sufren enormes desgracias inexplicables, que no se merecen. No podemos vivir indiferentes o altivos como los fariseos o blindar nuestras miradas a escenas desagradables.

Pedrojosé Ynaraja

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La luz que ilumina nuestra ceguera

1.- Estar abiertos a la luz de la verdad. Cristo es la luz del mundo. Se trata de la luz verdadera que iluminará el camino de nuestra vida para alcanzar la salvación eterna. Pero cuando los hombres nos empeñamos en ver la “luz” con gafas de madera, o simplemente no la aceptamos por soberbia, a Cristo no le queda otra más que respetar nuestra libertad. Los fariseos vieron al ciego de nacimiento muchas veces antes de que fuese curado, pues si era mendigo lo más seguro es que estuviese a la puerta del templo. Pero, ¿por qué ahora le echan en cara de que es un farsante? ¿Por qué ahora no ven el milagro venido de Dios por ser realizado en sábado? Por soberbia y orgullo…. A nosotros también nos puede dominar la soberbia si no estamos atentos. Podemos ver signos evidentes de la presencia de Dios, de su amor en nuestra vida y no aceptarlos porque somos más ciegos que el ciego de nacimiento. Por eso, hay que estar abiertos a la luz de la verdad que es Cristo y no cegarnos en nuestra soberbia. Aceptar a Cristo, aceptar su amistad y su amor, aceptar la verdad de sus palabras y creer en sus promesas; reconocer que su enseñanza nos conducirá a la felicidad y, finalmente, a la vida eterna.

2.- Ceguera colectiva. En este fragmento podemos apreciar la dimensión colectiva del pecado. En el mundo hay muchos ciegos que, viendo con los ojos, no ven con el corazón. Sean los padres, los fariseos, los vecinos… Ciegos que se niegan a la aceptación de una cosa tan sencilla como que Dios quiera que aquel ciego se cure y vea. Y esa resistencia que podemos llamar el pecado del mundo va más allá del pecado personal. Es esa especie de ceguera que hace que nadie entienda realmente nada en ciertas situaciones. Esa especie de ignorancia existencial que sistemáticamente borra a Dios de nuestro mundo, de nuestra sociedad. Es una especie de influjo colectivo, de maleficio. De estructura que hace que cualquier noticia que sea gozosa, que sea del evangelio, se oculte. Que cualquier noticia que sea macabra se enaltezca. Y vivimos en este ambiente. Y vivimos con ese ruido que hace el Jesús que pasa. Y nos encontramos con ese conjunto de voces: unos que dicen que has pecado, otros que eso no es posible, el otro que te dice: no lo confieses. Y ahí es donde nosotros hemos de confesar como hace el ciego: yo no sé, sólo sé que yo no veía, y que ahora veo. Es confesar nuestra fe. Y liberarnos de la participación del pecado del mundo que consiste en no querer ver la luz. Pidamos que ilumine nuestras tinieblas y las ocasiones en que nos cuesta confesar al Señor: por evitar un disgusto, o ser mejor tolerado, o tener una mayor prestigio. Por no quedar mal. Por miedo. Por necesidad afectiva (a nadie le gusta ser una especie de bicho raro).

3.- Jesús viene a curar nuestra ceguera espiritual. Para los judíos de esa época, e inclusive para mucha gente en la nuestra, la enfermedad nace del pecado. Aquí preguntan, los discípulos a Jesús, “Maestro, ¿quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego?” (v. 2). Para Jesús esto no es así. La enfermedad es una ocasión que Dios aprovecha para mostrar la obra de Dios entre los seres humanos. En base a esto, Jesús se muestra como la Luz del mundo, que viene a curar no sólo la ceguera física, sino también la espiritual (ver v.41). Jesús sanará a este hombre de su ceguera física de nacimiento, pero también lo sanará de su ceguera espiritual, porque de una manera progresiva él se irá convirtiendo en un excelente predicador de la Palabra de Dios a aquellos que persiguen a Jesús. Esto nos lleva a darnos cuenta y reflexionar sobre nuestra situación de vida. Nuestras enfermedades físicas y espirituales pueden ser sanadas por el Señor, si lo dejamos actuar. No debemos ver la enfermedad como un castigo, sino como una oportunidad que tenemos para ver la obra milagrosa de Dios. Y también debemos tener en cuenta que, muchas veces sólo se valoran las cosas materiales y espirituales cuando no las tenemos (este ciego de nacimiento, sin duda, valoró muchísimo más que cualquier otra persona la posibilidad de “ver” que Jesús le había entregado).

4.- Abrir los ojos para liberarnos de nuestros prejuicios. La razón por la cual los fariseos atacan a Jesús no es por el milagro en sí. Jesús, para ellos, podría hacer miles de milagros, todos los días, a cualquier hora… pero no el sábado. Estaban tan atados a sus tradiciones, a sus costumbres, sus normas, sus “razones”, que eran incapaces de ver más allá de sus propias narices. Hacen todo lo necesario para condenar a Jesús, no por haber sanado, sino por violar el sábado. Están tan convencidos de que sus costumbres son inamovibles, creen ver con tanta claridad la equivocación, el “pecado” de Jesús, que se niegan a escuchar otras palabras distintas a las de ellos. Están tan encerrados en sí mismos que no ven lo que ocurre afuera. Jesús “la Luz del mundo”, en el v. 41 les dirá: “Si vosotros fuerais ciegos, no tendríais pecado, pero como decís: vemos, vuestro pecado permanece”. Reconocer que uno se equivoca, escuchar la opinión ajena viendo en ella la verdad, dejar de mirar sólo “adentro”, para empezar a mirar también “afuera”, es el modo más valedero para aceptar la propia ceguera y empezar a ver. La tarea de todo buen cristiano será la de dejarle a Jesús sanar su ceguera espiritual, permitirle al Señor echar luz sobre nuestra vida. En la medida en que nos aferremos a nuestras convicciones humanas, a lo ya sabido, y no le dejemos a la “Luz del mundo” iluminarnos, en esa medida seguiremos siendo, como los fariseos, esclavos de nuestra infinitamente pequeña sabiduría, de nuestro yo envuelto en penumbras e infantilmente egocéntrico que no se cansa de mirarse a sí mismo. Este domingo cuarto de cuaresma nos invita a la conversión, a abrir los ojos para sanarnos de los prejuicios, a un cambio de actitud y mentalidad, a ver de verdad la vida tal cual es y no como la hemos opacado. Caminemos como hijos de la luz y demos frutos de bondad, justicia y verdad, como dice el Apóstol

José María Martín, OSA

Lectio Divina – Sábado III de Cuaresma

Testigos del perdón de Dios

Invocación al Espíritu Santo:

¡Oh Espíritu Santo!, alma de mi alma, te adoro; ilumíname, guíame, fortifícame, consuélame, permíteme descubrir tu mensaje, a través de tu palabra de vida. Concédeme someterme a todo lo que quieras de mí, y aceptar todo lo que permitas que me suceda. Hazme conocer y cumplir tu voluntad a lo largo de toda mi vida.

Lectura. Lucas capítulo versículos 18, 9 al 14:

Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por buenos y despreciaban a los demás:

“Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias’.

El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: ‘Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador’.

Pues bien, yo les aseguro que este bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”.

Palabra del Señor. Gloria a ti, Señor Jesús.

(Se lee el texto dos o más veces, hasta que se comprenda).

Indicaciones para la lectura:

En esta parábola se contraponen dos actitudes; primeramente, el fariseo que piensa obtener la salvación con su propio mérito, y la otra, del recaudador de impuestos, que reconoce pecador y pide a Dios su ayuda para lograr la conversión de su vida. Quien pide el auxilio de divino y no se apoya en sus propias fuerzas, es quien verdaderamente alcanza la salvación.

Meditación:

Este tiempo de cuaresma nos invita a la conversión. Sin duda, todos tenemos necesidad de transformación interior, de volver nuestro rostro a Dios. Durante nuestra vida, nosotros también nos comportamos algunas veces como el publicano o como el fariseo. En ambas situaciones, tenemos necesidad de poner los ojos en Dios y reconocer lo que de verdad somos; Él sí nos conoce y sabe de qué barro estamos hechos. Esta cuaresma es una nueva invitación que nos hace a fijarnos en Él, en dejar de lado todo lo que nos distancia de su presencia. Con un corazón humilde acudamos a su presencia y renovémosle nuestro amor, pidamos perdón por nuestras faltas y ofrezcámonos a ser cirineos en el camino al Calvario, para alivianar la carga de Jesús.

La humildad, la sencillez, la docilidad al Espíritu Santo son esenciales para abrir el corazón de Cristo. A los hombres nos gusta que nos aprecien, que nos estimen, que nos tomen en cuenta, que nos amen. Buscamos llamar la atención de quien nos rodea, de quien queremos que nos ame. ¿No queremos de igual forma llamar la atención de Cristo? ¿No queremos que Cristo nos vea y nos manifieste su amor? Pues estas virtudes serán el motivo para que Dios pose su mirada en nosotros. Siempre lo hace, pero si nos esforzamos en vivir estas virtudes lo hará de manera especial.

Por el contrario, la soberbia, el orgullo, la vanidad nacen del egoísmo y lo que parecería oración no es otra cosa más que alabanza a nosotros mismos. Come el fariseo que agradecía a Dios no ser como los demás hombres porque no cometía sus mismos errores y pecados que ellos.

Los dos hombres estaban en oración, pero qué oraciones tan distintas. Una hecha con presunción personal y la otra con humildad, con el corazón triste por haber fallado a Dios.

¿Quiere decir entonces que para hacer buena oración forzosamente debemos golpearnos el pecho y debamos hacer exáme- nes personales de autocrítica, rayando casi con un pesimismo?

Seguramente Cristo no quiere esto. Él más bien nos pide que como niños nos acerquemos a su corazón reconociendo las cualidades que nos ha dado, pero tan bien con la humildad necesaria para reconocer nuestras faltas. Recordemos lo que dice el Catecismo respecto a la oración, dice que la piedad de la oración no está en la cantidad de las palabras sino en el fervor de nuestra alma.

Pidamos a Cristo que nos enseñe a orar con espíritu humilde y sencillo como el publicano que el evangelio nos presenta el día de hoy.

Oración:

Al reconocernos pequeños delante de tu gracia, salimos renovados y llenos de alegría por haber recibido tu perdón. A donde quiera que vayas llévanos en tu compañía, y nunca permitas que el poder de las tinieblas nos venza y nos aleje de ti. Amén.

Contemplación:

El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña 1489. Volver a la comunión con Dios, después de haberla perdido por el pecado, es un movimiento que nace de la gracia de Dios, rico en misericordia y deseoso de la salvación de los hombres. Es preciso pedir este don precioso para sí mismo y para los demás.

Oración final:

Señor, hoy como el publicano nos acercamos a Ti, pues nos reconocemos débiles y necesitados de Ti, que eres la fuente de toda gracia. Señor, Tú conoces nuestro corazón y sabes que sin Ti nada podemos; por eso, queremos pedirte que te quedes con nosotros, que nos acompañes en todo momento de nuestro día. Señor, queremos amarte, pero a veces no conocemos bien el camino, o nos dejamos llevar por nuestros intereses; por eso, como el publicano, te pedimos: ¡Ten compasión de nosotros! Y escucha nuestra oración.

Propósito:

Haré una visita al Santísimo en la que, con humildad, le pediré al Señor me enseñe a amarle más y a cumplir su Voluntad.

Anima a huir del pecado

1.- Las apariencias. Samuel es el profeta de Israel, el intermediario entre Dios y su pueblo. Él presenta a Dios las peticiones de los hijos de Jacob y transmite a éstos los deseos de Yahvé. Por mandato del Señor, Samuel designó como rey a Saúl y, por voluntad de Dios, nombró luego al sucesor de ese rey. En este pasaje lo vemos caminar hacia la casa de Jesé, en Belén, donde está el futuro rey. Será uno de los hijos de Jesé.

Van presentándose ante el profeta aquellos hombres fuertes y jóvenes, avezados a la lucha y al trabajo. Cuando se presenta Eliab, Samuel, viéndolo tan alto y aguerrido, piensa para sí que ése es el elegido. Pero el Señor corta sus pensamientos: «No mires su apariencia ni su estatura, pues yo lo he descartado. La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira sólo las apariencias, pero el Señor mira el corazón».

Efectivamente, para Dios no valen nada las apariencias. Lo único realmente valioso es lo que el hombre lleva dentro, lo que piensa, lo que intenta, lo que realmente es. Lo demás no sirve para nada. A lo más valdrá para engañar a los hombres, pero de ninguna manera para engañar a Dios.

Siete muchachos llenos de ilusión y de juventud, de valor y de empuje. Pero ninguno era el elegido. Samuel -dice el texto-, pregunta a Jesé: «¿No quedan ya más muchachos?». Él respondió: «Todavía falta el más pequeño, que está guardando el ganado». Dijo entonces Samuel a Jesé: «Manda que lo traigan… Era rubio, de bellos ojos y hermosa presencia».

Se llamaba David y se dedicaba a guardar el ganado. Un zagal que cantaba y componía versos, un muchacho más a propósito para paje que para rey. Pero Dios se había fijado en él. Y cuando llegue el momento se despertará el fiero guerrero que duerme en sus dulces ojos. Y confiando en el poder de Dios, él, un zagalillo, lanzará con rabia su onda contra el temible Goliat, aquel gigante filisteo que tenía amedrentados a los bravos guerreros de Israel.

Y David, superando las burlas de cuantos le ven, persuadido de la ayuda divina, correrá hacia el gigante presuntuoso y le clavará un redondo guijarro entre ceja y ceja, haciendo rodar por tierra al poderoso enemigo, vencido, muerto… Dios es así. De un pastorcillo olvidado de todos hace el más grande rey de la historia de Israel. Y es que su mirada es diferente de la nuestra, totalmente distinta. Él no se fija en lo que externamente aparece. Dios ve y valora lo que hay dentro del hombre.

2.- Ciegos incurables. Un hombre ciego de nacimiento es el protagonista de hoy. Nunca había contemplado el prodigio de la luz de cada día que, después de la oscuridad de la noche, da forma y color a todo lo que nos rodea. San Juan recordaba aquel hecho y nos lo narró para enseñarnos que, frente a la tenebrosa oscuridad del pecado, está la claridad esplendente que es Cristo, Luz del mundo. Con ello nos anima a huir del pecado, a salir de la noche y venir al día, a romper con el príncipe de las tinieblas y vivir como hijos de la luz, limpios de pecado, encendidos con el fuego que la Iglesia ha puesto en nuestras manos el día de nuestro Bautismo.

En la escena aparecen otros personajes, los fariseos. Ellos no podían creer que Cristo hubiera dado luz a los ojos ciegos del mendigo. Y, sin embargo, la evidencia era manifiesta, ya que aquel hombre era un pordiosero conocido de todos por su ceguera. La contumacia de la Verdad, la insobornable dialéctica de los hechos, se estrella frente a la dureza de sus corazones. Por eso no se dejan convencer por la evidencia, e indagan, preguntan a unos y a otros, acuden a los padres del ciego… Cuando uno se empeña en cerrar los ojos a la luz, ésta no podrá romper el muro de nuestra obstinación y orgullo. Es un fenómeno que se repite hoy también. Algunos de los que dicen no tener fe, en el fondo no son otra cosa que unos pobres soberbios, ciegos incurables que nunca gozarán de la suave claridad de la luz. Sólo el que es humilde y limpio de corazón puede ver a Dios.

Jesús expone la tremenda paradoja que se da entre los hombres. Los que dicen ver están en realidad ciegos, mientras que los que reconocen su ceguera alcanzan a ver la luz. Reconozcamos, por tanto, nuestra condición de pobrecitos ciegos que no acaban de vislumbrar la luz, acerquémonos con humildad a Cristo y roguémosle que nos abra los ojos a la luz, que desgarre el tupido velo que forma nuestro orgullo y nuestra sensualidad, que nos ilumine con su poder y consigamos contemplar gozosos el esplendor de su gloria, la claridad de su amable mirada.

Antonio García Moreno

Comentario – Sábado III de Cuaresma

Lucas 18, 9-14

La parábola del fariseo y el publicano expresa magistralmente la postura de las dos personas. Jesús no compara un pecador con un justo, sino un pecador humilde con un justo satisfecho de sí mismo.

El fariseo es buena persona, cumple como el primero, ni roba ni mata, ayuna cuando toca hacerlo y paga lo que hay que pagar. Pero no ama a los demás. Está lleno de su propia bondad. Jesús dice que éste no sale del templo perdonado. Mientras que el publicano, que es pecador, pero se presenta humildemente como tal ante el Señor, sí es atendido.

El que se enaltece a sí mismo, será humillado. El que se humilla, será enaltecido por Dios. Lucas nos dice que Jesús «dijo esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás».

a) Nuestra conversión cuaresmal ¿va siendo interior, seria, sincera? ¿o tendremos la misma experiencia de tantos años en que también nos decidimos a volver a los caminos de Dios y luego fuimos débiles y volvimos a nuestros propios caminos? ¿se podrá quejar Dios de nuestros buenos propósitos diciendo que son «una nube mañanera»?

La llamada del profeta ha sonado hoy para nosotros, no para el pueblo de Israel: «ea, volvamos al Señor». Nos ha invitado a conocer mejor a Dios. A organizar nuestra vida más según las actitudes interiores -la misericordia hacia los demás- que según los actos exteriores. Entonces sí que la Cuaresma será una aurora de luz y una primavera de vida nueva.

Dejémonos ganar por el salmo, que ha puesto en nuestros labios palabras de arrepentimiento y compromiso: «misericordia, Dios mío, por tu bondad… lava del todo mi delito, limpia mi pecado… reconstruye las murallas de Jerusalén». ¿Deseamos y pedimos a Dios que en verdad restaure nuestras murallas, nuestra vida, según su voluntad? ¿o tenemos miedo a una conversión profunda?

b) ¿En cuál de los dos personajes de la parábola de Jesús nos sentimos retratados: en el que está orgulloso de sí mismo o en el pecador que invoca humildemente el perdón de Dios? El fariseo, en el fondo, no deja actuar a Dios en su vida. Ya actúa él. ¿Somos de esos que «teniéndose por justos se sienten seguros de sí mismos y desprecian a los demás»? Si fuéramos conscientes de que Dios nos perdona a nosotros, tendríamos una actitud distinta para con los demás y no seriamos tan autosuficientes.

Podemos caer en la tentación de ofrecer a Dios actos externos de Cuaresma: el ayuno, la oración, la limosna. Y no darnos cuenta de que lo principal que se nos pide es algo interior: por ejemplo, la misericordia, el amor a los demás. ¿Cuántas veces nos lo ha recordado la palabra de Dios estos días?

«Bendice, alma mía, al Señor y no olvides sus beneficios» (entrada)

«Danos, Señor la gracia de celebrar con alegría esta Cuaresma» (oración)

«Ea, volvamos al Señor, esforcémonos por conocerle» (1ª lectura)

«Oh Dios, ten compasión de este pecador» (evangelio)

J. ALDAZABAL
Enséñame tus caminos 2

Homilía – Sábado III de Cuaresma

Nos presenta San Lucas en el Evangelio de hoy a dos hombres que subieron al Templo a orar: un fariseo y un publicano. Mientras que los fariseos eran tenidos por puros y perfectos cumplidores de la ley, la gente consideraba que los publicanos, que se ocupaban de la recaudación de los impuestos, daban mayor importancia a los negocios que al cumplimiento de sus obligaciones religiosas.

Pero este pasaje pone en evidencia que el fariseo va a orar sin tener humildad ni amor. Su oración gira alrededor de sí mismo. Él es el centro de sus propios pensamientos y el sujeto de sus elogios. En vez de alabar al Señor, empieza veladamente a alabarse a sí mismo. Sólo descubre en él, virtudes, olvidándose de que si tiene alguna, no es por mérito propio sino por la gracia del Señor. Su falta de humildad y de caridad le impiden ver sus defectos. Se compara con los demás y se considera superior; más justo, mejor cumplidor de la ley.

La soberbia humana es el mayor obstáculo que alguien puede poner a la gracia de Dios.

Y la situación se repite hoy como en tiempos de Jesús. Más o menos encubiertamente, vivimos creyéndonos superiores a quienes nos rodean, y sin reconocer que hemos recibido los talentos que tenemos de nuestro Padre Dios, sin mérito propio.

En la dedicatoria de un libro suyo, escribía un autor sin inhibiciones: “A mí mismo, con la admiración que me debo”. Y cuántas veces, sin hacerlo público, internamente nosotros pensamos en forma parecida. Y pretendemos hacer oración con esta disposición.

El contraste se presenta en el Evangelio con la oración del publicano, que se dirige a Dios con humildad. Él confía, no en sus propios méritos, sino en la misericordia de Dios. Por eso es que reconoce sus propios pecados.

Mientras el fariseo ora de pie, en actitud erguida, el publicano no se atreve a levantar los ojos al cielo.

El publicano reconoce su falta de dignidad y se arrepiente sinceramente. Y esta es la disposición necesaria para ser perdonado por Dios.

En esta parábola el Señor nos enseña la necesidad de humildad como fundamento de nuestra relación con Dios y con los que nos rodean.

Pidamos hoy a María que es modelo de humildad y maestra en enseñarnos a orar a nuestro Padre Dios, que la soberbia y el orgullo disminuyan cada día en nosotros.

Seamos luz

1.- Este es un invidente molesto. Es decir, mientras se quedó en su puesto de invidente pasó desapercibido, como debe ser. Pero cuando se le ocurrió empezar a ver, no hace más que crear problemas a los fieles practicantes, a sus propios padres… Bueno, yo creo que él mismo, traído y llevado de interrogatorio a interrogatorio y malamente expulsado de la Sinagoga, empezaría a pensar que en medio de todo no había vivido mal en el anonimato de su invidencia.

Las molestias que este invidente causa a su alrededor no son los de un intelectualoide hinchado de ciencia, que sabe que sabe y cree que cree. Nuestro invidente no sabe nada: “no sé quien es el que me ha curado”. Continúa su camino hacia Dios barruntando que tiene que ser un profeta y que viene de Dios. Y no acaba sabiendo que sabe, sino en un “creo Señor” salido del corazón. Recobró la vista de los ojos y la vista del corazón.

“He venido para que los que no ven vean y los que ven no vean” Porque es tremendo ver, estar cierto, estar firmemente seguro como aquellos fariseos, para los que la ley es la norma suprema que mide todo y enjuicia todo. Y por tanto Jesús que cura a un ciego en sábado no puede venir de Dios. Ante todo la ley, la norma, la costumbre, lo que se ha hecho siempre, aunque en esa trama rígida estrecha muera el corazón, agonice la misericordia y sea crucificado, el mismo Dios que si quiso venir al mundo debió pedirles permiso a ellos, que conocen la Escritura de memoria.

Ciegos con los ojos abiertos, tinieblas incapaces de recibir la luz, no sólo eso… tinieblas que tratarán de ahogar la luz, como dice San Juan. Ve el ciego en su sencillez y no ven los que ven en su soberbia. ¿No seremos nosotros de los que vemos y creemos que creemos?

2.- “Mientras yo estoy en el mundo Yo soy la luz del mundo. Ese “mientras” es un misterio. ¿Es que cuando Jesús nos deje todo va a volver a las tinieblas? ¿Aquellas tinieblas que cubrirán la tierra el Viernes Santo a la muerte del Señor, son barrunto de que con Él se va la luz de este mundo? ¿No hay una lógica conexión entre estas palabras y aquellas otras del Señor: “Vosotros sois la luz del mundo”? Mientras yo esté aquí yo soy la luz, pero cuando yo me vaya seréis vosotros la luz del mundo.

3.- En medio de esta sociedad envuelta en tinieblas de hipocresía y mentira, tinieblas de codicia y drogadicción, tinieblas de corrupción y desenfreno sexual, ahí debemos ser cada uno de nosotros luz. No basta la denuncia, no basta lamentarse, porque más vale encender una cerilla que quejarse de la oscuridad.

–Seamos luz del ciego que tantea las tinieblas buscando un Dios que barrunta, aunque no ve.

–Seamos luz que lleve consuelo a las tristezas del enfermo, del anciano, de la viuda, del moribundo

–Seamos luz que purifique como el sol los ambientes enrarecidos por lo impuro, por la chabacanería sexual, por la denigrante esclavitud de la mujer.

-Seamos luz de esperanza para niños y jóvenes a los que amenaza engullir como monstruo sangriento esa tiniebla luminosa del placer, del dinero sin esfuerzo, del egoísmo brutal, de la mentira por norma.

Nosotros debemos ser luz del mundo mientras estamos en el mundo.

José María Maruri, SJ

Más hondo, más alto

“Al pasar, Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y los discípulos preguntaron: ¿Quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego? San Juan, Cáp. 9.

Uno de los estanques próximos al templo de Jerusalén se llamaba Siloé, que significa “El Enviado”. A ella enviaba su caudal la fuente de Guijón y a tal nombre alude san Juan, cuando presenta a Jesús como el Enviado de Dios. Luego de untarle barro en los ojos, el Señor manda a un hombre, ciego de nacimiento, a lavarse en aquella alberca. En otras circunstancias los médicos hubieran tratado aliviarlo con sinapismos de hierbas medicinales. Pero aquí no hubo remedio. Además su familia soportaba un doloroso complejo de culpa. Creían los judíos que cada enfermedad era la consecuencia de un pecado, cuyos efectos se transmitían a los hijos. Jesús quiere borrar tal sinrazón, por lo cual les dice a sus discípulos: “Éste ha nacido ciego, para que se manifieste en él la obra de Dios”.

2.- Unos amigos acompañaron al ciego hasta el estanque. Se lavó allí los ojos y de inmediato pudo ver. ¿Pero quién lo habría curado? Los fariseos lo abordan de inmediato, preocupados por el prestigio de Jesús que iba creciendo día a día. Además, este profeta de Galilea quebranta la ley: Hizo barro con polvo y saliva y ordenó al ciego caminar más allá de lo lícito un sábado. El muchacho no sabe responder quién lo curó. Preguntan a sus padres y ellos se amedrentan. Si se declaran seguidores de Jesús, los echarán de la sinagoga. Entonces se defienden: “Este es nuestro hijo y nació ciego. ¿Quién le ha abierto los ojos? Preguntádselo a él, que ya es mayor”.

3.- Vuelven los fariseos a interrogar al recién curado, urgiéndole que declare a Jesús como un pecador. El muchacho no es tonto y les responde: “Si es un pecador, no lo sé. Sólo sé que yo era ciego y ahora veo.”Entonces los enemigos del Señor rechazan de plano al hombre curado: “Naciste en el pecado ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?”.

Sin embargo, el Maestro vuelve a encontrarse con el joven y le pregunta: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?”. Desconcertado, el muchacho replica: “¿Y quién es, Señor, para que crea en él?” Jesús le facilita la respuesta: “Lo estás viendo. Soy yo, el que te está hablando”. De inmediato el antes ciego confiesa su fe en Jesús: “Creo y se postró ante él”.

4.- A las pupilas de aquel hombre, antes sumergido en la sombra, llegaron ese día la luz del sol, el color de los pájaros y las flores, los caprichosos volúmenes de las frutas. Pudo mirar el rostro de sus padres y saber que le amaban de veras. Pero faltaba algo que el Señor quería darle también: La capacidad de mirar más hondo y más alto. Es decir la visión de la fe.

Detrás de tantas maravillas que nos rodean, hay Alguien que nos ama. A quien a veces no hemos descubierto. Por lo cual, estos rompecabezas del universo y de la historia se nos volvieron insolubles. Aquel ciego sanado por Jesús, nos invita a nosotros a decir: Creo, Señor. “Creemos que la clave, el centro, el fin de todo lo humano se hallan en nuestro Maestro”.

Gustavo Vélez, mxy

La ceguera del corazón

1.- En este cuarto domingo de cuaresma se nos habla de luz y de tinieblas, de unos ojos que quieren ver y de unos corazones que se empeñan en no ver, de un mirar y juzgar según los ojos de la carne y de un ver y mirar desde el corazón. Dice la sabiduría popular que no hay peor sordo que el que no quiere oír, ni peor ciego que el que no quiere ver. Frecuentemente tendemos a no querer ver lo que no nos interesa ver y a no oír lo que no nos interesa oír. Y así en lugar de caminar por el camino, difícil y recto, de la verdad y del bien, preferimos seguir caminando un día sí y otro también, por el camino más cómodo, pero equivocado, de nuestras continuas mentiras. Es la táctica del avestruz que esconde sus ojos debajo de sus alas, para no ver el peligro que se le acerca. No es que nuestros ojos del cuerpo no puedan ver, es que nuestro corazón, miedoso y cobarde, no nos deja mirar en la dirección acertada. La peor de las mentiras es aquella con la que tratamos de engañarnos a nosotros mismos. Un corazón sincero y noble busca siempre hacer el bien y quiere estar iluminado por la luz de la verdad, aunque la luz de la verdad ilumine y ponga al descubierto sus miserias más íntimas. Un corazón sincero y humilde le pide siempre al Señor que sea la Luz de Dios –la luz de la verdad y del bien- la que ilumine los senderos de su vida.

2.- El hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón. El Señor había dicho al profeta Samuel que había escogido para rey a uno de los ocho hijos de Jesé, de Belén. Y el profeta Samuel pensaba que el Señor habría escogido, sin duda, para un cargo tan arriesgado y difícil, al más valiente y fuerte ellos. Pero el Señor, que no miraba las apariencias, sino el corazón, había elegido al más pequeño, a David, que en aquel momento, estaba guardando el rebaño. Y el rey David sería después el que fundaría el reino y la estirpe de la que nacería el Mesías salvador del pueblo. Tampoco nosotros debemos juzgar a las personas por las apariencias. La apariencia es siempre algo externo, que se puede improvisar y manipular. Tenemos que mirar el corazón, la bondad o maldad de la persona, su sinceridad, su honradez, su generosidad. A las palabras, como a los vestidos y demás adornos, se los lleva el viento o la moda. Lo más valioso de una persona, en lenguaje bíblico, es el corazón. A un corazón humilde y generoso nunca lo desprecia el Señor.

3.- Toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz. Por eso, San Pablo recomendaba a los Efesios que caminaran siempre como hijos de la luz. Las tinieblas, en terminología paulina, son el reino de la mentira y del mentiroso por excelencia, el Maligno. La luz es el reino de la bondad, de la justicia y de la verdad. ¡Que maravilloso programa de vida para nosotros, los cristianos: buscar siempre la bondad, la justicia y la verdad! Un programa que no podremos nunca realizar con nuestras solas fuerzas. Necesitamos que la gracia de Dios nos ilumine y nos fortalezca, necesitamos que Cristo sea siempre nuestra luz. Vamos a pedirle esto al Señor, que él sea nuestra luz. Así avanzaremos alegres –hoy el domingo laetare (alegraos) —por un verdadero camino de conversión hacia la Pascua.

4.- ¿Nos vas a dar tú lecciones a nosotros? Los fariseos pensaban que el ciego de nacimiento había nacido empecatado de pies a cabeza. La ceguera era un castigo de Dios. No se podía esperar nada bueno de una persona que había nacido ya empecatada desde el vientre de su madre. El corazón fariseo miraba con orgullo y con desprecio a los que creían pecadores, los expulsaban de su sinagoga. No miraban el corazón de las personas, miraban sus apariencias y por sus apariencias los juzgaban. Así es como ellos –los fariseos- se convirtieron en los verdaderos ciegos de la parábola, mientras que el ciego de nacimiento vio con claridad la verdad del Hijo de Dios. Los fariseos no podían ver la verdad del Hijo de Dios porque habían blindado su corazón con la falsa luz de su santidad legal. Nadie podría convencerles de su error, porque se lo impedía la orgullosa ceguera de su corazón. También nosotros, los cristianos, nos comportamos a veces como orgullosos aristócratas del espíritu y de la santidad y miramos con un cierto orgullo y desprecio fariseo a los que no parecen legalmente tan creyentes y tan santos como nosotros. Jesús de Nazaret, el que comía con publicanos y pecadores, no era así.

Gabriel González del Estal

Caminos hacia la fe

El relato es inolvidable. Se le llama tradicionalmente la «curación del ciego de nacimiento», pero es mucho más, pues el evangelista nos describe el recorrido interior que va haciendo un hombre perdido en tinieblas hasta encontrarse con Jesús, «Luz del mundo».

No conocemos su nombre. Solo sabemos que es un mendigo, ciego de nacimiento, que pide limosna en las afueras del Templo. No conoce la luz. No la ha visto nunca. No puede caminar ni orientarse por sí mismo. Su vida transcurre en tinieblas. Nunca podrá conocer una vida digna.

Un día Jesús pasa por su vida. El ciego está tan necesitado que deja que le trabaje sus ojos. No sabe quién es, pero confía en su fuerza curadora. Siguiendo sus indicaciones, limpia su mirada en la piscina de Siloé y, por primera vez, comienza a ver. El encuentro con Jesús va a cambiar su vida.

Los vecinos lo ven transformado. Es el mismo, pero les parece otro. El hombre les explica su experiencia: «Un hombre que se llama Jesús» lo ha curado. No sabe más. Ignora quién es y dónde está, pero le ha abierto los ojos. Jesús hace bien incluso a aquellos que solo lo reconocen como hombre.

Los fariseos, entendidos en religión, le piden toda clase de explicaciones sobre Jesús. Él les habla de su experiencia: «Solo sé una cosa: que era ciego y ahora veo». Le preguntan qué piensa de Jesús, y él les dice lo que siente: «Que es un profeta». Lo que ha recibido de él es tan bueno que ese hombre tiene que venir de Dios. Así vive mucha gente sencilla su fe en Jesús. No saben teología, pero sienten que ese hombre viene de Dios.

Poco a poco, el mendigo se va quedando solo. Sus padres no lo defienden. Los dirigentes religiosos lo echan de la sinagoga. Pero Jesús no abandona a quien lo ama y lo busca. «Cuando oyó que lo habían expulsado, fue a buscarlo». Jesús tiene sus caminos para encontrarse con quienes lo buscan. Nadie se lo puede impedir.

Cuando Jesús se encuentra con aquel hombre a quien nadie parece entender, solo le hace una pregunta: «¿Crees en el Hijo del hombre?», ¿crees en el Hombre nuevo, el Hombre plenamente humano precisamente por ser encarnación del misterio insondable de Dios? El mendigo está dispuesto a creer, pero se encuentra más ciego que nunca: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?».

Jesús le dice: «Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es». Al ciego se le abren ahora los ojos del alma. Se postra ante Jesús y le dice: «Creo, Señor». Solo escuchando a Jesús y dejándonos conducir interiormente por él vamos caminando hacia una fe más plena y también más humilde.

José Antonio Pagola